6

He comprobado que los ricos se dividen en dos clases: los que tienen dinero y los que tienen más. ¿Para qué conquistar una posición si no se está un poco por encima de los del mismo grupo? Que todos los ricos formen un grupo aparte no quiere decir que renuncien al deseo individual de que se les considere superiores. El círculo se vuelve así más selecto y los criterios más inalcanzables. La valoración de los inmuebles particulares puede servirnos de ejemplo. Las grandes mansiones, si bien se distinguen sin esfuerzo de las casas unifamiliares de ciudadanos de renta media, pueden clasificarse igualmente de acuerdo con dos o tres parámetros de fácil asimilación. Lo primero en que hay que fijarse es en el tamaño y la situación. Por cierto: cuanto más ancho sea el sendero del garaje, más puntos. Un guarda privado de seguridad o una traílla de perros adiestrados para el ataque siempre son más distinguidos, como es lógico, que los sistemas electrónicos de alarma, a menos que sean de película con efectos especiales. Por lo demás, conviene fijarse en detalles como los pabellones para los huéspedes, las verjas puntiagudas, las piscinas embaldosadas con espejos, los setos de perfil artístico y la iluminación exterior. Las sutilezas, naturalmente, variarán de una comunidad a otra, pero no convendría pasar por alto ninguna de las categorías enumeradas cuando se hace una estimación de la riqueza personal.

Los Weidmann vivían en Lower Road, una de las calles menos prestigiosas de Horton Ravine. A pesar del postín del barrio, la mitad de las viviendas era de lo más común. La suya carecía de distintivos: una sola planta de fachada pintada de verde, con un porche de barandillas de hierro y tejado plano de material rocoso. Pese a la extensión de la propiedad y el bonito paisaje que la enmarcaba, la proximidad de la calle le restaba interés. Como Peter Weidmann era arquitecto, había esperado algo exuberante, un pabellón de juegos o una piscina interior, detalles que habrían reflejado el amplio alcance de su ingenio proyectista. Aunque tal vez éste se resumiera en lo que tenía ante mí.

Dejé el coche en la zona asfaltada que había a un lado del edificio. Una vez en el porche, llamé al timbre y esperé. Pensé en la posibilidad de que me abriese una doncella, pero a quien vi fue a la señora Weidmann en persona. Debía de tener setenta y tantos años e iba elegantemente ataviada con un chándal de rayón negro y unos zapatos de paseo.

– ¿La señora Weidmann? Soy Kinsey Millhone -dije, tendiéndole la mano con educación.

El ademán pareció desconcertarla y se produjo un embarazoso momento de silencio e inmovilidad hasta que me imitó y nos estrechamos la mano. Hubo algo en su titubeo -repugnancia o gazmoñería- que me creó cierta reserva interior. Su pelo era un rígido casco de color rubio platino, dividido por una raya central de la que partían dos rizos tiesos y semejantes a los cuernos de un carnero. Mostraba bolsas debajo de los ojos y los párpados superiores habían comenzado a descolgársele hasta el punto de reducirle el iris a un simple destello azul. Tenía la piel de color melocotón, las mejillas teñidas de rosa subido. Parecía como si acabara de perder en un campeonato de halterofilia, pero una inspección más minuciosa me reveló que únicamente se trataba de que se había puesto una base y un maquillaje demasiado vivo para el tono de piel que tenía. Se me quedó mirando como si esperase la típica cantinela de la vendedora a domicilio.

– ¿De qué se trataba? Me temo que lo he olvidado.

– Trabajo para Lonnie Kingman, el abogado que asesora a Kenneth Voigt en la demanda que ha interpuesto contra David Barney…

– Ah, sí, sí, sí. Desde luego. Usted quería hablar con Peter acerca del asesinato. Terrible. Creo que dijo usted que había fallecido otra persona. El investigador aquél, ¿cómo se llamaba?… -Se golpeó la frente con los dedos como para estimularse la memoria.

– Morley Shine -dije.

– Sí, eso es. -Bajó la voz-. Un hombre espantoso. No me gustaba.

– ¿En serio? -dije, poniéndome de inmediato a la defensiva. Siempre había pensado que Morley era un buen investigador, además de un hombre simpático. La señora arrugó la nariz y las comisuras de la boca se le curvaron hacia arriba.

– Olía de un modo raro. Estoy convencida de que bebía. -Por debajo de la forzada sonrisa había una expresión de profundo desdén. La edad juega malas pasadas al rostro humano; todos los sentimientos que tratamos de ocultar afloran a la superficie, se crispan y acaban congelándose igual que en las máscaras-. Vino varias veces y siempre para hacer preguntas tontas. Espero que no haya venido usted por lo mismo.

– Me gustaría averiguar un par de cosas, pero no quisiera resultar molesta. ¿Puedo pasar?

– Desde luego. Y perdone por la grosería. Peter está en el jardín. Podemos hablar allí, si quiere. Iba a dar mi paseo diario cuando llamó usted, pero ya lo daré más tarde. ¿Hace usted ejercicio?

– Footing.

– El footing es peligroso. Las rodillas sufren demasiada tensión. Lo mejor es andar -dijo-. Mi médico es Julian Clifford… ¿lo conoce?

Negué con la cabeza.

– Es un eminente cirujano ortopédico. Además es vecino nuestro y un buen amigo. No sabe usted cuántas veces me ha repetido que la gente que insiste en hacer footing a toda costa se causa un perjuicio irreparable. Es absurdo.

– Desde luego -dije con voz apagada.

Siguió dándole vueltas al tema como si estuviera discutiendo con alguien, aunque yo no le replicaba. Tampoco tenía intención de modificar mis costumbres por una señora que pensaba que Morley olía mal.

No produjo el menor ruido con los pies al cruzar el vestíbulo de losas de mármol y me condujo por un pasillo que desembocaba en la parte posterior de la vivienda. Aunque el exterior era del puro estilo ranchero de los años cincuenta, el interior se había decorado con motivos orientales: alfombras persas, biombos de paneles de seda, espejos con adornos, un arcón con incrustaciones de madreperla… Y dos jarrones idénticos de cerámica, del tamaño de los paragüeros. Muchos artículos parecían haberse comprado por pares y por lo general flanqueaban objetos de aire caprichoso.

Cruzamos la cocina y salimos por la puerta trasera a un patio de cemento que abarcaba toda la parte posterior de la vivienda. Cuatro peldaños de escasa altura conducían a un camino de ladrillos que terminaba en un jardincito normal y corriente. Más allá había una arboleda salpicada de hongos agaricáceos que crecían en solitario o formando círculos. El aire era húmedo y olía a hojas mustias y a musgo. Algunos pájaros piaban en la copa de los árboles desconsolados ante la inminencia del frío invernal.

Los muebles del patio eran de hierro y lona, y los cojines de los asientos parecían descoloridos por permanecer a la intemperie. Peter Weidmann dormía la siesta; sobre su vientre descansaba un libro grueso, de tapa dura y abierto. No hacía mucho había visto en una librería un ejemplar de la misma obra: el volumen primero de la aburrida autobiografía de no sé qué celebridad que había contado «con la colaboración de» un periodista contratado para dar coherencia y legibilidad al producto. Al parecer lo había leído todo hasta la página cinco. Los alrededores de la tumbona estaban alfombrados de colillas. Lo más seguro es que no le dejaran fumar dentro de la casa.

Daba la impresión de haberse pasado la vida con el traje y la corbata puestos. Ahora que estaba jubilado, aprovechaba la ocasión para ponerse unos tejanos negros y una camisa de franela recién comprada, con los pliegues del empaquetado aún visibles; se había desabrochado los dos botones superiores y se le veía la camiseta de color blanco. ¿Por qué un hombre así parecía tan indefenso con la ropa de estar por casa? Tenía la cara estrecha, las cejas negras y despeinadas, y el pelo cano y muy corto. Después de cincuenta años de casados, Peter y Yolanda habían llegado a esa etapa en que la esposa parece más bien la madre.

– Esto es lo que se llama jubilación activa -dijo Yolanda echándose a reír-. También a mí me gustaría jubilarme, lo que pasa es que nunca he trabajado. -Lo decía con jovialidad, pero había cierta amargura en el comentario. El presunto sentido del humor no podía ocultar el resentimiento que palpitaba en las profundidades. Le zarandeó el hombro, saboreando el pretexto que mi visita le proporcionaba para turbar la paz y tranquilidad del marido-. Peter, hay aquí una persona que quiere verte.

– Ya volveré más tarde. No hace falta que le despierte.

– Le es igual. Hoy no ha hecho nada en todo el día. -Se inclinó sobre él-. Peter.

El aludido despertó sobresaltado, desorientado a causa del sueño y la voz que de pronto había sonado en sus oídos.

– Tenemos visita. Es por lo de Isabelle y David. Esta joven es secretaria del señor Kingman. -Se volvió hacia mí con el ceño fruncido-. Es usted su secretaria, ¿no? ¿O es abogada también?

– Soy detective.

– Ya decía yo que no tenía cara de abogada. ¿Cómo ha dicho que se llama?

Weidmann puso el libro a un lado, se levantó y me tendió la mano.

– Peter Weidmann.

Se la estreché.

– Kinsey Millhone. Siento molestarle.

– No se preocupe. ¿Le apetece un café o prefiere una taza de té?

– Nada, gracias, es igual.

– Hace mucho frío aquí fuera -dijo Yolanda al marido. Y a mí a continuación-: Este año ha tenido la gripe dos veces y no me gustaría repetir la experiencia. Acabé reventada de tanto ajetreo. Los hombres son como niños cuando se ponen enfermos. -Me hizo un guiño mientras renegaba. Así podría afirmar que lo decía en broma si Peter se daba por ofendido.

– Es verdad, me pongo insoportable cuando caigo enfermo -confesó Peter.

– Nadie soporta las enfermedades -comenté.

Hizo un ademán en dirección a la casa.

– Vamos al estudio, si le parece.

Entramos en fila india en la casa, que parecía sofocante después de haber estado a merced de la humedad exterior. El estudio era de dimensiones reducidas y el mobiliario tenía el mismo aspecto desvencijado que las sillas y tumbonas del porche. Me dio la sensación de que la casa estaba dividida en «la parte de él» y «la parte de ella». El sector de Yolanda estaba decorado hasta el techo y rebosante de objetos caros que seguramente había comprado en varios viajes al extranjero. Tras someterlo a votación, la mujer se había encargado de la sala de estar, de la cocina, del rincón del desayuno y seguramente también de todos los cuartos de baño, la habitación de los huéspedes y el dormitorio. El marido se había quedado con el porche de atrás y el estudio, donde había atesorado todos los enseres domésticos que la mujer le había amenazado con tirar a la basura.

Nada más cruzar el umbral de la estancia, Yolanda se puso a hacer aspavientos, y cuando percibió el olor del tabaco se le contrajo la cara.

– Por el amor de Dios, Peter, esto no hay quien lo aguante. No sé cómo resistes aquí dentro. -Se acercó a la ventana y la abrió de par en par, cogió una revista y se puso a sacudirla en el aire.

A mí tampoco me gusta el olor del tabaco, pero aquello ya era exagerar.

– No se preocupe, señora. A mí no me molesta -dije.

Cogió un cenicero lleno e hizo una mueca.

– A usted no le molestará -dijo-, pero a mí me dan ganas de vomitar. Traeré un ambientador. -Salió de la estancia con el ultrajante cenicero. La tensión del ambiente descendió varios grados.

Me fijé en la colección de fotos de Peter «con famosos» que decoraba la campana de la chimenea. Me acerqué a echar un vistazo.

– ¿Está usted en todas?

– En casi todas -dijo.

Vi a Peter Weidmann con el alcalde durante la ceremonia de inauguración de unas obras, con Isabelle Barney al fondo; a Peter en un banquete, mientras recibía no sé qué placa; a Peter en el trabajo, junto al contratista. La última se había publicado al parecer en el periódico de Santa Teresa, ya que la habían recortado, enmarcado y colgado junto a la original; el pie de foto decía que se trataba de la inauguración de unas instalaciones recreativas. Por los coches que se veían al fondo, deduje que casi todas las fotos se habían hecho a principios de los años setenta. Los proyectos comerciales se mezclaban con los residenciales. En dos fotos había dos estrellas de cine de tercera magnitud cuya casa quizá Peter había proyectado y construido. Estuve un rato contemplando aquel álbum horizontal, tan interesada por ver a Isabelle como a Peter. Me gusta observar a la gente cuando trabaja. La actividad laboral hace salir a la superficie aspectos personales que nadie sospecharía si viera a los mismos individuos en un medio diferente.

Con el mono y el casco, Peter parecía más joven y muy seguro de sí mismo. Y no porque las fotos se hubieran hecho años antes, cuando aún podía hablarse de juventud en sentido temporal. Las fotos que tenía ante mí se habían hecho en el punto culminante de su trayectoria profesional, cuando todo estaba ya encauzado; cuando le encargaban proyectos importantes; cuando ya tenía fama, influencia, dinero y amistades. Parecía feliz. Me volví para mirar al hombre de carne y hueso que había a mi lado y que en comparación con el otro parecía un ciudadano mediocre. Le sorprendí observando mis reacciones.

– Es fabuloso -dije.

– Sí, he tenido mucha suerte. -Señaló una foto-. Sam Eaton, el senador -dijo-. Construí una casa para Sam y Mary Lee. Y éste es Harris Angel, el productor de Hollywood. Tal vez haya oído hablar de él.

– Me suena el nombre -dije, aunque no me sonaba en absoluto.

En ese instante Yolanda reapareció con el ambientador.

– María lo había guardado en el frigorífico, imagínate. -Puso la cajita encima de la mesa, rompió el precinto y dejó al descubierto la pastilla. Al oler el tufo que echaba, mezcla de betún e insecticida, añoré el olor del tabaco.

Eché una ojeada rápida al resto de la habitación. Había un revistero con periódicos junto al sillón de orejas y tapizado en piel, más periódicos amontonados encima del sofá, revistas en la mesita rinconera y huellas de platos. Había un buró debajo de las ventanas que daban al patio trasero. Sobre él descansaba una antigua máquina de escribir portátil, un rimero de libros y otro cenicero con colillas. Pegada al buró había una vieja silla de comedor y otra, no muy lejos de la primera, con una torre de libros en el asiento. La papelera estaba llena hasta el borde.

Yolanda advirtió la dirección de mi mirada.

– Está escribiendo una historia de la arquitectura de Santa Teresa. -Comprendí que, pese a su hostilidad, la mujer se sentía orgullosa del marido.

– Puede ser interesante.

– Es sólo un pasatiempo -dijo Peter.

Yolanda volvió a echarse a reír.

– Pues tengo un montón de cosas que encargarle para cuando se canse de escribir. Pero siéntese, por favor, si encuentra dónde. Espero que no le moleste todo este desorden. A la señora de la limpieza ni siquiera le digo que entre. Sería pedirle demasiado. Tardaría tanto en adecentar esta habitación como en limpiar el resto de la casa.

Peter esbozó una sonrisa de incomodidad.

– Vamos, Yolanda, sé justa. Ya la limpio yo… en ocasiones incluso dos veces al año.

– Este año no -replicó Yolanda.

Peter dejó correr el asunto. Despejó el sillón para que se sentara su mujer y me acercó una silla de comedor. Aparté un poco las carpetas y tomé asiento.

– Póngalas en el suelo -dijo Yolanda.

– Gracias, está bien así. -El juego empezaba a cansarme: las impertinencias de Yolanda, la connivencia de Peter y mi educada búsqueda del término medio-. Señora, ¿no tenía usted que dar un paseo? Lo digo porque no quisiera que alterase sus costumbres por mi culpa.

La cara le cambió de pronto. Era susceptible y se ofendía por cualquier cosa.

– Si molesto, me voy.

– Vamos, vamos. Quédate dónde estás -dijo Peter-. Ha venido para hablar con los dos.

– ¿Tomamos una copita de jerez? -dijo Yolanda sin mucho convencimiento.

Peter alargó la mano para inmovilizarla.

– Ya lo sirvo yo. Tú quédate ahí.

– No se moleste, por favor. Tengo que acudir a otra cita dentro de un rato. -No era totalmente cierto, pero tampoco sabía hasta cuándo iba a soportar aquella situación. Saqué el cuaderno del bolso y pasé algunas páginas-. Les haré unas preguntas y me marcharé. No quiero robarles más tiempo.

Peter se dejó caer en el sillón.

– ¿Qué es lo que hace usted exactamente? -preguntó.

Yolanda se ajustó una sortija para centrar el diamante en la cara exterior del dedo.

– Tendrá que perdonar a Peter. Ya se lo he explicado dos veces.

– Continúo las investigaciones de Morley Shine -dije, haciendo caso omiso de la observación femenina-. En última instancia, se trata de apoyar las acusaciones del demandante. ¿Estuvieron en contacto con David o Isabelle el día en que murió esta última?

– No recuerdo nada en concreto -dijo Peter-, pero creo que no.

– Pues claro que no. Aquel día estabas en el hospital, ¿no te acuerdas? Sufriste el ataque al corazón el 15 de diciembre. Y estuviste ingresado en el St. Terry hasta el 2 de enero. No quise decirte lo de Isabelle porque tenía miedo de que te afectase.

Peter había puesto cara de no entender nada.

– Sí, supongo que fue así. Ya no me acordaba de que la tragedia ocurrió durante aquella quincena -dijo a su mujer. Y a mí-: Por entonces ya se habían ido del despacho y trabajaban por cuenta propia.

– Le quitaron todos los clientes que pudieron -apuntó Yolanda con mordacidad.

– ¿No estaba usted resentido?

Yolanda se puso a juguetear con la sortija.

– Pues claro. Pero que me muera aquí mismo si le oí quejarse una sola vez.

– Vamos, Yolanda, eso no es verdad. Yo deseaba con sinceridad que Isabelle tuviese éxito -se quejó él.

– Peter no soporta la violencia. Nunca se pelearía con nadie y menos aún con ella. Después de todo lo que él hizo…

– Según tengo entendido, a Isabelle se le ocurrió lo de las casas pequeñas mientras trabajaba para usted.

– Exacto.

– ¿Y… no sé cómo decirlo… los derechos de propiedad intelectual? ¿No le pertenecían a usted en buena ley?

Peter fue a responder, pero se le anticipó Yolanda.

– Pues claro. Pero Peter jamás le hizo firmar ningún documento. Y ella se llevó hasta las chinchetas. Peter no quiso hacer nada al respecto, aunque yo le insistía. Isabelle le robó millones; millones, como se lo digo.

Formulé la siguiente pregunta con mucho tacto. Ya había llegado a la conclusión de que Peter era demasiado callado para serme de utilidad. A la maliciosa Yolanda, en cambio, podía sonsacarle alguna cosa de interés si le pulsaba las teclas indicadas.

– Es comprensible que estuviera usted furiosa.

– Desde luego que lo estaba. Isabelle era una niña malcriada y una viciosa… -Se interrumpió de pronto.

– Siga, por favor -le pedí.

– Yolanda -dijo Peter en señal de advertencia.

La mujer cambió de actitud.

– Disculpe mi lenguaje.

– A estas alturas ya no le hace usted ningún daño. Tengo entendido que solía extralimitarse.

– Extralimitarse es decir poco. Era falsa de pies a cabeza.

Peter se inclinó hacia su mujer.

– No creo que venga al caso dar una versión tendenciosa. Quizá no simpatizaras con ella, pero es innegable que tenía talento.

– Tenerlo sí que lo tenía -dijo Yolanda con un acceso de rubor-. Y supongo, para decirlo con justicia, que no era totalmente responsable de sus problemas. A veces incluso me daba lástima. Era una neurótica y siempre con los nervios a flor de piel. Lo tenía todo menos felicidad. David se pegó a ella como una lapa y la dejó seca.

Guardé silencio, en espera de más información, pero a Yolanda parecía habérsele acabado la cuerda. Miré a Peter.

– ¿Y cuál es su opinión?

– Yo no soy quién para juzgar.

– No le pido que la juzgue. Pero me gustaría conocer su punto de vista. Podría serme útil para comprender la situación.

Reflexionó durante unos momentos y llegó a la conclusión de que mi petición tenía su lógica.

– Era desdichada. No se me ocurre nada más.

– ¿Cuánto tiempo trabajó para usted?

– Algo más de cuatro años. Fue una especie de aprendizaje informal.

– Simone me dijo que no había estudiado arquitectura -dije.

– Es cierto. No tenía educación formal, pero sí ideas asombrosas, y rebosaba de entusiasmo. Era como si una misma fuente alimentara su creatividad y su sentido de la autodestrucción.

– ¿Era maniacodepresiva?

– Parecía vivir al límite de la angustia, y por eso bebía.

– Bebía porque estaba alcoholizada -intervino Yolanda.

– Eso no lo sabemos -puntualizó Peter.

Yolanda se carcajeó y se palmeó el pecho para calmar la hilaridad.

– ¿Por qué los hombres no admiten nunca que las mujeres hermosas también tienen defectos?

Noté que la tensión volvía a concentrárseme en la nuca.

– ¿Qué clase de hombre es David Barney? Creo que es arquitecto. ¿Es valioso como tal?

– Es un carpintero con pretensiones -dijo Yolanda.

Peter sacudió la mano.

– Técnicamente es muy bueno -dijo.

– ¿Técnicamente?

– No es una crítica -añadió Peter.

– Es el acusado. Puede usted criticarle cuanto quiera.

– No tengo motivos. A fin de cuentas, somos del mismo gremio, aunque me he retirado. Esta es una ciudad pequeña. Y no soy quién para hacer comentarios sobre sus cualidades.

– ¿Y sobre la persona?

– Nunca me ha interesado personalmente.

– Peter, por el amor de Dios. ¿Por qué no le dices la verdad? No aguantas a ese hombre. Nadie lo soporta. Es taimado y desleal. Manipula todo lo que puede…

– Yolanda…

– Deja de decir «Yolanda». Esta mujer quiere opiniones y yo le doy la mía. Te preocupas tanto por el respeto que ya no sabes ni cómo se dice la verdad. David Barney es una araña. Peter pensaba que había que alternar con ellos y lo hacíamos, a pesar de mis quejas. Desde mi punto de vista, era ir demasiado lejos. Mientras estuvieron en el despacho, procuré ser amable. David me traía sin cuidado, y yo me limitaba a hacer lo que se esperaba de mí. El negocio prosperaba gracias a Isabelle y le estábamos muy reconocidos. Pero cuando se relacionó con David… la buena estrella se le torció.

El asunto se ponía interesante. Aquella mujer haría un papel estupendo en el estrado de los testigos si fuera capaz de moderar la lengua.

– ¿Cómo conseguía Isabelle tantos encargos?

– Tenía mucho dinero y se movía en los círculos indicados. Se la respetaba porque saltaba a la vista que tenía buen gusto. Y mucho estilo. Hiciera lo que hiciese, los demás siempre la imitaban.

– Cuando Isabelle y David se independizaron, ¿se quedaron con muchos clientes?

– Es bastante corriente -dijo Peter en el acto-. Sienta mal, pero sucede en todas las profesiones.

– Fue un desastre -añadió Yolanda-. Peter se retiró poco después. La última vez que los vimos fue en la fiesta nocturna que dieron durante el puente del día del Trabajo.

– ¿Cuándo desapareció la pistola?

Cambiaron una mirada. Peter volvió a carraspear.

– Nos enteramos después -respondió él.

– Nos enteramos en el momento en que ocurrió. Hubo una trifulca espantosa arriba, en el dormitorio principal. Bueno, la verdad es que no sabíamos el motivo, pero es evidente que se trataba de aquello.

– Según ustedes, ¿quién la cogió o pudo cogerla?

– Pues él, naturalmente -dijo Yolanda sin el menor titubeo.

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