9

Descolgué de nuevo y llamé a la sargento Cordero, de Homicidios. Estaba fuera, y el teniente Becker se hizo cargo de la llamada.

– Hola, soy Kinsey. Necesito cierta información y pensé que Sheri podría echarme una mano.

– Volverá después de las tres, pero si yo te soy útil… ¿De qué se trata?

– Quería pedirle a Sheri que llamara a la penitenciaría del condado para que comprobaran las fechas de ingresos y salidas de un tipo que se llama Curtis McIntyre.

– Un momento, estoy buscando un lápiz. ¿Has dicho McIntyre?

– Sí. Tiene que prestar declaración en un caso que lleva Lonnie Kingman. Necesito saber si hace cinco años, el 25 de mayo exactamente, estaba dentro o fuera. Él dice que ese día habló con el acusado. Podría conseguir la información por orden judicial, pero tendría que ir tras el juez y preferiría ahorrarme el trámite.

– No será difícil averiguarlo. Te llamaré cuando lo sepa, pero a lo mejor tardo un poco. ¿Es muy, muy urgente?

– Cuanto antes tenga ese dato mejor.

– Como siempre -dijo el teniente Becker.

En cuanto colgué el teléfono me puse a reflexionar preguntándome si no habría medios más rápidos de comprobar la información. Como es lógico, podía esperar hasta media tarde, pero los nervios se me resentirían. La llamada de David Barney me había intranquilizado y me sentía rara.

Me resistía a perder el tiempo comprobando lo que probablemente era pura mentira. Por otra parte, Lonnie contaba con el testimonio de Curtis McIntyre. Si éste mentía, estábamos perdidos, y más aún con el embrollo informativo que había organizado Morley. Era el primer trabajo que hacía para Lonnie. No podía permitirme el lujo de que volvieran a despedirme.

Reproduje mentalmente la conversación que había sostenido con Curtis en la penitenciaría. Según él, había salido al encuentro de David Barney en el pasillo, delante mismo de la sala de autos, el día en que se le había declarado inocente. Buscar a Herb Foss, el abogado de Barney, para que corroborase la declaración de Curtis era hacer el ridículo, pero, ¿no había habido más testigos del encuentro? Los periodistas, con sus cámaras y micrófonos.

Cogí la chaqueta y el bolso. Salí del despacho y recorrí a buen paso las dos manzanas que me separaban de la travesía donde había conseguido aparcar. Tomé Capilla Boulevard, crucé el centro del barrio comercial y puse rumbo a la colina, al otro lado de la autopista.

Los estudios KEST-TV se encontraban en la cima. Desde el risco donde se alzaban las instalaciones se divisaba un mural vivo de 180 grados de la ciudad de Santa Teresa: montañas a un lado, el océano Pacífico al otro. En el aparcamiento, donde cabían alrededor de cincuenta vehículos, aparqué en una plaza reservada a los visitantes. Bajé y me detuve unos momentos: el viento azotaba los arbustos secos de la ladera y, a lo lejos, el océano se extendía hasta el horizonte como si se hubiera vuelto liso y hueco.

Recordé la historia que me había contado en cierta ocasión un arqueólogo experto en profundidades marinas. Me explicó que bajo el agua había rastros de primitivas aldeas ribereñas que antiguamente se alzaban junto a las ensenadas. Con el paso del tiempo, el mar había depositado en la orilla vasijas y almireces rotos, conchas de caracol y otros objetos, arrancados probablemente de antiguos cementerios y basureros de la playa actualmente sumergida. Las leyendas de los indios chumash hablan de una época en que el mar se retiraba y permanecía de aquel modo durante horas. En los límites de la bajamar, a unos dos kilómetros de distancia, una casa quedaba al descubierto: una choza, una choza milagrosa. La gente se concentraba en las playas y lanzaba murmullos de admiración. Las aguas seguían retrocediendo y aparecía otra casa, pero los testigos, demasiado asustados, no osaban acercarse. Las aguas recuperaban poco a poco el estado natural y las dos casas desaparecían bajo la lenta ascensión de la pleamar.

Había algo mágico en aquella historia en que los espíritus del Holoceno ofrecían una visión momentánea de un antiquísimo enclave tribal. A veces me preguntaba si me habría atrevido a recorrer aquel tramo de fondo marino que antaño quedaba al descubierto. Puede que a medio kilómetro se hundiese como las laderas de una montaña, paredes de acantilados submarinos que cayeran hasta alcanzar el barranco del fondo. Imaginé el fondo del océano, negro a causa de la ausencia de luz, embaldosado de tesoros pétreos. El tiempo oculta la verdad y apenas deja una ligera ondulación en la superficie como indicio de las llanuras y valles que hay debajo. A pesar de que el crimen se había cometido hacía seis años, era mucho lo que había quedado oculto y sumergido. Y lo único que yo podía hacer era reunir restos arrojados como desperdicios a las playas del presente, sin tenerlas todas conmigo a propósito de los tesoros sin descubrir y fuera del alcance de la mano.

Me volví y entré en los estudios -una estructura de una sola planta, de fachada enlucida con estuco y pintada de un uniforme color arenoso-, erizados de antenas de todos los tamaños. Accedí al vestíbulo cubierto de moqueta azul y decorado con esos muebles de estilo «danés moderno» que un universitario rico tal vez alquilase durante un semestre. La decoración navideña estaba en trance de colocación: un árbol artificial en una esquina y cajas de adornos amontonadas en una silla. En la pared que tenía a la derecha se habían acumulado los premios televisivos como si fueran trofeos deportivos. En un televisor en color podía verse la retransmisión de un concurso matutino que consistía, al parecer, en identificar a una serie de famosos cuyo nombre de pila era Andy.

La recepcionista era una guapa joven de pelo negro y maquillaje chillón. En la cartulina que llevaba en el pecho decía que se llamaba Tanya Alvarez.

– ¡Rooney! -exclamó con los ojos fijos en el aparato. Me giré para ver el concurso. Andy Rooney, en efecto, una respuesta acertada, y el público aplaudió. Apareció otra cara y la joven dijo-: Ah, ¿quién es ése? ¿De quién es esa cara? ¡Andy Warhol! -¡Dos respuestas acertadas!, y la joven se ruborizó de placer. Se volvió hacia mí-. Me haría de oro en ese concurso, pero seguro que, si me presento, ese día ponen un tema del que no sé nada. Peces del Índico o flora exótica. ¿Desea usted algo?

– No lo sé con exactitud. Me gustaría ver noticias de hace unos cinco años, si es que las conservan.

– ¿Filmadas por nosotros?

– Sí, sí. Se trata del final de un juicio por homicidio que se celebró en Santa Teresa y estoy convencida de que ustedes cubrieron la información.

– Espere un momento, veré si alguien puede echarle una mano. -Llamó a «alguien» que estaba en las entrañas de los estudios y le describió por encima el carácter de mi petición-. Leland saldrá dentro de cinco minutos -dijo.

Le di las gracias y pasé el obligado período de espera paseando desde la puerta principal, que daba al aparcamiento, hasta las vítreas puertas de corredera que había al fondo de la sala de recepción y que daban a un ancho patio de cemento amueblado con sillas blancas de plástico macizo. Alrededor del patio, como si fuera una pantalla, se extendía una vista de la ciudad en tres dimensiones. Imaginé a los empleados de los estudios comiendo al sol, las mujeres con la falda ligeramente subida y los hombres con el torso desnudo. Una gigantesca antena parabólica dominaba el paisaje. El aire parecía turbio desde las alturas…

– Soy Leland. ¿Qué quería?

El individuo que acababa de aparecer por la puerta que había a mis espaldas rondaba los treinta años y por lo menos tenía cincuenta kilos de más, una mata de pelo rizado y castaño que le flanqueaba la cara infantil, gafas de montura alámbrica, ojos azul claro, mejillas ruborizadas y ni un solo pelo facial. Con un nombre como Leland lo tenía claro. Parecía el típico colegial torturado por los compañeros desde el primer día de clase, demasiado inteligente y gordo para impedir la crueldad involuntaria de los mediocres.

Me presenté y nos dimos la mano. Expliqué la situación lo más brevemente posible.

– Dado que acudieron periodistas de aquí el día en que declararon inocente a Barney, se me ocurrió que a lo mejor filmaron el momento en que salía de la sala de autos.

– Ya -dijo.

– «Ya» no es lo que quiero, señor Leland. Creí que iría a los archivos y comprobaría los antiguos noticiarios.

Se quedó atónito. Ojalá el trabajo detectivesco fuese tan fácil como lo pintan en la televisión. En mi vida había abierto una cerradura con la tarjeta de crédito. Y seguro que si lo intento la rompo. Además, ¿qué ocurre, según las películas, cuando ya tenemos la tarjeta metida entre la puerta y la jamba? Casi todos los pestillos que he visto tienen el extremo biselado hacia el interior, de modo que cuando se introduce la tarjeta de crédito, ésta tropieza con la cara horizontal del pestillo y no se puede hacer palanca. Y cuando el bisel está de cara al exterior, el cerradero impide la inserción incluso de los objetos más flexibles. Leland parecía haber adoptado justamente esta actitud.

– ¿Qué pasa? ¿No guardan ustedes las cintas?

– No es eso. Estoy convencido de que hay una copia del metraje que busca. Las cintas originales están archivadas por temas y fechas, y además hay unas fichas de seis centímetros por diez donde constan ambas clasificaciones.

– ¿No tienen todo informatizado?

Negó con la cabeza y con un ligero asomo de satisfacción.

– La logística del sistema importa poco en estas circunstancias, porque no podrá ver la cinta sin una orden judicial.

– Trabajo para un abogado y puedo conseguir la orden. No es ningún problema.

– Pues vaya a buscarla. La espero.

– Pero yo no puedo esperar. Necesito la información lo antes posible.

– En ese caso, lo siento. No puedo enseñarle la cinta sin una orden judicial.

– ¿No le sería igual que se la diera más tarde? Estoy autorizada a buscar la información. Eso es lo que importa, ¿no?

– No hay entrada, no hay peli. Eso es lo que importa -dijo.

Empezaba a comprender por qué sus compañeros de clase disfrutaban metiéndose con él.

– Vamos a hacer otra cosa. -Saqué una foto policial de Curtis McIntyre-. ¿Por qué no mira usted mismo la cinta y me dice si aparece este ciudadano? Es lo único que me interesa saber.

Se me quedó mirando con la misma cara inexpresiva que ponen todos los funcionarios mezquinos mientras calculan las posibilidades de que les abran expediente si dicen que sí.

– ¿Para qué quiere saberlo? Antes no la escuchaba.

– El sujeto de la foto dice que sostuvo una breve conversación con un procesado poco después de que le declarasen inocente. Dice que había cámaras filmando cuando el procesado salió de la sala, de modo que, si es verdad lo que dice, tiene que vérsele con claridad en la cinta, ¿comprende?

– Sííí -dijo con lentitud. Seguro que creía que me guardaba un comodín en la manga.

– No violo los derechos civiles de nadie -añadí con buena lógica-. ¿Me hace este favor o no?

Alargó la mano abierta. Le di la foto de Curtis. La mano siguió abierta.

Le miré sin comprender.

– Ah -dije. Abrí el bolso y saqué el monedero. Cogí un billete de 20 dólares y se lo puse en la palma. No movió ni un músculo, pero supe que se había ofendido. Me miró como lo haría un taxista de Nueva York si le diese diez centavos de propina. Saqué otro billete de 20 dólares. Tampoco esta vez hubo reacción-. Resulta odioso que una persona tan joven esté ya tan corrompida.

– Sí, es nauseabundo -dijo.

Le di otro billete.

La mano se cerró.

– Acompáñeme.

Se dio la vuelta, cruzó la puerta por la que había salido y caminó por un estrecho pasillo. Le seguí sin decir palabra. Había despachos a ambos lados del pasillo. De vez en cuando nos cruzábamos con empleados vestidos con tejanos y calzados con Reeboks, pero ninguno parecía estar ocupado en nada concreto. Las estancias parecían pequeñas e irregulares, con demasiada chapa de pino nudoso en las paredes y demasiadas fotos y diplomas con marcos baratos. Todo el interior del edificio parecía haberse remodelado con las típicas improvisaciones que luego imposibilitan la venta de un inmueble.

Al llegar al fondo, accedimos a un pequeño pasillo sin salida, donde una escalera de metal y madera conducía a un desván. Inmediatamente a la derecha, se dirigió a un anticuado archivador de madera coronado por otro igual pero más pequeño. Abrió el cajón del año que nos interesaba y se puso a mirar las fichas, empezando por el apellido Barney.

– Las filmaciones de campo no las tenemos -comentó mientras miraba.

– ¿Qué son las filmaciones de campo?

– El metraje filmado originalmente por el que lleva la cámara, por ejemplo, veinte minutos. Sólo conservamos el metraje editado, de noventa segundos a dos minutos, que se emite realmente.

– Ah. Bueno, es igual. Me sirve de todos modos.

– Siempre que el tipo que busca no se adelantara y hablase con su sospechoso cuando las cámaras ya habían terminado de filmar.

– Tiene razón -dije.

– En ésta, nada -dijo-. Bueno, veamos aquí. ¿Dónde más podría estar? -Probó con «Asesinatos», «Juicios» y «Procesos», pero no encontró referencia alguna de Isabelle Barney.

– Pruebe con «Homicidios» -sugerí.

– Buena idea. -Pasó a la H. Allí estaba, con una designación numérica que al parecer remitía al número que tenía la cinta en el archivo. Subimos por las escaleras y cruzamos una puerta tan baja que tuvimos que agachar la cabeza. Accedimos a un laberinto de cabinas de dos metros de altura y forradas de videocintas debidamente etiquetadas y puestas en posición vertical. Una vez Leland encontró la cinta que buscábamos, volvimos abajo y entramos en la estancia de la derecha, donde había cuatro paneles de emisión con monitores. Encendió el primer aparato e introdujo la cinta. Apareció el primer fragmento en la pantalla que teníamos delante. Apretó la tecla de avance rápido. Vi desfilar las noticias de aquel año como quien ve la historia de la civilización en un anuncio, con todos sus protagonistas gesticulando, saltando y corriendo a cien por hora. Vi una foto fija de Isabelle Barney.

– Ahí, ahí -exclamé.

Leland hizo retroceder la cinta y la dejó pasar a velocidad normal. Un presentador, a quien no veía desde hacía muchos años, apareció de pronto con el micrófono en la boca y la pantalla emitió imágenes fragmentarias que daban cuenta de la muerte de Isabelle, la detención de David Barney y el juicio que se había celebrado a continuación. La sentencia absolutoria, vista en versión condensada, tenía el aspecto vertiginoso de la justicia instantánea, bien organizada, dispensada en el acto, con la libertad al alcance de todos. David Barney salió de la sala con expresión desconcertada.

– Deténgalo un momento. Quiero verle bien.

Leland detuvo la cinta y me dejó observar la imagen: cuarenta y tantos años, el pelo castaño claro y ondulado peinado hacia atrás, arrugas en la frente y patas de gallo en el rabillo de los ojos, nariz recta y una sonrisa tensa que dejaba entrever una dentadura artificialmente perfecta. Tenía la barbilla fuerte, al igual que las manos de uñas cuadradas. Aunque era bastante alto, su abogado, en comparación con él, parecía mucho más alto, sombrío y apagado.

– Gracias -dije. Me di cuenta entonces de que había contenido el aliento. Leland volvió a poner la cinta en marcha y pasó a otro reportaje. Me devolvió la foto de Curtis McIntyre.

– Ni rastro del tipo.

Por el dinero que le había dado, habría podido fingir un poco de desilusión.

– ¿Pudo haberlo ocultado el enfoque? -pregunté.

– Había un plano general y un primer plano. Les ha visto salir solos por la puerta. Nadie se les ha acercado en el metraje emitido. Ya se lo dije, tal vez se acercara y hablara con el tipo al acabar la conferencia de prensa.

– Pues muchas gracias -dije-. Tendré que confiar en la otra fuente de información.

Volví al coche desorientada. Si me confirmaban la permanencia en presidio de Curtis McIntyre, tenía intención de encararme con él; sin embargo, aún no podía hacerlo. En teoría, tenía muchas entrevistas pendientes, pero el telefonazo de David Barney me había hecho perder los papeles. No quería perder tiempo corroborando la coartada de David Barney; sin embargo, si era verdad lo que decía, al final pareceríamos un hatajo de imbéciles.

Tomé la carretera serpenteante que bajaba por el otro lado de la colina, giré a la derecha para acceder a Promontory Drive, fui por la carretera que bordeaba la costa y llegué a Horton Ravine. Durante hora y media estuve preguntando entre los vecinos para averiguar quién había estado fuera y quién en los alrededores la noche en que habían matado a Isabelle. Hacer indagaciones tan cerca de donde vivía David Barney no me agradaba precisamente, pero era imposible conseguir en otro lugar esa información. Interrogar a la gente por teléfono resulta inútil. Te cuelgan, te cuentan mentiras o quieren impresionarte.

Un vecino se había mudado, otro había muerto. A una mujer que vivía en la finca adyacente le parecía haber oído un disparo, pero en su momento no había prestado mayor atención y luego se había preguntado si no habría sido otra cosa. ¿Qué, por ejemplo?, me había dicho a mí misma. Ignoro si estaba volviéndome paranoica, pero cada vez que oía algo parecido a un disparo, yo miraba el reloj para saber qué hora era.

Los ocho propietarios restantes que vivían en aquel tramo de avenida ni habían estado fuera aquella noche ni habían visto nada. Me dio la impresión de que había transcurrido demasiado tiempo para que nadie se tomara la molestia de ponerse a recordar. Un crimen de seis años de antigüedad no estimula la imaginación. Ya habían contado su versión de lo ocurrido demasiadas veces.

Me fui a comer y pasé por mi casa sólo para comprobar si habían dejado algún mensaje en el contestador automático. No había ninguno. Fui a casa de Henry. Tenía ganas de conocer a William.

Henry estaba en la cocina, amasando pan, con los antebrazos cubiertos de harina de trigo integral y con los dedos sembrados de pegotes que parecían de masilla de fontanero. Cuando Henry amasa, sus movimientos suelen tener una cualidad meditabunda, metódica y experimentada que tranquilizan al observador. Pero aquel día movía las manos como el estrangulador de Boston y en sus ojos había una expresión obsesiva. A su lado, ante el fogón de la cocina, estaba un hombre que se parecía a él lo bastante como para pasar por su hermano gemelo; alto y delgado, con el mismo cabello níveo, los mismos ojos azules, la misma faz aristocrática. Capté las semejanzas durante aquella apreciación inicial. Las diferencias eran profundas y costaba más tiempo descubrirlas.

Henry llevaba una camisa hawaiana, pantalón corto blanco y sandalias de cuero; tenía las piernas largas, nervudas y bronceadas como las de un corredor. William vestía un traje de rayas con chaleco, camisa blanca almidonada y corbata. Estaba muy erguido, casi tieso, como si quisiera compensar la debilidad subyacente. Nunca había visto a Henry poniendo de manifiesto sus problemas. William sostenía un folleto en una mano ligeramente temblona y con un tenedor señalaba un corazón dibujado. Se interrumpió para proceder a las presentaciones y canturreamos la acostumbrada letanía de expresiones de cordialidad.

– ¿Qué te estaba diciendo? -preguntó.

Henry me miró con resignación.

– William me contaba ciertas prácticas médicas relacionadas con su ataque cardíaco.

– Exacto. Seguro que a usted también le interesan -me dijo William-. Supongo que sus conocimientos de anatomía serán tan rudimentarios como los de él.

– Suspendería si me presentara a un examen -dije.

– Y yo -dijo William-, hasta que me ocurrió lo que me ocurrió. Mira, Henry, esto que viene te interesa.

– Lo dudo -dijo Henry.

– «El lado derecho del corazón recibe la sangre del cuerpo y la hace pasar por los pulmones, donde la sangre elimina el anhídrido carbónico y otros elementos indeseables y se enriquece con oxígeno. El lado izquierdo recibe la sangre oxigenada de los pulmones y la reparte por todo el organismo por mediación de la aorta…» -El dibujo que sostenía en la mano parecía el mapa de un parque nacional surcado de carreteras de dirección única y señalizadas con flechitas blanquinegras-. Si estas arterias se bloquean, surgen los problemas -añadió William golpeando el papel con el tenedor para subrayar lo que decía-. Es como si hubiese un desprendimiento en una carretera que discurriera junto a una montaña. Habría un atasco impresionante. -Pasó una página del folleto, que tenía abierto y pegado al pecho igual que una maestra de párvulos que leyera en voz alta a los alumnos. El siguiente diagrama (la sección vertical de una arteria coronaria) parecía el tubo de una aspiradora cuando se llena de pelusa.

– ¿Has comido ya? -le interrumpió Henry.

– No, por eso he vuelto a casa.

– Hay atún en el frigorífico. Podemos preparar unos bocadillos. ¿Te gusta el atún, William?

– No puedo comer atún. Tiene mucha grasa, y si encima le pones mahonesa… -Negó con la cabeza-. Yo no quiero atún, gracias. He traído latas de sopa baja en sodio y abriré una. Pero por mí no os privéis.

– William tampoco puede comer lasaña -me dijo Henry.

– Y mira que lo siento. Por suerte, Henry tenía verdura y me la he hecho al vapor. No me gusta molestar, ya te lo he dicho. No hay nada peor que ser una carga para las personas que uno quiere. Padecer del corazón no equivale a estar sentenciado. La clave consiste en la moderación: ejercicio ligero, alimentación adecuada, mucho descanso… no hay motivo para pensar que no voy a cumplir los noventa.

– Todos llegamos a los noventa en mi familia -dijo Henry con acritud. A fuerza de cachetes había acabado por dar forma a las hogazas y ahora las ponía en una fila de bandejas untadas con aceite.

Oí un suave pitido.

William sacó el reloj de bolsillo y levantó la tapa.

– Es la hora de las pastillas -dijo-. En cuanto me las tome, iré a mi habitación y me echaré un rato para compensar la tensión del viaje. Le pido mil perdones, señorita Millhone. Ha sido un placer conocerla.

– Lo mismo le digo, William.

Nos dimos la mano otra vez. En cierto modo, parecía fortalecido por la conferencia que nos había dado sobre los peligros de los productos con grasa.

Mientras yo preparaba los bocadillos, Henry metió en el horno seis hogazas de pan. No nos atrevíamos a decir nada, pues William estaba aún en el cuarto de baño; éste llenó un vaso y se dirigió a su habitación. Nos sentamos a comer.

– Creo que ya puedo pronosticar que van a ser dos semanas larguísimas -murmuró Henry.

Me dirigí al frigorífico, cogí dos Pepsis Light y volví a la mesa. Henry las destapó y me pasó una. Mientras comíamos le conté los detalles de la investigación en que andaba: le gusta que le cuente cosas de mi trabajo; y, a mí, oírme hablar me aclara las ideas.

– ¿Qué piensas del tal Barney? -preguntó.

Me encogí de hombros.

– Es un pájaro de cuidado, pero Kenneth Voigt tampoco acaba de gustarme. Es un sujeto despiadado. Tienen suerte de que las leyes de este país no se hayan moldeado a tenor de mis opiniones personales.

– ¿Crees que el testigo de cargo dice la verdad?

– Lo sabré cuando averigüe dónde estaba el 21 de mayo -dije.

– ¿Por qué tiene que mentir, si es tan sencillo comprobar lo que afirma? Según dices, si realmente estaba en la cárcel, lo único que tienes que hacer es comprobar su ficha.

– Pero, ¿por qué tiene que mentir David Barney si la comprobación también repercute sobre sus afirmaciones? Por lo visto, a nadie se le ha ocurrido verificar la fecha hasta ahora…

– A menos que la comprobara Morley Shine antes de morir -dijo Henry, e imitó los compases que subrayan los «momentos decisivos» de las teleseries y radionovelas.

Sonreí; tenía la boca demasiado llena de atún para contestar.

– Sí, fantástico -dije cuando tragué el bocado-. Hago bien el trabajo y encima acabo en la morgue. -Me limpié la boca con una servilleta de papel y tomé un sorbo de Pepsi.

Henry hizo un ademán con la mano para quitar importancia a la situación.

– Lo más seguro es que Barney haya querido levantar una cortina de humo.

– Espero que sea sólo eso. Porque si al final resulta que tiene razón, no sé qué voy a hacer. -La frase sonó solemne.

Antes de marcharme, llamé al teniente Becker para saber si había recibido alguna noticia de la dirección de la penitenciaría.

– Acabo de hablar por teléfono. El tipo tenía razón. Curtis McIntyre compareció aquel día ante el juez y fue acusado formalmente de allanamiento de morada. Puede que se cruzara con Barney en el pasillo mientras se dirigía a la sala, pero lo lógico es que estuviera esposado con los demás detenidos. No es probable que hablara con él.

– Aquí ocurre algo raro, y tengo que averiguar qué es.

– Pues será mejor que te des prisa. McIntyre ha salido de la cárcel hoy, a las seis de la mañana.

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