11

– Sé que nadie cree que estuve haciendo footing la noche en que mataron a Isabelle, pero puedo decirle con exactitud dónde me encontraba. A las dos menos veinte estaba en la salida de la 101 que cruza con San Vicente. Esa salida está a unos trece kilómetros de la casa. Si a Isabelle la mataron entre la una y las dos, yo no pude haberlo hecho y reaparecer a continuación en aquel cruce. Hago ejercicio desde hace años y estoy en muy buena forma, pero una proeza de esa magnitud me resultaría imposible.

– ¿Cómo está tan seguro acerca de la hora?

– Corría contrarreloj, un modo de disciplinarse. Y le diré otra cosa: allí vi a Tippy Parsons, la hija de Rhe, al volante de una camioneta descubierta y con aspecto de estar muy alterada. Pasó por la salida a toda velocidad y giró a la izquierda en el cruce con San Vicente.

– ¿Le vio Tippy?

– ¡Casi me atropella! No sé si se dio cuenta, pero por poco no me arrolla al enfilar por la salida. Miré el reloj porque pensé que el cronometraje se había ido a pique y el incidente me puso de mal humor.

– ¿Había alguien más por allí?

– Desde luego, un individuo que trabajaba en un empalme de cañerías. Había una cuadrilla de obreros en los alrededores. Seguramente no se acordará, pero aquellas Navidades llovió torrencialmente. Se empapó el terreno, hubo corrimientos en la superficie del suelo y las cañerías reventaron por todas partes.

– Ha dicho antes que su coartada no era a prueba de bomba. ¿A qué se refería?

Esbozó una sonrisa.

– Es a prueba de bomba cuando se está muerto o en presidio. Un peso pesado como Kingman siempre podrá encontrar la manera de tergiversar los hechos. Lo único que yo digo es lo siguiente: me hallaba a varios kilómetros de distancia y tengo un testigo. Y es un trabajador, un hombre honrado, no uno como McIntyre.

– ¿Y Tippy? Que yo sepa, nunca aludió al incidente. ¿Por qué no hizo que declarase?

– ¿Y para qué? Pensé que, si me hubiera visto, habría dicho algo. Y aun en el caso de que me hubiera reconocido, es mi palabra contra la suya. Tenía dieciséis años y estaba furiosa, no sé por qué: puede que acabara de romper con el novio o que se le hubiera muerto el gato. Lo importante es que yo estaba a varios kilómetros de la casa cuando mataron a Isabelle. No supe lo ocurrido hasta al cabo de una hora, cuando volví a pasar corriendo junto a la casa. Todo estaba iluminado y lleno de coches de la policía.

– ¿Y la cuadrilla de trabajadores? ¿Apoyarían su versión?

– ¿Por qué no? El tipo ya subió al estrado la otra vez, uno llamado Angeloni. Está en la lista de testigos, seguramente entre los primeros. Tuvo que verme y estoy seguro de que también vio la camioneta de la muchacha. Me dio tal susto que tuve que sentarme en el bordillo para tranquilizarme. Permanecí sentado cinco o seis minutos. Lo envié todo a la porra y volví a casa.

– ¿Se lo contó a la policía?

– Lea usted los informes. La acusación partió de la policía, lo que quiere decir que no comprobaron mi declaración.

Guardé silencio durante unos segundos, dudosa. Aquella confesión me habría parecido ridícula dos días antes. Ahora no estaba segura.

– Se lo contaré a Lonnie cuando hable con él. No puedo hacer más. -Dios mío, ¿tendría que comprobar su coartada?

Fue a decir algo, pero cambió de idea.

– Adelante. Cuénteselo. Es lo que quiero. Perdone las molestias -dijo. Me miró a los ojos durante una fracción de segundo-. Muchas gracias por todo.

– De nada.

Volvió a su coche. Vi por el retrovisor que ponía en marcha el vehículo y retrocedía por el sendero. Oí el crujido de su transmisión al cambiar de marcha y se alejó del lugar. Menuda historia me había contado. Contenía un punto de extrañeza, pero no podía determinar dónde se encontraba. ¿De verdad había estado Tippy Parsons en aquel cruce? Era fácil averiguarlo. Y recordaba haber leído algo sobre una tromba de agua por aquellas fechas.

Me alejé de la acera para acudir a la cita con la ex mujer de Barney.

La Clínica Médica Santa Teresa, donde trabajaba Laura Barney, era un pequeño edificio de madera que se alzaba al lado mismo del Hospital Clínico de Santa Teresa. La fachada era insípida -incluso algo descuidada- y, aunque el interior era agradable, se le notaba el bajo presupuesto de que había partido. En la sala de espera, los asientos eran de plástico azul, moldeados de forma cóncava, y con patas metálicas unidas en grupos de seis unidades. Paredes amarillas y suelos de metacrilato pardo con rayas blancas. A un extremo de la sala había un mostrador ancho de madera. Al fondo, al otro lado de una puerta rematada por un arco de anchura notable, vi cuatro mesas, sillas oficinescas de respaldo recto, teléfonos, máquinas de escribir… nada que ver con la alta tecnología, la posmodernidad o la codificación cromática. Por los niños pequeños y las mujeres embarazadas que llenaban el lugar supuse que se trataba de una institución que combinaba la maternidad con la medicina infantil. Ya casi era hora de cerrar, aunque en la sala de espera aún había pacientes para llenar una hora de consultas. El suelo estaba alfombrado de juguetes infantiles y revistas rotas.

Me acerqué al mostrador e identifiqué a Laura Barney por el marbete de la pechera, que decía «L. Barney, enfermera». Vestía un uniforme blanco compuesto de chaqueta, pantalón y zapatillas blancas. Le eché cuarenta y tantos años. Había llegado a esa edad en que aún puede hacerse alarde de la misma lozanía que cuando se tiene diez años menos; sólo hay que ponerse más maquillaje, aunque el efecto comienza a desvanecerse al cabo de un par de horas. A las cinco de la tarde, la base y la capa de polvos le transparentaban ya la piel, enrojecida a causa del humo del tabaco. Parecía la típica mujer que no ha tenido más remedio que ponerse a trabajar, pero que preferiría vivir del cuento.

Estaba dándole instrucciones a una nueva empleada, seguramente la misma joven con quien había hablado yo por teléfono. Contaba dinero como si fuera la cajera de un banco, pasando los billetes a velocidad casi superior a la del ojo y poniéndolos con el anverso hacia arriba. Si encontraba alguno de valor diferente, lo ponía en el lugar que le correspondía.

– Hay que poner todos los billetes del mismo modo y ordenarlos de menor valor a mayor. De un dólar, de cinco, de diez, de veinte -decía-. Así no devolverás nunca un billete de diez dólares cuando quieres devolverlo de uno… -Los sacudió como un mago que fuera a hacer un truco con una baraja. Casi esperaba que dijera: «Coge un billete cualquiera». Por el contrario, dijo-: ¿Lo has comprendido?

– Sí, señora. -A la joven, de unos diecinueve años, le sobraban algunos kilos, tenía el pelo negro y rizado, las mejillas coloradas, y en sus ojos negros parecían despuntar sendas lágrimas contenidas.

L. Barney, enfermera, volvió a abrir la caja registradora, sacó un fajo de billetes sin ordenar y se lo tendió a la otra en silencio. La joven lo cogió y, cohibida por sentirse observada, comenzó a clasificarlos, enderezando con tanta torpeza como experiencia había habido en los gestos de Laura Barney. Había varios billetes de valor heterogéneo, apoyó el fajo en el pecho para ponerlos en su sitio y se le cayeron dos de cinco dólares. Murmuró una disculpa y se agachó con rapidez, para recogerlos. Laura Barney la observaba con una sonrisa, y en sus ojos casi se reflejó el impulso de quitarle el dinero de un manotazo para clasificarlo ella misma. Debía de quemarle por dentro el deseo de enseñarle de manera práctica la facilidad con que una cajera experimentada ejecutaba una operación tan elemental. La concentración con que observaba a la joven no hacía más que aumentar la torpeza de ésta.

Se conducía de un modo brusco y práctico. Había cogido un bolígrafo y tamborileaba con él con impaciencia. No era de las que perdían el tiempo comprendiendo las circunstancias ajenas. O vales o no vales. Tanto trabajas, tanto te pago. Su sonrisa era agradable, pero crispada, y seguramente la esbozaba sólo durante los escasos segundos necesarios para dar constancia del hielo que había debajo de ella. Si después se formulaba una queja ante el director de la clínica había que andarse con ojo, porque éste insistiría en que se le describieran con pelos y señales los defectos concretos que motivaban la queja. Ya había tratado con personas así. Aquella mujer era forma sin contenido, una exigente en cuanto a los detalles, una defensora sin contemplaciones de las normas y los reglamentos. Era la típica enfermera que, a la hora de poner una antitetánica, decía al paciente que iba a ser como la picadura de una abeja cuando en realidad salía un bulto más gordo que el pomo de una puerta.

Alzó la vista para mirarme y volvió a esbozar la sonrisa crispada.

– ¿Sí?

– Soy Kinsey Millhone -dije. Casi esperé que me alargara un formulario para rellenarlo con mi historial médico.

– Un momento, por favor -dijo. Se condujo como si le hubiese exigido el cumplimiento inmediato de una petición fuera de lugar. Terminó de hablar con la administrativa y llamó a dos pacientes a la vez-. ¿La señora González? ¿La señora Russo?

Dos mujeres se levantaron, una con un crío en pañales, la otra con un niño algo mayor encajado en la cadera. Además tenían varios hijos en edad preescolar. Laura Barney abrió la portezuela de madera que separaba la sala de espera del pasillo que conducía a los consultorios. La cruzaron las dos mujeres y el ejército de niños; la sala de espera quedó vacía. Barney seguía sujetando la portezuela.

– Venga usted también.

– Claro.

Cogió dos formularios que parecían cartas de restaurante y nos condujo hacia el fondo mientras daba instrucciones rápidas en español. Introdujo a las dos señoras en dos consultorios distintos y siguió andando por el pasillo, despertando gemidos en el metacrilato con las suelas de goma. Me llevó a la clásica oficina de tres metros por tres, con una sola ventana, escritorio de madera arañada, dos sillas y un interfono, el lugar ideal para recibir malas noticias sobre los análisis que acaban de hacerse. Sacó del bolsillo del uniforme un paquete de cigarrillos extralargos y una caja de cerillas y encendió uno. Lanzó una mirada furtiva al reloj mientras fingía que se ajustaba la correa.

– Viene usted a preguntarme por David. ¿Qué quiere saber exactamente?

– Entiendo que no se lleva usted bien con él.

– Me llevo muy bien con él. Sólo le veo de uvas a peras.

– Usted declaró en el juicio por homicidio, ¿verdad?

– Estoy acostumbrada a poner de manifiesto que es un hijo de puta sin escrúpulos. ¿No ha leído las actas?

– Todavía estoy acumulando datos. Se me contrató el domingo por la noche. Me queda bastante terreno por cubrir. Me sería muy útil que me expusiera algunos hechos desde su punto de vista personal.

– Los hechos. Bueno, veamos. Conocí a David en una fiesta… sí, este mes ha hecho nueve años. ¿No le parece conmovedor? Me enamoré de él y nos casamos seis semanas más tarde. Unos dos años después, le ofrecieron un puesto en el despacho de Peter Weidmann. Nos alegramos mucho, es natural.

– ¿Cómo surgió la oferta? -dije, interrumpiéndola.

– Por mediación de un amigo de un amigo. Vivíamos en Los Angeles y nos apetecía cambiar de aires. David se enteró de que Peter tenía un puesto vacante y lo solicitó. Llevábamos dos meses en Santa Teresa cuando se incorporó Isabelle. David ni siquiera simpatizaba con ella. A mí me parecía muy brillante y dotada. Fui yo quien insistió en que nos viéramos más. A fin de cuentas, era la niña de los ojos de Peter, que era su protector, evidentemente. A David no le habría beneficiado competir con ella, dado que a Isabelle la dejaban trabajar en los mejores proyectos. Animé a David a que se acercase más allá, tanto social como profesionalmente, y en cierto modo fui yo quien trazó la estrategia de sus relaciones.

– ¿Cómo se enteró usted de que se entendían?

– Simone me lo dio a entender. Ahora ya no recuerdo cómo ocurrió, pero de pronto lo vi todo claro. David se había mostrado distante. Todo el mundo sabía que Isabelle y Kenneth tenían problemas. Bueno, tardé un tiempo en atar cabos. El cónyuge engañado es el último en enterarse, claro. Le pedí explicaciones como una idiota. Ojalá hubiera tenido la boca cerrada.

– ¿Por qué?

– Porque precipité su decisión. Su relación con Isabelle no fue duradera. Si yo hubiera tenido un poco más de entereza para pasar por alto lo que sucedía, el asunto se habría acabado por sí solo.

– ¿Cree usted que la mató David?

– Tuvo que ser alguien que la conocía muy bien. -El interfono se puso a zumbar de repente. Laura pulsó un botón-. Sí, doctor.

La voz del «doctor» sonó como si el aludido hablase desde una cabina pública:

– Hay que hacerle una pélvica a la señora Russo. ¿Puede usted venir?

– Sí, señor -dijo Laura; y a mí a continuación-: Tengo que ir. Si quiere hacerme más preguntas, tendremos que aplazarlo.

Me abrió la puerta y salí al pasillo.

La perdí de vista al cabo de unos segundos y me dirigí a la salida. Una vez en el coche, me entretuve un minuto para rescatar el billetero de las profundidades del bolso. Saqué los billetes y los ordené de manera que el anverso de todos apuntara hacia el mismo sitio, los de un dólar en primer lugar y uno de veinte cerrando la retaguardia.

Volví a la oficina, dejé el coche en la plaza de Lonnie y subí los peldaños de dos en dos hasta llegar al segundo piso. Puede que a Ida Ruth le extrañara mi regreso, pero no me hizo el menor comentario. Abrí el despacho y me puse a repasar los expedientes, que, aunque ya mejor ordenados, estaban desperdigados todavía por todas las superficies disponibles. Encontré el que buscaba, me acerqué al escritorio, encendí la lámpara y me instalé en la silla giratoria.

Repasé las fotocopias de las noticias de prensa de seis años atrás que había sacado para preparar el interrogatorio de los vecinos de Barney. Aquellos días, en efecto, se había comentado ampliamente el aguacero que había caído sobre casi toda California. También se mencionaban a los equipos de empleados de las compañías de servicios públicos, que habían trabajado las veinticuatro horas del día para reparar las cañerías reventadas por doquier. La furia de los elementos había desatado una ola no menos furiosa de delitos de menor cuantía, como si los cambios climatológicos hubieran enardecido las bajas pasiones de los pobres delincuentes. Pasé las páginas fijándome en todos los artículos. No sabía a ciencia cierta qué buscaba… un vínculo, algo que se relacionara con el pasado.

Las preguntas saltaban a la vista. Si Tippy Parsons podía respaldar la coartada de David Barney, ¿por qué no lo había hecho en su debido momento? Como es lógico, tal vez no se hubiera encontrado allí. David podía haber visto a otra persona, o se inventó la presencia de la joven para adaptarla a sus fines. Aunque Tippy hubiera pasado por la salida de la autopista, podía ocurrir que ella no le hubiese visto -siempre cabía esta posibilidad-, pero situarla en la escena daba ciertamente verosimilitud a sus afirmaciones. ¿Y el individuo que según Barney se hallaba también en aquel lugar? ¿Qué papel tenía en todo aquello?

Cogí el teléfono para llamar a Rhe Parsons, con la esperanza de localizarla en su estudio. Oí cuatro timbrazos, cinco, seis. Descolgó al séptimo timbrazo y contestó jadeando y con irritación.

– Diga.

– Hola Rhe, soy Kinsey Millhone. Siento molestarla. Me da la sensación de que he vuelto a interrumpirla trabajando.

– Ah, hola. No se preocupe. Supongo que es culpa mía. Debería instalarme un teléfono portátil para poder llevármelo al estudio. Perdone el jadeo, pero estoy francamente agotada. ¿Cómo se encuentra?

– Bien, gracias. ¿Está Tippy ahí, por casualidad?

– No. Sale a las seis de la tarde. Trabaja en la Marisquería Santa Teresa. Si hay algo que pueda hacer yo…

– Quizá -dije-. ¿Sabe usted dónde estaba Tippy la noche que mataron a Isabelle?

– En casa, estoy segura. ¿Por qué?

– Bueno, quizá no tenga importancia, pero a una persona le pareció verla al volante de una camioneta.

– ¿Una camioneta? Tippy no ha tenido nunca una camioneta.

– Entonces será una equivocación. ¿Estaba ella con usted cuando llamó la policía?

– ¿Cuando me notificaron la muerte de Isabelle? -Hubo un momento de vacilación que yo habría tenido que interpretar como una advertencia, pero estaba tan concentrada en la pregunta que me olvidé de que hablaba con una m-a-d-r-e-. Vivía con su padre en aquella época -dijo con prudencia.

– Es verdad. Me lo dijo usted. Ahora lo recuerdo. ¿Tenía su padre algún vehículo de transporte?

Silencio mortal. Y al cabo del rato.

– Mire, no me gusta lo que insinúa usted.

– No insinúo nada. Me limito a recabar información.

– Sus preguntas parecen muy intencionadas. Espero que no esté diciendo de forma indirecta que Tippy tuvo algo que ver con lo que le ocurrió a Isabelle.

– No sea tonta, por favor. Jamás diría una cosa así, ni directa ni indirectamente. Sólo deseo desmentir cierta versión.

– ¿Qué versión?

– Escuche, lo más probable es que no tenga importancia alguna, y preferiría no entrar en detalles. Ya hablaré con Tippy en otro momento.

– Kinsey, si alguien ha afirmado algo acerca de mi hija, tengo derecho a saberlo. ¿Quién ha dicho que estaba fuera de casa? Es una acusación ofensiva.

– ¿Acusación? Alto ahí. No creo que pueda llamarse acusación a decir que conducía una camioneta.

– ¿Quién le ha contado semejante barbaridad?

– Mire, Rhe, no estoy autorizada a revelar mis fuentes. Trabajo para Lonnie Kingman y se trata de información reservada… -No era verdad, pero lo parecía. Los derechos que protegen a los clientes de los abogados ni me afectaban a mí ni afectaban a los testigos con quienes yo quisiera ponerme en contacto. Me di cuenta de que ella hacía un esfuerzo por contener la cólera.

– Le agradecería que me dijera qué ocurre. Le prometo no hacerle preguntas sobre sus fuentes de información, si realmente representa un problema.

Dudé unos momentos y me dije que en el fondo no había ningún motivo para ocultarle la información.

– Una persona dice que la vio aquella noche. Yo no digo que el asunto guarde relación con la muerte de Isabelle, pero me extraña que Tippy no lo haya mencionado en ningún momento. Tal vez a usted le comentara algo.

Rhe me contestó en tono terminante.

– No me ha comentado nada porque aquella noche no salió.

– Estupendo. Es lo único que quería saber.

– Y si salió, no es asunto suyo.

Me llevé una mano imaginaria a un oído imaginario.

– ¿Qué ha querido decir con eso? -dije.

– Nada. Ha sido una forma de replicar.

– ¿Le importaría decirle a su hija que me llame?

– No pienso hacerlo.

– Como quiera. Perdone si la he molestado. -Colgué con brusquedad y con la cara encendida. ¿Qué le pasaba a aquella mujer? Redacté una nota relativa a enviarle una citación judicial a Tippy, si es que no había ya una en curso. Hasta entonces no había concedido mucho crédito a la afirmación de Barney, pero después de comprobar la reacción de Rhe empecé a dudar.

Por el interfono, le dije a Ida Ruth que pidiera una transcripción de las actas del juicio por homicidio. Luego me retrepé en la silla giratoria, apoyé los pies en la mesa y entrelacé los dedos a la altura de los ojos mientras meditaba sobre el desarrollo de los acontecimientos. El asunto se ponía feo. Entre los papeles desorganizados de Morley y su muerte inesperada, el caos que nos había caído encima no había hecho más que acentuarse. El principal testigo de Lonnie ya no era digno de confianza y el acusado parecía contar con una coartada sólida. A Lonnie no le iba a gustar aquello. Y debía informarle ahora, y no el primer día del juicio, cuando Herb Foss hiciese al jurado la exposición inaugural, aunque no iba a sentarle nada bien. Había planeado volver a casa el viernes por la noche para pasar un relajado fin de semana con su mujer. Hacía ocho meses que se había casado con una instructora de karate a la que había defendido con brillantez de varias acusaciones de agresión intencionada. Ignoro qué había hecho María, lo único que Lonnie me había contado es que el proceso se incoó porque quiso violarla un hombre que actualmente se ha retirado de la vida activa. Obligué a mis errabundos pensamientos a concentrarse en mi asunto. Cuando Lonnie entrase en la oficina el lunes por la mañana, volaría por los aires más de una grapadora. Y seguro que una como mínimo me alcanzaría en el cogote.

Volví a repasar la lista de testigos que Lonnie había reclamado a la defensa. Figuraba un tal William Angeloni, aunque aún no se le había tomado declaración. Anoté su dirección, consulté la guía y apunté su teléfono. Descolgué el auricular y volví a colgarlo. Mejor entrevistarlo personalmente para saber qué aspecto tenía. Cabía la posibilidad de que fuera un sinvergüenza contratado por David Barney para que soltara una sarta de mentiras. Metí un puñado de documentos en el maletín y salí a la calle.

Vivía en el sector occidental de la ciudad. La casita, de una sola planta y con la fachada enlucida con yeso, estaba en trance de sufrir una profunda transformación. Habían levantado el tejado y derribado las paredes laterales. Los huecos se habían cubierto con grandes cortinas de plástico blanquecino, clavadas en los pilares para proteger las partes de la casa que había que dejar intactas. A un costado se amontonaba la madera y la piedra artificial. En el sendero del garaje había un contenedor azul oscuro, lleno de cascotes y viejas vigas erizadas de clavos torcidos y oxidados. Al parecer los obreros habían terminado ya la jornada, aunque en el patio vi a un sujeto con una lata de cerveza en la mano. Aparqué el coche al otro lado de la calle, bajé y crucé la línea fronteriza del césped alfombrado de polvo.

– Busco a Bill Angeloni. ¿Es usted, por casualidad?

– Sí, soy yo -dijo. Tenía unos treinta y cinco años y era asombrosamente apuesto: liso pelo castaño, un poco largo y peinado hacia un lado, cejas castañas, ojos castaños, nariz enérgica, hoyuelos y una mandíbula viril para cuyo afeitado completo seguramente había que pasar la navaja seis veces. Vestía unos tejanos y una camisa azul de algodón con las mangas subidas, y llevaba unas botas de trabajo cubiertas de lodo. Un vello negro y sedoso le cubría los antebrazos. Parecía el protagonista de una película sobre el amor imposible entre una rica heredera y un guardabosque. Pensé que arrojarme entre sus brazos y enterrar la nariz en su pecho habría sido un poco improcedente.

– Kinsey Millhone -dije. Nos dimos la mano y le dije para quién trabajaba-. Acabo de hablar con David Barney y su nombre salió a relucir.

Angeloni cabeceó.

– No puedo creer que vayan a juzgar otra vez a ese desdichado hijoputa. -Apuró la cerveza, estrujó la lata y dio un salto de jugador de baloncesto para arrojarla e introducirla en el contenedor, que sonó metálico-. Dos puntos. -Se llevó el puño a la boca e imitó el clamor de la multitud. Sonrió: una sonrisa preciosa, exenta de arrogancia.

– Esta vez es por fallecimiento en circunstancias sospechosas -dije.

– Madre mía. Yo creía que no se podía juzgar a nadie dos veces por el mismo delito.

– Eso es en el derecho criminal. El juicio de ahora es civil.

– No quisiera estar en su pellejo. ¿Le apetece una cerveza? Acabo de volver del trabajo y siempre me zampo unas cuantas. Este sitio está hecho un asco. Tenga cuidado con los clavos sueltos.

– Gracias, le acepto la cerveza -dije y le seguí hacia la cocina, que podía verse con toda claridad a través del plástico. También tenía un trasero interesante-. ¿Desde cuándo está así?

– ¿La casa? Hace más o menos un mes. Queremos construir una sala grande y dos dormitorios para los críos.

Qué mala suerte, está casado, me dije mientras entrábamos en la cocina. Sacó un par de latas de una caja de seis envases y las abrió.

– Voy a encender la barbacoa antes de que vuelva Julianna con los enanitos del bosque. Ahora me toca a mí cocinar -dijo con una mueca que le acentuó los hoyuelos.

– ¿Cuántos hijos tiene?

Me enseñó una mano y agitó los dedos.

– ¿Cinco?

– Más otro que está en camino. Todos chicos. Esta vez nos gustaría que fuese niña.

– ¿Todavía trabaja para la compañía del agua?

– En mayo hizo diez años -dijo-. ¿Es usted detective privada? ¿Y qué tal se le da?

Le conté por encima un par de detalles profesionales mientras limpiaba las cenizas de la parrilla. Enchufó la clavija del encendedor eléctrico a un prolongador, amontonó un poco de carbón y lo ordenó con unas tenazas largas de metal. Sabía que para sonsacarle información tendría que presionarle. Yo sólo quería que me confirmase el paradero de David Barney la noche del asesinato, y a ser posible que corroborara la presencia de Tippy Parsons en el lugar, pero en sus movimientos domésticos había algo hipnótico. Yo nunca había estado con un hombre capaz de cocinar para mí en una barbacoa. Qué suerte tenía Julianna.

– ¿Podría usted contarme lo que pasó la noche en que vio a David Barney?

– No hay nada que contar. Estábamos abriendo agujeros para encontrar una cañería reventada. Había diluviado durante varios días, aunque entonces ya no llovía. Oí un golpetazo, me volví y vi a un tipo vestido con chándal y despatarrado en la calzada. Una camioneta giraba en aquel momento por San Vicente y pensé que le había atropellado. Se puso en pie, se nos acercó cojeando y se sentó en el bordillo de la acera. Temblaba como un flan, pero no estaba herido. Fue más el susto que otra cosa. Le preguntamos si quería que llamáramos una ambulancia, pero dijo que no. Estuvo sentado hasta que recuperó el aliento y luego se marchó, despacio y cojeando. Todo ocurrió en unos diez minutos.

– ¿Pudo ver al conductor de la camioneta?

– No. Creo que era una chica, pero no le vi bien la cara.

– ¿Y la matrícula? ¿Se fijó en ella?

Se encogió de hombros como para pedir perdón.

– Ni se me ocurrió mirarla. La camioneta era de color blanco. De eso sí me acuerdo.

– ¿Y la marca?

– Ford o Chevrolet, creo. De fabricación nacional, eso seguro.

– ¿Cómo se enteró de quién era David Barney? ¿Se presentó él mismo?

– Entonces no. Se puso en contacto con nosotros al cabo de un tiempo.

– ¿Y cómo sabía él quién era usted?

– Nos localizó a través de la compañía. A mí y a mi compañero James. Sabía la fecha, la hora y el lugar, así que no le resultó difícil.

– ¿Podría confirmar James lo que usted dice?

– Desde luego. Los dos hablamos con el individuo.

– ¿Sabía usted lo del asesinato de la mujer del señor Barney cuando éste les llamó?

– Lo había leído en el periódico. No caí en la cuenta de que eran el mismo individuo hasta que nos dijo quién era. Fue una faena muy sucia. ¿Sabe qué ocurrió?

– He venido precisamente por eso. El tipo jura todavía que no fue él.

– No me extraña. Estaba a varios kilómetros de allí.

– ¿Recuerda usted qué hora era?

– Las dos menos cuarto aproximadamente. Puede que fuera un poco antes, pero no después, porque miré el reloj cuando se marchó.

– ¿No le pareció extraño que una persona hiciera footing a la una y media de la madrugada?

– En absoluto. Le había visto corriendo en aquel mismo lugar la noche anterior. Cuando se está de servicio se ven cosas muy raras.

– Usted prestó declaración en el juicio por homicidio, ¿no?

– Así es.

– ¿Y ahora? ¿Volverá a declarar?

– Por supuesto, y con mucho gusto. Hay que dar al pobre diablo una oportunidad.

Repasé mentalmente los detalles de la versión que me había contado Barney.

– ¿Y la policía? ¿Le interrogó?

– Vino a verme un agente de Homicidios y le conté todo lo que sabía. Me dio las gracias y no volví a saber de él. Le diré una cosa: a los policías les caía antipático. Antes de que pusiera el pie en el juzgado ya lo habían condenado.

– Bueno, gracias. Perdone por la molestia. Me ha sido usted de mucha ayuda. Si tuviera que hacerle más preguntas, volvería a ponerme en contacto con usted. -Le di mi tarjeta por si se le ocurría algo. Volví al coche y me puse a tomar notas antes de que la información recibida se difuminara en el recuerdo.

Pensé en Tippy. Rhe me había dicho que Tippy estaba alcoholizada por aquellas fechas. Si la memoria no me fallaba, Rhe la había mandado a casa de su padre porque se había peleado con ella. ¿Cómo sabía entonces si aquella noche estaba en casa o no? Para salir de dudas, tendría que preguntárselo directamente a Tippy. Uno de mis lemas laborales decía: «Haz lo evidente».

Miré el reloj. Eran las seis menos veinticinco. La Marisquería Santa Teresa está en el puerto, a un par de calles de mi casa, es decir, a un paso de allí. Puse rumbo a mi domicilio y crucé la parte trasera de Capilla Hill. Si Tippy había salido aquella noche, ¿por qué no iba a admitirlo seis años después? Tal vez nadie se lo hubiera preguntado hasta el momento. Qué ocurrencia, ¿verdad?

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