16

Tener que volver a la casa de Morley parecía ya cosa de guasa, pero no tuve más remedio que hacerlo. Burt Walker me había dicho que le llevara todos los productos domésticos susceptibles de causar una intoxicación. Cuando llegué vi a Louise en la entrada, delante mismo del buzón. No manifestó sorpresa alguna al verme. Aguardó con paciencia a que estacionara el vehículo y bajase. Echamos a andar hacia la casa con camaradería, como si fuéramos viejas amigas.

– ¿Dónde está Dorothy? -pregunté.

– Descansando en su cuarto.

– ¿Se siente indispuesta?

Adoptó una actitud franca.

– Mi hermana es una mujer realista. Morley ha muerto. Si le han envenenado, quiere salir de dudas. Y, naturalmente, se siente indispuesta; lógico, ¿no?

– No me ha hecho ninguna gracia aumentar su aflicción, pero no había manera de ahorrarle el trago.

– Nadie puede soslayar lo inevitable. ¿A qué se debe su regreso?

Le resumí la conversación que había sostenido con el coroner.

– Se muestra más bien pesimista -añadí-, pero por lo menos ha accedido a analizar lo que encuentre. Voy a necesitar un recipiente grande para transportar el material.

– ¿Qué le parece una bolsa de basura? Usamos unas de tamaño reducido y con cierre elástico en la boca.

– Perfecto -dije.

La seguí a la cocina y fuimos cogiendo lo que nos pareció pertinente. El armarito que había debajo del fregadero estaba hasta los topes de productos tóxicos. Apabullaba pensar que el ama de casa corriente se pasa la vida con las piernas rodeadas de artículos mortíferos. Deseché algunos, por ejemplo el Drano, que sirve para disolver los pelos que se acumulan en el estómago de los animales; me parecía inconcebible que hubiera engullido una dosis letal de aquella sustancia sin darse cuenta.

Louise estaba atenta y me señalaba los productos que pasaba por alto. Metimos en la bolsa el detergente para quitar la grasa del horno, un atomizador de insecticida, un frasco de salfumán, otro de amoníaco, otro de alcohol desnaturalizado y una caja de bolas de naftalina. Me vino a la cabeza una imagen absurda en que Morley, con la cabeza hacia atrás, tragaba bolas de naftalina como si fueran peladillas. En el alféizar de la ventana de la cocina había medicamentos de Morley y los metimos en la bolsa.

También cogimos todo lo que ostentaba el nombre de Morley en el botiquín del cuarto de baño, así como los fármacos que podían resultar mortales en grandes cantidades. Aspirina, Unisom, Percogesic, antihistamínicos. Ninguno parecía particularmente peligroso. Aunque revisamos todas las papeleras, no hallamos nada que nos inspirase la menor sospecha. En el garaje encontramos algunos envases, pero no tantos como había supuesto.

– Apenas hay pesticidas y fertilizantes -comenté de pasada. Louise metía en la bolsa un frasco de aguarrás.

– A Morley no le gustaba trabajar en el jardín. Era competencia de Dorothy. -Se puso a cierta distancia de los anaqueles y giró sobre sí con lentitud para observar lo que contenían-. Ahí veo algo. Es aceite de motor -dijo, y se volvió hacia mí.

– Échelo también a la bolsa -dije-. No creo que se atracara de lubricante Sears, pero cualquier cosa es posible. ¿Y en la oficina? ¿Hay algún botiquín en el lavabo de allí?

– No se me había ocurrido. Seguro que sí. Voy a buscar las llaves.

– No se preocupe. Le diré a la peluquera que trabaja al lado que me deje entrar por la puerta de comunicación.

Regresamos a la parte delantera de la casa y saqué las llaves del coche.

– Gracias por todo, Louise.

– Cuéntenos lo que descubran -dijo.

– Tardará un tiempo. Los informes de toxicología tardan un mes a veces.

– ¿Y la autopsia? Algo saldrá de ahí, digo yo.

– No se sabrá nada hasta después del entierro.

– ¿Irá usted al sepelio?

– Ésa es mi intención.

Mientras me dirigía a la oficina de Morley, estuve a punto de rendirme ante la inseguridad. Era ridículo. Me resultaba imposible concebir que Morley hubiera ingerido un producto cualquiera sazonado con lejía o con detergente en polvo. Nunca fue un sibarita, pero a la primera cucharada de lavavajillas o de insecticida se habría dado cuenta. Sobre las medicinas que tomaba no habría sabido opinar. No se había vaciado ningún frasco ni por otro lado había ninguno con tan poco contenido como para sospechar que hubiera tomado una sobredosis, por casualidad o de cualquier otro modo. Las cápsulas de dos fármacos que tomaba por prescripción facultativa habían podido adulterarse, desde luego. Como la puerta trasera de la casa solía quedarse abierta, cualquiera podía haber entrado furtivamente y sustituido los medicamentos por cualquier sustancia mortal.

Llegué a la oficina de Morley y estacioné el coche en el sendero del garaje. Di la vuelta a la construcción y me dirigí a la puerta principal, arrastrando la bolsa de plástico como un Santa Claus errante. Era la segunda vez que estaba allí y el lugar me parecía más deprimente que durante la primera visita. El revestimiento exterior de madera estaba pintado con un brillante color azul turquesa, mientras los marcos de las ventanas y el alero eran de un blanco enhollinado. Los rótulos encajados entre los copos de nieve que decoraban el escaparate anunciaban que en el salón se hacían ya peinados estilo Catarata y teñidos Semáforo. Entré.

El local estaba vacío en esta ocasión y Betty, a quien supuse la propietaria, se tomaba un café y fumaba un cigarrillo en la parte trasera mientras cuadraba la contabilidad.

– ¿Y el personal?

– Han salido a comer. Hoy es el cumpleaños de Jeannie y tengo que ocuparme yo de los teléfonos. ¿Qué se te ofrece?

– Tengo que volver a entrar en el despacho de Morley.

– Tú misma -dijo con un encogimiento de hombros.

Habían bajado las persianas. La luz que se filtraba por el papel agrietado inundaba la habitación de un resplandor beige. Junto con el olor a moho y a polvo de alfombra percibí otro a colillas viejas que se mezclaba con el aroma del café y del tabaco reciente que entraba del salón adjunto y por el conducto de la calefacción.

Un registro rutinario de los cajones de la mesa y de los archivadores me reveló que allí no había sustancia tóxica alguna. En el cuarto de baño encontré una caja de Comet tan vacía que los restos de detergente se habían condensado en bolitas que rodaban en el fondo como guisantes secos. En el botiquín sólo encontré un frasco medio lleno de jarabe para la tos. Lo metí en la bolsa de plástico por si habían introducido raticida, vidrio molido o naftalina. Puestos a representar un melodrama, lo representé hasta el final. Tras constatar que la papelera del lavabo estaba vacía, volví al despacho para inspeccionar la papelera que había bajo la mesa de Morley, pero no la vi por ninguna parte. La busqué intrigada. La había visto durante la visita anterior.

Abrí la puerta que comunicaba con la peluquería y asomé la cabeza.

– ¿Dónde está la papelera de Morley?

– En el porche.

– Gracias. ¿Puedes hacerme otro favor?

– Lo intentaré -dijo.

– Cabe la posibilidad de que se haya cometido un crimen aquí dentro. Yo tengo que volver dentro de un par de días: ¿podrías mantener el despacho cerrado?

– ¿Quieres decir que no debo dejar que entre nadie?

– Exacto. No toques ni tires nada.

– Está tal como la dejó Morley -dijo.

Cerré la puerta y recogí la papelera del porche delantero, que ya estaba cubierto de serpenteantes regueros de hormigas. La sacudí unas cuantas veces con no poca aprensión, me senté en el peldaño superior y empecé a vaciar lo que contenía. Papeles, catálogos, pañuelos de papel usados, vasos de café desechables. La caja de cartón y el pastel medio comido que había dentro eran ahora la única fuente de alimentación de la multitudinaria colonia de hormigas. Puse la caja junto a mí y examiné el contenido. Todo indicaba que Morley se había detenido en la pastelería camino de la oficina para comprar un strudel. Se había comido la mitad y tirado el resto a la basura, porque quebrantar el régimen alimenticio debió de provocarle remordimientos de conciencia. Observé el strudel con atención, pero sin saber con certeza lo que buscaba. No vi ni rastro de fruta, pero ¿con qué se hace el strudel de frutas, si no hay frutas? Cogí los restos con cuidado y los envolví en el papel que había dentro de la caja.

Lo demás no parecía interesante. Volví a meterlo en la papelera y dejé ésta detrás de la puerta, que cerré con llave a mis espaldas. Regresé al coche y llevé la colección de desechos a la oficina del coroner; se la dejé a la secretaria para que a su vez se la entregase a Burt.

La jornada había llegado a su fin y puse rumbo a mi casa. Todo el asunto me producía dolor de estómago. Me sentía frustrada y deprimida. Lo único que había conseguido hasta el momento era poner patas arriba el caso de Lonnie. Gracias a mi celo, la declaración del testigo de cargo se había puesto en duda y el acusado había conseguido una coartada. Otro pequeño esfuerzo de mi parte y el abogado de Barney tendría material suficiente para pedir el sobreseimiento del caso. La ansiedad me palpitaba ya a la altura del esternón y comenzaba a notar ese miedo que se siente en la boca del estómago y que yo no experimentaba desde el bachillerato. Todavía no había motivo para echarse a llorar de desesperación, pero sin duda sufría una crisis de confianza en mí misma cuyo origen se remontaba al despido de La Fidelidad de California. Siempre había actuado por instinto. En el curso de una investigación sufría contrariedades con frecuencia, pero trabajaba con la seguridad que me daba la convicción de que, al final, el trabajo me saldría redondo. Jamás me había sentido tan insegura como entonces. ¿Y qué ocurriría si me ponían de patitas en la calle por segunda vez en el curso de seis semanas?

Una vez en casa me puse a fregar como Cenicienta en sus peores momentos. Era lo único que se me ocurría para calmar el nerviosismo. Cogí trapos, estropajos y detergente y la emprendí con el cuarto de baño del piso superior. No sé qué harán los hombres para afrontar las tensiones menores de la vida cotidiana. Puede que jueguen al golf, o se pongan a reparar el coche, o a beber cerveza mientras ven la tele. A las mujeres que conozco (las que no son adictas a la comida preparada ni a ir de compras) les da por limpiar la casa. Así pues, me lancé a la carga con el trapo y el mocho y me dediqué a eliminar microbios con los generosos chorros de espumas y líquidos desinfectantes que aplicaba a todas las superficies visibles. Los microbios que no maté salieron francamente malparados.

Hice un alto a eso de las seis. Las manos me olían a lejía. Además de desinfectar todo el cuarto de baño de arriba, había cambiado las sábanas, limpiado el polvo y pasado el aspirador por el dormitorio. Iba a emprenderla con los cajones del tocador cuando me di cuenta de que era ya hora de descansar un poco y tomar un bocado. Tal vez, incluso daría por terminada la faena. Me di una ducha rápida y me puse unos tejanos limpios y otro jersey de cuello alto. El brío que había puesto en la limpieza se me esfumó cuando me vi sola ante el peligro culinario. Cogí el bolso y una cazadora y me dirigí al bar de Rosie.

Hasta cierto punto me desanimó encontrarlo tan lleno como la noche anterior. En vez de jugadoras de bolos, había un equipo de béisbol, hombres uniformados con pantalón deportivo y camisa de manga corta, y que en la espalda ostentaban bordado el nombre de una compañía local de material eléctrico. Mucho humo, muchas jarras de cerveza en alto, y muchos estallidos de carcajadas violentas, de las que suele propiciar el alcohol. Era como uno de esos anuncios televisivos de cerveza, donde los clientes de los bares parecen disfrutar mucho más que en la realidad. La máquina de discos berreaba a tanto volumen que no había manera de identificar la canción. El televisor que había a un extremo de la barra estaba encendido y emitía fragmentos sincopados de no sé qué polvorienta e interminable carrera de coches. Pese a que nadie le prestaba la menor atención, lo habían dejado también a todo volumen para aportar su granito de arena al ruido y la furia dominantes.

Rosie contemplaba el paisaje con una sonrisa de complacencia. ¿Qué le había pasado? Que yo supiera, no soportaba el ruido. Jamás había alentado las camorras deportivas. Mi máxima preocupación hasta la fecha había sido que los yuppies descubrieran el local y lo transformaran en ilustre abrevadero de letrados y ejecutivos. Jamás se me había ocurrido que acabaría abriéndome paso entre adictos a la cebada.

Divisé a Henry y a su hermano William. El primero llevaba pantalón corto, una camiseta blanca y náuticas, y lucía unas piernas largas y bronceadas de aspecto fuerte y musculoso. William seguía con su traje, aunque se había despojado del chaleco. Mientras Henry estaba recostado en la silla con una cerveza ante sí, William estaba muy tieso y saboreaba un agua mineral con una corteza de limón. Saludé a Henry con la mano y me dirigí a mi reservado favorito, milagrosamente libre. Me detuve a mitad de trayecto. La mirada de Henry se había clavado en la mía con tal expresión de súplica que no tuve más remedio que cambiar de rumbo y encaminarme a su mesa. William se levantó.

Henry me empujó una silla con el pie.

– ¿Quieres una jarra? Yo invito.

– Si le es igual, preferiría un vaso de vino blanco -dije.

– Claro, no hay problema. Que sea vino blanco.

Habría jurado que habían retrocedido en el tiempo, y eso que les había visto la víspera. Podía imaginármelos con ocho y diez años respectivamente. Henry, todo rodillas y codos, conduciéndose con la típica beligerancia del hermano menor resentido. Seguramente había pasado la juventud torturado por los altaneros modales de William. Tal vez la madre hubiera puesto a Henry en manos de William, obligándoles así a una proximidad forzada. A buen seguro, William tiranizó a Henry de pequeño e incluso quizá se metía con él, cuando no se chivaba de sus barrabasadas. Henry, a los ochenta y tres años, parecía a la vez inquieto y propenso a la rebeldía, incapaz de afirmar su personalidad como no fuera con apartes y payasadas.

Yo buscaba a Rosie con la mirada mientras William volvía a tomar asiento. Me volví al segundo y alcé la voz para que pudiera oírme por encima del griterío.

– ¿Qué tal su primer día en Santa Teresa?

– Yo diría que bien. He tenido palpitaciones… -repuso casi en un susurro.

Me llevé la mano a la oreja para darle a entender que le oía con dificultad. Henry se inclinó hacia mí.

– Hemos pasado la tarde en Urgencias -exclamó Henry a voz en cuello-. Nos hemos reído mucho. Para los que disfrutamos de los beneficios de la Seguridad Social, ha sido como estar en el circo.

– El corazón ha vuelto a darme la lata -dijo William-. El médico pidió que me hicieran un electrocardiograma. Ya no recuerdo qué palabra utilizó para calificar mi estado…

– Indigestión -aulló Henry-. Sólo tenías un eructo atravesado.

La broma de Henry no pareció desanimar a William.

– Mi hermano se pone muy nervioso al menor indicio de fragilidad humana.

– Teniéndote cerca desde que nací, no sé cómo no me he acostumbrado todavía -replicó Henry.

Yo seguía mirando a William.

– Pero, ¿está bien ya?

– Sí, muchas gracias -dijo.

– Pues mira cómo estoy yo -dijo Henry: se puso bizco, sacó la lengua por la comisura de la boca y se apretó el pecho con la mano crispada.

William ni siquiera esbozó una sonrisa.

– ¿No quiere echarle una ojeada?

No entendí qué quería enseñarme hasta que vi las rayas del electrocardiograma.

– ¿Le han dejado llevárselo? -pregunté.

– Sólo esta hoja. El resto lo guardo archivado. Allí donde voy siempre llevo mi historial médico; podría hacerme falta.

Los tres nos quedamos mirando la raya de tinta jalonada de picos a trechos regulares. Parecía una sección vertical del océano con cuatro aletas de tiburón avanzando directamente hacia nosotros.

William acercó la cabeza.

– El médico dice que le gustaría hacerme un chequeo a fondo.

– No me extraña -dije.

– Lástima que no dispongas ni de un solo día libre. -Henry me hizo una mueca-. Podíamos turnarnos para tomarle el pulso a William.

– Tú ríete, pero a todos nos llega el momento de tomar conciencia de que no somos más que carne perecedera -dijo William con dignidad.

– Ahora que lo dice, mañana tengo que vérmelas con la carne perecedera de otra persona -dije. Y dirigiéndome a Henry-: El entierro de Morley Shine.

– ¿Amigo tuyo?

– Otro detective que trabajaba en la ciudad -dije-. Era colega del tipo que me inició en el oficio; yo le conocía desde hacía muchos años.

– ¿Ha muerto en el cumplimiento de su deber? -preguntó William.

Negué con la cabeza.

– En el fondo, no. El domingo por la noche sufrió un ataque al corazón… -Lamenté haber abierto la boca en cuanto pronuncié la última palabra. Vi que William se llevaba la trémula mano al pecho.

– ¿Qué edad tenía? -preguntó.

– Oh, no estoy segura -dije mintiendo como una bellaca. Morley tenía veinte años menos que William-. Ostras, ahí viene Rosie. -Cuando es necesario, «jopeo» y «ostreo» como cualquier hija de vecina.

Rosie acababa de salir de la cocina y nos miraba desde el otro extremo del local. Se acercó con cara decidida. Al pasar junto a la barra, alargó la mano y quitó el sonido al televisor. Henry y yo cambiamos una mirada de inteligencia. Seguro que pensaba lo mismo que yo. Rosie iba a hacerse cargo de William y aquello no había quien lo cambiase. Empecé a sentir lástima por el pobre hombre. La máquina de discos se quedó muda de pronto y el nivel del ruido quedó a la altura del serrín. El silencio fue maná para mi espíritu.

William echó atrás la silla y se levantó con educación.

– Señorita Rosie. Es un placer. ¿Cómo podría convencerla de que se sentara con nosotros?

La miré a ella, le miré a él.

– ¿Se conocen?

– Rosie nos salió al encuentro cuando llegamos -dijo Henry.

La mirada de Rosie se posó en William y buscó el suelo con recato.

– No quisiera interrumpir ninguna conversación -dijo Rosie para que insistiéramos, como es habitual en ella. Y eso que trataba a todo el mundo a puñetazo limpio.

– Vamos, vamos, siéntate -dije, añadiendo mi invitación a la de William. Éste siguió en pie, esperando por lo visto a que Rosie se sentara primero, cosa que la aludida no hizo.

La verdad es que a Henry y a mí apenas nos prestaba atención. La coquetona mirada con que envolvía a William se volvió inquisitiva. Se concentró en la gráfica del electrocardiograma. Escondió las manos bajo el delantal.

– Taquicardia -interpretó-. El corazón palpita de repente con cien latidos por minuto. Es horrible.

William la miró con cara de sorpresa.

– Exacto. Es verdad -dijo-. Esta misma tarde he sufrido un episodio de esas características. He tenido que ir a un centro de urgencias para que me viese un médico. Ha sido él quien ha tomado la muestra.

– Los médicos no pueden hacer nada -dijo Rosie con satisfacción-. Yo padezco lo mismo. Ciertas píldoras quizá. Por lo demás, no hay esperanza. -Apoyó las cautelosas posaderas en el borde de la silla-. Siéntese.

William tomó asiento.

– Es mucho peor que la fibrilación -dijo.

– Es mucho peor que la fibrilación y las palpitaciones juntas -dijo Rosie-. Permítame. -Cogió el electrocardiograma. Dejó resbalar las gafas por la nariz y se echó atrás para ver mejor el papel-. Fijaos. Es increíble.

William volvió a escrutar el papel como si de pronto hubiera adquirido un significado diferente.

– ¿Es grave?

– Terrible. No tanto como lo mío, pero es muy grave. ¿Y las ondulaciones y los picos? -Cabeceó y frunció la boca. Apartó el papel con brusquedad-. Le invito a un jerez.

– No, imposible, de ningún modo. No puedo ingerir bebidas alcohólicas.

– Es jerez húngaro. No hay nada igual. En cuanto noto que se acercan los síntomas, me tomo una copita y, ¡bum!, desaparecen. Así de fácil. Y se acabaron las ondulaciones y los picos.

– El médico no me ha dicho nada sobre el jerez -dijo con inquietud.

– ¿Quiere que le diga por qué? ¿Cuánto le ha pagado por la visita? Mucho, supongo. Sesenta, ochenta dólares. ¿Cree que su médico desea que se acaben las visitas? ¿Que no le gusta el color de su dinero? Pero si hace lo que le digo, será un hombre nuevo en un abrir y cerrar de ojos. Pruebe. Si no se siente mejor, no abone la consumición. Le invito al primero. La casa paga. Totalmente gratis.

Parecía indeciso y titubeante hasta que Rosie lo fulminó con la mirada. William le enseñó el pulgar y el índice separados por un centímetro.

– Está bien, tomaré un poquito.

– Yo misma se lo serviré -dijo Rosie mientras se levantaba de la silla.

Levanté la mano.

– ¿Podrías traerme un vaso de vino blanco? Invita Henry.

– Y una ronda de esfigmomanometría para todos los que están aquí -dijo Henry.

Rosie pasó por alto el conato de chiste y se alejó hacia la barra. Yo no me atrevía a mirar a Henry porque sabía que no podría evitar una sonrisa irónica. Rosie había conseguido que William comiera en la palma de su mano. Henry se había burlado de él y yo me había comportado con toda educación, pero Rosie le había tratado con el máximo respeto. Aunque yo ignoraba por completo las intenciones de ésta, William parecía totalmente indefenso ante el asedio.

– El médico no me ha dicho nada sobre el alcohol -repitió con terquedad.

– No creo que le haga daño -intervine, aunque sólo para que el juego no decayera. Quizá Rosie quería emborracharle, debilitar sus defensas para decirle la verdad a bocajarro: que para su edad tenía una salud de hierro.

– No quisiera hacer nada que perturbase el tratamiento a largo plazo que sigo puntualmente -dijo.

– ¡Por el amor de Dios! -exclamó Henry-. Tómate una copa y calla. -Pisé el pie de Henry por debajo de la mesa. Le cambió la expresión-. Bueno, mira, eso me recuerda que el abuelo Pitts tomaba una copita de vez en cuando. Te acuerdas, ¿verdad, William? Todavía le veo en el porche, sentado en la mecedora, y tomándose un vaso de Black Jack.

– Sí, pero el abuelo está muerto -dijo William.

– ¡Claro que está muerto! ¡Tenía ciento un años cuando se murió!

William frunció el ceño.

– No hace falta que me grites.

– Es que eres el colmo. Los patriarcas de la Biblia no vivieron tanto como el abuelo. Estaba sano y fuerte, una salud a prueba de bomba. Todos los miembros de nuestra familia…

– Henryyyyyyy, has perdiiiidooo -canturreé.

Calló con brusquedad. Rosie volvió a la mesa con una bandeja en la mano. Traía un vaso de vino blanco para mí, una cerveza para Henry, dos vasitos para servir licores de categoría y una botellita llena de adornos que contenía un líquido ambarino. William se puso otra vez en pie, como un caballero. Apartó una silla para que se sentara Rosie. Ésta dejó la bandeja en la mesa y dirigió al hombre una sonrisa de mosquita muerta.

– Es usted un caballero -dijo abanicándole con las pestañas-. Un caballero muy amable. -Me alargó el vino, le pasó la cerveza a Henry y tomó asiento a continuación-. Permítame -dijo a William.

– Sólo un poco, por favor -dijo éste.

– Deje que yo decida la cantidad -dijo Rosie-. Voy a enseñarle cómo se bebe. Fíjese. -Escanció el jerez y llenó el vaso hasta el borde. Se lo llevó a los labios, echó atrás la cabeza y vació el vaso. Se limpió las comisuras de la boca con el nudillo del índice-. Ahora usted -dijo. Llenó el otro vaso y se lo tendió a William.

Éste no acababa de decidirse.

– Haga lo que le digo -dijo Rosie.

William la obedeció. En cuanto el licor le llegó a la garganta, se estremeció con un espasmo asombrosamente involuntario que le comenzó en los hombros y le recorrió la columna a velocidad vertiginosa.

– ¡Dioses del Olimpo!

– Efectivamente, dioses del Olimpo -dijo Rosie. Le observó con malicia y chasqueó la lengua con intención lujuriosa. Sirvió otra ronda de jerez y vació su vaso como los vaqueros de las películas de John Wayne. William, que ya había cogido el tranquillo, la imitó. En las mejillas se le habían formado sendos círculos carmesí. Henry y yo les contemplábamos mudos de asombro.

– ¡Así se hace! -Rosie golpeó la mesa con la mano y recuperó la actitud de costumbre. Se levantó y volvió a poner en la bandeja la botella de jerez y los dos vasos-. Mañana. A las dos. Es como una medicina. Muy puntual. Voy a traerle la cena. No discuta. Sé lo que necesita.

El corazón me dio un vuelco. La cena que iba a servirle consistiría en una peligrosa confabulación de especias húngaras y grasas saturadas, pero no me atreví a salir corriendo.

William observó a Rosie mientras ésta se alejaba.

– Es curioso -dijo-. Creo que incluso me ha bajado la tensión.

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