3

Puesto que Jefatura estaba en la manzana contigua, decidí empezar allí y visitar al teniente Dolan, de Homicidios. Este tenía la gripe y estaba de baja, pero me atendió la sargento Cordero. Vi al teniente Becker en un rincón, hablando con un individuo, tal vez un sospechoso, un veinteañero blanco y mohíno que parecía reacio a colaborar. Conocía más a Becker que a Cordero, pero si esperaba a que el primero estuviese libre, acabaría interrogándome sobre mis relaciones con Jonah Robb, el de Personas Desaparecidas. Hacía por lo menos ocho meses que no veía a Jonah y en esos momentos no me apetecía dar pie a que el contacto se reanudara.

Sheri Cordero constituía una anomalía en Jefatura. Como era mujer y sudamericana, mataba dos pájaros marginados de un tiro. Tenía veintinueve años, era bajita, pechugona, lista, dura y tal vez también corrosiva, aunque en un sentido que no sabría definir con precisión. Nunca decía nada ofensivo, pero los colegas no se sentían del todo a gusto cuando ella estaba delante. No obstante, yo sabía a qué tenía que enfrentarse Sheri. La policía de Santa Teresa es de las mejores que hay, pero no siempre es fácil ser mujer y agente del orden. Y si Sheri se comportaba como lo hacía, tenía sus motivos. Sostenía una conversación telefónica que prosiguió en español en cuanto llegué hasta ella. Me senté en la silla de metal y cuero sintético que había junto a su escritorio. Me enseñó un dedo para indicarme que me atendería enseguida. Había colocado un arbolito navideño encima de la mesa. Estaba decorado con barras de caramelo y me serví una. Lo bueno de estar ante alguien que habla por teléfono es que puede observársele a placer sin que la tachen a una de grosera. Desenvolví el caramelo y tiré el papel transparente a la papelera. Cordero estaba enfrascada en la conversación y gesticulaba con vehemencia para subrayar lo que decía. No era fea, aunque sí algo vulgar, y se maquillaba más bien poco. Le faltaba una esquirla a uno de sus incisivos y la melladura daba un matiz frívolo a una cara por lo demás seria. Mientras la observaba se puso a dibujar en el cuaderno de notas: un vaquero apuñalado en el pecho con un cuchillo desmesurado.

Terminó de hablar y se dirigió a mí sin que la transición le supusiera ningún cambio perceptible.

– ¿Sí?

– Buscaba al teniente Dolan, pero Emerald me ha dicho que está enfermo.

– Sí, al final ha acabado por contagiarse. ¿Tú no has pasado la gripe este año? Yo estuve de baja una semana, me encontraba fatal.

– Hasta ahora me he librado -dije-. ¿Cuánto tiempo lleva de baja?

– Sólo dos días. Cuando vuelva, lo hará arrastrándose y con cara de muerto. Anda, dime qué quieres.

– Me ha contratado Lonnie Kingman para que investigue un caso por defunción en circunstancias sospechosas. El acusado es David Barney. Ando detrás de los chismes y los rumores. ¿Estabas ya aquí en aquella época?

– Aún trabajaba atendiendo al público, pero oí lo que se decía. Sentó muy mal cuando se le declaró inocente; había comprado todos los números del sorteo, pero el jurado no cooperó. El personal se sintió muy contrariado. El teniente Dolan estaba que se mordía las uñas.

– Por lo que sé, un compañero de celda de David Barney dice que éste admitió su culpabilidad después de dictarse la sentencia.

– Te refieres a Curtis McIntyre -dijo Cordero-. Está en la penitenciaría del condado y, si quieres hablar con él, será mejor que te apresures. Sale esta semana. Le cayeron noventa días por agresión. ¿Te has enterado de lo de Morley Shine?

– Lonnie me lo contó anoche, pero no conozco los detalles. ¿Cómo ocurrió?

– Según dicen, simplemente se cayó redondo al suelo. Había estado en cama con la gripe, aunque creo que ya se había recuperado. Ocurrió mientras cenaba el domingo por la noche, bueno, ya sabes cómo era, no se saltaba nunca las comidas de rigor… Se levantó de la mesa y se desplomó en el acto.

– ¿Padecía del corazón?

– Desde hacía años, pero nunca se lo había tomado en serio. Acudía al médico y todo lo demás, por supuesto, pero eso no le supuso nunca ningún obstáculo. Incluso contaba chistes sobre su corazón.

– Es una lástima -dije-. Lamento de veras que haya muerto.

– Yo también. No te imaginas lo mal que me siento. Cuando me llamaron para decírmelo, ¿sabes?, me eché a llorar. Te lo juro, y ni siquiera sé por qué. No nos conocíamos tanto. A veces, cuando yo iba al juzgado a declarar, me lo encontraba allí y charlábamos un rato. Siempre estaba en el juzgado, fumando un Camel tras otro y masticando fritos de maíz o lo que se expendiera en las máquinas de los pasillos. Cada vez que uno de estos viejos muere de repente me llevo una impresión tremenda. ¿Por qué no se cuidan?, me pregunto yo.

Sonó el teléfono y al cabo de un segundo ella estaba ya enfrascada en otra historia. Tras despedirme con la mano me alejé del escritorio. Básicamente me había contado lo que quería saber. La policía estaba convencida de que David Barney era culpable. Aquello no convertía la sospecha en hecho real, pero tendía a corroborarla.

Me detuve en Archivos y pedí a Emerald que me dejara telefonear. Llamé a Ida Ruth y le pregunté si podía concertarme una entrevista con Curtis McIntyre esa misma mañana. El horario de visitas de la penitenciaria es de una a tres de la tarde y sólo los sábados, pero como yo trabajaba por cuenta de Lonnie Kingman, podía hablar con él a cualquier hora. Son las ventajas de la profesión jurídica. Había estado tantos años sirviéndome de emboscadas y subterfugios que me costaba acostumbrarme a la legalidad vigente.

Resuelto aquel punto, le pregunté también por la dirección de Morley Shine. Morley había vivido en Colgate, el municipio con que limita Santa Teresa por el norte, donde abundan industrias químicas y urbanizaciones, y a lo largo de la calle principal hay comercios de todas clases. En lugar de granjas y naranjales, ahora hay gasolineras, boleras, funerarias, autocines, moteles, restaurantes de comida preparada, tiendas de alfombras y supermercados, sin que nadie, al menos en apariencia, haya prestado la menor atención a la estética o la unidad arquitectónica del conjunto.

Morley y su mujer, Dorothy, poseían una casa modesta de tres dormitorios en una de las urbanizaciones más antiguas; se alzaba entre la autopista y las montañas y se accedía a ella por una travesía de South Peterson. Supuse que la casa se había construido en los años cincuenta, antes de que a las empresas constructoras se les ocurriera diferenciar las fachadas. Éstas, edificadas al estilo de las casas de campo suizas, estaban pintadas de marrón sucio o de azul y los garajes de dos plazas sobresalían de tal modo que obstaculizaban el acceso a la entrada. Las contraventanas de madera armonizaban con los zócalos de madera de los arriates, donde crecían pensamientos mustios que, cuando se observaban de cerca, resultaba que eran artificiales. El barrio entero parecía la personificación de la pusilanimidad, desde los heterogéneos jardines hasta los senderos de cemento agrietado que conducían a los garajes y donde cada dos casas había un coche estacionado sobre tablas. La decoración navideña no había hecho más que empeorar las cosas. Casi todas las casas estaban adornadas con bombillas de múltiples colores. Un vecino de Morley parecía querer competir con el de la casa de enfrente. Los dos habían llenado el patio de artículos propios de las fiestas, desde figuras de plástico que representaban a Santa Claus hasta figuras de plástico que representaban a los Reyes Magos.

Era martes por la mañana. Morley había muerto el domingo por la noche y, aunque me resultaba violento comportarme como una intrusa, me parecía de primera necesidad recuperar todos los papeles que pudiera antes de que un pariente bien intencionado los tirase a la basura. Llamé a la puerta principal y esperé. Morley había descuidado siempre los detalles y advertí que su casa poseía la misma característica. La pintura azul de la barandilla del porche -ya desnivelada de por sí- tenía tantos años que había comenzado a desconcharse. Me asaltó la deprimente sensación de haber estado antes en aquella casa. Podía imaginarme el destartalado interior: baldosas agrietadas en la cocina, suelos de vinilo levantados por mil puntos, moquetas estampadas con huellas de pies que permanecerían allí por los siglos de los siglos. El marco metálico de las ventanas estaría doblado, los apliques del cuarto de baño con herrumbre. Un Mercury verde de cuatro puertas y con abolladuras estaba estacionado en la franja de césped lateral. Supuse que sería de Morley, aunque no sé por qué. Era la típica cafetera que le gustaba al difunto. Seguramente lo había comprado nuevo hacía mucho y lo había conducido contra viento y marea hasta que le falló el motor. En el sendero del garaje había un turismo, un Ford nuevo de color rojo. En el borde de la matrícula figuraba el nombre de una casa local de alquiler de vehículos; pertenecería a alguien que había llegado de fuera.

– ¿Sí? -La mujer era bajita, sesentona, de aspecto fuerte. Llevaba una blusa de manga larga, de color rosa y con flores estampadas, una falda de mezclilla, medias y zapatos baratos. El pelo gris era auténtico y el maquillaje apenas perceptible. Se secaba las manos con un paño de cocina y en la cara tenía una expresión interrogadora.

– Hola. Soy Kinsey Millhone. ¿Es usted la señora Shine?

– Soy la hermana de Dorothy, Louise Mendelberg. El señor Shine ha fallecido recientemente.

– Eso me han dicho, y lamento molestarles. El señor Shine llevaba a cabo un trabajo por cuenta de un abogado que se llama Lonnie Kingman. Me han contratado para que le sustituya. ¿Vengo en mal momento?

– No hay buenos momentos cuando alguien acaba de morir -respondió con acritud. Aquella mujer no se tomaba la muerte en serio. A consecuencia de la defunción, se había ofrecido voluntaria para fregar los platos y barrer la salita, aunque yo estaba convencida de que no dedicaría mucho tiempo a seleccionar los himnos del sepelio.

– No quisiera molestar más de lo necesario. Lo sentí mucho cuando me enteré. Morley era un buen hombre. Yo le apreciaba.

La mujer cabeceó.

– Conocía a Morley desde que coincidió con Dorothy en la universidad, allá en la época de la Depresión. Todos lo queríamos mucho, pero era un imprudente. El tabaco, la obesidad y encima el alcohol. Se puede abusar de estas cosas hasta cierto punto cuando se es joven, sin embargo, ¿a su edad? No, señora. Aunque siempre se lo decíamos, ¿cree usted que nos hacía caso? Le daba igual. Habría tenido que verle el domingo. Tenía un color de piel que daba miedo. El médico dice que la gripe influyó en el ataque al corazón. El equilibrio electrolítico o no sé qué historias. -Volvió a cabecear con actitud resignada.

– ¿Y cómo está ella?

– Mal, por eso vine de Fresno, antes de que se produjese la tragedia. Mi intención era quedarme un par de semanas para que Morley pudiera descansar un poco. Dorothy está enferma desde hace meses, como usted debe de saber.

– No lo sabía -dije.

– Pues sí. Está prácticamente incapacitada. En junio le diagnosticaron un cáncer de estómago. La operaron y debe someterse periódicamente a un tratamiento quimioterapéutico. Está en los huesos y no puede ni enhebrar una aguja. Morley no hablaba de otra cosa.

– ¿Van a hacerle la autopsia?

– No sé qué habrá dicho Dorothy al respecto. Morley acudió al médico hace sólo una semana. Dorothy quería que se pusiera a régimen y él acabó cediendo. Dadas las circunstancias, no creo que sea necesario hacerle la autopsia, pero ya sabe usted lo que ocurre: a los médicos les gusta meter la nariz en todas partes. Lo siento por ella.

Emití un par de interjecciones de solidaridad.

– Bueno, basta de cháchara -dijo con un aspaviento-. Supongo que querrá usted mirar en su despacho. Pase y le indicaré dónde está. Coja lo que necesite y, si tiene que volver, ya sabe dónde está su casa.

– Gracias. Le haré una lista de lo que me lleve.

Rechazó la sugerencia con un ademán.

– ¿Para qué? Hace años que conocemos al señor Kingman.

Entré en el vestíbulo. Se puso en marcha y fui tras ella por un corto pasillo. No se veía ningún detalle navideño. Con la enfermedad de la señora Shine y el fallecimiento de Morley, ahorrarse esa preocupación suponía una especie de descanso. La casa olía a caldo de gallina.

– ¿Conservaba Morley la oficina que tenía aquí en Colgate? -pregunté.

– Sí, pero desde que Dorothy se puso tan enferma casi siempre trabajaba en casa. Creo que solía ir por la mañana para recoger el correo. ¿Le gustaría mirar allí también? -Abrió la puerta de lo que evidentemente había sido antaño un dormitorio y que, gracias a la introducción de un escritorio y una serie de archivadores, se había transformado en despacho. Las paredes estaban pintadas de beige, y la raída moqueta beige era tan andrajosa como me había figurado.

– No le digo que no. Si no encuentro aquí los expedientes que busco, será porque los llevó a la oficina. ¿Pueden darme una llave?

– No sé dónde ponía Morley las llaves, pero se lo preguntaré a Dorothy. Dios mío -dijo en cuanto miró en derredor-. Ahora entiendo por qué Morley no quería que entrara nadie.

Hacía un poco de frío en la estancia, y el desbarajuste que reinaba era el propio de un hombre que administra sus asuntos con un gusto particular por lo caótico. Si hubiera sabido que iba a morir de muerte instantánea, ¿habría ordenado el escritorio? No lo creo, me dije.

– Fotocopiaré lo que me interese y les devolveré las carpetas lo antes posible. ¿Habrá alguien en casa por la mañana?

– ¿Cuándo? ¿Mañana, miércoles? Que yo sepa, sí. Y si no, da usted la vuelta y lo deja todo encima de la lavadora que hay en el porche de atrás. Por lo general dejamos esa puerta abierta para que puedan entrar la señora de la limpieza y la enfermera. Voy a buscar la llave de la oficina de Morley. Dorothy tiene que saber dónde está.

– Muchas gracias.

Mientras la esperaba, me paseé por la habitación para hacerme una idea de los métodos que podía haber utilizado Morley a la hora de manipular sus papeles. Saltaba a la vista que de vez en cuando se había esforzado por controlarse, porque había algunas carpetas etiquetadas: «Actividades», «Pendiente», «En curso». La etiqueta de una decía: «Hacer», y la de otra: «Urgente». Un archivador en forma de acordeón ostentaba una etiqueta que decía «Memorándum». Los papeles que contenían parecían desfasados, revueltos y tan desorganizados como la habitación.

Louise apareció en la puerta con un llavero en la mano.

– Lléveselas todas -dijo-. Sólo Dios sabe cuál es la buena.

– ¿No las necesitarán?

– ¿Y para qué? Nos haría usted un favor si las tirase mañana. Ah, le traeré una bolsa para meter las cosas.

– ¿Va a celebrarse alguna misa?

– El entierro será el viernes por la mañana. Aquí en Colgate, en el Wynington-Blake. No sé si Dorothy podrá estar presente. Lo hemos retrasado porque quiere asistir el hermano de Morley, que vive en Corea del Sur. Trabaja de delineante para el Regimiento de Ingenieros de Camp Casey. No llegará a Santa Teresa hasta el jueves por la noche. La misa se celebrará el viernes a las diez. Frank vendrá mareado del viaje, pero era imposible retrasarlo más tiempo.

– Me gustaría asistir -dije.

– Es usted muy amable -dijo-. Si Morley estuviera vivo, se lo agradecería. Cuando termine, no es necesario que me espere. Ya sabe dónde está la puerta. Yo tengo que ponerle una inyección a Dorothy.

Volví a darle las gracias, pero ella ya se había puesto en movimiento. Me sonrió con simpatía y cerró la puerta al salir.

Estuve treinta minutos desenterrando todos los expedientes que podían guardar relación con el asesinato de Isabelle y el proceso civil. A Lonnie le habría dado un ataque si hubiera sabido lo descuidado que era Morley en su trabajo. Que una investigación se haga bien depende hasta cierto punto de la seriedad con que se administran los datos. Sin una documentación detallada se puede hacer el ridículo en el estrado de los testigos. Si hay algo con lo que disfrutan los letrados de la otra parte es demostrando que un investigador no sabe ordenar sus ficheros.

Metí todos los artículos en la bolsa: el calendario de mesa, la agenda… Registré los cajones del escritorio y las cajas que había a la vista, y también me aseguré de que no hubiera ningún expediente perdido debajo de los muebles. Cuando me convencí de que había recogido todo el material de interés, metí el llavero en el bolso y cerré la puerta del despacho al salir. Oí murmullo de voces al extremo del pasillo, Louise y Dorothy charlando.

Al dirigirme a la puerta de la calle, pasé ante la entrada de la sala de estar. Di un rodeo no autorizado para acercarme a un sillón tapizado en cuero viejo y agrietado: la disposición de los cojines revelaba que había sido el sillón preferido de Morley. Vi un cenicero vacío, pero con señales de haber contenido muchas colillas. En la cubierta de la mesita adjunta todavía se notaban los cercos pegajosos de los vasos de whisky. Como soy una fisgona, registré el cajón de la mesita, miré debajo de los cojines y metí los dedos por las ranuras interiores del sillón. Aunque no encontré nada, me sentí más tranquila.

La siguiente parada era la oficina de Morley, que se encontraba en una pequeña travesía del «centro» de Colgate. Antiguamente era una zona residencial, se había reciclado en los últimos tiempos y ahora estaba atestada de establecimientos comerciales: fontanerías, tiendas de recambios automovilísticos, consultorios médicos y agencias inmobiliarias. Las antiguas casas unifamiliares seguían siendo chalecitos de madera. Pero donde antaño había una sala de estar se hallaba ahora la recepción de una compañía de seguros o, en el caso de Morley, un salón de belleza, al que había alquilado una habitación con cuarto de baño en la parte trasera. Rodeé la casa y me dirigí a la puerta principal. Dos peldaños conducían a un pequeño soportal de suelo de cemento y protegido por un saliente inclinado que hacía las veces de techo. En la parte superior de la puerta había un panel de vidrio esmerilado por el que nada podía verse. A la derecha de la puerta una estrecha placa ostentaba el nombre de Morley; seguramente la había encargado su mujer para que la estrenara el primer día de trabajo. Probé las llaves, pero ninguna entraba en la cerradura. Empujé la puerta. Era más segura que la de una cárcel. Sin pensármelo dos veces, di la vuelta para dirigirme a la parte de atrás; encontré una ventana y traté de abrirla. De pronto recordé que tenía que jugar limpio. Vaya lata, me dije. Me habían contratado para cumplir una misión. Me habían autorizado a registrar los archivos, pero no a forzar la cerradura. Qué injusticia. ¿De qué me servía entonces la experiencia?

Volví a la puerta principal y entré en el salón de belleza como una ciudadana que respeta la ley. La ventana estaba decorada con copos de nieve de mentira y en el vidrio había dos gnomos vestidos de Santa Claus estirando una pancarta que decía feliz navidad. En el rincón se veía un árbol navideño con adornos en las ramas y cajas de regalos a los pies. Había cuatro gabinetes, tres de ellos ocupados. En uno le estaban haciendo la permanente a una cuarentona envuelta en una bata de plástico. La empleada, tras dividirle las húmedas mechas, iba enrollándolas en rulos pequeños de plástico blanco parecidos a huesos de pollo. La sustancia fijadora llenaba el ambiente de olor a huevos podridos. La clienta de otro gabinete tenía la cabeza cubierta por un gorro de baño agujereado y la empleada le sacaba mechas finísimas por los agujeros con un instrumento que parecía una aguja de hacer ganchillo. Las mejillas de la clienta estaban anegadas en lágrimas, pero la buena señora se dedicaba a cotillear con la empleada como si aquello fuese un pasatiempo cotidiano. A mi derecha, otra empleada pintaba de color rosa chicle las uñas de su clienta.

Al mirar hacia la pared del fondo, vi una puerta artesonada que sin duda conducía a la oficina de Morley. En la parte de atrás, una mujer doblaba toallas y las amontonaba con orden. Se acercó a mí al verme titubear. La placa de su pechera decía: «Betty». Trabajando en ese oficio, me sorprendió que no tuviera un aspecto más presentable. Al parecer, la mujer había caído en manos de uno de esos artistas de la crueldad que disfrutan maltratando los pelos de las cincuentonas. El verdugo en cuestión le había afeitado la nuca y le había dejado una cresta rizada encima de la frente; el peinado le ensanchaba el cuello y le daba al rostro una expresión asustada. Abanicó el aire mientras arrugaba la nariz.

– ¡Uf! Son capaces de poner un hombre en la Luna, pero no de fabricar fijadores que no apesten. -Cogió una bata de plástico de una silla y me calibró con ojo de experta-. Mi vida, tú necesitas una intervención de urgencia. Anda, siéntate.

Miré a mi alrededor para ver a quién se dirigía.

– ¿Yo?

– Acabas de llamar por teléfono, ¿no?

– No, mujer, yo estoy aquí porque trabajo con Morley Shine, pero la oficina está cerrada.

– Ya. Bueno, lamento ser yo quien tenga que decírtelo, pero Morley se murió el otro día.

– Ya lo sé. Y lo siento. Pero creo que será mejor que me presente. -Saqué el carnet de detective y se lo enseñé.

Lo observó durante unos segundos y frunció el ceño mientras señalaba mi nombre.

– ¿Cómo se pronuncia?

– Kinsey -dije.

– No, el apellido. ¿Rima con caneloni?

– No, no rima con caneloni. Se pronuncia Míljon.

– Ah, Míljon -dijo, imitándome-. Creí que se pronunciaba Miljoni, como una marca de patatas fritas. -Volvió a mirar la fotocopia del carnet-. ¿Eres de Los Angeles, por casualidad?

– No, soy de aquí.

Me miró el pelo.

– Creí que te habían hecho ese nuevo look que está de moda en Melrose. Estética asimétrica, le llaman… Enfoque elíptico. Y es más o menos así, como si te lo cortaran con el ventilador del techo. -Rió el propio chiste dándose golpecitos en el tórax.

Di un paso atrás para mirarme en el espejo más cercano. Tenía un aspecto inenarrable. Me había dejado crecer el pelo durante varios meses y la desigualdad entre un lado y otro era manifiesta. En unos puntos parecía de estropajo y en los alrededores de la coronilla parecía pegado con engrudo. Experimenté unos instantes de incertidumbre.

– ¿De verdad crees que me vendría bien un corte?

Casi se partió de risa.

– Mira, ángel mío, no sé si reír o llorar. Lo tienes como si te lo hubiera cortado un loco furioso con unas tijeras de uñas.

A mí no me hizo ninguna gracia la comparación.

– Otra vez será -dije. Resolví ir derecha al grano antes de que me convenciera de lo que podría lamentar después-. Mira, trabajo para un abogado que se llama Lonnie Kingman.

– Claro. Conozco a Lonnie. Su mujer venía antes a mi iglesia. ¿Y qué tiene que ver con esto?

– Morley trabajaba para él en un caso y yo le he sustituido. Me gustaría entrar en su oficina.

– Pobre hombre -dijo la empleada-. La mujer enferma y encima se muere. Venía casi todos los días; pero, por lo que sé, a no hacer nada.

– Trabajaba principalmente en su casa -dije-. ¿Se puede entrar en su oficina por aquí? He visto una puerta al fondo. ¿Comunica con sus habitaciones?

– Morley la utilizaba cuando le buscaba algún cobrador. -Echó a andar hacia la puerta y tomé el gesto por una invitación.

– ¿Ocurría con frecuencia? -pregunté. A mí me habría costado concentrarme sabiendo que se desarrollaban otras actividades al otro lado de la puerta.

– En los últimos tiempos, sí.

– ¿Te importa si entro y me llevo unos expedientes que me hacen falta?

– Haz lo que quieras. Dentro no hay nada que valga la pena robar. Tú misma, chica. La puerta sólo tiene un pestillo manual por este lado.

– Gracias.

Tras cruzar la puerta de comunicación, me encontré en una estancia única, la habitación que había hecho de dormitorio trasero en la época en que el lugar se había utilizado como vivienda. El aire olía a moho. La moqueta era de un color marrón barroso, elegido seguramente porque disimulaba la suciedad. Lo que no disimulaba era el polvo y la pelusilla. Vi un pequeño ropero empotrado que Morley había utilizado como almacén, y un cuartito de baño con suelo de vinilo, taza con tapa de madera, pila de estilo ferroviario y ducha cerrada con paneles correderos de fibra vítrea. Durante un momento de depresión me pregunté si aquello era lo que el destino tenía reservado para mí: acabar como investigadora de provincias en una triste habitación de doce metros cuadrados que oliera a moho y a ácaros del polvo. Me senté en la silla giratoria de Morley y tomé nota de los crujidos que producía. Miré el calendario de mesa. Registré todos los cajones. Lápices, envoltorios de chicle, una grapadora sin grapas. Morley se atiborraba de grasa cuando nadie le veía. En la papelera, doblada por la mitad, había una caja de pastelería, blanca y plana. La grasa del dulce se había extendido por el cartón y encima de la tapa había un pegote pastoso. Posiblemente se encerraba todas las mañanas en la oficina para devorar Donuts y bollos rellenos.

Me levanté y me acerqué a los archivadores de la pared del fondo. En la V, de voigt/barney por ejemplo, vi varias carpetas de cartulina marrón repletas de papeles de toda índole. Agarré las carpetas y fui amontonándolas en el escritorio. La puerta se abrió de golpe a mis espaldas y di un respingo. Era Betty, la del salón de belleza.

– ¿Has encontrado lo que buscabas?

– Sí, eso creo. Parece que guardaba casi todos los expedientes en casa.

Hizo una mueca al percibir la peste a moho. Se acercó al escritorio y cogió la papelera.

– Voy a vaciarla. No recogen la basura hasta el viernes, pero no quiero dar ninguna oportunidad a las hormigas. Morley encargaba una pizza tras otra desde aquí, para que su mujer no pudiese verle. En teoría estaba a régimen, pero siempre tenía en la mesa cajas de comida china o bolsas de McDonald's. Tragaba como una lima. No era asunto mío, desde luego, pero habría podido cuidarse un poco.

– Eres la segunda persona que me lo comenta hoy. Pero, en fin, cada cual va a la suya y no creo que nadie tenga derecho a impedirlo. -Cogí las carpetas y el calendario-. Gracias por dejarme entrar. Supongo que vendrán a limpiar el cuarto dentro de una semana a lo sumo.

– ¿No te interesaría alquilar un despachito?

– No como éste -dije con resolución. Poco después pensé que a lo mejor se había sentido ofendida por esa respuesta, pero las palabras me habían salido espontáneamente. Vi a Betty por última vez en el momento en que abría la puerta para dejar la papelera en el pequeño soportal.

Volví al coche, puse el montón de carpetas en el asiento trasero, regresé a la ciudad y aparqué en el garaje que hay junto a la biblioteca pública. Cogí un cuaderno del asiento trasero, cerré el coche con llave y me encaminé a la biblioteca. En la sala de publicaciones periódicas, pedí al individuo que había en el mostrador los Santa Teresa Dispatch de hacía seis años. Me interesaban en concreto las noticias relativas a los días 25, 26 y 27 de diciembre del año en que habían matado a Isabelle Barney. Cogí el microfilme, me instalé ante una pantalla, puse el carrete en la máquina y con el dedo en los botones viajé en el tiempo hasta llegar a la semana en cuestión. El 25 de diciembre había sido domingo. Isabelle había muerto a primera hora de la madrugada del lunes. Para ayudar a refrescar la memoria de otros, tomé nota de algunos acontecimientos circunstanciales. Diluviaba en casi toda California, y en el tramo de la 101 que quedaba al sur de la ciudad hubo colisiones en cadena. Se había producido una ola de delitos, entre los que destacaba el atropello de un anciano en el sector norte de State Street; el conductor del vehículo, una camioneta con la caja descubierta, se había dado a la fuga. Habían atracado en un supermercado, habían forzado la puerta de dos casas particulares, y en la madrugada del 26 de diciembre había tenido lugar un catastrófico incendio, al parecer, provocado, en el estudio de un fotógrafo. También tomé nota de otro suceso: un niño de dos años y medio había sufrido lesiones sin importancia al disparársele el revólver del 44 que estaba en el coche en que lo habían dejado solo. Mientras leía las noticias, notaba chisporroteos ocasionales en los circuitos de la memoria. Me había olvidado por completo del incendio, aunque lo había visto personalmente mientras volvía a casa después de haber estado vigilando a un sospechoso. Las llamas ascendían al cielo encapotado y negro igual que una antorcha gigantesca. La lluvia había aportado un extraño contrapunto húmedo y cuando oí a James Taylor en la radio interpretando Vire and Rain, había sufrido un sobresalto inesperado. Mi recuerdo terminaba aquí con la misma brusquedad con que se apaga una bombilla.

Repasé el resto del carrete, pero no vi nada de interés. Volví al principio y saqué copia de todo menos de las páginas de anuncios. Rebobiné la película y volví a meterla en el estuche. Antes de salir a la calle aboné las fotocopias en el mostrador principal, mientras pensaba en las personas a quienes tendría que interrogar para que me contaran qué habían hecho durante esos dos días. ¿Cuánto recordaría yo, si alguien me preguntara qué había hecho la noche en que habían matado a Isabelle? Había recompuesto un fragmento del pasado, pero el resto estaba en blanco.

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