8

La llevé a su casa a las diez y media, al concluir la clase. Casi todos los estudiantes se habían ido ya hacia las diez y cinco; el aparcamiento se había llenado de zumbidos de motor y de haces luminosos que rasgaban la oscuridad mientras los vehículos desfilaban hacia la calle. Me ofrecí a ayudarla a recoger el material, pero contestó que si lo recogía ella sola terminaría antes. Di vueltas por el aula, inspeccionándolo todo por encima mientras Rhe vaciaba el depósito del café, lo limpiaba, guardaba los útiles de dibujo y apagaba las luces. Cerró la puerta y nos dirigimos al VW, el único coche que quedaba en el aparcamiento.

– Vivo en Montebello -dijo mientras avanzábamos hacia la verja-. Espero que no le quede demasiado lejos.

– No se preocupe. Yo vivo en Albanil, junto a la playa. Volveré por Cabana y no habrá problemas.

Giré a la derecha para acceder a Bay y luego otra vez a la derecha para entrar en Missile; después de cruzar dos bocacalles llegamos a la autopista. Me dijo cómo se llegaba a su calle. Durante tres kilómetros estuvimos hablando de cosas sin importancia mientras yo pensaba cómo obtener más información.

– ¿Cómo se enteró de la muerte de Isabelle?

– Llamó un policía hacia las dos y media y me contó lo que había pasado. Me preguntó si podía ir a la casa para hacer compañía a Simone. Me puse lo primero que encontré, corrí al coche y no paré hasta llegar a la casa. Sufrí una impresión tremenda. Mientras conducía no paraba de hablar conmigo misma, como si me faltara un tornillo. No derramé una lágrima hasta que llegué y vi la cara de Simone. Los Seeger estaban desolados, no paraban de contar lo sucedido. No sé quién se sentía más destrozado. Creo que yo. Simone estaba como en las nubes. Hasta que apareció David. Entonces ella estalló sin poder contenerse. Perdió los estribos.

– Ah, sí. Dijo que estaba haciendo footing en plena noche. ¿Le creyó usted?

– Bueno, no sé. Sí y no. Hacía años que corría por la noche. Según decía, todo estaba en silencio y no tenía que preocuparse por el tráfico ni por el humo de los tubos de escape. Creo que padecía insomnio y daba vueltas por la casa a todas horas.

– ¿Y hacía footing para agotarse cuando no podía dormir?

– Sí. Aunque, por otra parte, la noche del crimen parecía puro cuento. -Rotó un dedo en un hoyuelo imaginario de la mejilla, igual que una rubita coquetona-. «Qué casualidad. Hacía mi carrerita de las dos de la madrugada y se me ha ocurrido pasar por aquí.»

– Dice Simone que entonces vivía en la avenida, no muy lejos de allí.

Hizo una mueca.

– Una birria de casa. Según dijo a la policía, volvía de correr, y al ver luces en casa de Isabelle se había acercado para ver qué pasaba.

– ¿Parecía alterado?

– No me atrevería a jurarlo, pero en aquella época no parecía conmoverse por nada, uno de los principales motivos de queja de Isabelle. David era un autómata emocional.

– Dice usted que Simone perdió los estribos. ¿Qué ha querido decir exactamente?

– Que se puso histérica cuando apareció David, convencida de que había matado a Isabelle. Ella siempre ha dicho que lo del robo de la pistola fue un camelo. Todos habíamos estado en la casa cientos de veces. ¿A santo de qué iba a subir nadie a hurtadillas para robar la treinta y ocho de David y precisamente entonces? Simone decía que era parte de la coartada. Quizá tenga razón.

– Entonces, ¿también estaba usted en la fiesta que dieron durante el puente del día del Trabajo, cuando desapareció el arma?

– Desde luego, yo y todos los demás. Peter y Yolanda Weidmann, los Seeger, los Voigt…

– ¿Kenneth también? ¿Con su ex mujer y su mujer?

– Es lo que se lleva, oiga. Toda la familia reunida y radiante de felicidad, menos Francesca, desde luego. La sufrida mujer de Kenneth, una mártir de las que ya no quedan. A veces pienso que Isabelle la invitó para fastidiarla. A Francesca le habría bastado con negarse a ir.

– ¿Qué le pasaba?

– Sabía que Kenneth seguía enamorado de Isabelle. A fin de cuentas, había sido Isabelle quien había dado la patada a Kenneth. Se casó con Francesca para consolarse.

– Parece un novelón.

– Peor -dijo Rhe-. Francesca es una mujer hermosa. ¿La conoce? -Negué con la cabeza-. Como una modelo: rasgos perfectos y un cuerpo de los que despiertan pasiones criminales; pero es insegura y le gustan los hombres titubeantes. ¿Me explico? En Ken encontró al hombre ideal porque ella sabía que nunca iba a ser del todo suyo.

– Una pregunta -dije-. Anoche oí su versión y dice que la persona insegura era Isabelle. ¿Es verdad?

– Desde mi punto de vista, no, pero ante los hombres es posible que reaccionara de un modo distinto. -Señaló las casas de la izquierda-. Es la primera.

Estábamos en lo que llaman los barrios bajos de Montebello, un distrito donde una casa cuesta sólo 280.000 dólares. * Abrió la portezuela y bajó del coche.

– La invitaría a tomar una copa, pero tengo trabajo. Voy a estar levantada la mitad de la noche.

– No se preocupe. Está bien así. Además, me siento muy cansada. Muchas gracias por el tiempo que me ha dedicado -dije-. Por cierto, ¿dónde es la exposición?

– En la Galería Axminster. La inauguración será el viernes a las siete, y se servirá un aperitivo. Vaya a verla si puede.

– Lo haré.

– Gracias por traerme. Si se le ocurren más preguntas, ya sabe dónde estoy.

La casa de Henry estaba a oscuras cuando llegué. No había ningún mensaje en el contestador automático. Para calmar los nervios me puse a ordenar la sala de estar y limpié el cuarto de baño de la planta baja. Asear la casa es terapéutico; actividades como quitar el polvo y pasar la aspiradora, fregar los platos y cambiar las sábanas, despejan el cerebro. A mí se me han ocurrido muchas ideas profundas con el estropajo en la mano y los ojos fijos en los remolinos de la espuma en el fregadero. Al día siguiente por la noche barrería la escalera de caracol y limpiaría el altillo y el cuarto de baño de arriba.

Dormí como un lirón, me levanté a las seis, hice footing y acometí el resto de la rutina de todas las mañanas con el piloto automático puesto. Mientras me dirigía al despacho, pasé por la panadería para comprar café con leche envasado en un recipiente termostático. Tuve que dejar el coche a un par de manzanas y, cuando me instalé ante el escritorio, el café estaba a la temperatura ideal. Mientras me lo tomaba me quedé mirando las carpetas esparcidas por todas las superficies hábiles del despacho. Para tener una idea aproximada de lo que contenían no iba a tener más remedio que ordenarlas un poco. Me tomé la mitad del café y aparté el resto a un lado.

Me arremangué y puse manos a la obra. Vacié las dos cajas de cartón, así como la bolsa marrón que había llenado de expedientes en la casa y la oficina de Morley. Organicé las carpetas por orden alfabético y reconstruí, como una hormiguita, la sucesión de informes, utilizando las facturas de Morley como índice general. En algunos casos (Rhe Parsons, por ejemplo), había un nombre registrado en la factura, pero ninguna carpeta. En el caso de «Francesca V.», que supuse sería la actual señora Voigt, encontré una carpeta debidamente etiquetada, pero totalmente vacía. Lo mismo ocurrió con Laura Barney, que probablemente era la ex mujer de David. ¿Había hablado Morley con ellas o no? La anterior señora Barney trabajaba al parecer en la Clínica Santa Teresa. Aunque Morley había apuntado un teléfono, era imposible saber si se había puesto en contacto con ella o no. Había presentado factura por sesenta horas de entrevistas; figuraban algunos recibos de desplazamientos; pero el material que había allí no sumaba sesenta horas. Hice una lista con todos los nombres sobre los que faltaba el correspondiente informe escrito o una simple nota que demostrara que había habido entrevista.

A las diez y media tenía ya una lista con diecisiete nombres. Para verificarla por encima, hice la prueba con dos. Primero llamé a Francesca, que cogió el teléfono enseguida y respondió con voz fría y distante.

Me identifiqué y comprobé en primer lugar si efectivamente estaba casada con Kenneth Voigt.

– Estoy organizando los archivos y llamaba para preguntarle si recuerda usted la fecha de su entrevista con Morley Shine.

– Yo no he tenido ninguna entrevista con ese hombre.

– ¿No ha hablado con él?

– Me temo que no. Me llamó y dejó un mensaje hace cosa de tres semanas. Le llamé a mi vez y concertamos una cita, pero luego la canceló, ignoro el motivo. Precisamente anoche le pregunté a Kenneth al respecto. Hasta cierto punto me parecía extraño. Dado que declaré en el primer juicio, pensaba que me llamarían también en esta ocasión.

Miré la agenda de Morley, donde constaba que la entrevista se había producido.

– Convendría que usted y yo nos viéramos lo antes posible.

– Aguarde un segundo, voy a mirar la agenda. -Dejó el auricular y oí el golpeteo de sus tacones en el suelo de madera. Oí un rumor de páginas y se puso al habla otra vez-. La tarde la tengo ocupada. ¿Le viene bien al anochecer?

– De fábula. Dígame la hora.

– ¿Le parece bien las siete? Kenneth no suele volver del trabajo hasta las nueve, pero supongo que usted quiere hablar conmigo, no con él.

– Para serle sincera, preferiría hablar con usted a solas.

– Estupendo. Entonces a las siete.

Hice la segunda prueba con la clínica y me respondió una persona que supuse sería la recepcionista. Era mujer y parecía joven.

– Clínica Santa Teresa, Ursa al habla, dígame.

– ¿Podría usted informarme si trabaja ahí una tal Laura Barney?

– ¿La señora Barney? Desde luego que sí. Espere y le pasaré la comunicación.

Respondieron inmediatamente. -Al habla la señora Barney.

Me presenté y le expliqué a continuación, como había hecho al llamar a Francesca, por qué quería hablar con ella.

– ¿Podría decirme si Morley Shine ha hablado con usted en el curso de las dos últimas semanas?

– Ahora que lo dice, concertamos una cita el sábado pasado, pero no se presentó. Me sentó muy mal porque tuve que cancelar un par de cosas para hacerle un hueco.

– ¿Le dijo por anticipado para qué quería hablar con usted?

– Pues no, pero supuse que se trataba del juicio que está a punto de celebrarse. He estado casada con el hombre a quien se acusó en su día.

– David Barney.

– Sí. Nuestro matrimonio duró tres años.

– Me gustaría hablar con usted. ¿Podemos vernos esta semana? -Oí que al fondo sonaba con insistencia otro teléfono.

– Por lo general estoy aquí hasta las cinco. Si fuera tan amable de pasar mañana, supongo que podría atenderla.

– ¿A las cuatro y media o a las cinco?

– No importa, cuando usted quiera.

– Estupendo. Procuraré pasar a las cuatro y media. No la molesto más, oigo que la llaman por otro teléfono.

Me dio las gracias y colgó.

Volví a repasar la lista y llamé a nueve nombres tomados al azar. Morley Shine no había hablado al parecer con ninguna de aquellas nueve personas. Aquello no me gustó. Llamé a Ida Ruth, que estaba en el antedespacho.

– ¿Sigue Lonnie en los juzgados?

– Que yo sepa, sí.

– ¿Cuándo volverá?

– Dijo que a la hora de comer, pero a veces no come y se va directamente a la biblioteca jurídica. ¿Por qué lo preguntas? ¿Quieres que le dé algún recado?

Empezaba a notar en la boca del estómago un murmullo de temor.

– Creo que será mejor que vaya a los juzgados y hable personalmente con él. ¿Dijo en qué sala estaría?

– En la cinco, con el juez Whitty. ¿Qué ocurre, Kinsey? Te noto rara.

– Te lo contaré después. No quisiera precipitarme.

Fui andando a los juzgados, a dos calles del despacho. El cielo estaba despejado, hacía un sol radiante y la brisa acariciaba la hierba de los jardines de la entrada. El edificio es de estilo mediterráneo y sus rasgos más destacados son los cuerpos en forma de torre, los pináculos, los arcos de piedra arenisca y las galerías abiertas. El paisaje exterior combina con brillantez el magenta de las buganvillas, el rojo de las amapolas, los enebros y las palmeras de importación. La acera está bordeada por un seto que despide un denso perfume.

Subí la escalinata de peldaños de cemento y crucé las puertas de madera tallada. El pasillo estaba vacío. El suelo, pavimentado con losas de piedra de tamaño desigual, tenía el color de la sangre seca. Los techos eran de artesones. Los apliques de la luz imitaban las farolas españolas y había rejas en las ventanas. Por las superficies frías y exentas de adornos, podría haber sido un monasterio en otra época. Vi al pasar que se abría la puerta de la sala de reuniones del jurado y los miembros comenzaron a salir al pasillo, que se llenaron de rumor de pasos y de conversaciones en voz baja. No tardé en oír el gemido de las portezuelas de los lavabos situadas al otro lado del pasillo. La sala número 5 estaba a la derecha, dos puertas más allá, y el rótulo iluminado que había sobre el dintel me indicó que la sesión no había terminado aún. Abrí la puerta y me senté en la última fila.

Lonnie y el letrado de la otra parte conferenciaban sobre el procedimiento y sus voces zumbaban en la cálida atmósfera igual que una patrulla de abejorros. El juez estaba en trance de someter el caso al dictamen del jurado y fijaba las fechas tanto para la emisión del dictamen como para la reanudación de las consultas. Como de costumbre, me pregunté cuántos destinos individuales dependerían de un proceso que, a tenor de lo que veía, tenía que ser aburridísimo. Cuando el juez suspendió la sesión para comer, esperé junto a la puerta y llamé la atención de Lonnie cuando éste se volvió para cruzar la puerta oscilante de la cancela que separaba los bancos del público de los estrados. Me miró con fijeza a la cara.

– ¿Qué ocurre? -dijo.

– Vamos fuera, donde podamos hablar en privado. No te va a gustar lo que tengo que decirte.

Recorrimos juntos el pasillo sin cruzar palabra, bajamos los peldaños de cemento y cruzamos los jardines en dirección a la acera. Nos adentramos en la hierba lo bastante como para estar seguros de que nadie nos oiría. Se volvió, se me quedó mirando y comencé.

– No sé cómo dorar la píldora, de modo que iré derecha al grano. Resulta que los archivos de Morley están hechos un desastre. Falta la mitad de los informes y lo que he visto resulta sospechoso.

– ¿En qué sentido?

Tragué una profunda bocanada de aire.

– Creo que te pasaba factura por cosas que no hacía. Puso cara de asombro cuando asimiló la información.

– No fastidies, no fastidies.

– Estaba mal del corazón, Lonnie, y su mujer está muy enferma. Por lo que sé, andaba mal de dinero, pero le faltaba tiempo o energía para ganar lo que necesitaba.

– ¿Y cómo pensaba darme el pego? -dijo-. El juicio empieza antes de un mes. ¿Creía que no me iba a dar cuenta? Maldita sea, ¿cómo no me di cuenta antes?

Me encogí de hombros.

– Por lo que sé, antes hacía muy bien todo lo que le encargaban. -Flaco consuelo para un abogado que podía acabar presentándose en la sala de autos más desnudo que Adán. Al parecer pensaba lo mismo que yo, porque se había puesto pálido como la cera.

– Pero, ¿dónde tenía la cabeza ese hombre?

– ¿Quién sabe? Puede que tuviera intención de ponerse al día en algún momento.

– ¿Es gordo el desaguisado?

– Bueno, aún te quedan los testigos de la causa criminal. Parece que casi todos han recibido la citación, o sea que por ese lado puedes estar tranquilo. Pero la mitad de los testigos de la causa civil ni siquiera sabe quién era Morley. Tal vez me equivoque, sólo he hecho una comprobación improvisada. Pero lo digo porque hay informes cuya existencia consta y que no encuentro.

Lonnie cerró los ojos y se pasó la mano por la cara.

– No me lo digas, no me lo digas…

– Aún tenemos tiempo. Yo podría suplir el material que falta, pero si tropezamos con obstáculos podemos acabar en la cuneta. Cabe la posibilidad de que algunas personas de la lista estén ilocalizables.

– La culpa de todo la tengo yo. He estado muy ocupado con este otro asunto y en ningún momento se me ocurrió poner en duda lo que hacía Morley. Lo que me enseñaba parecía estar en orden. Sabía que no tenía todo el material al día, pero lo que me contaba me parecía bien.

– Claro, lo que hay está bien. Lo que me preocupa es lo que no hay.

– ¿Y cuánto tardarías?

– Dos semanas como mínimo. Sólo quería que supieras cómo están las cosas. Y cuando lleguen las fiestas, la gente estará fuera o andará muy liada.

– Haz lo que puedas. A las dos tengo que irme a Santa María para asistir a un juicio que durará cuarenta y ocho horas. Volveré a última hora del viernes, pero no apareceré por la oficina hasta el lunes por la mañana. Hablaremos entonces.

– ¿Te quedarás allí?

– Seguramente. Podría volver por la noche en caso de necesidad, pero me revienta perder el tiempo conduciendo de aquí para allá. Después de pasar un día entero en el juzgado, lo único que me apetece es comer algo y meterme en la cama. Ida Ruth tiene el teléfono del motel, por si surge alguna emergencia. Entretanto, haz lo que puedas, ¿de acuerdo?

– Claro.

Volví a la oficina. Al pasar por delante del despacho de Lonnie, vi que Ida Ruth hablaba por teléfono. Al verme me indicó por señas que me acercara. Pulsó el botón de espera y puso la mano en el auricular como si quisiera impedir por partida doble que el otro nos oyese.

– No sé quién es, sólo que es un hombre y pregunta por ti.

– ¿Qué quiere?

– Se ha enterado de la muerte de Morley. Dice que le urge hablar con quien le haya sustituido.

– Pásame la llamada, hablaré desde el despacho. Puede que el tipo tenga información útil. ¿Qué línea es?

Me enseñó dos dedos.

Correteé por el pasillo, cerré la puerta del despacho tras de mí, solté el bolso, me instalé ante la mesa y pulsé la tecla de la línea dos, cuyo piloto no dejaba de parpadear.

– Kinsey Millhone. ¿Quería usted hablar conmigo?

– He leído en la prensa que Morley Shine ha fallecido. ¿Sabe qué le ocurrió?

– Sufrió un ataque cardíaco. ¿Quién es usted?

Se produjo un silencio momentáneo.

– No creo que eso tenga importancia.

– Es usted quien ha llamado -dije.

Otro silencio.

– Soy David Barney.

El corazón me dio un vuelco.

– Disculpe, pero no soy la persona más indicada para hablarle de Morley Shine…

– Por favor, escúcheme -dijo interrumpiéndome-. Escúcheme. Aquí está pasando algo raro. Hablé con él el miércoles.

– ¿Llamó usted a Morley?

– No, él me llamó a mí. Me dijo que iban a citar como testigo de la acusación a cierto ex presidiario que se llama Curtis McIntyre y que afirma que yo le dije que maté a mi mujer; pero es mentira y puedo demostrarlo.

– Creo que sería aconsejable interrumpir esta charla ahora mismo.

– Le digo que…

– Dígaselo a su abogado. No tiene sentido que me lo cuente a mí.

– Se lo he dicho a mi abogado. Y también a Morley Shine, y fíjese lo que le ha ocurrido.

Guardé silencio durante un segundo.

– ¿Qué quiere darme a entender?

– Puede que se acercara demasiado a la verdad.

Alcé los ojos al techo.

– ¿Insinúa usted que lo mataron?

– Es posible.

– También la vida en Marte es posible, pero no probable. ¿Por qué querría nadie matar a Morley Shine?

– Puede que encontrase algo que me exculpara.

– Oh, genial, me encanta. ¿Por ejemplo?

– McIntyre dice que habló conmigo en la puerta del juzgado el día en que me absolvieron, ¿no? -Callé como una lagarta-. ¿No? -repitió.

No soporto a los que quieren que se les responda a todo.

– Vaya al grano -dije.

– El muy cerdo estaba entre rejas entonces. Fue el 21 de mayo. Compruebe su ficha de aquel año. Lo verá todo claro como el agua. Lo mismo le dije a Morley Shine el miércoles por la mañana y me dijo que lo comprobaría.

– Señor Barney, esta conversación me parece muy inoportuna. Trabajo para la oposición. Soy el enemigo, ¿lo entiende?

– Yo sólo quiero contarle mi versión.

Me aparté el auricular de la oreja y lo miré con una mueca de escepticismo.

– ¿Está su abogado al tanto de esta llamada?

– Al diablo con eso. Al diablo con él. Me he hartado de abogados, el mío incluido. Habríamos solucionado hace años toda esta historia si alguien hubiese tenido el detalle de escucharme. -Y lo decía un tipo que había metido una bala en el ojo de su mujer.

– Oiga, si usted desea que le escuchen, en este país hay leyes que están precisamente para eso. Usted dice una cosa. Kenneth Voigt dice otra. El juez oirá a las dos partes y el jurado hará lo mismo.

– Pero usted no.

– Yo no, porque a mí no me corresponde -le dije con irritación.

– ¿Aunque le diga la verdad?

– Es el tribunal quien ha de decidir. No yo. Mi trabajo consiste en reunir información. El de Lonnie Kingman, en presentar los hechos ante el tribunal. Me cuente usted lo que me cuente, no va a servir de nada. Es absurdo.

– ¡Dios mío! Alguien tiene que ayudarme. -La voz se le quebró a causa de la emoción. La mía bajó de temperatura.

– Hable con su abogado. Ya le libró de una acusación de homicidio… hasta hoy. Si yo fuera usted, no echaría a perder ese triunfo.

– ¿No podríamos vernos, aunque fuese unos minutos?

– ¡No, no podemos vernos!

– Se lo suplico, señorita. Bastarían cinco minutos.

– Tengo que colgar, señor Barney. Esta conversación es improcedente.

– Necesito ayuda.

– Contrate a otra persona. Yo estoy ocupada.

Colgué y aparté la mano como si el teléfono quemara. ¿Se había vuelto loco aquel sujeto? Jamás había oído que un acusado tratara de ganarse las simpatías de la acusación. ¿Y si movido por la desesperación se ponía a buscarme? Descolgué y apreté el botón de Ida Ruth.

– ¿Sí?

– Al que acaba de llamar, ¿le diste mi nombre?

– Claro que no. Jamás lo haría -dijo.

– Mierda. Acabo de recordar que yo se lo dije al principio de la conversación.

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