20

Camino de Colgate me detuve a repostar en una gasolinera. Entre idas y venidas había recorrido ya más kilómetros que los que hay de Santa Teresa a la frontera canadiense, y empezaba a lamentar haberme comprometido a no cobrar a Lonnie el kilometraje. Eran las seis pasadas y había mucho tráfico, sobre todo en dirección a Santa Teresa. Las nubes pendían sobre las montañas como un montón de pañales arrugados.

Me dirigí a Voigt Motors mientras calculaba las posibilidades reales de que Kenneth Voigt me explicase la verdad. Fuera cual fuese la relación que le unía a Curtis, ya era hora de poner las cartas boca arriba. Si no sonsacaba a Kenneth, buscaría a Curtis y cruzaría unas palabras con él. Aparqué delante del edificio de Voigt Motors, entre un Jaguar antiguo y un Porsche recién salido de fábrica. Crucé la entrada sin prestar atención a la vendedora que se adelantó para recibirme. Subí las anchas escaleras rumbo a la galería de oficinas que bordeaba el primer piso: crédito, contabilidad. Por lo visto, el personal de ventas debía permanecer en la casa hasta la hora de cerrar, es decir, hasta las ocho. Los que trabajaban en el sector financiero, un poco más afortunados, ya se preparaban para marcharse. El nombre de Kenneth figuraba en la puerta de su despacho con letras metálicas de cinco centímetros. Su secretaria era una cincuentona empeñada en teñirse el pelo con agua oxigenada pese a haber rebasado la edad de lucirlo. El paso de las décadas le había abierto en el entrecejo una profunda zanja de preocupación. La encontré ordenando su mesa, devolviendo expedientes a su sitio y cuidando de que los lápices y bolígrafos quedaran bien colocados en una taza de cerámica.

– Hola -dije-. ¿Está el señor Voigt? Me gustaría hablar con él.

– ¿No le ha visto al subir? Hace dos minutos que se ha marchado, aunque tal vez haya bajado por la parte de atrás. Si puedo atenderla yo…

– Me temo que no. ¿No sabe dónde aparca el coche? Quizá le alcance antes de que se vaya.

Le cambió la cara y me miró con cautela.

– ¿De qué se trata?

No me molesté en contestar.

Salí del despacho y recorrí todo el primer piso, echando un vistazo en todas las oficinas que encontraba, incluso en el lavabo de caballeros. Un hombre en traje y corbata, y con cara de susto, se estaba dando la sacudida que elimina las últimas gotas. Me dio una envidia… Si hubiese una pizca de justicia en el mundo, las mujeres tendrían lo que cuelga y los hombres cargarían con el suplicio de tener que poner papel higiénico en la taza.

– Perdón -dije-. Me he equivocado -y volví a cerrar la puerta. Encontré las escaleras de atrás al otro lado de una puerta con un rótulo que decía salida de emergencia. Bajé los peldaños de dos en dos, pero cuando llegué al aparcamiento no vi el menor rastro de Ken ni tampoco ningún vehículo que se alejara.

Volví al VW, abandoné el área del establecimiento y giré a la izquierda para acceder a Faith en dirección a la sección norte de State Street. El motel de Curtis McIntyre estaba a menos de dos kilómetros. El barrio abundaba en restaurantes de comida rápida, lavacoches, establecimientos de electrodomésticos rebajados y un surtido de tiendas pequeñas al por menor, entre ellas algún complejo de oficinas. Nada más cruzar el Cutter Road Mall vi a la derecha el acceso norte de la autopista. Strate Street doblaba a la izquierda y a lo largo de dos o tres kilómetros discurría en sentido paralelo a la autopista.

El Thrifty Motel estaba cerca del empalme de State Street con la autopista de dos carriles que se perdía en las montañas del norte. Giré bruscamente a la izquierda para acceder al aparcamiento de grava del motel. Aparqué en la plaza vacía que había delante de la habitación de Curtis. Casi todas las habitaciones de la L estaban iluminadas y el aire olía al denso perfume que emite el beicon frito, las hamburguesas fritas, el lomo de cerdo frito y las salchichas fritas. Los telediarios y la música country a todo volumen competían por monopolizar el espacio auditivo humano. Las ventanas de Curtis estaban a oscuras y nadie respondió cuando llamé a la puerta. Probé en la habitación de al lado. El individuo que me abrió tenía cuarenta y tantos años, ojos azules luminosos, pelo cortado al estilo plato hondo y una barbita que parecía la típica pelusa que se queda enredada en los peines.

– Busco al de la habitación contigua. ¿Le ha visto?

– ¿Curtis? Se ha ido.

– ¿Sabe adónde?

– Hoy no es mi día de vigilancia.

Saqué una tarjeta y un boli. Escribí unas palabras para Curtis, diciéndole que me llamara lo antes posible.

– ¿Podría darle esto?

– Si le veo… -dijo y cerró la puerta.

Saqué otra tarjeta, escribí lo mismo y la deslicé por debajo de la puerta de Curtis, que ostentaba el número 9. El rótulo de neón del motel parpadeaba cuando crucé andando el aparcamiento, camino de la oficina de recepción. Las palabras Thrifty Motel se habían escrito con un color verde chorreante y las moscas zumbaban pegadas a la tela metálica que cubría la ventana. La puerta de la oficina, cuya mitad superior era de vidrio, estaba abierta, y en uno de los listones de plástico de la persiana veneciana que la cubría habían incrustado un rótulo que decía completo.

El mostrador y la pequeña zona que se abría detrás, estaban vacíos. Más allá había una puerta entornada y vi luz en las habitaciones reservadas por lo general al encargado del establecimiento. El aludido se entretenía al parecer viendo una telecomedia, ya que cada diez segundos el aire se llenaba de risas programadas. Una de cada tres carcajadas era del género ruidoso, y no costaba imaginar al ingeniero de sonido sentado ante la correspondiente consola de mandos y moviendo la palanca hacia las distintas indicaciones: risa, silencio, risa, silencio, MUCHA RISA.

En el mostrador había un pequeño rótulo que decía: «H. Stringfellow, encarg. Llamar al timbre», al lado de un anticuado timbre. Lo pulsé y el público invisible se deshizo en carcajadas. El señor Stringfellow cruzó la puerta arrastrando los pies y cerró a sus espaldas. Tenía el pelo blanco como la nieve, las mejillas chupadas y recién afeitadas, la piel de color rosáceo y la barbilla puntiaguda como si se la hubieran estirado quirúrgicamente. Vestía pantalón ancho de color ocre, camisa de poliéster del mismo tono y corbata estrecha de color amarillo.

– Está al completo -dijo-. Pruebe en el motel que hay más abajo.

– No busco habitación. Busco a Curtis McIntyre. ¿Sabe cuándo volverá?

– No. Pasó a recogerle no sé quién. Creo que un hombre. Se detuvo un coche, salió y se fue.

– ¿No vio al conductor?

– No. Ni el coche tampoco. Estaba trabajando en la parte de atrás y oí el claxon. Al cabo de unos minutos vi pasar a Curtis por delante de la ventana. Porque se me ocurrió mirar hacia la calle; si no, ni eso habría visto. Segundos después oí un portazo y el coche se alejó.

– ¿Cuándo ha sido?

– Hace un rato. Unos cinco o diez minutos.

– Cuando llama por teléfono, ¿ha de hacerlo a través de la centralita?

– No hay centralita. Tiene teléfono en la habitación. El mismo se encarga de pagar el recibo y así yo me lavo las manos. Mi clientela no es de lujo, ni yo finjo que lo sea. Casi toda la gente que se aloja aquí es basura, pero a mí me trae sin cuidado. Mientras se pague por anticipado, según lo convenido.

– ¿Es puntual en ese sentido?

– Más que la mayoría. ¿Acaso pertenece usted a la Junta de Libertad Vigilada?

– Sólo soy una amiga -dije-. Si le ve, ¿le dirá por favor que me llame? -Saqué otra tarjeta y tracé un círculo alrededor de mi teléfono.

Abrí la portezuela del coche y me disponía a entrar cuando mi ángel malo me dio un codazo en los riñones. Tenía delante de mí la puerta de Curtis McIntyre. La cerradura parecía respetable, pero la ventana de guillotina de la derecha, junto a la puerta, estaba abierta. Quedaba sólo una rendija de seis centímetros, sin embargo, el marco de la tela metálica que cubría la ventana estaba doblado hacia afuera por la parte inferior, lo suficiente como para permitirme deslizar los deditos. Si tiraba del marco de la tela metálica, podría subir la ventana, meter el brazo y abrir la puerta por dentro. No había nadie en el aparcamiento y el ruido de los televisores ahogaría el que yo hiciese. Me había comportado durante toda la semana como una ciudadana modelo, ¿y qué había sacado a cambio? El futuro del caso no podía ser más negro, de manera que infringir la ley carecía ya de importancia. El allanamiento de morada no se consideraba un delito particularmente grave. No pretendía robar nada, sólo echar una pequeña, brevísima, mínima ojeadita. Así razonaba mi ángel malo. Quería inculcarme ideas reprobables, pero, francamente, lo hacía con convicción. Aunque me avergonzaba de mí misma, antes de pensármelo dos veces di un tirón a la tela metálica y deslicé los pícaros dedos por la rendija. En un santiamén me encontré dentro de la habitación. Encendí la luz. Confiaba en que Curtis no llegase de súbito. En el fondo, dudo que le importase que le revolviera la habitación; en cambio, me preocupaba la posibilidad de que pensase que quería ligármelo.

Si su madre hubiera visto la habitación, se habría desmayado. «Recoger la ropa» no formaba parte de su vocabulario. La estancia no era precisamente grande, cuatro metros por cuatro tal vez, y disponía de cocina compacta: una combinación de frigorífico, fregadero y fogón, todo hecho un asco. La cama estaba deshecha, como es lógico. Había un pequeño televisor en blanco y negro encima de una de las mesitas de noche, que se había apartado de la pared para verla mejor desde la cama. El suelo estaba infestado de cables. El cuarto de baño, pequeño, estaba decorado con toallas húmedas que olían a moho. Parecían gustarle los jabones con vello púbico incrustado.

Cómo tuviera la habitación me importaba tres pepinos. Me interesaba más el destartalado escritorio de madera, y me lancé a registrarlo. Curtis no creía en los bancos. Encontré un buen montón de dinero en metálico en el primer cajón. Seguramente pensaba que ningún chorizo iba a perder el tiempo registrando la habitación 9 del Thrifty Motel. Había recibos mezclados con los billetes: del gas, del teléfono y de Sears, donde había comprado algo de ropa. Debajo de los sobres de ventanilla había otro cerrado, apto para enviar cheques. La dirección se había escrito a mano. Le di la vuelta. El nombre y dirección del remitente estaban impresos en la solapa: Peter Weidmann y señora. La cosa se ponía interesante. Incliné la pantalla de la pequeña lámpara de mesa y acerqué tanto el sobre a la bombilla que casi se chamuscó el papel. Por dentro el sobre, decorado con estrellitas infames, era tan opaco que no pude ver el contenido. Por suerte, el calor de la bombilla ablandó la goma y conseguí abrirlo tirando con paciencia de una punta de la solapa.

Contenía un cheque por 400 dólares extendido a nombre de Curtis y firmado por Yolanda Weidmann. En el cheque no figuraba ninguna indicación justificativa y en el sobre tampoco hallé notas de carácter personal. ¿De qué conocía Yolanda a Curtis, y por qué le daba aquel dinero? ¿De cuántas personas en total recibía donativos el asombroso ex presidiario? Entre Kenneth y Yolanda, se embolsaba 500 dólares al mes. Con otro par de contribuyentes, el negocio le resultaría más rentable que un empleo fijo. Volví a meter el cheque y cerré el sobre. Los demás cajones no contenían nada interesante. Eché otro rápido vistazo y apagué la luz. Espié el exterior por la ventana. El aparcamiento estaba vacío. Giré el pomo de la puerta, salí y cerré a mis espaldas.

Crucé la autopista por un paso elevado y tomé varias arterias de superficie para llegar a Horton Ravine. Lower Road estaba a oscuras y las escasas farolas callejeras estaban demasiado espaciadas para iluminar lo suficiente. En casa de los Weidmann habían dejado varias luces encendidas a propósito, con la esperanza de espantar a los rateros. La luz del porche estaba encendida y no había vehículos en el sendero de entrada. Dejé el motor en marcha y bajé para llamar al timbre. Cuando me convencí de que no había nadie, retrocedí y dejé el coche en el cruce con Esmeralda. La patrulla de vigilancia de Horton Ravine pasaba de vez en cuando, pero confiaba en pasar desapercibida. Abrí la guantera y saqué la linterna. Si la memoria no me fallaba, los Weidmann no tenían vallas electrificadas ni ningún doberman de fauces babeantes. Cogí la cazadora del asiento trasero, me la puse y me subí la cremallera hasta el cuello. Había llegado el momento de buscar setas en el bosque.

Me dirigí hacia la casa barriendo el suelo con el haz luminoso de la linterna. La luz del porche irradiaba un halo amarillento que se fundía con las sombras en la periferia del patio. Caminé pegada al costado de la casa hasta llegar al patio trasero, donde dos focos potentes convertían el lugar en prohibitivo para los ladrones. Crucé el sector de suelo de cemento, bajé los cuatro peldaños y me adentré en el jardín propiamente dicho. El cojín de la tumbona de Peter había sido doblado por la mitad, sin duda para que la humedad no lo estropease más de lo que estaba. El sol, con el paso de los años, había descolorido y resecado la lona. Varios caracoles corrían en ella los cien centímetros lisos.

Habían cortado la hierba. En el césped de la parte del fondo vi huellas paralelas que se superponían donde la máquina de podar había dado la vuelta. Donde había visto los agáricos durante la visita anterior ya no había nada. Crucé el patio tratando de recordar en qué punto concreto había visto las setas que crecían formando un círculo; unos agáricos crecían aislados y otros en grupo. Todo había desaparecido bajo las cuchillas de la máquina cortacésped. Me agaché y palpé las briznas que había en el suelo, motas que parecían blancuzcas sobre el fondo oscuro de la hierba. Percibí movimiento por el rabillo del ojo… una sombra se deslizaba por delante de la luz. Era Yolanda y avanzaba por la hierba húmeda hacia donde yo estaba. Vestía otro chándal de rayón, esta vez de color magenta. Las zapatillas deportivas le brillaban como si las llevase cubiertas de tiras de material fosforescente y tenía el empeine de las dos moteado de briznas de hierba cortada.

– ¿Qué hace usted aquí? -Hablaba en voz baja y las sombras le acentuaban el cansancio que se advertía en sus facciones. Las mechas de su pelo rubio platino estaban tiesas, como si fuera una peluca.

– Buscaba los agáricos que vi la otra vez.

– Ayer vino el jardinero y le dije que cortara la hierba de toda esta zona.

– ¿Qué hizo con los restos?

– ¿Por qué lo pregunta?

– Morley Shine murió asesinado.

– No sabe cuánto lo siento. -Lo dijo casi con indiferencia.

– ¿De verdad? -dije-. No parecía usted apreciarle mucho.

– No le apreciaba en absoluto. Olía a persona que bebe y fuma, costumbres que condeno. Aún no me ha explicado qué hace usted en mi casa.

– ¿Sabe lo que es la amanita faloide?

– Creo que es una especie de agárico.

– Morley murió envenenado por una seta de la misma familia.

– El jardinero amontona los restos allí. Cuando el montón es muy grande, carga los desperdicios en la camioneta y los lleva al basurero municipal. Si quiere, puede usted llamar a la policía para que se lo lleve todo y lo analice.

– Morley era un buen investigador.

– No me cabe la menor duda. ¿Qué tiene que ver con lo que me ha dicho?

– Creo que fue asesinado porque dio con la verdad.

– ¿Sobre la muerte de Isabelle?

– Entre otras cosas. ¿Le importaría decirme por qué ha enviado un cheque de cuatrocientos dólares a Curtis McIntyre?

Aquello la cogió de improviso.

– ¿Quién le ha dicho eso?

– He visto el cheque.

Guardó silencio durante treinta segundos contados, mucho tiempo en una conversación normal.

– Es mi nieto -rezongó-. Pero eso no es de su incumbencia.

– ¿Curtis? -Lo dije con tal tono de incredulidad que se dio por ofendida.

– No tiene por qué adoptar esa actitud. Conozco sus defectos seguramente mejor que usted.

– Perdone, pero jamás se me habría ocurrido relacionarla a usted con él.

– La única hija que tuvimos murió cuando Curtis tenía diez años. Le prometimos que le cuidaríamos lo mejor que supiéramos. El padre de Curtis era un sujeto impresentable, un delincuente y un inadaptado. Desapareció cuando Curt tenía ocho años y desde entonces no hemos sabido nada de él. Cuando la educación quiere oponerse a la naturaleza, innegablemente vence la segunda. Tal vez no supiéramos educarle como es debido… -En ese punto se le quebró la voz.

– ¿Por ese motivo Curtis acabó por involucrarse en esta historia?

– ¿Qué historia?

– Tiene que declarar en el juicio civil contra David Barney. ¿Le habló usted del homicidio?

Se frotó la frente.

– Supongo.

– ¿Recuerda si por entonces vivía con ustedes?

– No entiendo qué relación puede haber entre una cosa y la otra.

– ¿Sabe dónde está en este momento?

– No tengo la menor idea.

– Hace un rato han pasado a recogerle en el motel donde se aloja.

Siguió mirándome con fijeza.

– Dígame lo que quiere y déjeme en paz. Se lo pido por favor.

– ¿Dónde está Peter? ¿En la casa, tal vez?

– Lo han ingresado en el hospital esta misma tarde. Ha sufrido otro ataque al corazón, y se encuentra en la unidad de Cardiología. Quisiera entrar en casa, si no es mucho pedir. He venido a tomar un bocado. Tengo que llamar por teléfono y luego volveré al hospital. Los médicos dicen que tal vez no salga de ésta.

– Lo siento -dije-. No sabía nada.

– No importa. Ya nada importa en el fondo.

La observé con inquietud mientras se alejaba por la hierba; las zapatillas húmedas dejaron huellas incompletas en el suelo de cemento. Parecía vieja y hundida. Sospeché que era de las que seguían hasta la tumba al cónyuge muerto con unos meses de diferencia. Abrió la puerta trasera y entró en la casa. Se encendió la luz de la cocina. En cuanto la perdí de vista, rastreé la hierba y vi que el lugar estaba sembrado de briznas blanquecinas. Me agaché para apartar un montoncito de restos de hierba cortada. Debajo había un fragmento de seta algo menor que la parte cóncava de una cuchara sopera que había segado la máquina corta-césped. Había poquísimas probabilidades de que se tratara de una amanita faloide, pero el método mandaba y envolví el fragmento en un Kleenex que saqué del bolsillo de la cazadora.

Volví al coche presa de una intranquilidad de procedencia desconocida. O mucho me equivocaba o comprendía por fin por qué se había metido Curtis en aquel fregado. Puede que en la cárcel se hubiera enterado de lo que era un testigo de cargo y se hubiera puesto en contacto con Kenneth Voigt después de la absolución de David Barney. Y Ken pudo enterarse por los Weidmann de que Curtis y David habían compartido la misma celda. Tal vez Ken se hubiera puesto en contacto con Curtis para sugerirle lo de la declaración apañada. Curtis no parecía tan inteligente como para haber concebido él solo todo el plan.

Me hallaba en un paseo secundario sumido en la penumbra y yo seguía inmóvil ante el volante. Bajé la ventanilla para oír el canto de los grillos. Me reanimó sentir el aire húmedo en la mejilla. La hierba de la cuneta emitía un olor penetrante en los puntos en que la había pisado. Al terminar el primer curso de bachillerato había sido (durante muy poco tiempo) monitora en un cámping de la Asociación de Jóvenes Cristianas. Por entonces debía de tener quince años, estaba llena de ilusiones y no había entrado aún en la fase de los suspensos, la rebeldía y la marihuana. Cierta tarde de estío me había puesto al frente de un pelotón de niñas de nueve años y habíamos emprendido una excursión de veinticuatro horas. Todo fue de perlas hasta que preparamos todo para pasar la noche: nos dimos cuenta de que el árbol bajo el que habíamos extendido los sacos de dormir estaba atestado de arañas que empezaron a caernos encima sin avisar. Plop, plop. Plop, plop. Madre mía. Menudos gritos dimos. Las niñas estuvieron a punto de morirse del susto por mi culpa…

Miré por el espejo retrovisor. Un vehículo apareció por la esquina y redujo la velocidad al llegar a mi altura. En la portezuela del coche figuraba la insignia de la patrulla de vigilancia de Horton Ravine. Había dos hombres en el asiento de delante y el copiloto me enfocó la cara con la linterna.

– ¿Le ocurre algo?

– Nada, gracias -dije-. Ya me iba.

Giré la llave de contacto, puse la primera, anduve unos metros por el arcén y accedí a la calzada delante de los patrulleros. Salí de Horton Ravine a velocidad moderada con el coche patrulla pisándome los neumáticos. Me adentré de nuevo en la autopista, más por impotencia que por seguir un plan concreto. ¿Qué paso daría ahora? Casi todas las pistas me habían conducido a un callejón sin salida, y mientras no hablase con Curtis no sabría cómo estaba la situación. Había dejado recado de que me llamase. Lo más sensato era volver a casa; allí por lo menos me localizaría si encontraba cualquiera de los mensajes.

Cuando llegué a mi domicilio eran las ocho y cuarto. Cerré la puerta al entrar y encendí las luces de la planta baja. Metí el fragmento de seta en una bolsa de cierre hermético y rebusqué en un cajón de la cocina hasta que encontré un rotulador. Dibujé en la etiqueta una calavera y dos tibias cruzadas y guardé la bolsa en el frigorífico. Me quité la cazadora y me senté en un taburete. Me puse a estudiar el mapa de carreteras que trazaban las fichas coloreadas del tablón.

Me preocupaba la posibilidad de que la verdad estuviese ante mis propias narices. Si Morley, en efecto, había descubierto algo importante, saltaba a la vista que lo había pagado con la vida. Pero, ¿qué era? Recorrí con la mirada una columna de datos y luego la siguiente, como si las fichas fueran los fotogramas de la película de los hechos. Me levanté, paseé por la habitación, volví al mármol de la cocina y estuve mirando el tablón otro rato. Me dirigí al sofá, me tumbé boca arriba y me puse a mirar el techo. Pensar es costoso y difícil, por eso casi nadie lo hace. Me levanté dominada por el nerviosismo, regresé al mármol y me quedé mirando el tablón con los codos apoyados en la superficie de madera.

– Morley, bonito, ayúdame -dije.


Ep.

Bueno, descubrí una pequeña incongruencia a la que no había prestado mayor atención. Según Regina Turner, la del Gypsy Motel, Noah McKell había sido atropellado a la una y once minutos de la madrugada. Pero Tippy no había llegado al cruce de la 101 con San Vicente hasta las dos menos veinte, es decir, media hora más tarde. ¿Por qué había tardado tanto? El motel y la salida de la autopista sólo distaban siete u ocho kilómetros. ¿Se había detenido acaso a tomar un café? ¿A llenar el depósito? Acababa de matar a un hombre, y según David estaba visiblemente alterada. Me costaba imaginar lo que había hecho en el curso de aquellos treinta minutos. Puede que hubiera estado conduciendo sin rumbo fijo. Ignoraba el alcance que podía tener el asunto, pero averiguarlo tampoco me parecía difícil.

Cogí el teléfono y marqué el número de Rhe Parsons y su hija sin apartar los ojos del tablón. Ocho timbrazos, nueve timbrazos. Claro. Viernes por la noche. Había olvidado que esa noche inauguraban la exposición de Rhe en la Galería Axminster. Cogí la guía telefónica y busqué el número de la galería. Lo cogieron al segundo timbrazo, pero el barullo de fondo impedía oír nada. Me tapé el otro oído con la mano y me concentré en los sonidos que me transmitía el auricular. Pregunté por Tippy, pero tuve que repetir la pregunta a voz en cuello. El individuo que estaba al otro extremo del hilo dijo que iba a buscarla. Estuve unos minutos escuchando las risas de la concurrencia, el tintineo de los vasos. Al parecer se lo estaban pasando infinitamente mejor que yo…

– ¿Diga?

– Sí, sí, ¿Tippy? Soy Kinsey. Oye, sé que no es momento para charlas, pero estaba dándole vueltas a la noche en que mataron a tu tía. ¿Puedo hacerte un par de preguntas?

– ¿Ahora?

– Sí, si no te importa. Quisiera saber lo que ocurrió entre el momento del accidente y el instante en que viste a David Barney.

Tardó en contestar.

– No lo sé. Bueno, sé que fui a casa de Isabelle, pero nada más.

– ¿Fuiste a casa de Isabelle?

– Sí. Me sentía francamente mal y fue lo primero que se me ocurrió. Quería contarle lo sucedido y pedirle ayuda. Si ella me hubiera dicho que volviera al lugar del atropello, la hubiera obedecido, lo juro.

– ¿No puedes hablar más alto? ¿Qué hora era entonces?

– Justo después del accidente. Al ver que le había atropellado, apreté el acelerador y fui derecha a su casa.

– ¿Y estaba?

– Supongo. Vi las luces encendidas…

– ¿La luz del porche también?

– Sí. Llamé varias veces, pero no me abrió.

– ¿Estaba la mirilla en la puerta?

– No me fijé. Rodeé la casa, pero encontré todas las puertas cerradas. Volví a la camioneta y me dirigí a mi casa.

– Por la autopista.

– Sí, la cogí en Little Pony Road.

– Y la dejaste en San Vicente.

– Pues sí -dijo-. ¿Ha pasado algo?

– Nada, tranquila. Lo que acabas de decirme reduce el tiempo de la muerte, pero no sé si el dato será importante. De todos modos, te lo agradezco. ¿Me llamarás si se te ocurre algún otro detalle?

– Pues claro. ¿Querías algo más?

– Por ahora no -dije-. ¿Has ido a la policía?

– Aún no. He hablado con una abogada y mañana por la mañana me acompañará a Jefatura.

– Muy bien. Tenme al tanto de lo que suceda. ¿Qué tal la inauguración?

– Fenomenal -dijo-. Todos están entusiasmados; Mi madre ha vendido ya seis esculturas.

– Estupendo. Me alegro por ella. Ojalá las venda todas.

– Tengo que dejarte. Te llamaré mañana.

Cuando murmuré la despedida de rigor, ya había colgado.

Aún no había tenido tiempo de apartar la mano del auricular cuando sonó el teléfono. Descolgué pensando que Tippy acababa de acordarse de algo.

– ¿Sí?

Oí una respiración durante el silencio inicial que se produjo, muy breve en realidad, y a continuación una voz masculina.

– ¿Kinsey? -Volví a oír la respiración.

– Sí. -Era una especie de jadeo y no dejó de extrañarme. Otra vez me llevé la mano a la oreja libre y agucé el oído para descifrar los mensajes del silencio, del mismo modo que lo había aguzado para desentrañar el alboroto reinante en la inauguración de la exposición escultórica. Aquel hombre lloraba. No eran sollozos, sino los gemidos ahogados que se emiten cuando quien llora se esfuerza por ocultarlo. El aire se le filtraba por las cuerdas vocales.

– ¿Kinsey?

– ¿Curtis?

– Eh… ejem. Sí.

– ¿Qué te pasa? ¿Hay alguien contigo?

– Estoy bien. ¿Y tú?

– Curtis, ¿qué pasa? ¿Hay alguien contigo?

– Exacto. Bueno, verás, te he llamado para preguntarte si podrías reunirte conmigo; quiero contarte una cosa.

– ¿Quién está contigo? ¿Te encuentras bien?

– ¿Puedes reunirte conmigo? He de darte cierta información.

– ¿Qué ocurre? ¿Por qué no me dices quién está ahí?

– Reúnete conmigo en el Refugio de los Pájaros y te lo explicaré.

– ¿Cuándo?

– Lo antes posible.

Debía tomar una decisión a toda velocidad. Lograr que siguiera hablando parecía casi imposible. Quien estuviera controlando la llamada podía perder los estribos.

– De acuerdo. Pero tardaré un rato. Ya me había acostado y tengo que vestirme. Me reuniré contigo en cuanto pueda, dentro de veinte minutos, más o menos.

Ya había colgado.

Aún no eran las nueve, pero por la noche tampoco había mucho tráfico en los alrededores del Refugio de los Pájaros. La pequeña reserva comprende una laguna de agua dulce que hay junto a una arteria poco utilizada que discurre entre la playa y la autopista. El aparcamiento, con capacidad para veinte automóviles, lo utilizan por lo general turistas en busca de lugares para hacerse fotos. Al otro lado de la calzada había un bar, pero, en los terrenos, ni un mísero guarda. Ni por asomo iba a arriesgarme a presentarme sola y desarmada. Cogí otra vez el teléfono, llamé a Jefatura y pregunté por la sargento Cordero.

– No entra de servicio hasta las siete de la mañana.

– ¿Podría decirme quién hay ahora en Homicidios?

– ¿Es una emergencia?

– Aún no -dije con sequedad.

– Le sugiero que hable con el inspector de guardia.

– Olvídelo. No importa. Probaré en otro sitio.

Apreté la palanca de la horquilla y me encajé el auricular en el cuello mientras pasaba las páginas de la agenda. El «otro sitio» al que llamé fue la casa del sargento Jonah Robb, un poli de la Jefatura de Santa Teresa que trabajaba en la sección de Personas Desaparecidas. Habíamos sostenido una relación intermitente que había oscilado según el ánimo caprichoso de su mujer. Su vida matrimonial era un drama de alta comedia y larga duración, ya que se habían conocido a los trece años, aunque en mi opinión no habían madurado mucho desde entonces. Camilla solía abandonar de vez en cuando el domicilio conyugal -por lo general, sin avisar y sin dar explicaciones- con las dos hijas que tenían y con todo el dinero que les quedaba en la cuenta bancaria común. En todas las ocasiones Jonah juraba que aquélla sería la última vez. Yo había salido a escena durante una de esas tormentas domésticas y me había convertido en la otra, papel que, según pude comprobar, no me gustaba en absoluto. Al final me vi obligada a cortar la relación. Hacía casi un año que no hablaba con Jonah, pero sabía que podía contar con él en caso de necesidad.

Respondió una mujer con voz adormilada, Camilla tal vez, o su última sustituta. Pregunté por Jonah y oí el rumor que producía el auricular al cambiar de manos. Jonah dijo «Diga» con voz también adormilada. No podía creer que hubiese personas que se acostaran antes que yo. Me identifiqué y pareció despejarse un poco.

– ¿Qué ocurre? -dijo.

– Siento molestarte, Jonah, pero un individuo que se llama Curtis McIntyre acaba de llamarme para decirme que nos reunamos en el Refugio de los Pájaros lo antes posible. Estoy convencida de que tenía una pistola en la nuca. Necesito que me ayudes.

– ¿Quién estaba con él? ¿Lo sabes?

– Todavía no, y el asunto es demasiado complicado para entrar en detalles por teléfono.

– ¿Tienes pistola?

– La tengo en la oficina de Lonnie Kingman. Voy para allá a cogerla. Tardaré quince minutos a lo sumo y luego me dirigiré a la playa. ¿Qué dices?

– Sí, supongo que puedo echarte una mano.

– No puedo recurrir a nadie más.

– Lo entiendo -dijo-. Me reuniré allí contigo dentro de un cuarto de hora. Pasaré de largo y volveré a pie. Hay sitios de sobra para ocultarse.

– Eso es lo que me preocupa -dije-. No tropieces con los malos de la peli.

– Tranquila. Huelo a un granuja a un kilómetro. Nos veremos allí.

– Gracias -dije, y colgué.

Cogí el bolso y la cazadora, y me felicité por el sentido de la previsión que me había guiado al llenar el depósito del VW horas antes. Ir de mi casa a la oficina y de ahí al Refugio de los Pájaros consumiría todo el margen de tiempo que había fijado yo misma. El acompañante de Curtis podía ponerse quisquilloso si había demoras, y suspicaz si no me presentaba a la hora establecida. Conduje más rápido de lo permitido por la ley, pero sin despegar el ojo del espejo retrovisor, atenta a los coches patrulla que tan astutamente saben camuflarse. Confiaba en encontrar el arma sin problemas. Me había mudado hacía sólo cinco semanas y las cajas de cartón con mis cosas las había trasladado aprisa y corriendo de La Fidelidad de California al bufete de Lonnie. En realidad no la había visto desde el momento de la compra, en el mes de mayo. La había adquirido a regañadientes, pero como me había enterado por entonces de que mi nombre figuraba entre los primeros de la lista de víctimas de un pistolero a sueldo, no había tenido más remedio que comprarla. Me había dado cuenta de que necesitaba ayuda y el director de mi película había retocado el guión para que apareciese un detective privado que se llamaba Robert Dietz. Tras aceptar que mi vida estaba seriamente en peligro, había renunciado a los principios elevados y demás estupideces. Había sido Dietz quien me había aconsejado que sustituyese la Davis del calibre 32 por la Heckler und Koch. Y ahora que lo pienso, tampoco recordaba dónde estaba la Davis.

Llegué al bufete, aparqué en la calle y encajé el bolso en el ángulo del asiento del conductor de modo que no se viese desde fuera. Había poco tráfico, por no decir ninguno, y todas las oficinas de la vecindad parecían cerradas. Crucé el pasaje en penumbra por el que se accedía al pequeño aparcamiento de doce plazas. No vi el Mercedes de Lonnie, pero sí el recuadro de luz que proyectaban en el suelo las ventanas de las oficinas. Fabuloso. Perry Mason había vuelto. No podía perder el tiempo explicándole lo que sucedía, pero no me costaría convencerle de que me acompañara. A pesar de su actitud profesional, Lonnie tenía alma de aventurero. Seguro que le seducía la idea de apostarse en la oscuridad, entre los arbustos.

Para subir la escalera, oscura como boca de lobo, me serví de la linterna de bolsillo. Al llegar al pasillo del segundo piso vi que Lonnie había encendido las luces de la entrada. En vez de entrar por la puerta principal, utilicé la que carecía de distintivos, más cerca de mi despacho. Me volví a mirar hacia el despacho de Lonnie, que está pegado al mío.

– ¿Lonnie? No te escondas. Necesito ayuda. Estaré contigo dentro de un segundo y te contaré de qué se trata.

No me molesté en esperar la respuesta. Abrí la puerta de mi despacho y encendí la luz. El despacho había sido antaño una mezcla de cocina y sala de estar para uso de los empleados, y mi actual cuarto trastero era la antigua despensa. Había cinco cajas de cartón amontonadas contra la pared del fondo, evidentemente llenas de enseres que no había necesitado hasta el momento. Ni siquiera recordaba su contenido. Me han dicho que cuando una caja de cartón sigue sin desembalarse dos años después de una mudanza, lo mejor es avisar al Ejército de Salvación para que se lleve el maldito trasto de una vez para siempre. Muy astutamente, había escrito en cada caja: «Material de oficina». Cogí una y rasgué la ancha cinta adhesiva de color marrón. Aparté las tapas. La caja contenía declaraciones de la renta. Probé la siguiente caja y vi un montón de recibos. Ajajá. La Heckler und Koch estaba encima de todo, al lado mismo de dos cajas de cartuchos Winchester Silvertip.

Me senté en el suelo y empuñé la pistola. Cogí una caja de cartuchos y la abrí tirando de la blanca base de espuma sintética. Me puse a llenar el cargador. Al llegar a la armería, Dietz y yo habíamos sostenido otra vociferante polémica a propósito del modelo que me convenía comprar: el modelo P7, con capacidad para nueve cartuchos, o el P9S, con capacidad para diez. Uno era caro y el otro más. Yo estaba muy malhumorada y no había quien me convenciera. El P7 costaba algo más de mil cien dólares. El P9S tampoco acababa de gustarme; en mi opinión, era mucha pistola para mí. Lo del precio no era un argumento válido para Dietz.

«Maldita sea», le había dicho. «Me gustaría salirme con la mía alguna vez.»

«Te sales con la tuya más de lo que te conviene», había dicho él. Mientras cargaba la H und K, lamenté que Dietz no me hubiera vencido en más discusiones, en particular la que tuvimos para que me fuera con él a Alemania…

La luz se apagó de pronto y la oscuridad me envolvió por completo. No veía absolutamente nada, ya que en mi despacho no había ventanas que dieran al exterior. ¿Se habría ido Lonnie sin despedirse? Puede que no me hubiera oído llegar. Introduje el cargador en la culata y lo encajé dándole un golpe con la palma de la mano. Moverse en la oscuridad se asemeja a salir de un edificio en llamas; hay que apresurarse despacio. Me introduje la pistola en la cintura del pantalón y anduve a gatas hacia la puerta sin el menor sentido de la dignidad y la elegancia. Evité los trompazos contra los muebles, pero si la luz volvía de pronto iba a morirme de vergüenza. La puerta del despacho estaba abierta de par en par y me asomé para echar un vistazo al pasillo. Toda la oficina estaba a oscuras. ¿Qué diantres había hecho Lonnie? ¿Clavar un tenedor en los plomos? Y el bufete, parecía negro como un túnel.

– ¿Lonnie? -dije.

Silencio. ¿Cómo podía haberse ido tan deprisa? Habría jurado que oía un ruidito en los alrededores del despacho de Lonnie. Evidentemente no estaba sola. Agucé el oído. El silencio era tan absoluto que parecía denso, compacto, surcado de latidos y pulsaciones orgánicas. Aunque no veía nada, cerré los ojos para concentrarme con más intensidad en la audición. Me acuclillé en el umbral de mi puerta, exactamente frente al escritorio de Ida Ruth y otra secretaria que se llamaba Jill.

¿Quién había en el bufete, aparte de mí? ¿Y dónde? Puesto que había pronunciado el nombre de Lonnie con la clara voz musical que me caracteriza, los demás habitantes del bufete sabían por lo menos dónde estaba yo. Me eché cuerpo a tierra y repté por los tres metros de pasillo que había hasta el hueco que se abría entre las dos mesas de las secretarias.

En aquel punto sonó un disparo, un tiro dirigido contra mí. Armó tanto ruido que di uno de esos asombrosos saltos felinos en que las cuatro extremidades se las arreglan para perder el contacto con el suelo de manera simultánea. La adrenalina abrió la puerta grande y me inundó el sistema circulatorio en un santiamén. No me di cuenta de que había gritado hasta que se apagó el eco del impacto. El corazón se me incrustó en la garganta y las manos se me pusieron más trémulas que un flan a causa de la prisa. Por lo visto, había salvado la distancia de un salto, porque de pronto advertí que estaba en mi punto de destino, encogida y con el hombro derecho pegado a los cajones del escritorio de Ida Ruth. Me llevé la mano a la boca para que el resuello no me delatara. Agucé el oído otra vez. El enemigo parecía haber hecho fuego desde la puerta del despacho de Lonnie, posición ventajosa que me impedía acceder al vestíbulo y en consecuencia a la entrada principal. El sentido táctico aconsejaba retroceder por el pasillo, que ahora quedaba a la, izquierda. La puerta sin distintivos, que se abría al pasillo de la escalera, se encontraba a unos cinco metros. Si la alcanzaba, me pegaría a la hoja de madera, alargaría la mano, asiría el tirador, contaría hasta tres y… zuuum, derechita a la calle. Un plan perfecto. Genial. Sólo faltaba alcanzar la puerta y el problema consistía en que me daba miedo recorrer la distancia al descubierto. ¿Dónde estaría la silla giratoria de Ida Ruth? No estaría mal como escudo…

Alargué la mano sin despegarla del suelo con la esperanza de tocar la silla. Lo que toqué fue una cara. Encogí la mano y del fondo de la garganta me brotó un gemido. Contuve el aliento de manera automática. Había una persona tendida en el suelo. Temí que la mano de la persona en cuestión me sujetara por el pescuezo, pero no percibí ningún movimiento en mi dirección. Volví a alargar la mano y me puse a palpar. Carne. Boca entreabierta. Recorrí los rasgos faciales. Piel lisa, mandíbula pronunciada. Varón. Era demasiado delgado para ser Lonnie y no me pareció ni John Ives ni el otro abogado, Martin Cheltenham. Habría jurado que era Curtis, pero, ¿qué coño hacía allí? Aún estaba caliente, aunque en la mejilla tenía algo pegajoso que parecía sangre. Alargué una mano hacia su cuello. No detecté ningún latido. Le palpé el pecho; estaba más inmóvil que un mueble. Noté húmeda la pechera de la camisa. Seguramente me había llamado desde el bufete. Sin duda le habían enviado al otro barrio poco después, en previsión de mi llegada. Quien lo había hecho me conocía mejor de lo que yo pensaba… lo bastante bien para saber al menos dónde había tenido guardada la pistola… lo bastante bien para saber que por ningún concepto habría acudido al lugar de la cita sin pasar antes por el despacho.

Palpé de nuevo el suelo y tropecé con una de las ruedecillas de la silla giratoria de Ida Ruth. Parpadeé al entrever de pronto otra posibilidad. Consistía en utilizar el teléfono, marcar el número de la policía y dejar que sonara hasta que el funcionario de guardia lo cogiera. Aunque no dijera nada, la policía localizaría por ordenador el origen de la llamada y enviarían a alguien. Al menos, eso esperaba.

Me arrodillé y escruté la oscuridad por encima de la superficie de un escritorio. Los ojos se me habían acostumbrado a las tinieblas y percibían ya ciertos matices: el perfil negruzco de una puerta, la forma prismática de un archivador metálico. Moví la mano por la superficie de la mesa con precaución infinita, para no tropezar con nada ni tirar ningún objeto. Di con el teléfono. Cogí el aparato, lo deslicé por la mesa y lo bajé hasta el suelo. Levanté con cuidado el auricular e introduje el índice debajo para mantener bajada la palanca de la horquilla. Me llevé el auricular al oído y solté la palanca. Nada. No había línea.

Volví a asomar la cabeza por el borde del escritorio y traté de percibir algo en la oscuridad. No vi el menor movimiento, ningún perfil humano que destacara en la puerta del despacho de Lonnie.

Empuñé la pistola. Hasta entonces no había utilizado la H und K en un lugar cerrado. Había ido varias veces con Dietz al campo de tiro, y él me había obligado a practicar sin descanso, hasta que me harté y me negué a recibir más órdenes suyas. Suelo practicar a menudo, para mantener en forma la puntería, pero en los últimos tiempos me había descuidado. Era la primera vez que tomaba conciencia cabal de lo deprimida que estaba a causa de la partida de Dietz. ¡Despierta, idiota, que estás en peligro! Tener la pistola me tranquilizaba hasta cierto punto. Por lo menos no me hallaba totalmente a merced de mi agresor. Amartillé el arma.

Oía una respiración, pero podía ser la mía.

Maldije el momento en que se me había ocurrido salir de mi despacho. Mi teléfono tenía línea independiente y quizá no lo hubieran desconectado. Si conseguía recorrer otra vez el pasillo y volver al despacho, cerraría la puerta por dentro y la bloquearía con la mesa. Y a esperar a que amaneciese. El personal de limpieza llegaría a primera hora de la mañana. Podían rescatarme incluso antes, si un alma caritativa intuía lo que pasaba. Pensé en Jonah. Seguramente estaría ya esperándome en el Refugio de los Pájaros y preguntándose qué sucedía. ¿Qué haría al comprobar que yo no aparecía? Lo más seguro es que pensase que había tomado mal la dirección. Desde mi punto de vista, la expresión «Refugio de los Pájaros» era del todo inequívoca. Le había dicho también que primero recogería la pistola, pero me había dado la sensación de que seguía medio dormido. A saber lo que recordaría y si le pasaría por la cabeza la idea de acudir al bufete para ver qué ocurría.

Había acercado la silla de Ida Ruth. Me encogí detrás y la orienté hacia donde sin duda se hallaba el agresor y avancé hacia la puerta arrastrándola conmigo. Sonó otro disparo. El proyectil perforó con tal violencia el tapizado de la silla que ésta retrocedió y el respaldo de plástico me golpeó en la cara. La nariz empezó a sangrarme y me esforcé por no gritar. Siempre encogida, me precipité sobre la puerta sin soltar la silla tras la que me escudaba. Alargué la mano y palpé la jamba hasta que di con el tirador. Estaba cerrada. El agresor volvió a hacer fuego. Una astilla de madera me pasó rozando la mejilla. Me eché al suelo pegada a la pared y utilicé el zócalo como guía mientras reptaba y rogaba al cielo que me confundiera con la moqueta. El siguiente disparo me resbaló por la cadera derecha como si un gigante quisiera encender una cerilla de igual tamaño frotándomela contra el costado. Volví a dar un bote sin poder evitar un grito de dolor. La punzada que sentí me indicó que me habían alcanzado. Abrí fuego a mi vez.

Me puse a dar vueltas en el suelo hacia el otro extremo del pasillo. Ya no contaba con más protección que la oscuridad. Si la vista se me había acostumbrado a las tinieblas, otro tanto le habría ocurrido al agresor. Volví a disparar hacia la puerta de Lonnie. Oí una exclamación de sorpresa. Disparé otra vez y repté a toda velocidad por el pasillo en dirección a la cocina. La nalga derecha me ardía y tenía acalambrados todo el costado y la pierna correspondientes. Como es lógico, no reptaba con la eficacia de una criatura de seis meses. Me pegué a la pared y noté que me saltaban las lágrimas, no de pesar, sino de dolor.

No me jacto de mis conocimientos sobre cómo trabaja el cerebro humano. Sé que la parte izquierda es verbal, lineal y analítica, y que resuelve los pequeños intríngulis de la vida cotidiana razonando con lógica. La parte derecha tiende a ser intuitiva, imaginativa, caprichosa e imprevisible, y da de pronto con la solución eurekiana del problema que a lo mejor nos hemos planteado tres días antes. No hay manera de explicar este proceso. Pues bien. Allí, encogida en la oscuridad, con la pistola en la mano y los labios apretados para no gritar como una cría, supe de repente y con claridad meridiana quién estaba frente a mí, dándole al gatillo. Y a quien le gusten los detalles mundanos, le diré que me entró un cabreo de muerte. Cuando sonó el siguiente disparo, me pegué totalmente al suelo, empuñé la pistola con las dos manos y disparé a mi vez. Supongo que había llegado la hora de tomar la palabra.

– ¿David?

Silencio.

– Sé que eres tú -dije. Se echó a reír.

– Por fin te has dado cuenta.

– Admito que me ha costado un poco -dije. Hablar de ese modo, con ese hombre y en medio de esa oscuridad tenía su punto de extrañeza. Me irritaba no poder verle bien la cara.

– ¿Cómo lo has sabido?

– Por la laguna que había entre el momento en que Tippy atropelló al peatón y el momento en que te atropelló a ti.

– Sigue.

– Llamé a Tippy y le pregunte qué había hecho durante aquellos treinta minutos. Resulta que fue a casa de Isabelle. Se produjo otro silencio.

– Seguramente acababas de matar a Isabelle -proseguí- cuando viste que la camioneta de Tippy se acercaba a la casa. Mientras ella llamaba a la puerta, tú te escondiste en la parte trasera del vehículo. Y, al marcharse, te alejó sin saberlo del escenario del crimen. Sólo tenías que esperar a que redujera la velocidad. Saltaste del vehículo por el lado del conductor y golpeaste con fuerza el costado. Tippy giró a la izquierda y de pronto apareciste tú en medio de la calzada y a la vista del equipo de trabajadores de la compañía del agua.

– Es verdad. Y con la opinión pública a mi favor -dijo.

– ¿Y Morley? ¿Por qué tuviste que matarle?

– ¿Estás de guasa? El viejo borrachín me tenía entre la espada y la pared. Acababa de descubrir la verdad cuando habló conmigo el miércoles. Sabía que estaba perdido si no me deshacía de él inmediatamente. Robarle los expedientes fue una ocurrencia afortunada; el viejo era el rey de la desorganización.

– ¿Dónde conseguiste las setas venenosas?

– Del patio de los Weidmann. La idea se me ocurrió al verlas. Me acerqué una noche, cogí una docena y le di una propina a mi cocinera para que me preparase un strudel de frutas. No habría distinguido una amanita de un paraguas. Por suerte no probó la masa para saber si estaba en su punto.

– He de admitir que eres un tipo listo -dije mientras ponía a todo tren la caja de pensar. El pasillo trazaba a mis espaldas un ángulo de noventa grados hacia la izquierda; no tenía salida, pero al final se encontraba la habitación de la fotocopiadora y, enfrente, la nueva cocina. Si me internaba en el pasillo, saldría de la línea de fuego, pero tendría que enfrentarme a un par de problemas que no sabía bien cómo resolver. Primero: ya no tendría a tiro a mi agresor. Segundo: estaría atrapada. Era innegable que, allí donde estaba, tampoco tenía escapatoria. Había una ventana pequeña en la cocina. Si la alcanzaba, con un poco de suerte, rompería el cristal y pediría socorro como una loca. Porque todo parecía indicar que nadie había oído el tiroteo que habíamos organizado. Si conseguía que la conversación continuara, tal vez David no se diera cuenta de que cambiaba de posición.

– Es asombroso que en seis años no hayas cometido ni un solo error -dije. Ya que estaba en ello, le sonsacaría de paso la información que pudiese.

– Una vez cometí un error -dijo a regañadientes.

– ¿En serio? ¿Cuándo?

– Una noche me emborraché con Curtis y hablé más de la cuenta. No sé cómo ocurrió. En cuanto terminé de hablar comprendí que tarde o temprano tendría que deshacerme del individuo.

– Increíble -dije-. ¿Tratas de decirme que Curtis no me mintió por una vez en su vida?

Barney rompió a reír.

– Desde luego. Y pensó que la información valía dinero y se puso en contacto con Ken Voigt. Como es lógico, Voigt empezó a pasarle dinero a Curtis para asegurarse su declaración. El muy imbécil…

Cerré los ojos. Voigt se había comportado ciertamente como un imbécil. Su avidez por ganar el juicio había puesto en peligro su credibilidad.

– ¿Y yo? ¿Hay algún plan en marcha o haces esto por deporte?

– Si te soy sincero, me gustaría que se te acabaran las balas para darte el puntillazo de una vez. He matado a Curtis con una H und K como la que tú tienes. Te voy a liquidar con la treinta y ocho con que despaché a Isabelle, y luego se la pondré a Curtis en la mano. Así parecerá que fue él quien la mató…

– Y que yo le maté a él -dije para terminar la frase-. ¿Has oído hablar alguna vez de la balística? Sabrán que el arma no era la mía.

– Yo ya estaré lejos entonces.

– Muy listo.

– Mucho -dijo-, a diferencia de la mayoría. Las personas son como las hormigas. Siempre trabajando y preocupándose por el pequeño mundo en que viven. No tienes más que observar un hormiguero. Es actividad pura. Desde el punto de vista de las hormigas se diría que todo es muy importante. Pero no lo es. En realidad, carece de objeto. Lo que hacen no sirve para nada. ¿Nunca has pisado una hormiga? ¿No has aplastado ninguna entre los dedos? No causa ningún remordimiento de conciencia. Dices: «Ya te tengo». Y todo se acaba. Pues entre tú y yo sucede lo mismo.

– ¿Sabes? Es muy profundo lo que dices. Incluso lo estoy anotando.

Aquello le enfureció y disparó dos veces; los proyectiles se hundieron en la moqueta, a mi derecha. Le devolví los disparos, para que viese que no me arredraba.

– Qué ingenua… -dijo-. Te las das de cínica, pero eres muy fácil de engañar…

– No saques conclusiones precipitadas -dije. Me pareció que asomaba la cabeza por la puerta de Lonnie. Apreté el gatillo dos veces y se ocultó.

– Has fallado.

– No sabes cuánto lo siento. -Saqué el cargador y conté con el tacto los proyectiles que quedaban. Y pensar que tenía varias cajas en el despacho…

– ¿Tienes problemas?

– Me he roto una uña.

Guardó silencio durante unos segundos.

– Ten cuidado con las balas. Sólo te queda una.

– Mentira. Me quedan dos.

Se echó a reír.

– Claro, lo que tú digas.

Estuve un momento callada.

– ¿Por qué estás tan seguro?

– Porque sé contar.

Agaché la cabeza un segundo para recuperar fuerzas. Había llegado la hora de moverse. Estiré el pie izquierdo y lo apoyé en el suelo. Noté que la zona entumecida aumentaba, aunque no supe calcular cuánto dolor y cuánta insensibilidad cabían en el mismo conducto nervioso.

– Sólo han sido siete -dije.

– Ocho -rectificó.

– Es una de diez tiros -repliqué, para ver si colaba. Empecé a retroceder hacia el punto donde giraba el pasillo.

– De diez tiros. Y un rábano. Eres una embustera -dijo.

– No me digas. ¿Qué pistola tienes tú?

– Una Walther. De ocho tiros. Y aún me quedan dos.

– Narices. Te queda sólo uno. También yo sé contar, listillo. -Retrocedía milímetro a milímetro, tanteando con el pie lo que tenía detrás. David Barney no pareció darse cuenta de que cambiaba de posición.

– A mí no me engañas. Sé muy bien de qué pie cojeas.

– Ponme un ejemplo -dije. Llegué al recodo y me doble de tal manera que quedé con las piernas en el tramo interior del pasillo y de cintura para arriba en el tramo exterior. David Barney estaba ahora a ocho metros. Me apoyaba sobre el costado derecho; notaba los tejanos empapados de sangre. Bajé los ojos para observar la herida. Me di cuenta de que me brillaba la cadera. Me incorporé apoyándome en el codo. Comprendí que había aplastado el llavero y el movimiento había encendido la linterna de bolsillo. Saqué el llavero y apagué la linterna. Puse las llaves a un lado, con miedo de que tintinearan.

– Por ejemplo, lo de tus mentiras -dijo él-. Alardeas de saber mentir, pero no eres más que una cantamañanas.

– ¿Quién te ha puesto al corriente?

– No sabes cuánta información se obtiene en la cárcel.

– Tú también eres un cantamañanas -dije-. Seguro que tu pistola es de nueve tiros.

Por lo visto se lo tomó como un piropo.

– Nunca lo sabrás -dijo.

– ¿Por qué estabas tan seguro de que vendría aquí? -Me puse a gatas.

– Elemental. Le dijiste a Curtis que tenías aquí la pistola. Por eso establecí el encuentro en el Refugio de los Pájaros. Sabía que no te atreverías a ir desarmada.

Dejémoslo estar, me dije. Estaba ya medio acuclillada, en posición de salida, como un atleta, y con la nalga doliéndome lo indecible.

– ¿Sigues ahí?

No contesté.

– ¿Dónde estás?

Eché a correr cojeando hacia la puerta de la cocina. La luz que se filtraba del exterior la iluminaba, aunque poco.

De un vistazo comprendí que no había ningún sitio donde esconderse. Di la vuelta y enfilé hacia la habitación de enfrente. Avancé de puntillas hasta el fondo, me agaché junto a la fotocopiadora y apoyé la espalda en la pared. Doblar la rodilla derecha me dolió tanto que tuve que morderme los labios para no gemir. Me senté en el suelo con la pistola en la mano derecha y la linterna en la izquierda. Tenía las manos húmedas de sudor y los dedos helados.

– ¿Kinsey? -Su voz se oyó en el pasillo. De un momento a otro se daría cuenta de que ya no estaba allí y correría en mi persecución.

Estaba totalmente pegada a la fotocopiadora, con las rodillas a la altura de la barbilla. Esperaba ofrecer el menor blanco posible, aunque encogerse en un rincón no era quizá lo más apropiado para este fin. De un balazo podían atravesarme todo lo que tenía bajo el forro de la piel.

– ¡Oye! -gritó-. Que te estoy hablando. -A juzgar por el sonido, deduje que seguía en los alrededores del despacho de Lonnie. Al parecer se había enfadado. Procuré contener la respiración.

Abrió fuego.

Aunque estaba en la otra punta del pasillo y en otra habitación, di un brinco. Ocho balas. Si la pistola era de ocho tiros, estaba salvada. Si era de nueve, adiós mundo cruel. En cuanto David adivinase dónde me había escondido, mi suerte estaría echada. Ya era demasiado tarde para cambiar de escondite. Notaba esa humedad fría y enfermiza que se apodera de nosotros cuando estamos a punto de caer en el sueño sin retorno. Me sequé la cara con la manga de la camisa. El miedo se había colado en mi interior como un vapor helado y me subía y bajaba por la columna.

La idea de morir es a la vez trivial y aterradora, absurda y angustiosa. El instinto se aferra a la vida mientras la conciencia suelta amarras, deseosa de caer libremente, deseosa de remontar el vuelo. Si algo lamentaba era no saber cómo terminarían las historias cuyo comienzo había presenciado. ¿Acabarían por enamorarse William y Rosie? ¿Cumpliría Henry los noventa? ¿Conseguiría Lonnie que limpiaran bien todas las manchas de sangre que había en la moqueta?

Había muchas cosas que no había hecho y muchas más que ya no podría hacer. Morir de imbecilidad, Dios mío, pero, ¿por qué?

Tragué aire a bocanadas para despejarme.

Oí la voz de David Barney en el pasillo, muy cerca.

– ¿Kinsey? -Miraba seguramente en la cocina con la misma perentoriedad que yo, comprobando que allí no había sitio para esconderse. Probablemente inspeccionó las oficinas mientras me esperaba. Tenía que saber que el único sitio que quedaba era el cuarto de la fotocopiadora. Percibí el murmullo de su respiración.

– Oye. ¿Estás ahí? ¿Te seduce un pequeño concurso de mentiras? ¿Cuántas balas te quedan? ¿Una o ninguna?

No contesté.

– ¿Qué dice la señora? La señora sostiene que le quedan dos balas. ¿Miente o dice la verdad?

Me temblaban tanto las manos que apenas podía sostener la pistola. Apunté hacia la puerta y disparé. Oí un «ay» preñado de dolor. El prolongado gemido que emitió a continuación me indicó que le había dado y que la herida era de consideración. Ya estábamos en paz. Entró arrastrándose en la habitación.

– Nueve -dijo. Adoptó una actitud bufonesca y me preguntó con grandilocuencia teatral-: ¿Estás preparada para morir?

– Yo no diría exactamente preparada, aunque no me sorprendería. -Alcé la linterna con la mano izquierda y accioné el interruptor. Emitió un haz luminoso no más ancho que un paquete de tabaco, pero bastó para señalarme dónde estaba- ¿Y tú? -dije-. ¿Sorprendido? -Le disparé a quemarropa y comprobé el resultado.

Fue de libro. En las películas ocurren ochocientas mil cosas cuando se dispara a alguien: la víctima retrocede un metro o sigue andando hacia el agresor, o salta de la bañera, o se levanta del suelo y a veces encaja tantas balas que la camisa se convierte en un colador. La verdad es que, cuando se recibe un balazo, duele una barbaridad. Puedo jurarlo con la mano en la Biblia. David Barney tuvo que sentarse en el suelo, apoyar la espalda en la pared y pensar en la vida. En el costado izquierdo se le formó una mancha roja y húmeda que le estropeó la camisa y que le hizo abandonar la expresión de superioridad y adoptar otra de consternación. Le observé durante un instante.

– Te dije que era de diez tiros.

Ya no le interesaba el juego. Hice un esfuerzo y me incorporé dejando en la fotocopiadora la huella roja y pegajosa de una mano. Me acerqué a David y le quité la pistola. No opuso resistencia. Miré el cargador. Quedaba un cartucho. El vacío se había apoderado de sus ojos y abrió ligeramente los dedos, como para soltar su propia vida. Algo semejante a una polilla se perdió volando en la oscuridad. Salí al pasillo cojeando e iluminé la pared con la linterna hasta que encontré la alarma contra incendios. Rompí el vidrio y tiré de la palanca.

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