Esa noche dormí mal, y el viernes por la mañana hice mi habitual sesión de footing sin mucho convencimiento. El entierro de Morley estaba previsto para las diez y me daba miedo asistir. Había aún muchas preguntas en el aire y me sentía como si fuese responsable de casi todas. Lonnie volvería de Santa María no bien terminara el otro juicio. Quedaban por entregar muchas citaciones que Morley había dejado pendientes, pero consideraba absurdo buscar a los ciudadanos en cuestión mientras no supiera con exactitud cómo estaban las cosas. Puede que Lonnie acabara por renunciar al juicio. Me duché y rebusqué en el cajón de la ropa interior para ver si encontraba unas medias que no estuvieran como si los gatos se me hubiesen subido por las piernas. El cajón era un bazar de camisetas viejas y calcetines desparejados. No iba a tener más remedio que planteármelo seriamente y ordenar la ropa algún día. Me puse el vestido multiuso, que para los entierros resulta ideal: es negro, de manga larga, y confeccionado con poliéster mezclado con unas fibras tan milagrosas que puede permanecer un año enterrado sin arrugarse. Me calcé unos zapatos bajos de color negro para poder moverme sin dar traspiés. Tengo amigas a quienes les encanta ponerse zapatos de tacón alto, artilugios que a mí me resultan incomprensibles. Si fueran tan fabulosos, seguro que los hombres los llevarían también. Opté por no desayunar y dirigirme temprano a la oficina.
Llegué a las siete y media, antes que nadie. Como no había ventanas, la escalera interior estaba prácticamente a oscuras. Gracias a la linterna de bolsillo pude subir sin peligro de resbalar y partirme la boca. Llegué al segundo piso y entré por la puerta principal. El lugar estaba lóbrego y frío. Pasé unos minutos encendiendo luces para crear la ilusión de que había comenzado la jornada laboral. Puse café en el filtro de la cafetera eléctrica y la encendí accionando el interruptor. Cuando abrí mi despacho con la llave correspondiente, el aroma del café empezaba a impregnar el aire.
Miré el contestador automático y vi que el piloto parpadeaba con insistencia. Apreté la tecla de rebobinado y oí la voz irritada de Kenneth Voigt: «Señora Millhone. Soy Ken Voigt… Son… las doce de la noche del jueves. Acaba de llamarme Rhe Parsons, muy alterada por lo de Tippy. He llamado a Lonnie, pero en el motel de Santa María donde se hospeda no contesta nadie. Mañana a las ocho de la mañana estaré en la oficina y quiero una explicación. Avíseme en cuanto llegue». Recitó el número de Voigt Motors y colgó.
Miré el reloj. Eran las ocho menos cuarto. Marqué el número en cuestión, pero me respondió la voz del contestador automático, que me informó con una pronunciación muy cuidada de que el concesionario estaba cerrado y canturreó a continuación el número de los bomberos por si yo había llamado para avisar que se había declarado un incendio en el edificio. No me había quitado aún la cazadora y quedarme carecía de sentido. Podía igualmente afrontar las consecuencias. Ida Ruth llegó en aquel momento, le dije adónde pensaba ir y le dejé las oficinas para ella sola. Bajé y recogí el coche. Sólo había visto a Kenneth Voigt en una ocasión, pero me había parecido el típico individuo que disfruta dando órdenes y echando rapapolvos al personal. No me apetecía en absoluto hablar de las últimas etapas del caso. Aún no había comunicado a Lonnie lo que sucedía y me parecía que dar malas noticias era un cometido que le correspondía a él, no a mí. Al menos Lonnie podría aconsejar a Voigt a propósito de las consecuencias jurídicas.
Había aún poco tráfico en la autopista y cuando la abandoné por la salida de Cutter Road eran las ocho y cinco. Voigt Motors era el concesionario oficial de Mercedes-Benz, Porsche, Jaguar, Rolls-Royce, Bentley, BMW y Aston Martin. Dejé el VW en una de las diez plazas vacías y me dirigí a la puerta. El edificio parecía una plantación sureña, un homenaje de vidrio y hormigón al espíritu aristocrático y el buen gusto. Un discreto rótulo, escrito a mano con letras de oro, indicaba que se trabajaba de lunes a viernes de 8.30 de la mañana a 8 de la noche, los sábados de 9 de la mañana a 6 de la tarde, y los domingos de 10 de la mañana a 6 de la tarde. Me hice visera con la mano y pegué la nariz al escaparate ahumado en busca de actividad en el oscuro interior. Vi seis o siete automóviles imponentes y una luz al fondo. A la derecha subía una escalera. Toqué una melodía golpeando el cristal con los nudillos y me pregunté si la oiría alguien.
Kenneth Voigt apareció en lo alto de la escalera al cabo de unos momentos y se inclinó sobre la barandilla para ver quién llamaba. Bajó, cruzó el reluciente suelo de mármol y avanzó hacia mí. Vestía un traje chaqueta de rayas muy finas, camisa azul claro y corbata azul marino. Tenía todo el aspecto de ser uno de los concesionarios más prósperos del condado de Santa Teresa. Se desvió ligeramente de la ruta inicial para encender las luces interiores que bañaron en un haz de blancura inmaculada los vehículos en exposición. Abrió con llave la puerta principal y me invitó a entrar.
– Veo que ha recibido el mensaje.
– He ido temprano a la oficina. Y he pensado que podríamos hablar personalmente.
– Tendrá que esperar un momento. Tengo que llamar a Nueva York. -Cruzó el salón y avanzó hacia una serie de despachos de vidrio, todos iguales, donde se gestionaban las transacciones durante la jornada laboral. Le vi sentarse en la silla giratoria de otro. Marcó un número y se acomodó en el asiento. Sin duda contestaron porque vi que se le animaban las facciones. Se puso a gesticular mientras hablaba. Incluso de lejos se le notaba el nerviosismo y la desmesura.
No lo eches a perder, me dije. Mantén la boca cerrada. Era cliente de Lonnie, no mío, y no me podía permitir el lujo de provocar su hostilidad. Anduve por el salón de muestras con la esperanza de dominar mi natural tendencia a precipitar las cosas. El despido me había bajado un tanto los humos. Me concentré en la aureola de buen gusto que me rodeaba.
El olor a cuero y pintura de coche perfumaban el aire. Me pregunté qué se sentirá cuando se tiene suficiente dinero en el banco para comprar un vehículo que cuesta más de doscientos mil dólares. Imaginé una escena con muchas risas de campechanía y poco regateo. Quien puede permitirse un Rolls-Royce tiene que saber que a cambio se le van a abrir muchas puertas. ¿Qué había que discutir, la entrada del Bentley?
Me fijé en un Corniche III, un deportivo descapotable pintado de rojo. Tenía bajada la capota. El interior estaba tapizado en cuero beige muy claro con ribetes rojos. Me volví para mirar a Voigt. Como estaba totalmente enfrascado en la conversación telefónica, abrí la portezuela del conductor del Rolls y me senté ante el volante. No estaba mal. En la guantera había un manual de instrucciones encuadernado en piel y cuyas hojas imitaban el pergamino. Parecía la carta de vinos de un restaurante de lujo. Poner precios era demasiado vulgar, pero me enteré de que los embellecedores pesaban 2,430 kilos y de que el portaequipajes tenía una capacidad de 0,27 metros cúbicos. Inspeccioné todos los contadores y mandos del salpicadero de nogal. Absorta, empecé a mover el volante de un lado a otro mientras imitaba con la boca el chirrido de los neumáticos. James Bond al ataque. Iba por una carretera de montaña de los alrededores de Montecarlo y me disponía a tomar una curva peligrosísima cuando alcé los ojos y vi a Voigt junto al vehículo. Noté que se me encendían las mejillas.
– Es fabuloso -murmuré. Aunque lo había dicho sólo para darle coba, ciertamente no mentía.
Abrió la portezuela opuesta y se sentó a mi lado. Contempló con cariño la consola de mandos y acarició la tapicería del asiento.
– Para tapizar el interior de un Corniche se emplean catorce pieles. A veces vengo a sentarme aquí un rato, después de cerrar.
– ¿Es usted el propietario de la concesión y no posee ninguno?
– Aún no puedo permitírmelo. Si ganamos el juicio, seguramente me compraré uno. -Tenía los músculos en tensión-. Por lo que me ha contado Rhe, al parecer usted no se detiene ante nada. Amenaza con demandarles a usted y a Lonnie.
– ¿De qué va a acusarnos?
– No lo sé. En la actualidad, al parecer no hace falta un motivo de peso para presentar una demanda judicial. Sólo Dios sabe con qué ojos se contemplará mi caso. A usted la contrataron para entregar citaciones, no para que saliera por la tangente.
– Yo no puedo enfocar la situación desde el punto de vista jurídico; eso es trabajo de Lonnie…
– Pero, ¿cómo ha sucedido? No lo entiendo.
Me esforcé por no adoptar una actitud defensiva y le conté lo de la charla con Barney y lo que había averiguado desde entonces, con algunos pormenores relativos a la responsabilidad de Tippy en la muerte del anciano. Voigt no me dejó terminar.
– Pero es ridículo. ¡Absurdo! Morley llevaba meses trabajando en el caso y en ningún momento se habló de Tippy ni de ningún atropello.
– Eso no es del todo exacto. Morley seguía la misma pista que yo. Incluso había fotografiado ya la camioneta del padre, justamente lo que yo iba a hacer. Enseñé las fotos a la testigo e identificó la camioneta como el vehículo que había visto en el lugar del atropello. Arrugó el entrecejo.
– Por el amor de Dios… Después de los años transcurridos, esa identificación no constituye ninguna prueba. Está usted poniendo en peligro millones de dólares, ¿y qué ha sacado en claro?
– Pues una charla con Tippy durante la que confesó que había sido ella.
– ¿Y qué importancia puede tener esto? ¿Sólo porque Barney dice que la vio aquella noche? Bobadas.
– Quizás usted no comprenda la importancia del hecho, pero un jurado tal vez sí. Espere a que Herb Foss se entere. Seguro que le saca todo el partido posible a la cuestión de las horas.
– Pero, ¿y si ocurrió antes? No puede usted hablar con tanta seguridad sobre la hora que era.
– Por supuesto que puedo. Hay un testigo. He hablado con él y la ha confirmado.
Se pasó la mano por la cara y la mantuvo en la boca durante unos segundos.
– A Lonnie no le va a gustar esto -dijo-. ¿Ha hablado ya con él?
– Vuelve esta noche. Hablaré con él entonces.
– No sabe usted cuánto he invertido en este asunto. Me ha costado ya miles de dólares, y eso sin mencionar las tensiones y dolores de cabeza que me ha producido. Ahora se ha venido abajo por su culpa. Y todo por un maldito atropello que sucedió hace seis años.
– Un momento. El peatón está tan muerto como Isabelle. ¿Cree que su vida carece de importancia sólo porque tenía noventa y dos años? Hable con el hijo de la víctima y sabrá lo que son las tensiones y los dolores de cabeza.
Advertí en sus facciones un gesto de impaciencia.
– No creo que la policía haga una acusación formal -Voigt reflexionó-, Tippy era entonces menor de edad y su vida ha sido ejemplar desde entonces. No quisiera parecer un desalmado, pero lo hecho hecho está. Respecto a Isabelle, se trata de un asesinato a sangre fría.
– No tengo ganas de discutir. Esperemos a ver qué dice Lonnie. Puede que opine de otro modo. Tal vez se le ocurra una estrategia distinta.
– Esperemos que así sea. De lo contrario, David Barney habrá actuado con toda impunidad.
– Para actuar con impunidad, hay que actuar primero.
En éstas sonó un teléfono en uno de los despachos. Nos detuvimos de manera involuntaria y nos volvimos en aquella dirección en espera de que se pusiese en marcha el contestador automático. Voigt se giró con irritación cuando sonó el quinto timbrazo.
– Maldita sea, creo que he desconectado el contestador. -Bajó del coche, cruzó a paso rápido la sala y cogió el auricular de un manotazo cuando sonaba ya el timbrazo número ocho. Comprendí que había vuelto a enfrascarse en otra conversación duradera, bajé del Rolls y salí a la calle por la puerta lateral.
Estuve una hora en una cafetería de Colgate. En teoría para desayunar, pero lo cierto es que quería esconderme. Quería sentirme otra vez como la Kinsey de los viejos tiempos, la que soltaba tacos y no se andaba con miramientos. El miedo y la inseguridad no me merecían más que desprecio.
La funeraria Wynington-Blake de Colgate, una capilla sin rasgos definidos, puede adaptarse a las necesidades religiosas del difunto más caprichoso. Al entrar en la capilla me entregaron un folleto con el programa. Tomé asiento en las filas de atrás y pasé unos minutos contemplando lo que me rodeaba. La construcción tenía cierto aire eclesiástico: una «especie de ábside» a la cabeza de una «especie de nave» y una gran vidriera emplomada con cristales de colores intensos. El ataúd cerrado de Morley estaba en la parte delantera, rodeado de coronas fúnebres. No había símbolos religiosos, ni ángeles, ni cruces, ni santos, ni imágenes de Dios, Jesucristo, Mahoma, Brahma o cualquier otra representación del Ser Supremo. En vez de altar había una especie de tribuna, y en vez de púlpito un facistol con micrófono.
Había bancos para sentarse, pero no se oía música de órgano. Los altavoces emitían una versión solemne de la típica música ambiental de las salas de espera, acordes en sordina que me recordaron las clases dominicales de catecismo. A pesar del ambiente secular, los asistentes iban con sus mejores galas y parecían adoptar una actitud de recogimiento religioso. El lugar estaba a rebosar y casi todos los asistentes me eran desconocidos. Me pregunté si se seguiría la etiqueta propia de las bodas: las amistades del difunto a un lado, las de la viuda al otro. Si Dorothy Shine y su hermana habían llegado ya, tenían que encontrarse en el pequeño recodo de la derecha, destinado a la familia y separado del resto del público por un panel de material transparente.
Advertí movimiento a mi izquierda y vi que dos caballeros entraban por la nave lateral y se sentaban en mi banco. En cuanto llegaron a mi lado, noté que me rozaban el codo. Me volví a la izquierda y experimenté un instante de confusión al ver sentados junto a mí a Henry y a su hermano William. Éste iba ataviado con un traje negro. Henry se había dejado en casa los pantalones cortos y la camiseta y se había puesto un pantalón informal, una americana, una camisa blanca y una corbata. Y unas zapatillas de deporte.
– William ha creído conveniente que viniéramos a consolarte en este momento de aflicción -murmuró Henry.
Me adelanté para mirar al aludido. William, en efecto, me contemplaba con aire de condolencia.
– Se lo agradezco mucho, pero, ¿cómo se le ha ocurrido…?
– Le encantan los entierros -murmuró Henry-. Para él son como el día de Reyes. Se levanta muy temprano, temblando de emoción y… -William se encaró con él con el dedo en los labios. Di un codazo a Henry-. Es la verdad -prosiguió-. No he podido disuadirle. Por su culpa he tenido que ponerme este atuendo tan ridículo. Yo creo que espera una de esas escenas trágicas de cementerio, en que la viuda se arroja de cabeza a la tumba.
Oí cierto revuelo. Un cuarentón con sobrepelliz blanca acababa de instalarse ante el facistol. Debajo de la sobrepelliz se entreveía un traje azul fosforescente más bien propio de un telepredicador. Dedicó unos momentos a ordenar las notas del sermón. El micrófono estaba ya conectado y el rumor de los papeles producía crujidos en los altavoces.
Henry cruzó los brazos.
– Los católicos lo harían de otro modo. Habría un monaguillo con incensario y se pasearía sacudiéndolo como si fuera un gato cogido por la cola.
William frunció el ceño para indicarle que guardara silencio. Realizando un gran esfuerzo, Henry se comportó como un ser civilizado durante los veinte minutos que el clérigo dedicó a repasar los sentimientos propios de la ocasión. Saltaba a la vista que era una especie de pastor de alquiler contratado para la ceremonia. Llamó «Marlon» a Morley en dos ocasiones y algunas de las virtudes que le atribuyó no tenían nada que ver con el hombre que yo había conocido. Pese a todo, aceptamos de buena gana sus comentarios. Dicen que «el muerto al hoyo y el vivo al bollo», pero si, cuando alguien muere, no merece ni siquiera unas cuantas mentiras, entonces ya no sé para qué estamos en este mundo. Nos levantamos y nos sentamos. Entonamos himnos y mantuvimos la cabeza gacha mientras se recitaban oraciones. Se leyeron pasajes de la Biblia, pero en una versión nueva que traducía al lenguaje de la calle las vistosas imágenes poéticas del original.
– El Señor es mi consejero y me recomienda que observe a los pájaros del campo. El me conduce por aguas tranquilas. Consuela mi alma y me guía por el buen camino. Sí, aunque cruce el bosque tenebroso de la Muerte, no tendré miedo…
Henry me dirigió una mirada de consternación.
Terminado el oficio, me cogió del brazo y me condujo hacia la puerta. William se entretuvo un rato haciendo cola con todos los que querían presentar sus últimos respetos al difunto. Cuando Henry y yo llegamos al vestíbulo, me volví y vi que William hablaba con toda seriedad con el cura. Cruzamos la puerta de la calle y accedimos al pórtico que abarcaba toda la anchura del edificio. La multitud se había dividido: la mitad seguía en la capilla, la otra mitad esperaba fumando en el aparcamiento. El aire olía al azufre de las cerillas. El tiempo se había adaptado a los requisitos del entierro, hacía frío y el cielo estaba encapotado. Seguramente se despejaría a primera hora de la tarde, pero por el momento mostraba un aspecto sombrío.
Miré a la derecha y advertí a una mujer que se alejaba cojeando.
– ¿Simone?
Se volvió y se me quedó mirando. Soy una ignorante en temas de alta costura, pero ese día llevaba un vestido que hasta yo fui capaz de identificar. Se trataba de un conjunto de dos piezas diseñado por un modisto que se había hecho de oro consiguiendo que las mujeres parecieran adefesios deformes sin el menor sentido del ridículo. Se dio la vuelta de nuevo y siguió andando hacia su coche.
– Enseguida vuelvo -dije a Henry.
Simone no huía, pero estaba claro que no quería hablar conmigo. Fui tras ella a buen paso y reduje la distancia que nos separaba.
– Simone, espere.
Se detuvo para que pudiese alcanzarla.
– ¿A qué tanta prisa?
Me fulminó con la mirada.
– Me ha llamado Rhe Parsons. Quiere usted destrozarle la vida a Tippy. Creo que lo que hace no tiene nombre y no quiero hablar con usted.
– Oiga, no se precipite. Tengo que darle una noticia. Yo no invento los hechos. Me pagan por investigar…
– Una buena noticia, desde luego -dijo, interrumpiéndome-. ¿Y quién le paga? ¿David Barney, por casualidad? Es guapo y está soltero. Sin duda, no tendrá inconveniente en incluir sus favores en el precio.
– Pero, ¿qué le ocurre, Simone? Si Tippy ha cometido un delito…
– ¡Tenía dieciséis años!
– Estaba borracha -dije-. Y no me importa la edad que tuviese. Ha de pagar las consecuencias.
– A mí no me venga con sermones morales. No tengo tiempo -dijo y reanudó la marcha. Llegó al coche y sacó las llaves. Subió y cerró de un portazo.
– Lo que a usted le revienta es que el accidente salva a David Barney de la picota.
Bajó la ventanilla.
– Me revienta que David Barney sea un ser despreciable. Y me revienta que las buenas personas deban sufrir mientras los malvados se salen con la suya.
– ¿Cree usted que está bien que acusen injustamente de homicidio a una persona sólo porque no simpatiza con ella?
– Ese hombre odiaba a Isabelle. -Introdujo la llave de contacto, la giró para poner el motor en marcha y soltó el freno de mano.
– Eso no significa que la matase. Tampoco a usted le faltaban motivos.
– ¿A mí?
– El accidente que usted sufrió fue por culpa de ella, ¿verdad? Me han contado que Isabelle iba borracha y que dejó el coche en el sendero sin poner el freno de mano. Por su culpa no ha podido usted tener hijos. Esa recompensa recibió usted por pasarse casi toda la vida limpiando lo que ella ensuciaba. No creo que le hiciera mucha gracia, la verdad.
– Eso es absurdo. La gente no mata por cosas así.
– Claro que sí. Lea el periódico, el día que usted quiera.
– David Barney es abominación pura. Haría cualquier cosa por cargarle el mochuelo a quien fuese.
– No es él quien lo ha sugerido, sino otra persona.
– ¿Quién?
– Preferiría correr un tupido velo.
– Si se lo cree, es usted imbécil.
– Yo no digo que me lo crea, pero la argumentación es válida.
– ¿Y en qué consiste?
– Había otras personas con motivos para desear la muerte de Isabelle. Nos hemos obcecado tanto en creer culpable a David Barney que nos olvidamos de los demás candidatos.
La observación pareció confundirla durante unos segundos. Desvió la mirada con expresión maliciosa.
– Muy bien. ¿Por qué no recuerda entonces al candidato que más méritos reúne?
– No sé a quién se refiere.
– A Yolanda Weidmann. Isabelle arruinó a Peter cuando abandonó el despacho. Peter la había iniciado en la profesión. Invirtió tiempo y dinero cuando nadie habría movido un dedo por ella. Usted no sabe lo desquiciada que estaba. Era inconstante y autodestructiva, bebía como una esponja y se drogaba. No tenía estudios ni reputación alguna cuando Peter se hizo cargo de ella. Fue su mentor y ella le abandonó olímpicamente. Le dio la espalda después de todo lo que Peter había hecho. Y luego, lo del ataque al corazón. Fue el detalle definitivo. En teoría se debió al agotamiento, al exceso de trabajo. La verdad es que a Isabelle le partió el alma. Ni más ni menos.
– Cuando hablé con él, no parecía resentido.
– No digo que Peter estuviera resentido. Hablo de Yolanda. En el fondo es una tarántula, una mujer con quien es preferible no cruzarse.
– La escucho.
– Ya la conoce. Es usted quien debe decir si es verdad o no lo que le digo.
Me encogí de hombros.
– No la soporto, personalmente hablando. Estuve media hora en su casa y no hacía más que hostigar al marido, le interrumpía cada dos por tres y se burlaba de todo lo que decía. Habría preferido ver golpes, peleas a gritos. Habría sido más sincero. Me pareció… no sé, una mujer intrigante.
Esbozó una sonrisa.
– Sí, es muy astuta. Pero a pesar de las apariencias tiene muy desarrollado el instinto de protección. Trata a su marido como a un trapo, pero intente usted imitarla y sabrá lo que es bueno. Creo que lo que me ha dicho la pone entre los primeros candidatos.
– Sin embargo, debe de tener sesenta y cinco años por lo menos. Cuesta creer que recurriese al asesinato.
– Se nota que no la conoce usted. A mí me sorprende que no haya matado antes. Y respecto a su edad, está en mejor forma que yo. -Volvió a apartar la mirada y adoptó una actitud brusca-. Tengo que irme. Siento haber perdido los nervios. -Puso la marcha atrás y retrocedió unos metros. La observé con curiosidad mientras se alejaba.