12

Estacioné el coche delante de mi casa, entré el maletín, cogí el chubasquero, que suelo dejar colgado detrás de la puerta, y caminé hasta el muelle. El sol no se había puesto aún, pero la luz mostraba ya un matiz grisáceo. Los ocasos prolongados eran usuales en aquellos días de diciembre, las sombras se condensaban detrás de los árboles mientras el cielo conservaba el color del aluminio recién lavado. Al final del crepúsculo, las nubes tomarían un color morado y azul, y los últimos estertores del astro rey perforarían con flechas rojizas la inminencia de la noche. En California y en invierno, por la noche suele hacer entre diez y quince grados centígrados. En verano también, lo que significa que todas las noches del año hay que dormir con el edredón encima.

A mi derecha, a unos cuatrocientos metros, el tentáculo largo y delgado del rompeolas se curvaba alrededor de la dársena, abrazando los botes de vela que flotaban en el recinto. El océano daba cabezazos contra el malecón, y el oleaje, coronado por un penacho de espuma, avanzaba de derecha a izquierda. El embarcadero que se extendía a mis pies parecía desplazarse como empujado por las olas. De los pesados maderos empapados y brillantes ascendía el olor de la creosota como si fuese vapor. La marea estaba alta, el agua parecía tinta china y los barrotes metálicos estaban manchados por la humedad. Había vehículos circulando por el embarcadero y el rumor de las tablas sueltas se transmitía a lo largo de la estructura como un pequeño terremoto. Se estaba levantando la niebla, arrastrando consigo el olor húmedo y penetrante de las algas. En la orilla, en lo que llamaban la dársena de los pobres, había barcas negras amarradas.

Las luces del puerto parecían brillar con frialdad sobre el sombrío telón de fondo del océano. El Marina Restaurant estaba iluminado como una feria y los alrededores olían a carne y pescado a la brasa. Uno de los porteros se dirigió al trote hacia el extremo del aparcamiento para recoger un vehículo. Las gaviotas descansaban en el tejado de la tienda de artículos de pesca y las dos vertientes de tipias estaban cubiertas por la pasta amarillenta de los excrementos acumulados. Los pescadores recogían los aparejos entre el crujido de las poleas y un pelícano se paseaba en busca de limosna alimenticia mirando a todas partes con ojos que parecían canicas de vidrio.

Me volví hacia la ciudad y vi los negros montes sembrados de puntos luminosos. La 101 discurría en sentido paralelo a la playa, que en aquel tramo daba un giro inesperado de este a oeste. Al otro lado de los cuatro carriles, los edificios de una y dos plantas del barrio comercial perfilaban State Street en sentido perpendicular y se encogían en la lejanía como en un ejemplo gráfico de un manual de perspectiva. Las palmeras ponían un oscuro contrapunto a la luz artificial que comenzaba a bañar el centro con su resplandor amarillo.

El sol se había ocultado ya, pero el cielo, aún no oscurecido del todo, había adquirido el matiz ceniciento de las brasas cuando se apagan. Llegué a las estructuras de madera ocre de la Marisquería Santa Teresa. En la terraza había ocho mesas de madera clavadas al embarcadero con sus bancos correspondientes. Los tres camareros que vi en el interior eran jóvenes, dieciochoañeros -excepto Tippy, que era ya veinteañera-, y vestían tejanos y camisetas de color azul oscuro con un cangrejo estampado y el nombre del establecimiento. En la parte delantera del chiringuito había peceras llenas de agua de mar con langostas y cangrejos vivos, amontonados y con aspecto malhumorado. Había también una especie de expositor de vidrio con hielo picado y filetes de pescado rojo, blanco y gris, ordenados en hileras. Al fondo estaba el mostrador. Detrás había una puerta que daba a una cocina donde en aquellos momentos destripaban un pez de gran tamaño.

Estaban cerrando ya y limpiaban los mostradores. Vi a Tippy casi un minuto antes de que ella me viese a mí. Se movía con ligereza y adoptó una actitud práctica cuando un individuo que estaba ante el expositor le hizo un pedido.

– Ha de ser el último. Cerramos dentro de cinco minutos.

– De acuerdo. Y disculpe, ¿eh?, no me había dado cuenta de que fuera tan tarde. -Se dirigió a toda velocidad hacia la pecera y señaló con el dedo el desdichado objeto de su gula. La joven se guardó en el bolsillo el bloc donde anotaba los pedidos y metió el brazo en el agua turbia. Cogió con destreza la langosta por detrás y la levantó para ver qué le parecía al cliente. La dejó caer en el mostrador, cogió un cuchillo de carnicero e introdujo la punta bajo el caparazón, en el punto donde la cola se unía al resto del cuerpo. Aparté los ojos, pero alcancé a oír el chasquido que producía el cuchillo al caer sobre el animal y partirlo en dos. Vaya forma de ganarse la vida. Muerte a discreción a cambio del salario mínimo. Metió el cadáver en el microondas, cerró éste de un portazo y programó el tiempo. Se volvió hacia mí, sin identificarme.

– ¿En qué puedo servirla?

– Hola, Tippy. Soy Kinsey Millhone. ¿Qué tal estás?

Vi en sus ojos un rezagado destello de reconocimiento.

– Ah, hola. Mi madre acaba de llamar para decirme que iba a venir usted. -Volvió la cabeza-. ¡Corey! ¿Puedo irme ya? Encárgate tú hoy de la caja y mañana lo haré yo.

– De acuerdo.

Se volvió hacia el individuo que esperaba la langosta.

– ¿Qué quiere para beber?

– ¿Tienen té en lata? Frío, por favor.

Sacó la lata del frigorífico, puso hielo en un vaso de cartón y extrajo de detrás del expositor un pequeño envase con ensalada de col cruda. Garabateó el total en la parte inferior del ticket y arrancó éste de la matriz con gesto amanerado. El cliente le entregó un billete de diez dólares y la joven le devolvió el cambio con el mismo sentido práctico. El relojito del microondas sonó. Metió la mano en el interior con un agarradero de cocina y puso la humeante langosta en un plato de cartón. Apenas lo hubo cogido el cliente, se desató el delantal y salió por una portezuela lateral.

– Podemos sentarnos aquí mismo, a no ser que prefiera que vayamos a otra parte. Tengo el coche ahí aparcado. ¿Prefiere que hablemos en el coche?

– Podemos ir hacia allí. En realidad sólo tengo que preguntarte un par de cosas.

– Quiere saber qué hice la noche en que mataron a Isabelle, ¿no?

– Exacto. -Era una lástima que Rhe la hubiera avisado, pero ya no podía remediarse. Rhe habría tenido tiempo de avisarla aunque yo hubiera ido a verla inmediatamente. Tippy había tenido tiempo de sobra para inventarse la coartada que quisiera… en el caso de que necesitara una coartada.

– Bueno, le he dado vueltas para ver si me acordaba. No sé, creo que estaba en casa de mi padre.

– ¿No recuerdas nada en concreto en relación con aquella noche?

– No. Por entonces iba aún al instituto y posiblemente tuviera que estudiar o hacer deberes.

– ¿No tenías vacaciones? Recuerda que fue el día 26 de diciembre. Casi todos los estudiantes tienen fiesta entre Navidad y Año Nuevo.

Arrugó el entrecejo ligeramente.

– Tal vez sí. Ya no me acuerdo.

– ¿Recuerdas cuándo te llamó tu madre para contarte lo de Isabelle?

– No sé, creo que fue una hora después. Una hora después de que sucediera. Sé que me llamó desde la casa de Isabelle, pero creo que estuvo allí un rato con Simone.

– ¿No cabe la posibilidad de que hubieras estado fuera hacia la una o la una y media?

– ¿A la una y media de la madrugada? ¿En la calle, dice usted?

– Sí, con algún chico, o con la pandilla.

– Nnnn… nooo. A mi padre no le gustaba que estuviera en la calle tan tarde.

– ¿Estaba tu padre en casa aquella noche?

– Claro. Bueno, seguramente -dijo.

– ¿Recuerdas lo que te dijo tu madre cuando te llamó?

Meditó unos momentos.

– Creo que no. Bueno, recuerdo que me despertó y que ella estaba llorando.

– ¿Tiene tu padre una camioneta?

– Para trabajar -dijo-. Es pintor de brocha gorda y lleva el material en la camioneta.

– ¿Tenía entonces la misma camioneta?

– Que yo recuerde, siempre ha tenido la misma. Tiene que comprarse otra.

– ¿Es blanca?

Su ritmo vital experimentó un ligero frenazo. ¿Una pregunta con trampa?

– Sí -dijo a regañadientes-. ¿Por qué?

– Ahí quería llegar yo -dije-. He hablado con una persona que dice que te vio aquella noche al volante de una camioneta blanca.

– Eso es ridículo. Yo no salí aquella noche -dijo con un pequeño brote de indignación.

– ¿Y tu padre? Tal vez fuese él quien la condujera.

– Lo dudo.

– ¿Cómo se llama? Hablaré con él. Quizá recuerde algo.

– Adelante, no me importa. Se llama Chris White. Vive en West Glen, al lado de la calle de mi madre.

– Gracias. Lo que me has dicho me ha sido de gran utilidad.

Aquello pareció preocuparla.

– ¿En serio?

Me encogí de hombros.

– Naturalmente -dije-. Si tu padre confirma que estuviste en casa, entonces es que hubo confusión de identidad. -Introduje en mi voz cierta dosis de recelo, un pajarillo de duda que canturreaba en lo más apartado del bosque. El truco surtió efecto.

– ¿Quién ha dicho que me vio?

– Yo no haría mucho caso. -Consulté la hora-. Tengo que irme.

– ¿Quiere que la lleve? No es ninguna molestia. -Ella, la señorita Servicial.

– No, no. He venido andando desde mi casa, pero gracias de todos modos. Seguiremos hablando en otro momento.

– Buenas noches, pues. -La sonrisa con que me despidió parecía prefabricada, una de esas muecas que tratan de ocultar sentimientos encontrados. Si no se cuidaba, al llegar a los treinta tendría que alisarse quirúrgicamente el entrecejo. Me giré para ver cómo se alejaba: me hizo con la mano un gesto inseguro y se lo devolví. Eché a andar por el muelle mientras canturreaba para mí: «Te va a crecer la nariz de tanto mentir», por motivos que no habría sabido explicarme.

Merendé cereales Cheerios con leche descremada. Me los comí ante el fregadero de la cocina mientras miraba por la ventana con el tazón en la mano. Puse la mente en blanco y borré los acontecimientos de la jornada, que se convirtieron en una nube de polvillo de tiza. Seguía preocupada por Tippy, pero era absurdo forzar las cosas. Archivé el asunto en el inconsciente para someterlo a revisión más tarde. Ya asomaría el gusanillo de la inspiración a su debido tiempo.

Salí de casa a las siete menos veinte para entrevistarme con Francesca Voigt. Como la mayoría de los personajes principales de aquel drama, ella y Kenneth Voigt vivían en Horton Ravine. Fui por Cabana en dirección oeste, ascendí la larga y sinuosa carretera de la colina que había al otro lado de Harley's Beach y entré en el sector por el portalón posterior. Todo el complejo Horton había consistido al principio en un par de ranchos de más de ochocientas hectáreas cada uno; a mediados del siglo xix un capitán de barco que se llamaba Robertson los había comprado y fundido, para posteriormente vendérselos a un ganadero llamado Tobias Horton. Desde entonces ha ido dividiéndose en 670 parcelas boscosas, desde fincas de media hectárea a terrenos de veinte, peinado por cincuenta kilómetros de avenidas y caminos de comunicación. A vista de pájaro, se vería que dos fincas que en apariencia distan entre sí varios kilómetros no son más que parcelas adyacentes, más separadas por la enrevesada red de caminos que por la distancia geográfica efectiva. David Barney no era el único cuya propiedad estaba cerca de la de Isabelle.

Los Voigt vivían en una finca de tres o cuatro hectáreas, si es que era lícito determinar sus fronteras por la fila de setos de cinco metros de altura que serpenteaban en sentido paralelo a la avenida y que recorría la falda de la loma. Los arbustos y arriates estaban muy bien cuidados y en los márgenes había grupos de eucaliptos. El sendero de entrada trazaba un arco de 180 grados alrededor de un lecho de violetas apiñadas, una profusión de pétalos granates y morados que parecían vibrar bajo la luz de los focos situados estratégicamente para crear efectos paisajísticos. A la derecha vi unas caballerizas, un cobertizo para la guarnición y un corral vacío. El aire olía a rancio, a una mezcla de paja, humedad y subproductos varios de excremento equino.

La casa se había construido en la parte más hundida del terreno, madera blanca y ladrillo pintado de blanco, con una serie de terrazas de ladrillo en la parte delantera y postigos de color verde oscuro en las anchas ventanas dotadas de parteluz. Dejé el coche en el sendero, llamé al timbre y esperé. Abrió una doncella blanca, imperturbable y con uniforme negro. Tenía aspecto de cincuentona y, no sé por qué, me pareció extranjera: la estructura del rostro, la complexión… la verdad es que no habría sabido decir el motivo. No me miró a los ojos; antes bien, su mirada se prendió de mi clavícula y allí se quedó mientras le decía quién era y cuáles eran mis intenciones. No contestó, pero me dio a entender con el lenguaje del cuerpo que me había comprendido.

La seguí por el vestíbulo de blanco mármol reluciente y poco después accedí con ella a un pasillo alfombrado con una moqueta tan blanca, gruesa y nueva como una espesa capa de nieve. Cruzamos la sala de estar, vidrio y cromo, ni un solo libro o adornito a la vista. Se había diseñado para celebrar en ella una carrera de gigantes. Todos los muebles, tapizados en blanco, eran de tamaño desmesurado: supersofás mullidos, sillones enormes y una mesita de servicio que parecía una cama de matrimonio. A un lado había un aparador colosal con un frutero rebosante de manzanas artificiales que parecían balones de fútbol. El conjunto producía un efecto tan extraño que me daba la sensación de haber vuelto a la más tierna infancia. Puede que, sin darme cuenta, hubiera empezado a encogerme.

Recorrimos un pasillo por el que habría pasado tranquilamente una máquina quitanieves. La doncella se detuvo ante una puerta, llamó una vez, me la abrió y se quedó mirándome educadamente la pechera mientras desfilaba ante ella y entraba en la habitación. Francesca estaba sentada ante una máquina de coser en una estancia de dimensiones humanas y pintada de amarillo mantequilla. Pegado a una pared, ocultándola totalmente, había un aparador hecho por encargo y organizado con un gusto exquisito donde podía verse toda clase de compartimentos para guardar figurines, retales, pasamanería y los habituales trebejos de costura. La habitación estaba bien aireada, la iluminación interior era excelente y el suelo de madera noble se había lijado y barnizado.

Francesca, alta y muy delgada, tenía el pelo castaño muy corto y una cara esculpida con cincel. Pómulos altos, mandíbula poderosa, nariz larga y recta, boca carnosa y labio superior pronunciado. Vestía un pantalón blanco y ancho de una tela que le colgaba divinamente y una blusa larga y sin botones, de color melocotón, que se sujetaba con un cinturón de cuero recio. Tenía las manos delgadas y los dedos largos, las uñas ahusadas y brillantes. Lucía en las muñecas una colección de gruesas pulseras de plata que tintineaban como cadenas y que me confirmaron la sospecha de que el lujo es una carga que sólo las mujeres hermosas pueden soportar con firmeza. Me dio la sensación de que olía a lilas o a naranjas recién peladas.

Me sonrió y nos presentamos con un apretón de manos.

– Siéntese. Estoy a punto de acabar. ¿Le digo a Guda que nos sirva un poco de vino?

– Se lo agradecería.

Me volví en el momento preciso en que la mirada de Guda aterrizaba en la hebilla del cinturón de Francesca. Supuse que aquello significaba que había oído la observación y que se apresuraba a obedecerla. Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y salió de la estancia. Calzaba zapatos de suela de caucho.

– ¿Habla inglés? -pregunté a Francesca cuando salió la criada.

– No con fluidez, pero bastante bien. Es sueca. Hace sólo un mes que está con nosotros. Pobrecilla. Sé que añora su tierra, pero no consigo que me cuente nada. -Volvió a la máquina y recuperó un pedazo de tela azul ya fruncido por un extremo-. No quisiera que pareciese una grosería, pero no me gusta dejar las cosas a medias.

Dio la vuelta a la tela, alisó un bulto y dio una serie de puntos en zigzag en el otro extremo. La máquina producía un zumbido grave y adormecedor. La observé sin saber qué decir. Mis conocimientos de costura eran demasiado limitados para formarme una opinión, pero Francesca pareció intuir mi curiosidad. Me miró con una sonrisa.

– Es un turbante. Confecciono tocados para enfermos de cáncer.

– ¿Y a qué se debe esa afición?

Cosió a la prenda un pedazo de tela adhesiva, tras accionar con la rodilla la palanca que ponía en marcha la máquina.

– Hace dos años me diagnosticaron un cáncer de mama y tuve que someterme a tratamiento quimioterapéutico. Una mañana, mientras estaba en la ducha, comenzó a caérseme el pelo a mechones. Había quedado para comer con unas personas una hora más tarde y de pronto me encontré más calva que una sandía. Improvisé un turbante con un pañuelo, pero no conseguí el efecto deseado. Los tejidos sintéticos no se adhieren a un cráneo liso como el vidrio. La idea de dedicarme a esto de manera regular se me ocurrió durante el tratamiento. Es curioso, pero la tragedia puede transformar nuestra vida radicalmente si no caemos en la obcecación. -Me miró durante medio segundo-. ¿Ha estado alguna vez muy enferma?

– Me han dado más de una paliza de muerte. ¿Es lo mismo?

No pronunció las habituales exclamaciones de sorpresa o malestar. Habida cuenta de lo que había pasado, recibir una tanda de puñetazos tenía fácil arreglo.

– Avíseme la próxima vez que le suceda. Tengo cosméticos especialmente fabricados para disimular toda clase de contusiones. A decir verdad, tengo toda una gama de productos para solucionar los estragos del destino. La casa que los fabrica se llama Head-of-Cover. Soy la única accionista y propietaria.

– ¿Se encuentra bien de salud actualmente?

– Perfectamente, gracias. En la actualidad son muchos los que lo superan. No es como en el pasado, cuando el cáncer significaba la muerte. -Cosió la otra tira de tejido adhesivo, levantó los pies, retiró la prenda y le cortó los hilos. Se puso el turbante en la cabeza-. ¿Qué le parece?

– Exótico -dije-. Aunque usted estaría bien incluso si se envolviera la cabeza con papel higiénico.

Se echó a reír.

– Me gusta la idea. Turbantes desechables. -Tomó nota mental de la ocurrencia, se quitó el turbante y se sacudió el pelo-. Ya está. Salgamos a la terraza. Si tenemos frío, pondremos la calefacción.

Desde la ancha terraza de piedra, situada en la parte trasera de la casa, se veía Santa Teresa con las montañas al fondo. Las luces de la ciudad se habían encendido y perfilaban las manzanas como un tablero de damas. Nos acomodamos en dos butacas de mimbre con el asiento protegido por un mullido cojín de cretona estampada con motivos florales. La piscina, iluminada, era un resplandeciente rectángulo verdiazul con un surtidor termal en un extremo. De la superficie se desprendían rizos de vapor que creaban una brisa ligera y que olía a cloro. La hierba que nos rodeaba tenía aspecto lozano y la casa era un delirio amarillo.

Llegó Guda con una botella de vino metida en un enfriador, dos copas y una bandeja de canapés surtidos. Apoyé los pies en una banqueta de mimbre y me dispuse a disfrutar de la vida. Guda había preparado unas galletas crujientes, duras e insípidas como la pizarra, untadas con queso de finas hierbas y ajo; tomates canarios rellenos de atún; y palitos de queso hechos en casa. Después de la fastuosa merienda de cereal frío, me entraron ganas de lanzarme sobre aquellos manjares como si no hubiera comido decentemente en toda mi vida. Me contuve, sin embargo, y tomé un sorbo de aquel vino, con un suave sabor afrutado. Pocos detectives privados pueden permitirse estos lujos. Nuestro sibaritismo se reduce a las variedades del vino a granel.

– La vida se ha encargado de recompensarla.

Francesca contempló lo que la rodeaba como si lo viera a través de mis ojos.

– Es curioso que diga eso. He estado pensando en separarme de Kenneth. Esperaré a que termine el juicio, pero después no creo que nada lo impida.

Me sorprendió aquella franqueza.

– ¿Habla en serio?

– Muy en serio. Es cuestión de prioridades. Tener su amor me parecía muy importante en otra época. Ahora sé que mi felicidad ya no depende de él. Permaneció a mi lado cuando me operaron y mientras duró el tratamiento, y le estoy muy agradecida. Conozco un sinfín de anécdotas sobre cónyuges que no son capaces de soportar el infierno que supone una guerra larga contra el cáncer. En mi caso soy yo quien ha cambiado. Pero la gratitud no sostiene un matrimonio. Un buen día desperté y me di cuenta de que ya no podía más.

– ¿Ha habido algo que precipitara ese nuevo enfoque de las cosas?

– Nada en concreto. Fue como estar en una habitación a oscuras donde de pronto encienden la luz.

– ¿Qué hará cuando se marche?

– No lo sé, pero será algo sencillo. Creo que esta casa me produce la misma estupefacción que a usted. Mi familia no tenía dinero. Mi padre trabajaba de bedel en una escuela elemental y mi madre era empleada de una farmacia llena de ungüentos, dentífricos y tónicos capilares.

La imagen me hizo gracia.

– Por su aspecto, se diría que ha nacido usted para vivir en una casa como ésta.

– No estoy segura de que eso sea un cumplido. Aprendo muy deprisa. Cuando empecé a salir con Kenneth, observaba a todos los que integraban su círculo. Averiguaba quiénes tenían verdadera clase y les imitaba añadiendo detalles de mi propia cosecha, como es lógico, para parecer original. En el fondo no es más que una serie de trucos. Podría enseñárselos en una sola tarde. Entretienen hasta cierto punto, aunque ninguno es esencial.

– ¿No disfruta de lo que tiene?

– Supongo que sí. Bueno, es interesante, pero casi siempre estoy metida en el cuarto de costura. Podría hacer lo mismo en cualquier otra parte.

– No puedo creer que diga eso. Me han contado que estaba usted loca por Kenneth.

– También yo lo creía, y tal vez era verdad. Al principio estaba loca perdida por él. Sí, una especie de locura. Pensaba que era un hombre poderoso y fuerte, comprensible y capaz de responsabilizarse de todo. Muy viril -dijo con voz grave-. Respondía al concepto que yo me había hecho de los hombres. Pero acabé por darme cuenta de que en el fondo es superficial, lo cual no quiere decir que yo sea una persona profunda. Un día desperté y me dije: «¿Qué hago aquí?». Me cuesta estar con él. No lee. No piensa. Tiene opiniones, pero no ideas. Y casi todas sus opiniones proceden de la revista Time. Emocionalmente está bloqueado, y me da la sensación de vivir en el desierto.

– Me temo que lo mismo le pasa a la mitad de las personas que conozco -dije.

– Tal vez sí. Puede que sea yo quien lo ve de este modo, pero ha cambiado mucho en los últimos años. Se ha vuelto meditabundo y sombrío. Usted lo conoce, ¿no? ¿Qué opina de él?

Me encogí de hombros para no comprometerme.

– A mí me parece normal -dije. Sólo había visto a su marido una vez y, aunque no lo había encontrado particularmente atractivo, estoy harta de las murmuraciones interconyugales. La experiencia me decía que aquellos dos harían las paces por la noche y que todo cuanto yo dijera se reproduciría literalmente. Cambié de tema-. Ya que hablamos de opinar, ¿qué opinaba usted de Isabelle? Según tengo entendido, usted ha de subir al estrado de los testigos para hablar de ese particular, entre otras cosas.

Hizo una mueca, pero no respondió hasta que volvió a llenar las copas.

– De ese particular y de la desagradable desaparición de la pistola. Todos estábamos allí. Por lo que respecta a Isabelle, en cierto modo se parecía un poco a Kenneth, era carismática en la superficie, pero debajo no había nada. Aunque tenía talento, como persona carecía de calidez y de humanidad.

– Usted y Kenneth se conocieron cuando Isabelle se comprometió con David Barney, ¿no es así?

– Exacto. Nos conocimos durante una tómbola para recaudar fondos que se celebró en el Canyon Country Club. Fui con un amigo y nos presentaron. Isabelle le había dejado hacía poco y él parecía un perrito maltratado. Ya se sabe, no hay nada tan irresistible como un hombre que necesita ayuda. Me enamoré en el acto. Le acosé. Creía que iba a morirme si no lo conquistaba. Supongo que me comporté como una idiota. La gente me advertía, pero yo no escuchaba a nadie. Durante los seis meses que tardó en tramitarse su divorcio, le consolé, le cuidé, le mimé y le arrullé.

– Y funcionó.

– Sí, conseguí lo que quería, para bien y para mal. Nos casamos en cuanto recuperó la libertad, pero sus sentimientos estaban en otra parte. Seguía enamorado de ella y el obstáculo acicateaba mi obsesión. Yo sabía que no me amaba y por eso mismo me resultaba irresistible. No tuve más remedio que agasajarle y humillarme. Tenía que complacerle costara lo que costase. Como es lógico, no funcionó. En el fondo, busca a las mujeres que le rechazan, como él me rechaza a mí. ¿Verdad que resulta lamentable? Seguramente asegurará que está locamente enamorado de mí cuando le diga que quiero dejarle.

– ¿Fue el cáncer lo que la hizo cambiar?

– En parte, sí. El juicio ha sido la gota que ha colmado el vaso. En cierto momento comprendí que sólo era otra manera de seguir relacionado con Isabelle. Así puede aturdirse y sufrir por ella. Y como ya no puede conseguirla, quiere quedarse al menos con el dinero. Eso es lo que ahora importa.

– ¿Y su hija Shelby? ¿Qué papel tiene en esto?

– Es una muchacha excelente. Kenneth apenas la ve. Y ella ni siquiera pone los pies en casa. De vez en cuando, cada dos o tres meses, va a verla al colegio y pasa el día con ella. Cenan juntos, van al cine y hasta la próxima.

– Yo creía que todo este jaleo del juicio era por ella, para que no le faltara de nada en el futuro.

– Eso dice él, pero es absurdo. Kenneth tiene un seguro de vida elevadísimo. Si le ocurriera algo, Shelby percibiría un millón de dólares. ¿Qué más quiere? Pero Kenneth se resiste a ceder. Éste es el motivo del juicio, no hay otro. Dios mío, pensará usted que soy una intrigante.

– De ningún modo. Le agradezco la franqueza con que me habla. Si he de serle sincera, no esperaba que me contara usted tantas cosas.

– Le contaré todo lo que quiera saber. Esta gente me trae ya sin cuidado. Antes tendía a mostrarme protectora, y hubo una época en que no habría dicho ni una sola palabra. Me habría sentido culpable y como si obrase con deslealtad. Ahora no me importa. Empiezo a ver a los que me rodean como son. Es como ser miope y ponerse gafas de pronto. Lo veo todo tan claro que parece increíble.

– ¿A qué se refiere?

– Por ejemplo, a lo que acabo de contarle… Kenneth y su obsesión. Cuando Isabelle le dejó, le costaba aceptar el hecho de que aquella mujer era una egocéntrica impenitente. Pero como está muerta, puede creer otra vez que era la perfección en persona.

– Isabelle y David se conocieron en el trabajo, ¿no? En el despacho de Peter Weidmann.

– Exacto. Fue un «flechazo» -dijo, entrecomillando la expresión con los dedos.

– ¿Cree usted que la mató él?

– ¿David? No sabría decirle. Durante el juicio estaba convencida de que sí, pero ahora dudo. Piense un poco y verá. ¿No le ha llamado la atención lo «femenino» del crimen? Me sorprende que nadie se haya fijado hasta ahora en este detalle. No quisiera parecer sexista, pero disparar por una mirilla es, ¿cómo le diría yo?, «higiénico». Puede que sea un prejuicio, pero me inclino a pensar que, cuando un hombre mata, lo hace de manera más directa y enérgica. Estrangulan, apuñalan o destrozan un cráneo a golpes. Van derechos al asunto. Y si disparan, lo hacen sin rodeos, sin retorcimientos. ¡bum! y se acabó. Te saltan la tapa de los sesos. No andan de puntillas.

– En otras palabras: los hombres matan cara a cara.

– Exacto. Disparar por una mirilla es como querer eludir la responsabilidad. No hay sangre que mirar ni peligro de que salpique. Puede que David la acosara, pero a la luz del día, delante de todo el mundo. El juez limitándole los movimientos, la policía, los dos gritándose por teléfono… Si de verdad la mató, tenía que saber que él sería el primer sospechoso. ¿Y la historia del footing? Vaya estupidez. Créame, es un hombre listo. Si fuera culpable, habría inventado una coartada mejor.

– No sé adónde quiere ir a parar. Usted se ha formado ya una opinión al respecto, de lo contrario no me habría dado tantos matices.

– Podemos pensar en Simone.

– ¿La hermana gemela de Isabelle?

– No me diga que no conoce la historia.

– Creo que no -dije-, pero seguro que tiene usted intención de contármela.

Lo dije de tal manera que se echó a reír.

– Sí, voy a contársela. Nunca se llevaron bien. Isabelle hacía lo que le daba la gana mientras la pobre Simone cargaba casi siempre con todas las responsabilidades. Isabelle lo tenía todo, al menos por fuera: aspecto, inteligencia y una hija encantadora. Y éste es el punto conflictivo, fíjese. Porque lo que más ambicionaba Simone en este mundo era tener un hijo. Su reloj biológico había dado un salto y ya no podía volver atrás. Supongo que ya la conoce, ¿verdad?

– Hablé ayer con ella.

– ¿Se percató de la cojera?

– Desde luego, pero ni la sacó a relucir ni yo le pregunté al respecto.

– Fue un accidente lamentable. Y me temo que la culpa la tuvo Isabelle. Ocurrió hace aproximadamente siete años, un año antes de que mataran a su hermana. Isabelle había bebido, llegó a casa y dejó el coche en el sendero de entrada sin ponerle el freno de mano. El vehículo se puso en movimiento y rodó colina abajo a velocidad creciente. Simone estaba junto al buzón y la atropelló. Le aplastó la pelvis y le rompió el fémur. Le dijeron que no volvería a andar, pero Simone se empeñó en llevar la contraria a los médicos. Usted misma lo ha visto. Se salió con la suya.

– Pero no tiene hijos.

– Exacto. Y lo que acabó de empeorar las cosas fue que estaba prometida y el novio la dejó a raíz del accidente porque su objetivo era fundar una familia. Fin de la historia. Para Simone fue realmente el último capítulo.

La observé con fijeza, mientras trataba de analizar las consecuencias de esa información.

– Vale la pena meditarlo -dije.

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