19

– Oficina del coroner. El inspector Walker al habla.

– Hola, Burt. Soy Kinsey. Ida Ruth acaba de decirme que querías que te llamara.

– Sí, sí, al fin te encuentro. Espera un segundo, voy a buscar las notas. -Oí al fondo un rumor de papeles. Puso la mano en el auricular y cambió unas palabras amortiguadas antes de ponerse otra vez al aparato-. Disculpa. Acabamos de terminar la autopsia de Morley. Resulta que murió de insuficiencia renal aguda, agravada por síntomas de hepatitis, malfuncionamiento cardiovascular, congestión circulatoria, necrosis tubular…

– Pero, ¿cuál fue la causa?

– A eso voy, a eso voy. Después de la charla que sostuvimos ayer, llamé a la funeraria Wynnington-Blake y hablé con el director de la empresa. Quería informarle y saber de paso si había advertido algo anormal. Dice que cuando llevaron a Morley estaba «singularmente ictérico».

– ¿De tanto beber?

– Eso pensé al principio, pero me puse a hacer averiguaciones. Primero inspeccioné los artículos domésticos y de jardinería que me trajiste. El strudel me llamó la atención porque contenía elementos vegetales, pero los demás productos difícilmente habrían podido ingerirse sin advertir lo que eran. Consulté los manuales que tengo aquí y adivina qué encontré. La autopsia lo ha confirmado. ¿Has oído hablar de la Atnanita phalloides?

– Me suena a cosa sexual. ¿Qué es?

– La seta de la muerte. Otra posibilidad es la Amanita verna, de la misma familia agaricácea, llamada también seta de los tontos. Las dos son mortales. A juzgar por lo que contenían los restos del strudel, parece que a Morley le prepararon un strudel de amanita.

– Mal asunto, ¿verdad?

– Desde luego. Escucha. Si inyectamos a un ratón la quincuagésima millonésima parte de un gramo de faloidina, muere entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas después. Para matar a una persona bastan cincuenta gramos.

– ¡Dios mío!

– Cualquiera de las dos especies de amanita produciría los síntomas de Morley, según me contaste. Después de ingerirse hay un margen de tiempo, que llaman período latente, y que dura entre seis y veinte horas. Los únicos efectos visibles a partir de entonces son náuseas, dolor abdominal, vómitos, diarrea y congestión cardiovascular.

– Es decir, que si se sintió enfermo el sábado a mediodía, tuvo que ingerir la porquería ésa entre el viernes y la madrugada del sábado.

– Así parece.

– Pero, ¿dónde pueden cogerse esas setas? ¿Crecen en esta zona?

– Según los manuales, crecen en las costas oriental y occidental de América del Norte, a finales de verano y en otoño. Estamos casi en invierno, pero supongo que todavía pueden encontrarse. Al parecer, la amanita primaveral abunda en los bosques de planifolios. Crecen solas, en grupos o en círculos. Los libros dicen que escasean en la costa del Pacífico, aunque podrían haberse comprado en cualquier otro punto del país. Congeladas, secas, en polvo, vete a saber. ¿Dónde encontraste la torta? ¿En su casa?

– En la papelera de su oficina de Colgate. Vi la caja la primera vez que estuve allí, pero no pensé particularmente en ella hasta que efectué la segunda visita.

– ¿Tienes alguna información sobre su procedencia?

– Ni siquiera se me ha ocurrido preguntar. La metí en la bolsa de plástico con todo lo demás y me olvidé de ella. Bueno, supuse que había pasado por la pastelería y que la había comprado directamente en el establecimiento. Betty, la del salón de belleza, dice que Morley solía llegar a la oficina con paquetes y bolsas de comestibles. Hacía una semana que Morley estaba a régimen, pero Betty le había visto entrar con Donuts, comida china y productos precocinados de todas clases, de modo que entrar con un envoltorio de pastelería era la regla y no la excepción. Puede que se lo sirvieran a domicilio, que se lo dejaran en la puerta…

– Hay algo más -dijo Burt, interrumpiéndome-. Según los datos que obran en mi poder, hay un breve período de inactividad en el proceso. Si mal no recuerdo, me dijiste que se sintió momentáneamente mejor. En los casos de intoxicación con amanitas venenosas, la persona afectada tiene a veces la sensación de que sus síntomas mejoran.

– Eso fue el domingo por la mañana -dije.

– Exacto. Las perturbaciones tuvieron que comenzar entonces. La toxina de la amanita corroe el tejido hepático, disuelve los glóbulos y provoca hemorragias en el tubo digestivo. Seguramente sufrió pujos y vómitos de sangre, pero por lo que me has contado, no hizo el menor comentario al respecto. Una de dos: o no le dio importancia o no quiso alarmar a su mujer. Más aún, aunque le hubieran ingresado en Urgencias, no habrían podido salvarle.

– Tuvo que haberse sentido fatal. ¿Por qué no buscó ayuda? -pregunté.

– Es difícil saberlo. Supongo que la gravedad de los síntomas depende de la cantidad ingerida. Puede que probara el strudel, pensara que estaba pasado y tirase el resto a la papelera. ¿Viste comer a Morley alguna vez? Lo hacía a toda velocidad. Se enorgullecía de dar cuenta de cualquier plato en un abrir y cerrar de ojos.

– De modo que fue alguien que lo conocía bien -dije.

– No necesariamente. Morley no mantenía estas habilidades en secreto. Lo mismo cabe decir de su salud. Siempre estaba hablando de sus problemas cardíacos y de su gordura.

– ¿Y las setas? ¿Pueden reconocerse a simple vista?

– Si no se sabe lo que se busca, no. Escucha lo que dice aquí: «La amanita primaveral es totalmente blanca. La amanita faloide es verde amarillenta o verde oliva. Las esporas de las dos son blancas y no están fijas al pie». Etcétera, etcétera. El género de las amanitas se caracteriza porque conserva en el pie la volva desgarrada. Según la ilustración que tengo delante, la faloide parece un champiñón normal y corriente, con la base rodeada por una especie de falda, la volva que te he mencionado antes. Aquí dice además que es un hongo pegajoso. ¿Sigo leyendo?

– Creo que ya es suficiente. Está claro que si el asesino crió unas cuantas en el jardín de su casa, a estas alturas ya habrán desaparecido. ¿Alguna otra noticia?

– He enviado el strudel a Foster City para que lo analicen en el Instituto de Toxicología. Tardarán un tiempo en comunicar los resultados, pero intuyo que confirmarán nuestras sospechas. He dado parte a Homicidios, aunque tal vez quieras hablar con el teniente Dolan personalmente. Lo difícil empieza ahora, te lo aseguro. En casos de envenenamiento cuesta mucho probar legalmente que se trata de un delito. Hay que demostrar que el fallecimiento se produjo por una sustancia tóxica administrada por el acusado con intención homicida. Lo cual significa «por encima de las dudas normales». ¿Cómo vas a vincular al criminal con el crimen en el presente caso? Un ciudadano prepara un pastel de frutas y le echa la sustancia tóxica. Morley llega a la oficina: «Oh, vaya regalo, qué suerte». Lo más probable es que nadie viera llegar el pastel de marras, de modo que cualquier conjetura que se formule será siempre circunstancial. Es más, ni siquiera tenemos sospechosos.

– Sí, ya lo sé -dije.

– Bueno, por algún sitio tendrás que empezar. Te llamaré en cuanto tenga más información. Mientras tanto, te aconsejo que no pruebes ningún producto casero que te regalen.

– Lo intentaré. Gracias, Burt.

Me noté las manos heladas cuando colgué el auricular. Morley se había dedicado a hablar en el curso de los últimos meses con personas relacionadas con el asesinato de Isabelle Barney. ¿Qué había descubierto para precipitar su propia muerte? Sin duda, algo importante. Los envenenadores son los criminales más inteligentes e imprevisibles, sobre todo porque para envenenar a una persona hace falta conocimientos, habilidad, premeditación y astucia. No se envenena a nadie en un arrebato. No es un acto impulsivo, fruto del desbordamiento momentáneo de las pasiones. La intencionalidad y el fingimiento presuponen un grado de crueldad que casi siempre conducen de manera automática a una acusación de homicidio en primer grado. Morley Shine había fallecido en virtud de una violencia interior que, aunque no había dejado señales externas, había sido probablemente tan dolorosa como una puñalada o un disparo de arma de fuego. Durante una ráfaga de segundo vi al asesino con un puñado de setas venenosas, hojeando un libro de cocina en busca de una receta susceptible de estimular la gula de Morley; me lo imaginé dando forma a la masa del strudel de frutas, añadiéndole mantequilla y trocitos de fruta confitada, metiendo el pastel ya cocido en una caja de pastelería y entregándoselo personalmente a Morley. Puede que incluso charlara unos minutos con él, observándole mientras el desdichado engullía la ponzoñosa golosina. Aunque Morley hubiera advertido cierto sabor raro, ni siquiera se habría quejado. Debía de estar muerto de hambre por culpa del régimen. Y era demasiado educado para quejarse. Al cabo de varias horas, había advertido de pronto cierta indisposición, pero había transcurrido ya demasiado tiempo para que relacionase las náuseas y el dolor estomacal con el strudel.

Yo había visto agáricos en alguna parte. La imagen se me encendía y apagaba en la memoria… una zona con árboles… hongos con aspecto de champiñones que crecían en círculo…

No había muchos lugares así. La casa de Simone… la casa donde había vivido David Barney en la época de la muerte de Isabelle, aunque no recordaba nada en relación con el paisaje que la rodeaba. La casa daba al océano y había pocos árboles en los alrededores. La de los Weidmann. Había ido con Yolanda hasta el patio donde Peter Weidmann dormía la siesta; un jardín normal cuyo césped se prolongaba hasta los árboles…

Quité las fichas del tablón de anuncios y volví a clavarlas. ¿Qué había visto Morley que yo era incapaz de percibir? Cogí su calendario de mesa, que estaba en uno de los montones sobre el mármol de la cocina. Era de los que dedican una página a cada mes y lo abrí por octubre, mientras me esforzaba por imaginar lo que había hecho Morley en el curso de los dos últimos meses. Casi todas las casillas estaban vacías. Noviembre reflejaba la misma falta de actividad, con sólo tres anotaciones: dos citas con médicos y una visita a la peluquería un miércoles por la tarde. En diciembre había habido más movimiento y todo indicaba que, efectivamente, se había entrevistado con dos personas relacionadas con el caso. A Lonnie le emocionaría saber que había hecho «algo» para justificar el dinero que cobraba. Los nombres de Yolanda y Peter Weidmann figuraban dos veces. La primera cita se había cancelado al parecer porque la hora estaba tachada y se había trazado a lápiz una flecha que iba desde aquel día concreto a otro de la semana siguiente. Recordé que Yolanda se había quejado de la insistencia de Morley, así pues, parecía lógico suponer que había estado en la casa en más de una ocasión.

El jueves 1 de diciembre, es decir, hacía una semana, había escrito a lápiz: «F.V. 13.15 h». ¿Voigt? ¿Habría hablado Morley con Francesca? Ésta me había dicho que no le conocía. Al hacerme cargo de los papeles de Morley había visto una carpeta con el nombre de Francesca Voigt en la cubierta, pero vacía en el interior. Como es lógico, cabía la posibilidad de que F.V. fuese un testigo relacionado con otro caso, pero no me parecía probable. En la parte superior de la página figuraba el teléfono de los Voigt. ¿Me había mentido Francesca? Para el sábado por la mañana había concertado otra cita, ésta con Laura Barney. La misma Laura me lo había confirmado personalmente y había añadido que Morley no se había presentado. Pero Dorothy me había explicado que se dirigió a la oficina para recoger el correo. Si mi hipótesis era cierta, le entregaron el pastel de la muerte entre el viernes por la tarde y el sábado por la mañana, ya que Morley se había sentido indispuesto poco después de comer. Tenía que confirmarlo haciendo más averiguaciones. Laura Barney trabajaba en un centro médico y tenía fácil acceso a cualquier información toxicológica. Me dije que lo más sensato era empezar por ella e ir retrocediendo en la lista de citas que Morley había concertado.

Salí de casa y cogí el coche. Arranqué y puse rumbo al puente de la autopista. Giré hacia Castle al pasar por debajo de la 101, doblé a la derecha para acceder a Granita y a continuación a la izquierda para entroncar con Bay. Acababan de dar las cinco cuando llegué a la Clínica Médica de Santa Teresa, que se alzaba en un agradable entorno de edificios médicos y viviendas unifamiliares rodeados de árboles. Esperaba llegar a tiempo. La clínica cerraba seguramente a las cinco, lo que significaba que podía encontrarme la puerta cerrada y con el personal ausente hasta el lunes. No tenía la dirección particular de Laura y, aunque podía conseguirla, no me apetecía posponer el encuentro. La vi de pronto ante mi sorpresa, con la cabeza baja, con un abrigo de entretiempo encima del uniforme y calzada con las zapatillas blancas, mientras cruzaba la calle a toda velocidad por delante de mí. Toqué el claxon. Volvió la cabeza y me miró con expresión de fastidio: sin duda creía que un conductor la reprendía por cruzar la calle con el semáforo en rojo.

Le hice una seña con la mano y me incliné para bajar la ventanilla del lado del copiloto.

– ¿Podría hablar con usted?

– Acabo de salir del trabajo -dijo.

– No la entretendré.

– En otra ocasión, ¿quiere? Estoy agotada. Lo único que me apetece ahora es un buen vaso de vino y un baño caliente. Dentro de una hora, en todo caso.

– Dentro de una hora tengo que estar en otro sitio.

Apartó la mirada. Me di cuenta de que dudaba y de que no tenía intención de ceder. Hizo una mueca y se quedó mirando hacia la acera con irritación.

– Serán sólo cinco minutos -dije.

– Está bien, maldita sea -dijo. Señaló con la cabeza el edificio que tenía a sus espaldas, una estructura victoriana transformada al parecer en un bloque de viviendas pequeñas-. Vivo ahí mismo. Mientras usted busca donde aparcar, me quitaré el uniforme y los zapatos. Es el apartamento seis, al final del pasillo.

– No tardaré.

Se dio la vuelta, subió deprisa los peldaños de la entrada y desapareció por la puerta principal. Tuve que dejar el coche en la otra punta de la calle. En un instante de paranoia, me pregunté si ella viviría realmente donde me había indicado. Me la imaginé entrando en el edificio por la puerta de delante y saliendo a continuación por la trasera. Subí los peldaños de madera, empujé la puerta de paneles de vidrio y accedí a un pasillo en sombras. En el interior reinaba el silencio. A la izquierda había una consola con una lámpara que no se había encendido aún, un fajo de cartas y varios ejemplares del periódico del día. El pasillo estaba flanqueado de puertas. Lo que antaño había sido el salón y el comedor seguramente componía ahora una vivienda, a continuación había otra, y sin duda un estudio al fondo. Supuse que había tres apartamentos abajo y otros tres arriba. A la derecha encontré un tramo ascendente de escalera.

Subí al primer piso, tal como se me había indicado. No era la casa más alegre que había visitado en mi vida, pero estaba limpia y aseada. El papel de la pared parecía nuevo y por lo visto se había seleccionado por el toquecillo victoriano, es decir, empalagoso, del diseño. Ramilletes y cintas entrelazadas se perseguían obsesivamente a mayor gloria del ojo mareado. El efecto, a pesar de la profusión de verdes, malvas y rosas, era deprimente.

Llamé con los nudillos en la puerta señalada con un 6 de bronce y tamaño exagerado. Abrió Laura segundos después, anudándose a la cintura un quimono de algodón. Vi las zapatillas blancas en el suelo, junto a un sillón tapizado donde yacía el uniforme. Al fondo se oía caer el agua en la bañera, detalle que se me antojó preñado de intenciones. El piso consistía en dos habitaciones grandes y un cuarto de baño en miniatura que en otra época había sido seguramente un mini-vestidor. Desde la puerta alcanzaba a ver una estufa eléctrica y el borde de una bañera antigua. El techo era alto, con abundancia de esa ebanistería que huele a barniz aunque lleve años sin saber lo que es un pincel. Había pocos muebles, pero de calidad. Laura me observaba con expresión divertida mientras yo inspeccionaba aquella combinación de sala de estar y dormitorio.

– ¿Merece su aprobación?

– Saber cómo viven otras personas solteras siempre me despierta la curiosidad.

– ¿Y cómo vive usted?

– En un sitio parecido. Procuro mantenerlo dentro de los límites de la sencillez -dije-. No me hace gracia trabajar para que el salario se me vaya en recibos todos los meses.

– Detesto la soltería. Siéntese donde le parezca.

– ¿Lo ha dicho en serio?

– Naturalmente. ¿Usted no? La soledad me revienta. Y vivir en un sitio así es una lata. -Hizo un ademán que abarcó algo más que el entorno físico. Fue al cuarto de baño y cerró el grifo. Percibí con algo de retraso el perfume húmedo y herbáceo del Vitabath.

– A mí me gusta. Además, nadie cuida de nadie -dije.

Volvió a la estancia principal.

– Ojalá se equivoque. Quiero decir que no acabo de resignarme.

– El emparejamiento perfecto es una fantasía. En el fondo todos estamos solos.

– No me venga con sermones a estas horas. No soporto las frases hechas -dijo-. ¿Le importaría decirme para qué quería verme?

– Claro. Para hablar de Morley Shine. El sábado pasado tenía usted una cita con él.

– Exacto. Pero no se presentó.

– Su mujer dice que ese día fue a su oficina.

– Y allí estaba yo a las nueve. Esperé media hora y me marché -dijo.

– ¿Dónde esperó? ¿Llegó a entrar en la oficina?

– Me quedé en la calle. ¿Por qué lo pregunta? ¿Es importante?

– Tal vez no. Pero me intriga cierto paquete que le entregaron -dije.

– ¿Se refiere a la caja de la pastelería?

– ¿Estaba usted allí cuando la llevaron?

– Sí, en el coche. La camioneta de la pastelería se detuvo junto a mí y bajó un tipo con una caja blanca. Al pasar me preguntó si yo era Marla Shine. Le contesté que seguramente buscaba a Morley, pero que aún no había llegado. El muy cretino quiso endosarme la caja, pero como ya hacía rato que esperaba, me fui. Me revienta que me hagan esperar. Tengo cosas mejores que hacer.

– ¿Qué hizo el individuo con ella?

– ¿Con la caja? Ni idea. Seguramente la llevó a la parte delantera. Puede que la dejara en el porche.

– ¿Qué pastelería era?

– No me fijé. La camioneta era de color rojo. Puede que perteneciera a una compañía de mensajeros. ¿A qué viene el interrogatorio?

– Morley murió asesinado.

– ¿En serio? -La sorpresa que manifestó parecía auténtica.

– Seguramente fue el strudel de frutas que había en la caja que usted vio. He hablado hace un rato con el de la oficina del coroner.

– ¿Lo envenenaron?

– Eso parece.

– ¿Ha sacado usted ya alguna conclusión?

– Puede que sí. Morley sabía algo. Ignoro de qué se trataba, pero presiento que estoy cerca de la verdad.

– Es una lástima que el difunto se marchase sin darle la respuesta.

– En cierto modo me la dio. Sé cómo trabajaba su cabeza. Durante muchos años fue socio del individuo que me inició en este trabajo.

– ¿Va a hacerme más preguntas?

– Por ahora no. Que disfrute del baño.

Me dirigí a la autopista y puse rumbo al norte por la 101 hasta que llegué a la salida de Cutter Road. Doblé a la izquierda y entré en la comunidad de Horton Ravine por el portalón principal. Me daba la sensación de que en toda la semana no había hecho más que conducir entre Colgate, el centro de Santa Teresa y Horton Ravine. La tarde se volvía gris, cosa habitual en diciembre, y la temperatura no tardaría en acercarse a los diez grados centígrados, a esa bofetada fría de la que sólo los californianos se quejaban. Aparqué en el sendero circular y toqué el timbre. Me abrió la misma Francesca. Llevaba un vestido de lana de color chocolate, medias negras de lana, botas y un jersey negro sobre los hombros, a modo de mantón.

– Vaya, Kinsey -dijo-, es usted la última persona que esperaba ver en este momento. -Me miró directamente a los ojos y vi la duda dibujada en ellos-. ¿Ocurre algo? No tiene usted buen aspecto. ¿Ha recibido malas noticias?

– Pues sí, pero preferiría pasar por alto el tema. ¿Podría dedicarme un minuto? Me gustaría hablar con usted de cierto asunto.

– Desde luego. Pase, pase. Guda ha ido a comprar al supermercado. Iba a tomarme un café junto a la chimenea del estudio. Cogeremos una taza, por si le apetece a usted otro. Parece que el tiempo se está poniendo desagradable.

Todo se está poniendo desagradable, me dije. La seguí hasta la cocina, un espacio blanquinegro, con tres grandes ventanas en las paredes correspondientes. La cara exterior de los electrodomésticos y las portezuelas lacadas de los armarios eran negras, los mármoles y fogones, blancos como la nieve. Los colgadores y accesorios eran de aluminio cromado. Los únicos detalles de color -rojo cereza- correspondían a los paños de cocina y a los agarraderos del horno. Cogió una taza de la alacena y comentó que accederíamos al estudio pasando por la sala de estar.

– ¿Lo toma con crema de leche y azúcar? Ya hay en la bandeja que tengo en el estudio. Pero si prefiere leche descremada…

– Sí, sí, con leche descremada -dije. No quería contarle lo de Morley todavía. Me observaba con curiosidad y saltaba a la vista que mi conducta la afectaba. Las malas noticias constituyen una carga que sólo parece aligerarse cuando se comparte.

Las paredes del estudio eran de madera de abedul y los muebles estaban tapizados en piel curtida con tanino. Volvió a instalarse en el sofá de cuero que había ocupado antes de llegar yo. Vi que estaba leyendo un libro, una novela de Fay Weldon que casi había terminado, a juzgar por la tira de cartulina que sobresalía de entre las páginas. Hacía siglos que no podía tomarme un día libre para tumbarme bajo el edredón con un buen libro en las manos. En la mesita de apliques de cobre que había a un lado, vi una cafetera maciza. Me llenó la taza y me la alargó. La cogí dándole las gracias y me respondió con una sonrisa de cansancio. Se hizo con un cojín y se lo puso en el regazo como si fuese un osito de peluche. Me percaté de que no me presionaba para averiguar el motivo de mi visita.

– He consultado la agenda de Morley -dije al cabo de un rato-. Según sus indicaciones, usted habló con él la semana pasada. Debería habérmelo dicho cuando se lo pregunté.

– Ya. -Tuvo la decencia de ruborizarse y comprendí que buscaba una respuesta. Debió de pensar que no valía la pena mentir dos veces-. Probablemente esperaba que no se diera usted cuenta.

– ¿Le importaría contarme ahora lo que pasó?

– Le confieso que estoy muy confusa al respecto. En realidad fui yo quien le llamó el jueves por la mañana para concertar la cita.

Hubo una pausa.

– ¿Y? -dije.

Encogió un hombro con incomodidad.

– Estaba furiosa con Kenneth. Había averiguado cierta información… un detalle en que no había reparado hasta entonces…

– Dígame de qué se trata.

– A eso voy. Pero tiene usted que comprender el contexto…

Aquello me cogió de improviso. «Contexto» es la palabra que suele emplearse cuando se quiere justificar una mala acción. Nadie alude al «contexto» cuando ha hecho algo digno de elogio.

– La escucho.

– Mire, resulta que acabé por darme cuenta de que ya estaba harta de todo lo relacionado con la muerte de Isabelle. Harta de todo el asunto y de todos los detalles. Han pasado ya seis años y Kenneth no habla de otra cosa. La muerte de Isabelle, su dinero, su inteligencia, su belleza…

La tragedia que significó su muerte… Está obsesionado por ella. Siente más amor por la difunta del que sentía por ella cuando estaba viva.

– No necesariamente…

Prosiguió como si yo no hubiera dicho nada.

– Le dije a Morley que detestaba a Isabelle, que perdí el control cuando me enteré de su muerte. Compréndalo, yo me limitaba a dar rienda suelta a toda la… a toda la inmundicia emocional. Lo extraño es que, cuando lo medité después, caí en la cuenta de lo retorcida que me había vuelto. Y Kenneth también. No tiene usted más que vernos. La nuestra es una relación muy neurótica.

– ¿Llegó usted a esa conclusión después de hablar con Morley?

– Hasta cierto punto, precipitó la consideración de que había llegado el momento de desaparecer. Si quiero recuperar la salud, tengo que separarme de Kenneth, aprender a valerme por mí misma, para variar…

– ¿Y fue entonces cuando se le ocurrió abandonarle? ¿La semana pasada?

– Pues sí.

– O sea que no tiene nada que ver con el cáncer de hace dos años.

Se encogió de hombros.

– No puedo negar que tuvo su peso. Fue como despertar y comprender de pronto a qué se había reducido mi existencia. Si le soy sincera, yo creía que estaba felizmente casada hasta que hablé con Morley. Se lo digo con absoluta franqueza, pensaba que todo marchaba de maravilla. Bueno, con sus más y sus menos. Hasta que me percaté de que todo era una fantasía.

– La conversación con Morley tuvo que ser de las que hacen historia -dije. Esperé unos minutos, pero Francesca no hizo el menor comentario-. ¿Cuáles eran «sus más y sus menos»?

Alzó los ojos y se quedó mirándome.

– ¿Cómo dice?

– ¿Le importaría decirme de una vez qué es lo que descubrió? Ha dicho usted que estaba furiosa con Kenneth. Y me ha dado a entender que por ese motivo se puso en contacto con Morley.

– Sí, claro, desde luego. Estaba ordenando el estudio y encontré una cuenta que Ken me había ocultado.

– ¿Una cuenta corriente?

– Algo así. Era un balance, una página de un libro de contabilidad. Kenneth había estado ayudando económicamente a una persona.

– Ayudando económicamente a una persona… -repetí con entonación neutra.

– Sí, entregas de dinero en metálico realizadas cada mes durante los tres últimos años. Kenneth lo había apuntado porque en lo administrativo es muy minucioso. Seguramente no se le ocurrió que podía caer en mis manos.

– ¿Y cuál es la explicación? ¿Tiene Kenneth una amante?

– Eso pensé al principio, pero la verdad es más grave todavía.

– Francesca, ¿quiere dejarse de rodeos e ir derecha al grano?

Tardó un minuto en hacerlo.

– El dinero era para Curtis McIntyre.

– ¿Para Curtis? -dije. Apenas podía creerlo-. ¿Y por qué motivo?

– Eso mismo le pregunté yo. Me sentí horrorizada. Me encaré con él en cuanto volvió del trabajo.

– ¿Y qué dijo?

– Que era una especie de obra de caridad. Para ayudarle a pagar el alquiler, determinados recibos, cosas así.

– ¿Y por qué tiene que responsabilizarse de las dificultades de ese hombre? -pregunté.

– No tengo la menor idea.

– ¿Cuánto?

– Hasta el momento, tres mil seiscientos dólares.

– Fantástico -dije-. Yo me sentía culpable porque había encontrado datos que eran dinamita pura para el caso de Lonnie, y ahora resulta que el demandante tiene en nómina al principal testigo de cargo. Me imagino la cara de Lonnie. Seguro que le da un ataque.

– Eso le dije a Ken, pero él jura que sólo quería ayudar al individuo.

– ¿Y si el dato sale a la luz pública? ¿No comprende que parecerá que ha pagado a Curtis para que preste declaración? Desde mi punto de vista, Curtis no es persona de fiar. ¿Cómo vamos a presentarle ahora como testigo imparcial que cumple con sus deberes de ciudadano?

– Kenneth no ve nada malo en ello. Alega que Curtis estaba sin trabajo. Supongo que Curtis le diría que no iba a tener más remedio que marcharse a otro estado para probar suerte y que Kenneth quiso asegurarse su disponibilidad…

– ¡Pero, señora, para eso están las citaciones judiciales!

– Bueno, no se enfade conmigo. Ken jura que no es lo que parece. Curtis se puso en contacto con él cuando absolvieron a David…

– Francesca, por favor, escúcheme. ¿Qué cree usted que pensará el jurado? Pues que todo es un apaño de trastienda. La declaración de Curtis beneficiará directamente al hombre que le ha dado dinero durante los tres últimos años y… -Me detuve en seco. Francesca abrazaba el cojín de un modo que me llamó la atención-. ¿Hay algo más?

– Le di la hoja a Morley. Temía que Kenneth la rompiera y se la entregué a Morley para que la guardase hasta que yo hubiera tomado una decisión.

– ¿Cuándo?

– A ver, ¿cuándo la encontré? El miércoles por la noche, según creo. Se la entregué a Morley el jueves, y cuando Kenneth regresó a casa discutimos…

– ¿Se enteró de que la había cogido?

– Sí, y se enfureció. Quería que se la devolviera, pero era imposible, no podía recuperarla.

– ¿Sabía que usted se la había dado a Morley?

– No le dije nada en ese sentido. Quizá lo averiguase, pero no se me ocurre cómo. ¿Por qué lo pregunta?

– Porque Morley fue asesinado. Le regalaron un strudel preparado con setas venenosas. Encontré la caja del pastel, una caja blanca, en la papelera.

En sus facciones se pintó la estupefacción.

– No creerá que fue Ken, ¿verdad?

– Lo diré de otro modo: he registrado los dos despachos de Morley. No he encontrado ningún balance y sus archivos están incompletos. Desde el principio he partido de un doble supuesto: o Morley era una nulidad para administrar y organizar o estafaba a Lonnie pasándole factura por trabajos que no hacía. Pero ahora tengo mis dudas. Es posible que le robaran expedientes para simular otra sustracción.

– Kenneth no haría una cosa así. De ninguna de las maneras.

– ¿Qué pasó el jueves cuando se enteró de que usted ya no tenía el balance? ¿Se olvidó del asunto?

– Me acosó a preguntas, pero no quise decirle la verdad. Al final dijo que no importaba, porque en última instancia no cometía ningún delito. Si prestaba dinero a Curtis, el asunto sólo les afectaba a ellos dos.

– ¿Y no le extrañó? Caramba, Francesca, parece que no se da usted cuenta. Kenneth Voigt entrega dinero a Curtis McIntyre, cuya declaración da la casualidad de que perjudica a David Barney en un proceso que da la casualidad de que beneficia a Kenneth Voigt. ¿No le parece demasiada casualidad? Aunque también cabe la posibilidad de que sea un chantaje. No se me había ocurrido.

– ¿Chantaje? ¿Por qué?

– Por el asesinato de Isabelle. Eso explicaría todo.

– Kenneth no mataría a Isabelle. La quería demasiado.

– Eso dice él ahora. ¿Quién sabe lo que sentía entonces?

– No haría una cosa así -dijo Francesca sin convicción.

– ¿Por qué no? Isabelle le dejó para liarse con David Barney. ¿Qué podía resultar más satisfactorio que matarla a ella y lograr que culparan a David?

Dejé que meditara con el cojín apretado contra el regazo. Le retorció una punta hasta que pareció una oreja de conejo.

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