13

De regreso a casa me detuve en el bar de Rosie. No soy adicta a los bares, pero me sentía inquieta y no quería estar sola en aquellos momentos. En el local de Rosie puedo instalarme en un reservado del fondo y meditar sobre las circunstancias de la vida sin que me observen, me aborden, me peguen o se metan conmigo. Después de los canapés y el vino que había tomado en casa de Francesca, me dije que bastaba con un café. En el fondo no era por mantenerme sobria. El vino de Francesca era delicado como las violetas. El vino que sirve Rosie procede de botellones de dos litros y con tapón de rosca que pueden utilizarse después para meter gasolina y otros líquidos inflamables.

El local estaba en una de sus horas punta. Acababa de entrar un ruidoso grupo de jugadoras de bolos que había ganado no sé qué torneo y que quería celebrar la victoria. El pelotón se paseaba por el local exhibiendo un trofeo del tamaño de la Victoria de Samotracia mientras se deshacía en silbidos, vítores y pataleos. Rosie no suele tolerar estos desmanes, pero el ánimo de las jugadoras era contagioso y no puso objeciones.

Cogí un tazón y me serví yo misma de la cafetera que Rosie guarda detrás de la barra. Mientras me deslizaba en mi reservado favorito vi que entraba Henry. Le hice una seña con la mano y se desvió de la ruta que había emprendido para venir a mi encuentro. Una jugadora de bolos metía monedas en la máquina de discos. La música a todo volumen se unió al humo de tabaco, los gritos y las risotadas.

Henry tomó asiento delante de mí y apoyó la cabeza en el brazo.

– Esto es lo mío, ruido, whisky, humo, ¡vida! Estoy harto del hipocondríaco de mi hermano. Me va a volver loco, te lo juro. Todo el santo día con el régimen. Cada vez que el reloj da la hora, se toma una pastilla o un vaso de agua… para drenar el aparato digestivo. Hace yoga para relajarse. Gimnasia calisténica al despertar. Se mide la presión sanguínea dos veces al día. Lleva encima esas tiras que venden en las farmacias para comprobar el nivel de glucosa y de proteínas en la orina. Apunta en la agenda cuántas veces va al lavabo. Y todos los picores y pinchazos tontos que siente. Si le gruñe el estómago, es un síntoma. Si se le escapa una ventosidad, me da una conferencia. Como si no me diera cuenta. Es el bípedo más obsesivo, pelmazo y aburrido que he conocido en toda mi vida, y sólo lleva aquí un día. No puedo creerlo… Mi propio hermano.

– ¿Le apetece una copa?

– No me atrevo. No podría controlarme. Acabarían por ingresarme en la UCI.

– ¿Siempre ha sido así su hermano?

Asintió con expresión desolada.

– Aunque hasta ahora no me había dado cuenta. Puede que la chochez haya agravado su caso. Recuerdo que de pequeño sufría muchos accidentes. Se caía de los árboles y de los columpios. Una vez se rompió un brazo. Se dislocó la muñeca. Se clavó un lápiz en un ojo y estuvo a punto de perderlo. Y los cortes. Dios bendito, no podíamos deja un cuchillo al alcance de su mano. Tenía todas las alergias imaginables y le sentaban mal las cosas más raras de este mundo. Sufría de espasmos en las glándulas salivales. Es verdad, no te miento. Luego entró en una fase que le duró diez años y en que tuvieron que extirparle varios órganos: las amígdalas, los ganglios linfáticos, el apéndice, la vesícula biliar, un riñón y ocho centímetros de intestino. Por si esto fuera poco, se las apañó para estropearse el bazo. Pues tijeras y a la calle. Con todo lo que le extirparon habríamos podido construir otro Frankenstein.

Alcé los ojos y vi a Rosie junto a mí, escuchando la perorata de Henry con cara de complacencia.

– ¿Deprimido?

– Ha venido a visitarle su hermano de Michigan.

– ¿Y no le cae bien?

– Le está volviendo loco. Es un hipocondríaco.

Se quedó mirando a Henry con interés.

– ¿Qué le pasa? ¿Está enfermo?

– No, no está enfermo. Es un neurótico de cuidado.

– Tú traérmelo y yo ponerle bien. Coser y cantar.

– No creo que comprendas plenamente la magnitud del problema -dije.

– Ningún problema. Yo saber de estas cosas. ¿Cómo llamarse el elemento, el hermano?

– William.

Rosie murmuró «William» mientras apuntaba el nombre en el cuaderno.

– Asunto arreglado. Fin de preocupaciones.

Se alejó de la mesa agitando el vestido como si fuera la capa de una bruja.

– ¿Es fruto de mi imaginación o habla últimamente como los indios de las películas? -pregunté.

Henry me dirigió una sonrisa de desaliento.

Le palmeé la mano con actitud maternal.

– Ánimo. Asunto arreglado. Fin de preocupaciones. Rosie ponerle bien.

Llegué a casa a eso de las diez, pero no me sentía con ganas de reanudar la campaña de limpieza. Me quité los zapatos y mientras subía al dormitorio los calcetines sudados barrieron por encima los peldaños de la escalera de caracol. Trabajo que me ahorro, dije.

Desperté a media noche por culpa de un telegrama del inconsciente, camioneta, decía el texto. ¿Y para qué quería yo una camioneta? Abrí los ojos y me quedé mirando la claraboya que tenía encima de la cama. El dormitorio estaba a oscuras. Las nubes cubrían las estrellas, pero la claraboya parecía brillar a causa de la contaminación urbana. El telegrama debía de relacionarse con la presencia de Tippy en el cruce. Venía meditando al respecto desde que David Barney lo sacara a relucir. Si el individuo había inventado la historia, ¿por qué había mencionado a la muchacha en su versión? La joven podía haber explicado perfectamente dónde se encontraba aquella noche. Si había mentido acerca del accidente, ¿por qué se había arriesgado a fraguar la mentira? El equipo de empleados del agua la había visto a ella también… bueno, a ella no, pero sí la camioneta. ¿En qué otro sitio había leído yo algo relacionado con una camioneta?

Me senté en la cama, aparté el edredón, encendí la luz y parpadeé con la mano en los ojos. Me puse el chándal en vez del albornoz. Bajé descalza la escalera de caracol, encendí la lámpara de la mesa, cogí el maletín y me puse a repasar las carpetas que había cogido del despacho. Encontré la que buscaba, me la llevé al sofá, me senté con las piernas encogidas y me puse a hojear los artículos fotocopiados de antiguos ejemplares del Santa Teresa Dispatch. Por tercera vez en cuarenta y ocho horas los repasé, columna por columna. Nada el día 25. Ajajá. En la primera página de la sección de noticias locales del 26 de diciembre estaba la que había visto a propósito de un anciano que había fallecido de muerte instantánea en un accidente de tráfico sufrido al salir de una casa de reposo situada en los alrededores. Le había atropellado en la parte norte de State Street una camioneta descubierta que se había dado a la fuga. No habían querido revelar el nombre de la víctima, ya que el suceso no se había notificado aún a sus familiares. Por desgracia, no había fotocopiado los diarios de la semana siguiente y no podía saber cómo había terminado la historia.

Cogí la guía telefónica y busqué en las Páginas Amarillas los hospitales y casas de convalecencia. El índice remitía a Balnearios, Casas de Reposo, Clínicas Médicas, Hospitales e Institutos Médicos, pero casi todos los subapartados se remitían unos a otros. Encontré por fin la lista general en Casas de Reposo. En los alrededores del lugar del accidente sólo había un establecimiento de aquellas características. Tomé nota de la dirección, apagué las luces y volví a la cama. Si conseguía vincular aquella camioneta con la que poseía el padre de Tippy, habría avanzado mucho a la hora de explicar por qué la joven se mostraba reacia a admitir que había estado fuera aquella noche. La vinculación corroboraría también todo lo que David Barney había dicho.

A la mañana siguiente, después de mi habitual carrera de cinco kilómetros, de ducharme, desayunar y telefonear a la oficina, cogí el coche y me dirigí a South Rockingham, el barrio donde habían atropellado al anciano. A principios de siglo, South Rockingham era un campo cubierto de nogales y judías, cosechados por cuadrillas itinerantes que se desplazaban con vehículos de vapor, cocinas portátiles y remolques para dormir. En una foto de la época puede verse a treinta braceros alineados ante su incómoda y chirriante maquinaria. Casi todos tienen bigote y aire abatido. Llevan pañuelo al cuello, camisa de manga larga, mono y sombrero de fieltro. Se apoyan con resolución en la horca bajo los rayos inclementes del sol de mediodía. La tierra siempre parece monótona y cruel en estas fotografías. Hay pocos árboles y la hierba, cuando la hay, crece poco y mal. En las fotos aéreas de fecha posterior se ven las calles que parten de un círculo central de tierra como los radios de una rueda de carro. Al otro lado del límite hay huertos de cítricos yuxtapuestos como los retales de un edredón. South Rockingham es actualmente un barrio de clase media, poblado de modestas casas construidas por encargo, la mitad de las cuales es anterior a 1940. Las restantes se levantaron durante una miniexplosión demográfica que tuvo lugar entre 1955 y 1965. Todas las parcelas abundan en vegetación y se ha construido en cada palmo de terreno disponible. Aun así, la zona se considera atractiva porque es tranquila, autosuficiente, limpia y bonita.

Encontré la clínica de reposo, un edificio encalado, de una sola planta, y flanqueada en tres costados por zonas de estacionamiento. Por fuera, aquella institución de cincuenta camas parecía limpia y sencilla, y lo más probable es que fuese cara. Aparqué junto a la acera y subí los cuatro peldaños de hormigón que conducían al inclinado paseo delantero. La hierba estaba en la etapa letárgica, bien cortada y moteada de amarillo. Junto a la puerta, una bandera nacional pendía de un asta.

Crucé la puerta y accedí a una zona de recepción decorada con cómodos muebles y detalles que recordaban los de una de las mejores cadenas de moteles. La Navidad aún no había asomado la nariz allí. Los colores eran agradables, matices sosegados del azul y el verde. Vi un sofá tapizado en cretona y cuatro sillones que hacían juego dispuestos alrededor como para sugerir la intimidad de las conversaciones privadas. Las revistas de las mesitas estaban desplegadas en abanico con los títulos superpuestos; Madurez Moderna figuraba siempre en primer lugar. Había dos ficus, pero al mirarlos de cerca advertí que eran artificiales; hay que limpiarles el polvo, pero por lo menos no sufrirían los estragos de los mosquitos y las plagas.

Pregunté en el mostrador por la persona que dirigía la clínica y me dijeron que fuese al despacho de un señor, de apellido Hugo, situado en el pasillo que tenía a la izquierda. Aquella ala del edificio era únicamente administrativa. No había pacientes a la vista, ni sillas de ruedas, ni camillas, ni demás parafernalia médica. Incluso el aire estaba limpio de los olores típicos de los hospitales. Expliqué con brevedad el motivo de mi visita y al cabo de cinco minutos la secretaria personal del señor Hugo me hizo pasar a su despacho. Los directores de las clínicas de reposo deben de tener la agenda medio vacía.

El señor Edward Hugo era un sesentón negro de pelo rizado y canoso que lucía un ancho bigote blanco. Tenía la piel marrón brillante, igual que el caramelo. Las arrugas de la cara me recordaron los pliegues de una pajarita de papel que se hubiese deshecho y alisado. Vestía de manera convencional, aunque en sus modales había un no sé qué que sugería el uso obligatorio de la corbata negra en los actos locales de beneficencia. Me estrechó la mano desde el otro lado de la mesa y volvió a sentarse mientras yo hacía lo propio. Cruzó las manos y las apoyó en la mesa.

– Usted dirá.

– Quisiera saber el nombre de un antiguo paciente de ustedes, un anciano que murió atropellado por un vehículo que se dio a la fuga hace seis años, por Navidad.

– Sé a quién se refiere -dijo asintiendo con la cabeza-. ¿Tendría inconveniente en explicarme su interés?

– Trato de comprobar una coartada en un caso criminal. Me sería muy útil saber si se pudo identificar al conductor del vehículo.

– Creo que no. Que yo sepa, vamos. Si le soy sincero, el asunto me dejó un mal sabor de boca que todavía me dura. El caballero se llamaba Noah McKell. Su hijo Hartford vive aquí, en Santa Teresa. Si le interesa hablar con él, puedo pedirle a la señora Rudolph que le busque el teléfono.

Siguió hablando con franqueza, buenas palabras y sentido práctico, y en diez minutos de charla me dio toda la información que quería. Según la versión del señor Hugo, Noah McKell se había arrancado la aguja del catéter, se había puesto la ropa de paseo y había salido a la calle por la ventana de su habitación.

Aquel detalle me extrañó.

– ¿Dejan abiertas las ventanas?

– Esto es un hospital, señorita Millhone, no una cárcel. Los barrotes representarían un serio peligro si se declarase un incendio. Aparte de esta circunstancia, creemos que a los pacientes les sienta bien el aire fresco y la contemplación del paisaje verde. Nuestro hombre había abandonado el centro en otras dos ocasiones, lo que, habida cuenta de su estado, nos supuso no poca preocupación. Pensamos en la posibilidad de prohibirle ciertos movimientos para protegerle, pero la medida no acababa de convencernos y su hijo se mostró inflexible. Le cerramos las barandillas de la cama y dimos órdenes a las enfermeras de que se asomaran a ver cómo estaba cada media hora aproximadamente. La enfermera de servicio que entró a la una y cuarto se encontró con la cama vacía.

»Como es natural, nos pusimos en acción en cuanto comprendimos que se había marchado. Avisamos a la policía y nuestro personal de seguridad inició la búsqueda. Me llamaron a casa y vine inmediatamente. Cuando llegué, ya nos habíamos enterado de lo del accidente. Fuimos al lugar e identificamos el cadáver.

– ¿Hubo algún testigo?

– Una empleada del Gypsy Motel oyó el golpe -dijo-. Salió a ver qué ocurría, pero el anciano ya había muerto. Fue ella quien avisó a la policía.

– ¿Recuerda usted el nombre de la empleada?

– Así, de pronto, no. Pero estoy convencido de que el señor McKell lo recuerda. Tal vez la empleada siga trabajando allí.

– Me gustaría hablar con él, en cualquier caso. Si se averiguó la identidad del conductor, ya no tendré que perder el tiempo haciendo preguntas.

– Supongo que, de haberse averiguado, nos lo habría comunicado. Por favor, llámeme para hacerme saber lo que descubre. Me sentiría más tranquilo.

– Lo haré, señor Hugo, y gracias por todo.

Llamé a Hartford McKell desde una cabina que estaba junto a un puesto de hamburguesas del sector norte de State Street. No tenía sentido volver a la oficina, ya que el lugar del accidente se encontraba sólo a dos manzanas. Saqué el bolígrafo y el cuaderno y me dispuse a tomar notas.

El hombre que cogió el teléfono era el propio Hartford McKell. Le dije quién era yo y la información que necesitaba. No parecía tener sentido del humor: era directo, intransigente y con tendencia a interrumpir al prójimo. Con respecto a la muerte de su padre, saltaba a la vista que las condolencias le importaban tres pepinos. Me contó el episodio atropelladamente, con una cólera que no había mermado con el paso del tiempo. Me abstuve de hacer comentarios. No se había averiguado la identidad del conductor. La policía de Santa Teresa había emprendido una búsqueda intensiva, pero en el lugar de los hechos no había quedado más prueba que las huellas de los neumáticos. El único testigo -la empleada del motel, que se llamaba Regina Turner- había hecho una somera descripción de la camioneta, pero no vio la matrícula. El accidente había escandalizado a la comunidad y el hijo de la víctima había ofrecido una recompensa de 25.000 dólares a quien proporcionara información que condujese a la detención y condena del conductor.

– Había traído a mi padre desde San Francisco. Después del ataque que sufrió, yo quería tenerlo cerca. ¿Sabe por qué se escapaba? Creía que seguía en San Francisco, y que estaba a unas cuantas calles de su casa. Quería volver porque estaba preocupado por el gato. Hacía ya quince años que el animal había muerto, pero mi padre quería comprobar que seguía bien. Me saca de quicio pensar que el crimen ha quedado impune.

– Comprendo…

– Nadie comprende nada -me interrumpió-, pero voy a decirle una cosa: nadie atropella a un anciano y sigue adelante sin mirar atrás.

– Son las jugarretas del miedo -dije-. Las calles están prácticamente vacías a la una de la madrugada. El conductor debió de creer que a nadie le importaría mucho.

– No me interesan las explicaciones. Lo que quiero es echarle el guante al hijo de puta. Es lo único que me interesa. ¿Tiene usted idea de quién fue o no?

– Estoy tratando de averiguarlo.

– Encuéntreme al conductor y los veinticinco mil son suyos.

– Se lo agradezco, señor McKell, pero los motivos económicos no son prioritarios. Haré lo que pueda.

Dimos por terminada la conversación. Volví al coche y recorrí las dos manzanas que me separaban del cruce de State Street donde habían matado al anciano McKell. El cruce limitaba con un motel, un solar, un complejo médico con mucho jardín y un chalecito que parecía una vivienda particular habilitada para albergar las oficinas de una inmobiliaria. El Gypsy Motel era una modesta y poco agraciada arquitectónicamente yuxtaposición de habitaciones rodeada de zonas de estacionamiento. Aparqué cerca de la recepción. La oficina estaba rodeada de ventanas cubiertas por cortinas para protegerla del sol vespertino. Un rótulo de neón parpadeaba sobre la puerta iluminando alternativamente NO y HAY HABITACIONES.

La mujer del mostrador era tremenda, no exactamente gigantesca, pero casi. Tenía la nariz enorme y bien formada, la bocaza pintada de rojo y un pelo rubio trenzado y enrollado en lo alto de la cabeza. Las gafas, de montura biselada y vidrio color violeta, estaban ligeramente manchadas de maquillaje melocotón en el borde inferior. Encima de la ropa de calle llevaba una bata rosa como las que suelen ponerse las peluqueras.

Saqué una tarjeta comercial y la puse en el mostrador.

– ¿Podría usted ayudarme? Busco a Regina Turner.

– Al menos lo intentaré. Soy Regina Turner. Mucho gusto -dijo. Nos dimos la mano. El teléfono interrumpió la conversación; mantuvo un dedo en alto a modo de puntero mientras comprobaba ciertas reservas-. Disculpe -dijo al colgar. Echó una mirada práctica a la tarjeta y me miró con fijeza a los ojos-. No doy información sobre los huéspedes.

– Se trata de otra cosa -dije. Le estaba explicando el motivo de mi visita cuando vi que manipulaba el reloj de fichar. Estaba claro que la charla había terminado para ella-. ¿Podría darme alguna información? -dije.

– Ojalá supiera algo -replicó-. La policía habló conmigo poco después de que atropellaran al pobre viejo. Si he de ser sincera, me sentí fatal, pero ya dije todo lo que sabía.

– ¿Estaba usted de servicio aquella noche?

– Estoy de servicio casi todas las noches. Es casi imposible encontrar buenos ayudantes, sobre todo cuando se acercan las vacaciones. Me encontraba aquí mismo cuando se produjo el accidente. Oí el chirrido de los neumáticos… un ruido que pone los pelos de punta, ¿verdad? Y a continuación el topetazo. La camioneta debió de tomar la curva por lo menos a cien por hora. Alcanzó al viejo en pleno paso de peatones y lo volteó en el aire. Fue como si le hubiese corneado un toro, un salto exactamente igual que en las películas. Y cayó tan a plomo que oí el ruido que produjo al estrellarse contra la calzada. Miré por la ventana y vi alejarse la camioneta. Desde aquí veo perfectamente el cruce. Llamé a la policía y salí a ver qué podía hacer. Cuando llegué junto al anciano, ya estaba muerto; y la camioneta había desaparecido.

– ¿Recuerda la hora?

– La una y once minutos. Tenía en el mostrador el mismo reloj digital y recuerdo que marcaba tres unos, igual que mi cumpleaños, que es el 11 de enero. No sé por qué, pero estas cosas se quedan grabadas durante años.

– ¿Vio al conductor?

– Ni de espaldas. Vi la camioneta. Era blanca y con una especie de logotipo azul oscuro en la parte lateral.

– ¿Qué clase de logotipo?

Negó con la cabeza.

– No sabría decirle.

– En fin, los detalles que me ha contado pueden serme útiles -dije. Lo más probable es que en California hubiese alrededor de seis mil camionetas blancas. La que buscaba podía haberse desguazado, repintado, vendido o pasado a otra región-. Gracias por todo.

– ¿No se lleva la tarjeta? -preguntó.

– Quédesela. Si recuerda algo interesante, no dude en llamarme.

– Descuide.

Titubeé al llegar a la puerta.

– ¿Cree que podría identificar la camioneta si le traigo unas fotos?

– Estoy convencida de que sí. Puede que no la recuerde bien, pero si volviese a verla creo que la reconocería.

– Magnífico. Volveré.

Al regresar al coche sentí un pequeño brote de esperanza, aunque debía reprimirlo. Formular una hipótesis era inevitable, porque no soy idiota. Había posibilidades de que la camioneta blanca que había causado la muerte de McKell fuese la misma que había atropellado a David Barney unos treinta minutos más tarde y aproximadamente a doce kilómetros de distancia. Había demasiado en juego para arriesgar conclusiones acerca de quién la conducía. Lo más prudente era atenerse a las reglas, tal como me habían enseñado. El primer paso consistía en sacar fotos de varios vehículos parecidos, entre ellos la camioneta del padre de Tippy, Chris White. Si Regina Turner la identificaba sin vacilar, tendría algo concreto en que apoyarme. El segundo paso, como es natural, consistía en averiguar quién conducía el vehículo.

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