Saqué el coche del garaje y me dirigí a la penitenciaría del condado, que está bajo la jurisdicción de la Comisaría del Sheriff del Condado de Santa Teresa. La entrevista de Morley con Curtis McIntyre era uno de los escasos documentos que había encontrado en la carpeta que le correspondía, aunque el primero no había llegado a entregarle la citación al segundo. Al parecer Morley había hablado con Curtis a mediados de septiembre y desde entonces nadie más le había interrogado. Leí en las notas de Morley que McIntyre había compartido la celda con Barney la primera noche que éste había estado entre rejas. Según el presidiario, habían trabado cierta amistad, aunque más por parte de Curtis que de Barney. Le había llamado la atención el hecho de que Barney, a juzgar por las apariencias, era un hombre que no podía quejarse de nada. Curtis, acostumbrado a coincidir en las prisiones con toda clase de perdedores, había seguido el caso por los periódicos. Al abrirse el proceso, se había tomado la molestia de asistir. Apenas había hablado con Barney hasta el día en que éste había salido absuelto. Cuando David salía del juzgado, Curtis McIntyre se acercó a él para felicitarle. En aquel momento, según el testigo de cargo, David Barney había hecho una observación que daba a entender que era culpable. Sin embargo, era imposible saber si Curtis había dicho la verdad o si se lo había inventado todo.
Aparqué delante de la cárcel, enfrente de la flota de coches patrulla de la Comisaría del Sheriff del Condado. Recorrí el camino de entrada, crucé la puerta principal, accedí a la pequeña zona de recepción y me acerqué al mostrador que tenía forma de L y estaba protegido por un gran panel de vidrio. Seis semanas antes yo había pernoctado en una celda de aquel antro, y regresar revestida de legalidad me llenaba de orgullo. Era más glorioso entrar voluntariamente por la puerta principal que hacerlo por la trasera en compañía de un policía.
Firmé en el libro de entradas y rellené la solicitud. La funcionaria que estaba detrás de la ventanilla cogió la hoja y se alejó. Esperé en el vestíbulo, curioseando en el tablón de anuncios, mientras la mujer llamaba a no sé quién para que condujera a Curtis a la sala de visitas. En la pared, al lado del teléfono público, había una lista de garantes prestigiosos y otra de compañías de taxis de Santa Teresa. Las detenciones vienen a ser como tragedias a escala menor. Si después de depositar la fianza nos enteramos de que nos han embargado el coche, es como salir del fuego para caer en las brasas: un derechazo extra del destino después de una noche de humillaciones.
Me llamó la funcionaria.
– Su cliente vendrá enseguida. Cabina número dos.
Recorrí un pasillo y crucé la puerta que daba a las cabinas de las visitas. En aquel sector no había más que tres, construidas de modo que los detenidos pudieran hablar en privado con los abogados, con los funcionarios de Justicia que se encargaban de conceder la libertad condicional y con cualquier otra persona con quien tuviesen derecho a consultar. Entré en la «cabina número dos», de algo más de un metro de anchura, que consistía en una barrera de metro y medio coronada por un vidrio de seguridad y dotada de un rodapié muy parecido a los que hay en la barra de los bares. Me acerqué a la barrera, puse los pies en el barrote inferior y apoyé los codos en las rodillas. Al otro lado del vidrio había una cabina exactamente igual a aquella en que me encontraba, con una puerta al fondo para que entrasen los detenidos. Al cabo de unos minutos se abrió la puerta y entró Curtis McIntyre. Parecía desconcertado por lo inesperado de la visita y se quedó confuso al verme, ya que sin duda creía que se trataba de su abogado.
Tenía veintiocho años y unas caderas tan estrechas que apenas le sujetaban los pantalones. Le sentaba bien el uniforme azul. La camisa era de manga corta y dejaba al descubierto unos brazos largos de piel suave, el perfecto soporte epidérmico para tatuar un dragón. Estoy convencida de que le habían dicho en alguna ocasión que tenía unos ojos muy expresivos, porque se empeñaba en mirarme fijamente y sin pestañear. Estaba recién afeitado y ponía cara de inocente (a pesar de que era un delincuente convicto y confeso). Su corte de pelo era un desastre, lo que no era de extrañar después de varios meses de encierro. Pero tampoco me lo imaginaba entrando en una peluquería normal y corriente para adecentarse un poco cuando recuperase la libertad.
Me presenté y le expliqué mis intenciones, que se resumían en obtener una declaración firmada.
– De las notas del señor Shine deduzco que conoció usted a David Barney en una celda la noche en que lo detuvieron.
– ¿Estás soltera?
Miré a mis espaldas.
– ¿Te refieres a mí?
Esbozó una de esas sonrisitas que hay que practicar mucho ante el espejo; y sin dejar de perforarme los ojos con la mirada.
– Me has oído muy bien.
– ¿Qué tiene que ver con esto?
Bajó la voz y adoptó ese tono imperioso que se emplea con los perros extraviados y las mujeres.
– Vamos. Confía en mí. Soy un buen tipo.
– Estoy convencida de que lo eres, pero mi vida no es asunto tuyo.
Aquello le hizo gracia.
– Entonces, ¿por qué tienes miedo de responder? ¿Acaso te atraigo? Tú a mí, sí.
– Mira, Curtis, he de reconocer que eres muy sincero y eso siempre se agradece. Pero sé bueno y cuéntame lo que pasó mientras estuviste en la celda con David Barney.
Esbozó una ligera sonrisa.
– Una mujer práctica. Me gusta. Sabes tomarte en serio a ti misma.
– Exacto. Y espero que tú también me tomes en serio.
Carraspeó y adoptó una actitud discreta, indiscutiblemente con ánimo de causarme buena impresión.
– Estuvimos juntos en una celda. Lo detuvieron un martes y no comparecimos ante el juez hasta el miércoles por la tarde. Parecía un buen hombre. Cuando le cayó el juicio, yo estaba ya en libertad y se me ocurrió asistir para saber de qué iba todo aquel lío.
– ¿Hablasteis del crimen mientras estuvisteis juntos?
– No. El tipo estaba muy alterado -dijo-, y se comprende. A su mujer le habían pegado un tiro en el ojo y eso siempre es desagradable. A mí no me entra en la cabeza que pueda hacerse una cosa así. Luego resultó que había sido él.
– ¿De qué hablasteis?
– No sé. De casi nada. Me preguntó por qué me habían detenido y cosas así, y ante qué juez creía yo que íbamos a comparecer. Le dije el nombre de los implacables, es decir, casi todos. Bueno, el que nos tocó es un blando, pero los demás son unos canallas.
– ¿Qué más?
– No hay más.
– ¿Y sólo por eso asististe a todo el juicio?
– A todo el juicio, no. Nadie asiste a un juicio entero. Es muy aburrido. Para mí es una suerte no haber tenido que estudiar la carrera de derecho.
– Estoy convencida. -Repasé las notas-. He leído la declaración que el señor Kingman…
– ¿Estás soltera?
– Eso ya me lo has preguntado antes.
– Apostaría a que estás soltera. ¿Sabes por qué lo sé? -Se llevó un dedo a la sien-. Porque soy psíquico.
– En ese caso, adivina lo que voy a preguntarte a continuación.
Las mejillas se le cubrieron de un delicado rosicler.
– Chica, no seas dura. No te conozco tanto, aunque me gustaría.
– Bueno, a lo mejor eres capaz de intuir la respuesta correcta a las preguntas que tengo preparadas.
– Lo intentaré. Palabra. Empieza. Soy todo oídos. -Bajó la cabeza y se puso serio.
– Repíteme lo que te dijo después de emitirse el veredicto de inocencia.
– Dijo… vamos a ver. Más o menos fue así: «Hola, amigo. ¿Qué tal? ¿Cómo te va la vida? ¿Comprendes ahora lo que puede conseguir un abogado de los caros?». Y yo: «Y que lo digas, tío. Es de fábula. Aunque yo nunca creí que te la hubieras cargado». Y va el tío y sonríe enseñándome todas las muelas; se acerca a mí y me dice: «Ja, ja, ja. Eso lo dirás por ellos, ¿no?».
Esa conversación me resultaba muy poco convincente. Aunque no conocía a David Barney en persona, no podía creer que hablase de aquel modo. Miré a Curtis con fijeza.
– ¿Y qué conclusión sacaste de eso?
– Deduje que él la había matado. ¿Tienes novio?
– Es policía.
– Mentiiiiira. No te creo. ¿Cómo se llama?
– Dolan. Es teniente.
– ¿De qué?
– Homicidios. Jefatura de Santa Teresa.
– ¿No sales con nadie más?
– No me deja. Es muy celoso. Te arrancaría la cabeza si se enterase de que me estás cortejando. ¿Hablaste con David Barney en alguna otra ocasión?
– ¿Aparte de cuando nos vimos en la celda y en el juzgado? No. Sólo esas dos veces.
– Me parece un poco raro que te confesara aquello.
– ¿Por qué? A ver, demuéstramelo. -Apoyó la barbilla en el puño y se preparó para la contienda dialéctica.
– Apenas te conocía. ¿Por qué iba a confiarte algo de tanta trascendencia? ¿Y precisamente allí, en el juzgado?… -Me llevé la mano hueca al oído-. Con el martillo del juez resonando todavía en el aire.
Frunció el ceño con preocupación.
– Los motivos tendrás que preguntárselos a él. Pero si quieres saber mi opinión, para él yo no era más que un maleante. Quizá se sintiera más relajado conmigo que con todos sus amigos de alto copete. Además, ¿por qué no? El juicio había terminado ya. Nadie podía hacerle nada. Aunque le hubieran oído, no se le podía juzgar dos veces por el mismo delito.
– ¿Dónde estabais exactamente cuando te lo dijo?
– Fuera de la sala, delante de la puerta. Era la sala seis. Salió, le palmeé el hombro, nos dimos la mano…
– ¿Y los periodistas? ¿No acosaron a Barney en aquel momento?
– Sí, mucho. Le acosaban por todas partes. Gritaban su nombre, le acercaban micrófonos, le preguntaban cómo se sentía.
La incredulidad volvió a abrirse paso en mi interior.
– ¿Y en medio de todo el gentío te hizo aquel comentario?
– Pues sí. Acercó la cara y me lo dijo al oído, tal como te lo he contado. ¿Eres detective? ¿Eso eres en realidad?
Me encogí de hombros y empecé a redactar en el papel su versión de los hechos.
– Eso es lo que soy en realidad -dije.
– O sea que, cuando salga, si me meto en un lío, ¿puedo buscar tu nombre en la guía telefónica?
No le prestaba mucha atención, pues en aquellos momentos me dedicaba a transformar sus afirmaciones en declaración por escrito.
– Supongo. -Si es que sabes leer, pensé.
– ¿Y cuánto cobras por investigar? ¿Cuánto me costaría?
– Depende de lo que quieras.
– Pero cuánto, más o menos.
– Trescientos dólares la hora -dije. Si le decía cincuenta, a lo mejor me contrataba.
– Vengaaaaa. No te creo.
– Más los gastos.
– Que no, tía, que no te creo. ¿Me quieres tomar el pelo? Trescientos dólares la hora. ¿Por cada hora de trabajo?
– Es la verdad.
– Tienes que estar forrada. Señor, y luego se quejan las mujeres -dijo-. Oye, ¿por qué no me prestas un pellizco? Cincuenta o cien dólares. Sólo tienes que esperar a que salga y te los devuelvo.
– No está bien que los hombres pidan dinero prestado a las mujeres.
– ¿Y a quién más puedo pedírselo? No conozco a nadie que tenga pasta. Salvo a los reyes de la droga y gente por el estilo. Pero en Santa Teresa ni siquiera tenemos reyes. Aquí sólo hay pajes. -Soltó un bufido-. ¿Tienes pistola?
– Pues claro -dije.
Se levantó a medias y miró por el cristal como si quisiera cerciorarse de que llevaba la pistola en la cadera.
– ¿Me la enseñas?
– No la he traído.
– ¿Dónde la tienes?
– En el despacho. La guardo allí por si un cliente se resiste a pagar la factura. ¿Quieres leerlo y comprobar si he escrito bien la conversación que sostuviste con el señor Barney, tal como tú la recuerdas? -Le pasé el papel por debajo del vidrio, junto con un bolígrafo.
Apenas miró el documento.
– Sí, está bien. Oye, tienes buena letra.
– Era la más estudiosa de la clase -dije-. ¿Te importaría firmarlo?
– ¿Para qué?
– Para que tu declaración conste legalmente por escrito. Si por casualidad olvidaras algún detalle, podremos refrescarte la memoria en el juzgado.
Firmó con un garabato y me devolvió la declaración.
– Pregúntame más cosas -dijo-. Responderé a todo lo que quieras.
– Eres muy amable y te lo agradezco mucho. Si se me ocurren más preguntas, volveré a ponerme en contacto contigo.
Al salir me quedé en el aparcamiento contemplando el ir y venir de los coches patrulla. Era demasiado bueno para ser verdad. Con aquella declaración, Curtis McIntyre cavaba la tumba de David Barney, pero yo no acababa de creérmelo. Barney se negaba a hacer declaraciones en la actualidad, casi cinco años después del suceso, dos años después de la absolución. Por lo que había dicho Lonnie, conseguir que el tipo hablara, incluso a favor suyo, era más difícil que extraerle la muela del juicio. ¿Por qué iba ese hombre, así por las buenas, a abrirle su corazón a un retrasado mental como Curtis? En fin, nunca es sencillo explicar las contradicciones de la naturaleza humana. Puse en marcha el motor y arranqué.
Según los informes, Simone Orr, la hermana de Isabelle Barney, vivía aún en la finca que tenían los Barney en Horton Ravine, uno de los dos barrios preferidos por los ricos de Santa Teresa. Los folletos de propaganda de la Cámara de Comercio dicen que Horton Ravine es una «joya centelleante en un vergel», lo que da una idea del estilo hinchado e hiperbólico de estas publicaciones. Los Montes de Santa Inés dominan el horizonte septentrional. Al sur se extiende el océano Pacífico. Las vistas se califican siempre de «espectaculares», «fabulosas», «extraordinarias».
En los anuncios de fincas que describen la zona abundan términos como «tranquilidad» y «sosiego». A cada sustantivo se le añade automáticamente un adjetivo para darle sustancia y el matiz indicado. Las parcelas «lujuriantes y geométricamente perfectas» son grandes, de dos hectáreas por término medio y con corral para los caballos. Las «espaciosas y elegantes» mansiones están alejadas de las avenidas, que serpentean por lomas y colinas «tachonadas» de laureles, sicómoros, robles virginianos y cipreses. Mucho «tachonado» y «rodeado de».
Estas cosas y otras parecidas canturreaba para mí mientras recorría el largo sendero sinuoso que conducía a la recoleta y majestuosa entrada de aquella villa clásica de estilo mediterráneo, desde la que se disfrutaba de un arrebatador panorama de los sosegados montes y el océano proceloso. Me adentré en el patio de losas y estacioné el Escarabajo de segunda mano entre un Lincoln y un BMW. Bajé, accedí a un jardín amurallado y crucé el hermoso pórtico. Toda la propiedad, con sus dos hectáreas de superficie, estaba tachonada de árboles de hoja perenne, helechos lujuriantes y palmeras de importación. Y dos jardineros, cada uno en un extremo, estiraban una manguera de cuatrocientos metros.
Había llamado a Simone para anunciarle mi llegada y ella me había dado instrucciones precisas para localizar el chalecito donde vivía y que estaba en la terraza inferior, rodeado de cespederas lujuriantes y construcciones secundarias como la sala de billares y el cobertizo de las herramientas. Rodeé el ala oriental de la mansión, que según me habían dicho la diseñó un conocidísimo arquitecto de Santa Teresa cuyo nombre yo no había oído en mi vida. Crucé una terraza, decorada con azulejos españoles, donde había una piscina de fondo negro, con cascada sobre roca volcánica, termas y minipiscina infantil, todo ello cercado por setos perfectamente cincelados de lantana y tejo. Bajé por unas escaleras y recorrí el sendero de losas que conducía a un chalet de madera pegado a la falda de la colina.
Era una construcción pequeña, de tablas y listones, con tejado a dos aguas de mucha pendiente y flanqueada por tres terrazas de madera. El exterior estaba pintado de azul, salvo unas cenefas blancas. La parte superior de todo el perímetro de la casa consistía en una yuxtaposición de ventanas enmarcadas en madera. La puerta era de dos secciones y la superior se encontraba abierta. El mes de diciembre suele ser en Santa Teresa lo que es la primavera en otros puntos del país: tiempo fresco, algo de lluvia y brillante cielo azul.
Me detuve, fascinada por el espectáculo. Tengo una debilidad especial por las casas pequeñas y recogidas, supongo que por un evidentísimo deseo de volver al seno materno. Al morir mis padres, nada más irme a vivir con mi tía soltera, me hice una casa para mí sola con una caja grande de cartón. Acababa de cumplir cinco años y aún me acuerdo de la devoción con que amueblé aquel refugio de paredes estriadas. El suelo estaba alfombrado de cojines; tenía una manta y una lámpara de porcelana azul con una bombilla de sesenta vatios que caldeaba el interior hasta convertirlo en una pesadilla tropical. Me tumbaba allí dentro y leía tebeos hasta que me cansaba. Mi favorito trataba de una chica que se encontraba con un gnomo llamado Twig que vivía en una lata de tomate boca abajo. Fantasías dentro de otras fantasías. No recuerdo haber llorado. Durante cuatro meses no hice más que canturrear y devorar los volúmenes de mi biblioteca de tebeos privada, un circuito cerrado para mantener a raya el dolor. Me gustaba comer bocadillos de queso con pepinillos en salmuera como los que hacía mi madre. Me los preparaba yo, porque era la única que conocía la receta. A veces sustituía el queso por mantequilla de cacahuete y no notaba la diferencia. Mi tía se dedicaba a lo suyo y no interfería en la evolución de mis emociones. Mis padres murieron justo en el Memorial Day. Empecé a ir a la escuela en otoño de aquel año…
– ¿Es usted Kinsey?
Me volví para mirar a la mujer como si despertara de un sueño.
– Sí. Y usted es Simone, ¿verdad?
– En efecto. Mucho gusto en conocerla. -Empuñaba unas tijeras de jardinería y una cesta de mimbre llena de flores recién cortadas que dejó en el suelo. Sonrió con parquedad cuando alargó la mano para estrechar la mía. Calculé que rondaría los cuarenta. Era un poquitín más baja que yo, fornida y ancha de espaldas, detalles que trataba de disimular con la indumentaria. Tenía el pelo rubio rojizo, algo más oscuro a la altura de las raíces; se había hecho la permanente y los rizos le llegaban hasta los hombros. Tenía la cara cuadrada, la boca ancha, los ojos de un azul impersonal, las pestañas ennegrecidas con rímel y las cejas finas y rojizas. Llevaba un conjunto con estampados geométricos negros y blancos: una cazadora de seda encima de un blusón negro y una falda larga cuyo dobladillo rozaba la caña de las botas negras de ante. Tenía los dedos gruesos y rastros de laca en las uñas. No llevaba joyas y apenas una capa de maquillaje. Al cabo de un rato me di cuenta de que se apoyaba en un bastón. La observé mientras se lo pasaba de la mano izquierda a la derecha. Cambió de postura y se apoyó en él al inclinarse para coger la cesta que había dejado en el suelo.
– Quiero ponerlas en agua. Vamos dentro. -Abrió la parte inferior de la puerta y la seguí.
– Siento molestarla otra vez con la misma historia -dije-. Sé que ya habló con Morley Shine hace unos meses. Supongo que se habrá enterado de su fallecimiento.
– He visto la necrológica en el periódico esta misma mañana. Lo primero que hice fue llamar a Lonnie y me dijo que ya me llamaría usted. -Se dirigió a la pequeña cocina embaldosada y se acercó a un saliente que servía de banco de carpintero y de barra de bar, y que tenía debajo dos taburetes de madera. Enganchó el bastón en el borde del saliente, cogió una jarra de vidrio, la puso bajo el grifo y la llenó de agua. Juntó las flores con elegancia, las introdujo en la jarra, puso ésta en el alféizar y se secó las manos con un paño-. Siéntese -dijo. Sacó un taburete y se encaramó en él mientras yo hacía lo propio.
– Trataré de ser lo más breve posible -dije.
– Si es para crucificar a ese gusano, tómese todo el tiempo que quiera.
– ¿No resulta un poco desagradable vivir en la misma zona, a cien metros de donde vive él?
– Eso espero -dijo. Y con tanto resentimiento que las palabras vibraron. Miró hacia la mansión-. Si a mí me resulta desagradable, imagínese lo que tiene que resultarle a él. Le revienta que no quiera irme. Daría cualquier cosa por echarme.
– ¿Puede hacerlo?
– Si yo no quiero, no. Isabelle me legó el chalet en el testamento. La finca la compraron ella y Kenneth hace muchos años. Les costó una fortuna. El matrimonio se deshizo y ella se la quedó en el reparto de bienes. Cuando se casó con David, no se incluyó entre los bienes gananciales. Incluso le hizo firmar un convenio prematrimonial.
– Todo muy práctico, ¿no? ¿Hizo lo mismo con los demás maridos?
– No le hizo falta. Los dos primeros eran ricos. Kenneth fue el segundo. Con David fue distinto. Todos le decían que iba detrás de su dinero. Seguramente creyó que el convenio prematrimonial demostraría que no era así. Menudo chasco.
– Entonces, ¿no es propietario legal de la finca?
Simone negó con la cabeza.
– Isabelle rehízo el testamento y se la dejó en usufructo. Cuando muera, y ojalá ocurra pronto, pasará a Shelby, la hija de Isabelle. El chalet es mío, mientras siga con vida, naturalmente. Cuando me muera, volverá a manos de quien posea la finca legalmente.
– ¿Y no tiene usted miedo?
– ¿De David? En absoluto. Ha matado impunemente una vez, pero no tiene un pelo de tonto. Lo único que tiene que hacer es mantenerse firme. Si gana el juicio civil, se queda con todo, ¿no?
– Eso tengo entendido.
– Puede salir triunfante y más fresco que una rosa. No le conviene dar ningún paso en falso. Si me ocurriese algo, él sería el primer sospechoso.
– ¿Y si pierde?
– Sospecho que ya ha comprado el billete para huir a Suiza. Estoy convencida de que ha estado pasando dinero a alguna cuenta secreta. Es demasiado listo para matar por segunda vez. No tendría lógica.
– Pero, ¿por qué Isabelle dispuso las cosas de ese modo? Fue como tentar al diablo. Tal como yo lo veo, habría podido sucederle lo peor igualmente entre la firma del convenio prematrimonial y el momento de rectificar el testamento.
– Estaba enamorada de él. Quería hacer bien las cosas por él. Pero además era una mujer práctica. Era su tercer marido y no quería que la desvalijaran. Mírelo desde su punto de vista. Cuando una se casa, no piensa que el marido vaya a matarla. Porque si de veras se teme que ocurra, entonces no hay boda. -Miró el reloj-. Dios mío, es casi la una. No sé qué sentirá usted, pero yo me muero de hambre. ¿Ha comido ya?
– Haga lo que tenga que hacer -dije-. No voy a quedarme mucho rato. Ya comeré algo por el camino cuando vuelva a la oficina.
– No es ninguna molestia. Quédese, por favor. Iba a prepararme unos bocadillos. Y preferiría comer acompañada.
Me pareció una invitación sincera y esbocé una sonrisa por toda respuesta.
– Está bien, se lo agradezco.