Tengo que confesar que, en el instante de morir, no vi desfilar en una fracción de segundo la historia de mi vida. Tampoco había una luz blanca y seductora al final de ningún túnel, ni tuve la cálida sensación acogedora de que los amigos y parientes que habían muerto hacía mucho estuvieran esperándome en El Otro Lado. Lo que sentí fue más bien una vocecita aflautada que decía con indignación:
– ¡Oh, vamos! Esto no puede ser en serio. ¿Es así en realidad?
Sobre todo, lamentaba no haber limpiado la cómoda la noche anterior, como había planeado. Resulta insoportable que los que hayan de decirle a una el último adiós tengan que verlo todo lleno de bragas sucias. Podría ponerse en tela de juicio la validez de esta observación, puesto que es evidente que no fallecí cuando estaba segura de que me había llegado la hora, pero afrontemos las consecuencias sin miedo: la vida es una bagatela y estoy convencida de que morir no enseña nada de provecho.
Me llamo Kinsey Millhone, soy investigadora privada y trabajo en Santa Teresa, que está a ciento cincuenta kilómetros al norte de Los Angeles. Hacía siete años que ocupaba un despachito junto a las oficinas de La Fidelidad de California, una empresa de seguros. Había acordado tácitamente con la compañía que podría utilizarlo a cambio de investigar incendios provocados y fallecimiento fingidos, pero de un modo informal, según las necesidades de la casa. El acuerdo se había cancelado sin más a principios de noviembre, cuando habían trasladado a Santa Teresa a un diligente experto en eficacia empresarial de la sucursal de Palm Springs.
Yo había creído que las modificaciones efectuadas en la dirección de la compañía no me afectarían, dado que yo era colaboradora independiente y no una empleada de las que tienen que fichar. No obstante, cuando ese hombre y yo nos vimos por primera (y última) vez, la antipatía que sentimos fue tan instantánea como recíproca. En los quince minutos que duró el inefable contacto humano, me mostré grosera, agresiva y desinteresada por los asuntos de la casa. Antes de darme cuenta de lo que ocurría, me encontré en la calle y rodeada de las cajas de cartón que contenían los ficheros de mis clientes. Pasaré por alto la minucia de que, para coronar el fin de mis relaciones con la compañía, puse al descubierto una escandalosa estafa relacionada con seguros automovilísticos que movía millones de dólares. Lo único que obtuve a cambio fue un furtivo apretón de manos del vicepresidente de la compañía, Mac Voorhies, un miedica convicto y confeso que no vaciló en reconocer que aquel ogro le caía tan antipático como a mí. Aunque le agradecí el apoyo moral, aquello no resolvió mi problema. Yo tenía que trabajar. Y necesitaba una oficina donde administrar el trabajo. Al margen de que mi casa era demasiado pequeña para estos menesteres, me parecía poco profesional no tener despacho. Algunos de mis clientes son sujetos poco recomendables, y no me hacía ninguna gracia que estos brutos supieran dónde vivía yo. Estaba hasta la coronilla de problemas. A causa de la drástica subida de los impuestos sobre la propiedad inmobiliaria, mi casero se había visto obligado a duplicarme el alquiler. La medida le había sentado peor que a mí, pero -según su gestor- no había tenido más remedio. Pese a todo, el alquiler se mantenía dentro de lo razonable y no me quejé, pero no era el mejor momento para afrontar la inesperada subida. Había invertido todos mis ahorros en comprar otro coche, un VW de 1974, éste de color azul claro, y con sólo una pequeña abolladura en el guardabarros izquierdo de atrás. Aunque sabía vivir con muy poco, no me quedaba ni un real a fin de mes.
Dicen que el despido es una especie de liberación, pero a mí esto me parece la típica fanfarronería que se emite cuando ya se conoce el veredicto. El despido es lo peor que hay, y puede compararse a la infidelidad por los despiadados efectos que produce. El amor propio se resiente y nuestra imagen revienta como un neumático pinchado. Durante varias semanas había pasado por las mismas etapas que se recorren cuando nos comunican que padecemos una enfermedad que pronto nos llevará a la tumba: rabia, negación de la realidad, fantasías sobre lo inevitable, embriaguez, palabras malsonantes, resfriados nasales, aspavientos, angustia, alteración radical del orden de las comidas. Por otra parte, había elaborado una serie ininterrumpida de pensamientos inconfesables acerca del causante de mis desdichas. En los últimos días, sin embargo, me había preguntado si no habría algo de verdad en lo que sentía en el fondo, una especie de deseo reprimido de que me despidieran sin contemplaciones. Tal vez estuviera ya harta de La Fidelidad. Tal vez hubiera dejado de ser útil a la empresa. Tal vez deseara sin más un cambio de escenario. En cualquier caso, había empezado a adaptarme y notaba ya que el optimismo me corría por las venas como si fuese aceite de hígado de bacalao. Porque se trataba de algo más que de sobrevivir. De un modo u otro, sabía que había ganado yo.
Por el momento, había alquilado un despacho libre del bufete de Kingman e Ives. Lonnie Kingman tiene cuarenta y pocos años, mide uno sesenta, pesa cien kilos, es entusiasta del levantamiento de pesas y se atiborra cotidianamente de esteroides, testosterona, vitamina B-12 y cafeína. Sobre la cabeza, una mata estropajosa de pelo negro le cuelga igual que a un caballo en trance de mudar las crines invernales. Respecto a la nariz, parece que se la hubieran roto tantas veces como a mí. Sé, por los distintos diplomas que adornan sus paredes, que es diplomado universitario por Harvard, licenciado en empresariales por la Universidad de Columbia y licenciado en derecho por la Universidad de Stanford.
Su socio, John Ives, aunque con idéntico currículo, prefiere los aspectos más tranquilos y menos vistosos de la profesión. Su especialidad son las apelaciones en el terreno de lo civil, en el que tiene fama de ser un abogado de imaginación fuera de lo normal, de investigar las cosas hasta el fondo y de redactar mejor que nadie. Lonnie y John fundaron el bufete hace aproximadamente seis años y desde entonces han ampliado el personal secundario, que hoy comprende a una recepcionista, dos secretarias y un pasante que hace también de recadero. Martin Cheltenham, el tercer abogado del bufete, si bien no es socio en propiedad, es el mejor amigo de Lonnie y ocupa un despacho alquilado en las mismas condiciones que yo.
Al parecer, todos los casos brillantes de Santa Teresa se los encargan a Lonnie Kingman. Se le conoce más como abogado defensor en causas de lo criminal, pero siente una debilidad especial por los procesos complicados en que hay muertes o lesiones accidentales, debilidad que fue responsable de que nuestros caminos se cruzaran y nos conociéramos. Yo había hecho algún trabajito para Lonnie en otra época y, al margen de que recurría a él de vez en cuando por motivos profesionales, había pensado que me vendría bien por aquello de las recomendaciones. Desde su punto de vista, tener una investigadora en la casa no resultaba precisamente perjudicial. No me convertí en empleada suya, como tampoco lo había sido en La Fidelidad de California. Trabajaba como independiente que le prestaba servicios profesionales, y le cobraba en consecuencia. Para celebrar el convenio me había comprado una bonita chaqueta de mezclilla para conjuntarla con los tejanos y el jersey de cuello alto que suelo ponerme. Aquel atuendo me daba aires de persona emprendedora.
Fue un lunes de principios de diciembre cuando me introduje en el caso de la difunta Isabelle Barney. Aquel día había ido dos veces a Cottonwood, dos viajes de ida y vuelta de quince kilómetros cada uno para entregar una citación a un testigo de un juicio por agresión física. La primera vez no había nadie en la casa. La segunda vi llegar al individuo en el momento en que volvía del trabajo y aparcaba el coche en el sendero del garaje. Le entregué los papeles, me desentendí de su asombro y me marché con la radio a todo volumen para no oír las groserías con que me despidió. Dijo dos palabras que no oía desde hacía un montón de años. De regreso a la ciudad, di un rodeo para volver a la oficina.
El edificio del bufete -de dos pisos, ambos con despachos- tiene la fachada enlucida con yeso y un aparcamiento en la planta baja. Cada planta posee seis balcones, con las puertas abiertas para que entre el aire, y grandes contraventanas de madera pintadas de ese color verdigris que adquieren los objetos de cobre cuando se oxidan. Los balcones carecen de saliente y están protegidos a media altura por una barandilla de hierro forjado. El efecto es muy decorativo y, en caso de necesidad, las barandillas podían impedir que se arrojaran a la calle los perros suicidas y los niños enrabiados. El edificio se comunica con la finca contigua mediante un pasaje de techo abovedado situado a la derecha y por el que se accede a un pequeño aparcamiento situado detrás. El único inconveniente es la avara distribución de las plazas disponibles. Hay seis inquilinos fijos y doce plazas. Como todo es propiedad de Lonnie, el bufete tiene derecho a cuatro plazas: una para John, otra para Martin, otra para Lonnie y otra para su secretaria, Ida Ruth. Las ocho plazas restantes se distribuían según el contrato de alquiler que se hubiera firmado. Los demás podíamos elegir entre dejar el coche en la calle o aparcarlo en las zonas de estacionamiento que había a tres manzanas. Las tarifas de Santa Teresa son baratísimas en comparación con las vigentes en las grandes ciudades, pero, dado lo limitado de mi presupuesto, era un lujo que no me podía permitir. Los estacionamientos callejeros son gratis en el centro, pero limitados a noventa minutos, y los agentes municipales empiezan a poner multas en cuanto te pasas un minuto. En consecuencia, perdía mucho tiempo cambiando el coche de sitio o recorriendo la zona en busca de un lugar que estuviera cerca y fuera gratis al mismo tiempo. Por suerte, esta exasperante situación sólo dura hasta las seis de la tarde.
Eran ya las seis y cuarto y no se veía luz en los balcones de la fachada del segundo piso, lo que quería decir que ya se habían ido todos a casa. No obstante, vi el coche de Lonnie al cruzar el pasaje. El Toyota de Ida Ruth no estaba, así que aparqué en su plaza, junto al Mercedes de Lonnie. En la plaza de John vi un Jaguar azul claro que no conocía. Saqué la cabeza por la ventanilla y doblé el cuello. Las luces del despacho de Lonnie estaban encendidas, dos rectángulos amarillos proyectados sobre la sombra sesgada que bajaba desde el tejado. Estaba sin duda con algún cliente.
Los días eran cada vez más cortos y a aquella hora casi había oscurecido. En el aire flotaba algo que hacía añorar un buen fuego de leña, compañía grata y esos licores que parecen muy elegantes en los anuncios y que luego saben a jarabe para la tos. Me dije que me esperaba el trabajo, pero en el fondo no era más que una excusa para posponer el momento de volver a casa.
Cerré el coche con llave y me dirigí hacia la escalera, empotrada en un hueco que subía por el centro del edificio igual que una chimenea. Todo estaba a oscuras y tuve que echar mano de la linterna de bolsillo que llevo colgada del llavero. El pasillo de la segunda planta estaba también a oscuras, pero vi luz en la zona de recepción a través del vidrio esmerilado de la puerta del bufete. Éste, que abarca toda la planta segunda, de día era muy acogedor: muy buena iluminación, paredes blancas, moqueta de un tono naranja oscuro, macetas por todas partes y muchos dibujos a la cera en las paredes. El despacho que me habían alquilado había sido anteriormente una extraña mezcla de sala de juntas y cocina, pero ahora estaba amueblado con mi escritorio, mi silla giratoria, mis archivadores metálicos, un pequeño sofá-cama, el teléfono y el contestador automático. En las Páginas Amarillas seguía figurando mi nombre en la sección de Detectives Privados e Investigaciones, y a la gente que llamaba al número antiguo se le daba el actual. En las semanas transcurridas desde el traslado, aunque había tenido algún cliente, me había visto obligada a trabajar de recadera jurídica para llegar a fin de mes. A 20 dólares el servicio no había manera de hacerse millonaria, pero ya llegaría el radiante día de primavera en que podría pasearme por las calles con 100 dólares en el bolsillo. No estaba mal, si podía compaginarlo con alguna que otra investigación.
Entré en silencio para no molestar a Lonnie, por si se hallaba reunido con alguien. Tenía abierta la puerta del despacho y al pasar no pude reprimir una mirada automática. Lonnie hablaba con un cliente, pero nada más verme alzó la mano y me llamó por señas.
– Kinsey, por favor, ¿podrías concederme un minuto? Me gustaría presentarte a alguien.
Di marcha atrás y crucé la puerta del despacho. El cliente estaba sentado en el sofá tapizado en cuero negro y me daba la espalda. Se levantó en cuanto Lonnie se puso en pie y se giró para mirarme cuando nos presentaron. Había en él un no sé qué sombrío.
– Kenneth Voigt -dijo Lonnie-. Kinsey Millhone, la investigadora de que te hablaba.
Nos dimos la mano y repasamos el habitual repertorio de cortesías mientras nos inspeccionábamos con la mirada. Tenía cincuenta y tantos años, el pelo y los ojos negros, y las cejas separadas por surcos profundos, debidos a la costumbre de fruncir el ceño. Había rudeza en sus facciones y un mechoncito de pelo raleante, que se peinaba hacia un lado, le contenía el avance de la frente. Me sonrió con educación, pero su rostro no manifestó alegría alguna. Una película de sudor parecía cubrirle la frente. Se quitó la chaqueta y la arrojó sobre el sofá. Llevaba un polo color gris oscuro, de manga corta y pechera cerrada por tres botones. Del cuello del polo le sobresalía una negra pelusa y tenía los antebrazos alfombrados de vello. Estrecho de espaldas, tenía los músculos de los brazos fibrosos y sin desarrollar. Le convenía ir a un gimnasio, aunque sólo fuera para descargar la tensión. Sacó un pañuelo y se lo pasó por la frente y por el labio superior.
– Me gustaría que lo oyese ella -le decía Lonnie-. Podría mirar esta misma noche en los ficheros y empezar mañana por la mañana.
– Por mí, de acuerdo -dijo Voigt.
Volvieron a sentarse. Me acurruqué en un extremo del sofá con las piernas encogidas, estimulada hasta extremos inimaginables por la perspectiva de volver a cobrar. Una de las ventajas de trabajar para Lonnie es que éste ahuyenta a los morosos.
Antes de que los dos reanudaran lo que hubiesen comenzado, Lonnie me dio unas cuantas explicaciones.
– El detective al que solíamos recurrir ha muerto de un ataque al corazón. Morley Shine -sufrí un sobresalto-, ¿lo conocías?
– Desde luego -dije-. ¿Y ha muerto? ¿Cuándo?
– Ayer por la noche, a eso de las ocho. Estuve fuera todo el fin de semana, y volví pasada la medianoche. Por eso no me he enterado hasta esta mañana, cuando me llamó Dorothy para decírmelo.
Conocía a Morley Shine desde siempre y, aunque no era un amigo íntimo, podía contar con él en caso de apuro. Morley y el individuo de quien yo había aprendido cuanto hay que saber en el oficio habían sido socios durante años. Tras una discusión habían seguido en la profesión, pero cada uno por su lado. Morley tenía casi setenta años, era alto, cargado de espaldas, probablemente le sobraban cuarenta kilos, tenía la cara redonda y con hoyuelos, se reía como si susurrase, exhalando un chorro de aire, y tenía los dedos amarillos de tanto fumar. Conocía a los chivatos y confidentes de todas las penitenciarías del estado y tenía contactos en las principales fuentes de información de la localidad. Ya preguntaría a Lonnie por las circunstancias de su muerte. Por lo pronto me concentré en Kenneth Voigt, que había aprovechado la interrupción para recapacitar; miraba al suelo, con las manos unidas sobre los muslos.
– Hace seis años asesinaron a mi ex mujer, Isabelle Barney. ¿Recuerda usted el caso?
El nombre no me decía nada.
– Creo que no -dije.
– Desenroscaron la mirilla de la puerta y llamaron al timbre. Cuando Isabelle encendió la luz del porche y miró para ver quién era, le dispararon por el agujero con un treinta y ocho. Murió en el acto.
Una campanilla me tintineó en la memoria.
– ¿Era su mujer? Ese detalle lo recuerdo. Es increíble que hayan pasado ya seis años. -Estuve a punto de comentar en voz alta el otro detalle que recordaba: que el presunto asesino había sido el repudiado marido de la difunta. Pero por lo visto no se trataba de Kenneth Voigt. ¿De quién, entonces?
Miré a Lonnie, que interpuso una observación para responderme como si hubiera captado mi pregunta por telepatía.
– Continúa, Ken -dijo Lonnie-. No ha sido mi intención interrumpirte. Ya que Kinsey está aquí, podrías ponerla en antecedentes.
Por lo visto le costó varios segundos recordar lo que ya había contado a Lonnie.
– Hacía cuatro años que nos habíamos casado… para los dos era el segundo matrimonio que contraíamos. Shelby, nuestra hija, tiene ahora diez años y está en un pensionado. Tenía cuatro cuando mataron a Isabelle. Bueno, la cosa es que tuvimos problemas… nada fuera de lo corriente, por lo que yo sabía. Se lió con Barney. Un mes después de arreglar el divorcio, se casó con él. Lo único que él quería era su dinero. Todo el mundo se daba cuenta menos la pobre Isabelle, que era tonta perdida. No lo digo con ánimo de ofenderla. Yo la quería de veras, pero era muy inocente. Tenía facultades y sabía ser ingeniosa, pero no se valoraba lo suficiente y cualquiera que la tratase con amabilidad podía aprovecharse de ella. Seguramente conocerá usted a mujeres así. Dependía emocionalmente de los demás e ignoraba lo que era el amor propio. Se dedicaba a pintar y, aunque yo admiraba mucho sus cualidades artísticas, me dolía ver cómo destrozaba su vida…
De pronto me desentendí de aquel análisis. Sus generalizaciones sobre las mujeres eran insufribles y evidentemente había contado la misma historia tantas veces que su versión de los hechos resultaba monótona y falta de sentimientos. El drama ya no versaba sobre ella, sino sobre las reacciones de él. Paseé la mirada hasta el montón de abultadas carpetas de color marrón que había encima del escritorio de Lonnie. Vi las palabras voigt/barney escritas en el lomo. En dos cajas de cartón amontonadas junto a la pared había más expedientes, si no me engañaban las etiquetas pegadas a un lado. Allí iría a parar todo lo que decía Voigt, una compilación de datos de la que se eliminaría los comentarios personales. Me parecía extraño: sus palabras podían ser ciertas, pero no eran creíbles por necesidad. Hay personas así. El recuerdo más sencillo parece falso cuando se cuenta. Siguió hablando durante un rato, con frases prietamente estructuradas que no daban pie a ninguna interrupción. Me pregunté cuántas veces habría interpretado Lonnie el papel de oyente de ese hombre. Advertí que también él había dejado de prestarle atención. Mientras los labios de Kenneth Voigt se movían, Lonnie cogió un lápiz y se puso a darle vueltas, a dar golpecitos en el cuaderno de notas primero con la punta, a continuación con la goma de borrar. Volví a concentrarme en el monólogo de Ken Voigt.
– ¿Cómo se libró el individuo? -pregunté en cuanto hizo una pausa para recuperar el aliento.
Lonnie aprovechó la ocasión para intervenir, al parecer impaciente por llegar al meollo del asunto.
– Dink Jordan se encargó de la acusación. Santo Dios, qué aburrimiento. Quiero decir que el hombre es competente, pero le falta estilo. Creía que para ganar le bastaría con presentar los hechos desnudos, con sencillez y claridad. -Dio un bufido ante lo absurdo de la suposición- Por eso ahora sólo podemos acusar a David Barney de muerte en circunstancias sospechosas. Detesto a ese individuo. Me cae mal y punto. En cuanto se declaró culpable, le dije a Ken que teníamos que lanzarnos sobre él con la apisonadora a toda máquina. Pero no pude convencerle. Apelamos y conseguimos que el juez volviera a emplazarle, pero Ken dijo entonces que ya estaba bien.
Voigt frunció el ceño con incomodidad.
– Tenías razón entonces, Lonnie. Ahora me doy cuenta, pero ya sabes cómo es esto. Francesca, mi mujer, no quería que continuáramos la investigación. Es muy doloroso para todos… Para mí más que para nadie. No podía afrontarlo, así de sencillo.
Lonnie torció la vista. No dispensaba mucha comprensión por lo que la gente pudiese o no afrontar. Su cometido consistía en afrontarlo y hacerse cargo de la situación. El de Voigt, en dejarle las manos libres.
– Vamos, vamos. Agua pasada no mueve molino. Costó un año conseguir que lo procesaran por homicidio. Salió absuelto. Ken ve con impotencia que David Barney se sale con la suya gracias al dinero de Isabelle. Mucho dinero, montañas de dinero. Casi todo habría ido a parar a su hija Shelby si hubieran declarado culpable a Barney. La familia llega por fin a un punto en que ya no puede soportarlo, Ken recurre a mí y ponemos manos a la obra. En el ínterin, el abogado de Barney, un sujeto llamado Foss, solicita el sobreseimiento del caso porque no hay acusación concreta. Me lanzo sobre el juez y le cuento un drama. La solicitud del sobreseimiento se desestimó, pero el juez dio a entender claramente que no estaba conforme conmigo. David Barney y el zopenco que le representa se aferran a todos los óbices y cortapisas que se les ocurren. Negocian, regatean, todo para posponer la vista hasta el infinito. Ahora debemos echar mano de lo que sea. El tipo ha salido absuelto en un juicio por homicidio y lo que diga a estas alturas carece ya de importancia. Pero el caso es que no dice nada. Se le ve nervioso, en tensión. Porque es culpable. Hasta el tuétano. Y, ahora, fíjate. Ken localiza de pronto a un tipo… un tipo que, mira por dónde, estuvo en la celda con David Barney. Un tipo que ha seguido los detalles del asunto. Asiste al juicio, sólo para ver lo que ocurre, y el tipo nos dice que Barney le confesó que había matado a su mujer. Nos ha costado un riñón convencer a este testigo, y por eso me interesa que ante todo se le obligue a comparecer por orden judicial.
– Pero, ¿con qué objeto? -pregunté-. No se puede volver a procesar a David Barney por homicidio.
– Es cierto. Por eso vamos a enfocarlo por el lado civil. Por aquí lo podemos crucificar y él lo sabe mejor que nadie. El tipo hace todo lo posible por obstaculizar la vista. Presentamos una petición. Como le dan treinta días para responder, el abogado, que es un patán, espera al día vigesimonoveno y entonces solicita un aplazamiento. O dice que hay un defecto de forma. Lo que sea con tal de alargarlo. El tipo se defiende con uñas y dientes. Solicitamos que declare bajo juramento y él se acoge a la Quinta Enmienda. Conseguimos que comparezca ante el juez y le obligamos a que declare como testigo. El juez le ordena que responda porque en este caso no hay Quinta Enmienda que valga. No corre peligro de que le acusen de nada, porque no se le puede juzgar dos veces por el mismo delito. Volvemos a solicitar que declare ante el juez. Él se acoge de nuevo a la Quinta Enmienda. Le acusamos de desacato, pero al mismo tiempo tenemos que habérnoslas con los estatutos procesales…
– Lonnie -dije.
– Por más vueltas que le damos, todo parece estar en contra nuestra. Tenemos que actuar en conformidad con la ley de los cinco años y es de capital importancia que haya otro juicio. Ya estamos en la lista de espera y se nos ha dado prioridad, pero de pronto se nos muere Morley…
– Looooonnie -canturreé. Levanté la mano para llamar su atención.
Dejó de hablar.
– Limítate a decirme qué quieres y te lo conseguiré.
Se echó a reír y me tiró el lápiz.
– Por eso me gusta esta mujer -dijo a Voigt-. No se anda con rodeos. -Alargó la mano y empujó hacia mí el montón de carpetas-. Esto es todo lo que tenemos, aunque está un poco desordenado. Encima hay un inventario: antes de hacer nada, comprueba si está todo. Cuando te hayas familiarizado con los datos fundamentales, nos pondremos a especular para buscar los puntos flacos. Mientras tanto quiero que os conozcáis los dos. Vais a veros con mucha frecuencia en los próximos treinta días.
Voigt y yo sonreímos a Lonnie con educación, pero no nos miramos. La perspectiva parecía emocionarle tanto como a mí.