Al salir de casa de Tippy me dirigí directamente a la mía y me preparé una comida rápida, que engullí sin interés. Quedaba poca cosa en el frigorífico y me vi obligada a abrir una lata de crema de espárragos que, según creo, había comprado con la intención de guarnecer otro plato. Dicen que las cocineras novatas recurren continuamente a este viejo truco. Chuletas de cerdo cubiertas con crema de apio, a 170 grados durante una hora. Filete de ternera cubierto con crema de champiñones, el mismo tiempo, a la misma temperatura. Pechuga de pollo y media taza de arroz cubiertos con crema de ave. Las combinaciones son infinitas y lo mejor de todo es que si invitas a alguien a comer ya no vuelves a verlo en la vida. Aparte de lo dicho, sé hacer huevos revueltos y preparar ensaladas de atún, nada más. Como muchos bocadillos, de mantequilla de cacahuete con pepinillos y de queso con pepinillos, por ejemplo. También me gustan los bocadillos de pan integral con rodajas de huevo duro, mucha sal y mahonesa baja en calorías. En mi opinión, el arte culinario sólo sirve para tener las manos ocupadas mientras se piensa en otra cosa.
Lo que me rondaba a la sazón era la muerte de Morley. ¿Y si la paranoia de David Barney estaba justificada? En lo demás había tenido razón. ¿Y si Morley se había acercado demasiado a la verdad y le habían eliminado precisamente por ello? Estaba indecisa: por una parte, que hubiese sido un homicidio me parecía muy rebuscado; por la otra, no quería que el crimen quedara impune. Oscilaba de un extremo a otro y analizaba las posibilidades. Tal vez la conversación con David Barney hubiera acicateado la curiosidad de Morley, y éste, sin saberlo, hubiese dado con algo de trascendencia capital. ¿Le habían cerrado la boca para siempre? La sola idea me horrorizaba. Demasiado folletinesco. Morley había fallecido a consecuencia de un ataque al corazón. El certificado de defunción lo había firmado su médico de cabecera. No dudaba que hubiese productos capaces de provocar o simular los síntomas del paro cardíaco, pero me costaba imaginar cómo habrían podido administrárselos. Morley no era tonto. Consciente de lo precario de su salud, resultaba inconcebible que se dedicara a tomar fármacos que no le hubiera recetado su propio médico. Tenía que haber sido un veneno, estaba casi segura, aunque la información de que disponía no me confirmaba la posibilidad. ¿Y quién era yo para entrometerme y turbar la paz de la achacosa viuda? Ésta tenía ya bastantes problemas y lo único que yo podía ofrecer eran conjeturas.
Acabé la sopa, fregué el bol y lo dejé en el escurreplatos junto con mi única cuchara. Si era capaz de mantener el ciclo de cremas y cereales con leche, me alimentaría durante una semana entera sin ensuciar más vajilla. Inquieta e intranquila, paseé por la casa. Quería hablar con Lonnie a toda costa, pero para ello debía coger el coche y conducir durante una hora hasta llegar a su casa, en Santa María. Ida Ruth me había dado a entender que no le haría gracia la intrusión, pero lo cierto es que había que avisarle de lo que se nos venía encima. El caso estaba en el desorden más absoluto y no sabía cómo arreglarlo antes de que volviera.
Era jueves por la tarde. El entierro de Morley tendría lugar el viernes, y si dudaba a propósito de la causa de su defunción, debía apresurarme. Una vez que se le enterrase, el asunto se enterraría con él. Como se había atribuido su muerte a causas naturales, recelaba que nadie se hubiera molestado en investigar las actividades de sus últimas cuarenta y ocho horas de vida. Yo seguía ignorando adónde había ido o a quién había visto. Lo único que podía afirmar con certeza era que había fotografiado las camionetas. Suponía que sus movimientos se habían basado en la conversación sostenida con David Barney, pero no estaba segura. Puede que hubiera comentado el caso con Dorothy o con Louise.
Llamé a la casa. Se puso Louise al primer timbrazo.
– Hola, Louise. Soy Kinsey. ¿Ha visto la bolsa que dejé?
– Sí, y muchas gracias. Lamento no haber estado en casa, pero Dorothy quiso ir a la funeraria para ver a Morley. En cuanto llegamos nos dimos cuenta de que usted había pasado por aquí.
– ¿Cómo está Dorothy?
– Bien, dentro de lo que cabe. Es un hueso duro de roer. Las dos lo somos, en el fondo.
– Mmmm… Una cosa, Louise. Sé que resultará una molestia, pero, ¿podría hablar con las dos esta misma tarde?
– ¿De qué?
– Preferiría decírselo personalmente. ¿Está Dorothy con ánimo para recibir visitas?
Advertí que no acababa de decidirse.
– Es importante -añadí.
– Aguarde un segundo. Voy a preguntárselo. -Puso la mano en el auricular y oí el murmullo de la conversación. Se puso al habla otra vez-. De acuerdo, pero tendrá que ser breve.
– Estaré ahí dentro de un cuarto de hora.
Por tercera vez en el curso de dos días, me dirigí a Colgate, a la casa de Morley. El sol de primera hora de la tarde acababa de aparecer. Diciembre y enero son en realidad nuestros mejores meses. Febrero es lluvioso a veces, y casi siempre está nublado. La primavera en Santa Teresa es como en cualquier otro lugar del país. A principios del verano nos invade una neblina oceánica que ya no nos abandona y el día comienza con el resplandor ceniciento de la niebla y termina con una luz dorada de extraños matices. Hasta el momento, diciembre había mezclado las dos estaciones de manera incomprensible, de modo que, si un día era verano, al otro era como si estuviéramos en otoño.
Me abrió Louise en cuanto llamé a la puerta y me hizo pasar a la salita, donde vi a Dorothy arropada en el sofá.
– Voy a preparar el té -murmuró Louise y salió de la estancia. Al cabo de unos segundos oí el tintineo de los platos que cogía de la alacena.
Dorothy seguía vestida con la falda y el jersey que se había puesto para salir. Se había quitado los zapatos y tenía las piernas cubiertas por un edredón. Un pie delgado, frágil como la porcelana, sobresalía por el borde. Puede que Louise y Dorothy tuvieran más aspecto de hermanas antes de que la enfermedad hubiera palidecido la cara de la segunda. Las dos eran de esqueleto pequeño, ojos azules y piel fina. Dorothy llevaba una peluca de color rubio platino, al estilo «despeinado». Al notar que la observaba, sonrió y se arregló las mechas.
– Siempre he deseado ser rubia -dijo con tristeza mientras me alargaba la mano-. Usted es Kinsey Millhone. Morley me lo contaba todo sobre usted. -Nos estrechamos la mano. La suya era ligera y fría, tan correosa como la pata de un pájaro.
– ¿Morley le hablaba de mí? -dije con sorpresa.
– Siempre decía que usted llegaría muy lejos si aprendiera a contener la lengua.
Me eché a reír.
– Me temo que todavía no he acabado de dominarla, pero gracias por el cumplido. Es una lástima que Morley y Ben no se reconciliaran.
– Los dos eran unos cabezotas -dijo con enfado fingido-. Morley se olvidaba siempre del motivo de la pelea. Oh, siéntese, por favor, Louise vendrá enseguida con el té.
Tomé asiento en una silla tapizada.
– No quisiera molestar y le agradezco que me haya recibido. Debe de estar rendida.
– Calle, calle, ya estoy acostumbrada. Le pido perdón de antemano, pero si me quedo dormida, siga hablando tranquilamente con Loo. Acabamos de llegar de la funeraria, para eso que llaman «contemplación».
– ¿Qué aspecto tiene?
– Bueno, los difuntos no tienen nunca buen aspecto. Parecen deshinchados. ¿No se ha dado cuenta? Como si les extrajeran la mitad de lo que tienen dentro -dijo. Hablaba con sentido práctico, como si comentara el estado de un colchón y no el del hombre con el que había estado casada más de cuarenta años-. No quisiera parecer insensible. Le quería mucho y su muerte ha representado un gran golpe para mí. Durante todo el año hablamos mucho sobre la muerte, pero yo creía que nos referíamos a la mía.
Louise entró en la sala de estar.
– El té está casi listo. ¿Por qué no nos cuenta mientras tanto el motivo de su visita? -Se sentó en el brazo del sillón de cuero de Morley.
– Quisiera despejar un par de incógnitas y pensé que ustedes quizá podrían ayudarme. ¿Les habló Morley en algún momento del caso en que trabajaba? Si ya están informadas, no perderé el tiempo poniéndolas en antecedentes.
Dorothy se arregló el edredón.
– Morley me hacía comentarios sobre todos los casos en que trabajaba. Por lo que sé, el tal Barney ya había sido procesado por homicidio. Y el ex marido de la víctima, ha presentado una demanda para demostrar que Barney es culpable de muerte en circunstancias sospechosas, con el fin de heredar los bienes de la mujer.
– Exacto -dije-. David Barney se puso ayer en contacto conmigo, en dos ocasiones. Dice que habló con Morley el miércoles de la semana pasada. Y me dio a entender que Morley, instado por él, iba a investigar un par de detalles. ¿Les comentó Morley lo que se traía entre manos? Me gustaría resolver este rompecabezas, pero no quisiera sacar conclusiones precipitadas, si puedo evitarlo.
– Vamos a ver. Sé que el hombre se puso en contacto con él, pero no me dio más detalles. Yo había ido a terapia el miércoles por la tarde y me encontraba fatal. Solíamos pasar juntos un buen rato al caer la tarde, pero el cansancio pudo más y me fui a la cama. Dormí toda la noche y buena parte del jueves.
Miré a Louise.
– ¿Y a usted? ¿Le dijo algo?
La aludida negó con la cabeza.
– Nada concreto. Sólo que habían sostenido una charla y que tenía cosas que hacer.
– ¿Le dio la sensación de que creía lo que David Barney le había contado?
Meditó unos instantes y negó con la cabeza.
– No sabría decirle. Pero algún crédito tuvo que darle, de lo contrario no se habría movido.
– Loosie -intervino Dorothy-, eso no es del todo cierto. Le dijera Barney lo que le dijese, Morley se esforzaba por ser imparcial. Consideraba ridículo hacer suposiciones mientras no estuvieran todas las cartas sobre la mesa.
– Eso mismo me enseñaron a mí -dije. Metí la mano en el bolso y saqué las fotografías-. Creo que las hizo el viernes. ¿Les dijo qué se proponía hacer con ellas?
– A eso sí puedo responderle -dijo Louise con presteza-. Habíamos comido muy pronto. Como Morley estaba a régimen, prefería comer aquí, en casa; decía que había menos tentaciones. Hacia el mediodía se dirigió al despacho para recoger el correo. Tenía una cita a primera hora de la tarde y pasó el resto de la jornada buscando camionetas. De regreso dejó el carrete para que lo revelaran y dijo que iría a recoger las fotos el sábado, que fue cuando empezó a sentirse mal. Lo más seguro es que se olvidara por completo.
– ¿Cómo sabía lo que tenía que buscar?
– ¿Se refiere al modelo de la camioneta? Sobre eso no comentó nada. Pensaba que una misma camioneta podía haber estado relacionada con no sé qué accidente, pero no especificó cuál ni cómo había llegado a esa conclusión. La descripción del vehículo la había conseguido del atestado levantado por la policía en su momento.
Calculé el tiempo. Todo parecía deberse a su conversación con David Barney.
– ¿Qué ocurrió el sábado?
– ¿En relación con su trabajo? -preguntó Louise.
– En relación con todo. -Miré a Louise y a Dorothy para que me respondiese cualquiera de las dos.
Fue Dorothy quien recogió el guante.
– Nada fuera de lo corriente. Trabajó un rato en el despacho, escribiendo cartas y cosas por el estilo, según creo.
– ¿Alguna cita?
– Si tenía que ver a alguien, no lo dijo. Volvió alrededor de las doce del mediodía, pero apenas si probó bocado. Solía comer en mi habitación, así me hacía compañía mientras tanto. Le pregunté si se encontraba mal, y contestó que le dolía la cabeza y que le parecía que estaba enfermo. Pensé que menuda le había caído a Louise: dos inválidos por el precio de uno. Cuando le aconsejé que se acostara, no creí que fuera a hacerme caso, pero me obedeció. Resultó que había cogido la gripe esa que causa estragos por todas partes. Pobrecillo. Vómitos, diarrea y retortijones.
– ¿No pudo haber comido algo que le produjera una intoxicación?
– Lo dudo, querida. Sólo había desayunado cereales con leche descremada.
– ¿Morley tomó cereales con leche descremada? Nunca lo hubiera creído -dije.
Dorothy se echó a reír.
– Obligué al médico a que lo pusiera a régimen: mil quinientas calorías diarias. El sábado sólo se tomó una sopita y una tostada para comer. Dijo que tenía náuseas y que se le había quitado el apetito. A media tarde ya no podía con su alma. Se pasó media noche con la cabeza metida en el retrete. Bromeamos sobre turnarnos si de pronto yo empeoraba. Estaba mejor el domingo por la mañana, aunque no lo parecía por su aspecto. El color de la cara daba miedo, pero había dejado de vomitar y pudo tomarse una tónica.
– Hábleme de la cena del domingo. ¿La preparó usted?
– No, querida, yo no cocino. Hace meses que no piso la cocina. ¿Tú te acuerdas, Loosie?
– Preparé una cena fría, una ensalada de pollo -dijo la aludida. Brotó de la cocina el pitido penetrante del cazo. Louise murmuró una disculpa y se alejó mientras Dorothy reanudaba lo que su hermana había comenzado.
– Yo me encontraba mejor entonces y me senté con ellos a la mesa, sólo para hacerles compañía. Morley se quejaba de que le dolía el pecho y supuse que era una indigestión. Louise estaba preocupada. Yo, en cambio, recuerdo que le tomé el pelo. Ya he olvidado lo que le dije, pero estoy segura de que fue una tontería. Morley apartó el plato y se levantó. Se apretaba el pecho con la mano y respiraba con dificultad. Dio un par de pasos y se desplomó. Murió casi al instante. Llamamos a una ambulancia y probamos la respiración boca a boca, pero fue inútil.
– Señora Shine, no sé cómo decírselo, pero, ¿aceptaría usted que se le hiciera la autopsia? Es un tema delicado, ciertamente, y puede usted pensar que no tiene objeto, pero personalmente me quedaría más tranquila si supiéramos con certeza la causa de la defunción.
– ¿Por qué dice eso?
– Tengo motivos para sospechar que alguien adulteró los fármacos que tomaba o alguna cosa que comió.
Se me quedó mirando con una expresión casi resplandeciente.
– Usted cree que lo mataron.
– Me gustaría eliminar esa posibilidad. Tal vez sea mínima, pero de otro modo nunca lo sabremos. Una vez que lo entierren…
– Entiendo -dijo-. Me gustaría consultarlo con Louise y quizá también con el hermano de Morley, que llega esta noche.
– ¿Podría llamarla más tarde? Siento tener que insistir. Sé que es lamentable, pero el entierro es mañana y el tiempo se nos echa encima.
– No es necesario que se excuse -dijo-. Naturalmente que puede llamarme. Supongo que a estas alturas no le hará ningún daño la autopsia.
– Me gustaría hablar con el departamento del coroner para poner a los funcionarios sobre aviso, pero no quiero dar un paso sin su consentimiento.
– No me opongo.
– ¿A qué? -preguntó Louise al aparecer por la puerta con la bandeja del té, que dejó en la mesita de servicio. Dorothy la puso al corriente y le resumió la situación con la misma brevedad con que había resumido el proceso civil.
– Autorízala de una vez -dijo Louise. Llenó una taza y me la alargó-. Si lo consultas con Frank, llegará el verano y aún estaréis dándole vueltas.
Dorothy esbozó una sonrisa.
– Lo mismo pienso yo, pero no quería decirlo -repuso. Y añadió, dirigiéndose a mí-: Adelante, haga lo que crea oportuno.
– Gracias.
El inspector Burt Walker, del departamento del coroner, era un cuarentón con entradas en el pelo de color albaricoque, barba de una semana y un bigote rojiamarillo. Tenía la cara redonda y una tez rubicunda que sugería la presencia de algunas gotas de sangre escandinava en su sistema circulatorio. Llevaba gafas pequeñas y redondas de montura metálica. Aunque no era exactamente fornido, parecía haber aumentado de volumen en el curso de los años. No le sobraba ningún kilo. Vestía pantalón ancho de color beige, chaqueta marrón de mezclilla, camisa azul y corbata roja con topos blancos. Mientras le detallé las circunstancias que habían rodeado la muerte de Morley, permaneció con el codo en la mesa, y unas veces asentía y otras se rascaba la frente. Le manifesté mis recelos, pero no sabría decir si me tomó en serio o si se limitó a ser educado. Se me quedó mirando cuando terminé.
– ¿Y qué conclusión saca usted?
Me encogí de hombros, turbada ante el hecho de exponer con claridad mis sospechas.
– Que en realidad murió envenenado.
– O bien que una sustancia tóxica precipitó el ataque al corazón -dijo Burt.
– Exacto.
– Bueno, no es inconcebible -dijo con parsimonia-. Cabe la posibilidad de que le administraran la sustancia poco a poco. Supongo que no se la tomaría por voluntad propia, porque estaba deprimido o harto de vivir, ¿no?
– No. Su mujer tiene cáncer, pero llevaban casados cuarenta años y Morley sabía que ella dependía de él. No la habría abandonado. Por lo que sé, se tenían mucho afecto. Si fue envenenamiento, tuvo que ingerir la sustancia sin darse cuenta.
– ¿Se ha formado alguna opinión acerca del producto químico responsable?
Negué con la cabeza.
– Soy profana en la materia. He charlado con su mujer hoy mismo y no ha podido proporcionarme pistas concretas. Nada evidente o identificable, por lo menos. Dice que tenía muy mal color de cara, pero lo cierto es que no le he preguntado a qué se refería.
– Si hubiera sido una sustancia corrosiva se habría sabido en el acto. -Dio un suspiro y cabeceó-. No sé qué decirle. No puedo pedirle a un toxicólogo que empiece a hacer análisis para buscar una sustancia desconocida. No tiene usted una base de la que partir y lo que pide es demasiado general. Piense la inabarcable cantidad de fármacos, pesticidas y productos industriales que hay en el mercado… incluso en las sustancias que se tienen normalmente en casa. Por lo que dice, si está usted en lo cierto, el problema se complica porque el hombre estaba hecho físicamente una ruina.
– ¿Acaso le conocía usted?
Se echó a reír.
– ¿A Morley? Desde luego. Un tipo estupendo donde los haya, pero seguía anclado en los años cincuenta, cuando todo el mundo creía que beberse una botella de whisky al día y fumarse tres paquetes de tabaco era sano, además de elegante. Una persona que, como Morley, padeciera del hígado o los riñones, acusaría mucho más los efectos de cualquier agente tóxico; porque no lo eliminaría como es debido y seguramente lo toleraría mucho menos que una persona sana. Hay sustancias, por ejemplo los ácidos y los álcalis, que se eliminan al instante. Supongo que la viuda no le detectaría ningún olor extraño en el aliento.
– No, y lo habría notado. Al principio, antes de comprender que era inútil, probaron a hacerle la respiración boca a boca.
– Lo cual descarta el cianuro, el paraldehído, el éter, el bisulfito y el sulfato nicotínico. No hay forma de disimularlos.
– ¿Y el arsénico?
– Sí, quizá. Por los síntomas que ha descrito usted, podría tratarse de arsénico. Lo que no encaja es que se sintiera mejor, ese detalle no me gusta. Lástima que no fuera al hospital. Habrían visto de qué se trataba.
– Supongo que, con la mujer enferma, no querría ser un engorro -dije-. Todo el mundo ha pasado la gripe. Seguramente creyó que era eso.
– Tal vez -dijo Burt-. Por otra parte, si se trata de un alimento y consideramos el conducto gastrointestinal como vía de acceso, tenemos entonces un margen de tiempo para que se produzcan tanto las transformaciones químicas como el proceso de eliminación. En términos generales, los componentes químicos que entran en un organismo vivo o bien se transforman en virtud del metabolismo, o bien se eliminan, lo que quiere decir que la cantidad de veneno detectable disminuye de modo paulatino. El aparato digestivo se pone en marcha; y lo que hace básicamente es destruir las pruebas. Si el veneno mata enseguida, casi siempre quedan rastros detectables durante la autopsia. Y si embalsaman al muerto, peor, porque en tal caso se introducen fluidos en el aparato circulatorio que dificultan la labor del toxicólogo.
– A pesar de todo, ¿podría detectarse la presencia de sustancias tóxicas?
– Es posible. Habría que analizar también alguna muestra de los fluidos empleados para embalsamar el cadáver a fin de cotejarla con los elementos y compuestos extraños que se encuentren en los órganos. Si de veras cree que ha sido un envenenamiento, lo más provechoso que puede hacer es traerme todos los productos que encuentre en la casa; busque productos alimenticios sospechosos en la basura; hágase con los frascos de pastillas, los raticidas, los atomizadores contra las cucarachas, los desinfectantes, los productos de limpieza, los insecticidas para el jardín y cosas por el estilo. Hablaré con el empresario de pompas fúnebres por si nos fuera de alguna utilidad. Estos sujetos son un prodigio de sagacidad cuando se les dice con exactitud qué es lo que se busca.
– ¿Lo hará entonces?
– Bueno, si la viuda firma los papeles, le echaremos un vistazo.
La emoción que sentí no estuvo del todo libre de temor. Si resultaba que me había equivocado, haría el ridículo más espantoso de mi vida.
– ¿Y esa sonrisa de satisfacción? -dijo.
– Es que no creí que me tomara en serio.
– Me pagan por tomarme en serio a la gente cuando corresponde. El temor de que una persona haya muerto envenenada aparece en muchas ocasiones porque surgen recelos entre los amigos y parientes. Traeremos a Morley y le daremos un vistazo.
– ¿Y el entierro?
– Bueno, pueden celebrar el sepelio. Lo traeremos aquí inmediatamente después y nos pondremos a trabajar. -Se detuvo para dirigirme una mirada de sondeo-. ¿Tiene ya algún sospechoso, en el caso de que se confirmaran sus temores?
– La verdad es que no dispongo de ninguna pista -dije-. Sigo sin saber quién mató a Isabelle Barney.
– Yo, en su lugar, no insistiría demasiado.
– ¿Por qué lo dice?
– Puede que Morley muriera por ser demasiado curioso.