No advertí la presencia del caballero las tres primeras ocasiones en que apareció en la biblioteca, pero la cuarta, la señorita Simpson, muy impresionada con él, me llevó aparte con expresión de júbilo.
– Ahí está otra vez -susurró, asiéndome del brazo y mirando hacia la sala de lectura antes de volverse de nuevo hacia mí; nunca la había visto tan animada. Mostraba la emoción febril de un niño en la mañana de Navidad.
– ¿Quién?
– Él, quién va a ser -contestó, como si estuviésemos enzarzados en una conversación sobre aquel tipo y yo me mostrara deliberadamente tardo-. Yo lo llamo señor Tweed. Usted había reparado en él, ¿no?
La miré fijamente, preguntándome si se habría vuelto loca; al fin y al cabo, la guerra estaba haciendo estragos en la mente de lodo el mundo. Los continuos bombardeos, la amenaza de bombardeos, las secuelas de los bombardeos… todo eso bastaba para inclinar el alma más racional hacia la demencia.
– Señorita Simpson, no tengo ni idea de qué me habla. Aquí hay alguien a quien ha visto antes, ¿no es eso? ¿Se trata de alguna clase de alborotador? No la comprendo.
Me agarró para apartarme del escritorio en que yo trabajaba, y unos instantes después estábamos ocultos tras una estantería, espiando a un hombre sentado a una de las mesas de lectura, inmerso en un gran volumen de consulta. No había en él nada digno de mención, aparte de que iba vestido con un caro traje de tweed, de ahí el apodo de la señorita Simpson. Supongo que también era bastante apuesto, con el cabello oscuro peinado hacia atrás con fijador. Su bronceado indicaba que no era inglés o bien que había pasado mucho tiempo en el extranjero. Desde luego, lo más extraño era que un hombre de su edad -tendría unos treinta años- estuviese en la biblioteca del Museo Británico un jueves a las dos de la tarde. Al fin y al cabo, debería estar en el ejército.
– Bueno, ¿qué pasa con él? -quise saber, irritado por el entusiasmo de mi joven colega-. ¿Qué ha hecho?
– Esta semana ha venido todos los días -contestó ella asintiendo con determinación-. ¿No lo había visto?
– No. No suelo fijarme en los jóvenes caballeros que deciden utilizar la biblioteca.
– Creo que le gusto -dijo con una risita, y volvió a mirarlo con una sonrisa apreciativa-. ¿Qué tal estoy, señor Yáchmenev? ¿Llevo bien el pintalabios? Hacía meses que no usaba, pero esta mañana encontré uno viejo al fondo del cajón y pensé que era una señal de buena suerte, así que lo utilicé para animarme un poco. ¿Y qué tal mi pelo? Llevo un cepillo en el bolso. ¿Qué opina? ¿Cree que debería darle un cepillado rápido?
La miré con creciente irritación. No es que fuera inmune a la frivolidad que los jóvenes mostraban de vez en cuando; al fin y al cabo, en los últimos años la vida cotidiana se había vuelto más difícil y aterradora para todos. Lo último que quería era negarle un instante de diversión en las raras ocasiones que podía tenerlo. Pero la jovialidad que era capaz de soportar tenía un límite. Me pareció, por decirlo llanamente, un fastidio.
– Yo la veo bien -dije, apartándome de ella para volver a mi trabajo-. Y la vería aún mejor si continuara con su tarea y dejara de perder el tiempo con esas tonterías. ¿No tiene nada mejor que hacer?
– Por supuesto que sí. Pero vamos, señor Yáchmenev, lo cierto es que quedan muy pocos hombres en Londres; y échele un vistazo: ¡es guapísimo! Si viene todos los días para verme, bueno, no voy a decirle que no, ¿verdad? Quizá sólo sea demasiado tímido para hablarme. Eso tiene fácil solución, claro.
– Señorita Simpson, por favor, ¿no…?
Pero era demasiado tarde. Ella cogió un libro de la estantería y echó a andar hacia el señor Tweed. Pese a mis mejores intenciones, me encontré observando con el morboso deseo de saber qué pasaría; la conducta de la señorita Simpson siempre provocaba cierta reacción voyerista que en ocasiones me permitía. Mi colega avanzó contoneando las caderas, con toda la confianza de una estrella de cine, y cuando llegó ante el hombre, dejó caer a propósito el libro, el cual aterrizó en el suelo de mármol con un estrépito que reverberó en toda la sala y me hizo poner los ojos en blanco. Al inclinarse para recogerlo, le ofreció a quien estuviese cerca una clara perspectiva del trasero y la liga de las medias. Fue casi indecente, pero la señorita Simpson era una joven guapa y yo habría tenido que ser un hombre más fuerte para apartar la mirada.
El señor Tweed se agachó a recoger el libro, y ella rió y le dijo algo mientras le tocaba el hombro de la americana, pero él se zafó rápidamente y musitó una escueta respuesta antes de ponerle el volumen en las manos. Siguió otra pregunta por parte de la joven; esta vez, él se limitó a abrir la tapa de su libro para revelar el título y ella se inclinó para verlo, brindándole una vista bien clara de su generoso escote. Pero el hombre no parecía inmutarse ante el espectáculo, y bajó la mirada con caballerosidad. Desde donde me encontraba, alcancé a ver que había estado sumido en el estudio de la Historia de la decadencia y caída del Imperio romano de Gibbon, y me pregunté si sería académico o alguna clase de profesor. Quizá padecía una enfermedad que le impedía alistarse. Había varias razones por las que podía hallarse en la biblioteca.
No era sorprendente que despertase tal interés en la señorita Simpson. Unos años antes, pasaban a diario varios hombres jóvenes por la biblioteca o el museo, pero la vida había cambiado considerablemente desde el estallido de la guerra, y la presencia de un joven disponible en nuestras mesas de lectura, cuando tantos habían abandonado las ciudades como atraídos por un marcial flautista de Hamelín, era desde luego digna de atención. Nuestras vidas estaban determinadas por racionamientos, toques de queda y el sonido de las sirenas antiaéreas todas las noches. Al recorrer las calles, se veían grupitos de dos o tres muchachas, todas enfermeras ahora, apresurándose entre hospitales improvisados y sus viviendas de alquiler, pálidas y ojerosas por la falta de sueño y el contacto con los cuerpos destrozados de sus compatriotas. Sus blancas faldas estaban con frecuencia moteadas de escarlata, pero parecía que ya no lo notaban, o quizá no les importaba.
Durante dos años yo había esperado que se cerrase indefinidamente la biblioteca, pero era uno de esos símbolos de la vida británica ante los que Churchill mantenía una postura obstinada y desafiante, de forma que seguimos abiertos al público, muchas veces como santuario para los oficiales administrativos del Ministerio de la Guerra, que se sentaban en rincones tranquilos de la sala de lectura a consultar mapas y libros en un intento de impresionar a sus superiores con estrategias históricamente probadas para la victoria. Funcionábamos con mucho menos personal que antes, aunque el señor Trevors todavía estaba con nosotros, pues era demasiado mayor para alistarse. La señorita Simpson había llegado al comienzo de las hostilidades; hija de un hombre de negocios con buenos contactos, le habían dado el puesto debido a que «no soportaba ver sangre». Había un par de ayudantes más, ninguno en edad de combatir, y luego estaba yo. El tipo ruso. El refugiado político. El hombre que llevaba casi veinte años viviendo en Londres y despertaba de pronto la desconfianza de todos por una sola razón.
Mi voz.
– Bueno, desde luego el hombre no muestra sus cartas -comentó la señorita Simpson al regresar a mi escritorio, donde yo volvía a estar, cansado de observar su coqueteo.
– No me diga -repuse, tratando de no mostrar el menor interés.
– Sólo le pregunté su nombre -continuó, sin importarle mi tono-, y contestó que si no era un poco atrevido por mi parte, así que le dije: «Bueno, yo lo llamo señor Tweed por ese magnífico traje que lleva siempre, ¿regalo de su esposa o de su novia, quizá?» Y va y contesta: «Me temo que eso sería revelar demasiado», dándose aires, y yo le digo que esperaba que no me considerara una curiosa, pero que no veíamos gente como él muy a menudo. «¿Gente como yo? ¿Qué quiere decir?», preguntó. Y bueno, yo le expliqué que no pretendía ofenderlo, pero que parecía una clase superior de persona, eso es todo, alguien con buena conversación, quizá, y que si le interesaba, más tarde estaba libre para…
– ¡Señorita Simpson, por favor! -Cerré los ojos frotándome las sienes con irritación, pues aquella cháchara me estaba provocando dolor de cabeza-. Esto es una biblioteca, un lugar de erudición y aprendizaje. Y usted está aquí para trabajar. No es un espacio para cotilleos, coqueteos o charlas absurdas. Si es posible, si fuera tan amable de reservarse sus…
– Vale, vale, perdone usted -dijo, con los brazos en jarras como si acabara de lanzarle el peor insulto-. Hay que ver, señor Yáchmenev. Cualquiera diría que pretendía revelarles secretos de Estado a los nazis.
– Lo siento si he sido brusco -contesté con un suspiro-. Pero de verdad que esto es demasiado. Hay dos carritos llenos de libros que llevan toda la mañana esperando a ser clasificados. Hay libros en las mesas que aún no se han devuelto a sus estantes. ¿De verdad le parece demasiado pedir que se limite a hacer su trabajo?
Ella me miró con furia unos segundos más, frunció los labios e hizo una mueca antes de darse la vuelta y alejarse con toda la dignidad que pudo reunir. La observé un momento y me sentí un poco culpable. La señorita Simpson me caía bien, no pretendía hacerle daño a nadie y, en general, era una compañía agradable. Pero me estremecí ante la idea de que Arina se convirtiera algún día en una joven así.
– Vaya mujer, ¿eh? -comentó alguien en voz baja, y al alzar la mirada vi al señor Tweed, de pie ante mí. Bajé de nuevo la vista para cogerle el libro, pero no llevaba ninguno-. Imagino que es de armas tomar -añadió.
– Tiene buen corazón -repuse, sintiéndome lo bastante solidario para no criticar a una compañera de trabajo ante un extraño-. Supongo que la mayoría de los jóvenes tiene muy poco con que entretenerse últimamente. Pero acepte mis disculpas si lo ha molestado, señor. Posee un temperamento exaltado, eso es todo. Creo que se ha sentido halagada por su interés hacia ella, si no le importa que se lo diga.
– ¿Mi interés? -se sorprendió arqueando una ceja.
– Porque usted haya venido a verla a diario.
– No he estado viniendo por ella -declaró con un tono que me hizo mirarlo de otra manera. Había algo curioso en su aspecto, algo que implicaba que quizá no fuese el académico por el que lo había tomado.
– No comprendo. ¿Hay algo que pueda…?
– No es a ella a quien vengo a ver, señor Yáchmenev -me interrumpió.
Me quedé mirándolo y sentí que se me helaba la sangre. Lo primero que intenté descifrar era si tenía acento o no. Si era también un refugiado político. Si era uno de nosotros.
– ¿Cómo sabe mi nombre? -pregunté con calma.
– Es usted el señor Yáchmenev, ¿no? ¿El señor Georgi Danílovich Yáchmenev?
Tragué saliva.
– ¿Qué quiere?
– ¿Yo? -Pareció un poco sorprendido, pero luego sacudió la cabeza y apartó la mirada un segundo, antes de acercarse más-. No quiero nada. No soy yo quien quiere su ayuda, quien necesita su ayuda.
– ¿Quién, entonces? -quise saber, pero él se limitó a esbozar una sonrisa, la clase de sonrisa que, de no haber estado por fin enfrascada en su trabajo en otra parte de la sala de lectura, podría haber supuesto la perdición de la señorita Simpson.
Las incursiones aéreas sobre Londres llevaban meses en marcha y se habían incrementado a tal punto que pensé que nos volverían locos a todos. Por las noches esperábamos aterrorizados a que comenzara el gemido de las sirenas antiaéreas, y la expectativa era casi peor que el propio sonido, pues nadie lograba sentirse a salvo en el cinético silencio hasta que por fin e inevitablemente empezaban a sonar, y entonces, Zoya, Arina y yo corríamos hacia el refugio subterráneo de Chancery Lane -los dos largos túneles paralelos que se llenaban deprisa con residentes de las calles circundantes- para encontrar sitio.
Sólo había ocho refugios como ése en la ciudad, muy pocos para la cantidad de personas que los necesitaban, y eran lugares oscuros y desagradables, pasadizos subterráneos apestosos, ruidosos y fétidos, donde, por irónico que fuera, nos sentíamos aún menos a salvo que en casa. Pese a las estrictas reglas sobre a qué refugio debía dirigirse cada uno, la gente empezaba a acudir a media tarde desde los barrios más distantes de Londres y esperaba fuera para asegurarse un sitio, y solía haber una indecorosa carrera para entrar en cuanto abrían las puertas. Pese a la leyenda popular que se ha forjado con el tiempo, avivada por las llamas del patriotismo y la paz que da la retrospectiva cuando uno está a salvo, no recuerdo momentos alegres en esos refugios; pocas noches había alguna muestra de solidaridad entre aquellas pobres ratas obligadas a esconderse bajo tierra. Rara vez hablábamos, rara vez reíamos, nunca cantábamos. Nos congregábamos en pequeños grupos familiares, temblando ansiosos y con los nervios a flor de piel. Teníamos la constante y aterradora sensación de que, en cualquier momento, el techo se derrumbaría sobre nuestra cabeza para enterrarnos a todos en tumbas coronadas por escombros bajo las calles de la ciudad destruida.
A mediados de 1941, los bombardeos eran menos frecuentes que en los seis meses anteriores, pero nunca se sabía qué noche, o en qué momento de la noche, empezarían a sonar las sirenas, una situación que nos sumía en un constante estado de agotamiento. Aunque todo el mundo odiaba el estallido de las bombas, derribando las casas de nuestros vecinos, creando profundas simas en las calles y matando a los pobres diablos que no hubiesen llegado a tiempo a los refugios, Zoya lo encontraba especialmente angustioso. Cualquier mención de potencia de fuego o masacres bastaba para dejarla con el ánimo por los suelos.
– ¿Cuánto tiempo va a continuar esto? -me preguntó una noche en Chancery Lane, cuando contábamos los minutos que faltaban para emerger de nuestra tumba a examinar los daños causados por el bombardeo. Arina estaba dormida, medio embutida en mi abrigo; tenía siete años y pensaba que la guerra era simplemente una parte normal de la vida, pues apenas recordaba un tiempo en que no fuera el eje de su mundo.
– Es difícil decirlo -contesté, queriendo ofrecerle cierta esperanza sin dar muestras de falso optimismo-. No mucho más, me parece.
– Pero ¿no has oído nada? ¿Nadie te ha contado cuándo podremos…?
– Zoya -atajé con rapidez, mirando alrededor para comprobar que nadie escuchara, pero había demasiado ruido para que alguien la oyera-. No podemos hablar de eso aquí.
– Pero ya no lo soporto más -insistió, y se le humedecieron los ojos-. Todas las noches es lo mismo. A diario me preocupa si sobreviviremos para ver otra mañana. Ahora tienes amigos, Georgi. Eres importante para ellos. Si pudieras preguntarles…
– Zoya, cállate -siseé, mirando alrededor con recelo-. Ya te lo he dicho. Yo no sé nada y no puedo preguntarle a nadie. Por favor… Ya sé que es difícil, pero no podemos hablar de estas cosas. Aquí no.
Arina se movió en mis brazos y nos dirigió una mirada soñolienta, con los ojos entreabiertos, lamiéndose los labios, con expresión de querer asegurarse de que los dos, su madre y su padre, seguíamos allí para protegerla. Zoya se inclinó para besarla en la frente y le acarició el cabello hasta que volvió a dormirse.
– ¿Piensas alguna vez que nos equivocamos de sitio al venir aquí, Georgi? -me preguntó entonces en voz baja y resignada-. Podríamos haber ido a cualquier parte cuando dejamos París.
– Pero la guerra está en todas partes, amor mío -repuse en susurros-. El mundo entero está metido en esto. En ningún sitio podríamos haber escapado.
Durante aquellas largas noches en el refugio, mis pensamientos volvían con frecuencia a Rusia. Intentaba imaginar cómo serían San Petersburgo o Kashin al cabo de más de veinte años de separación, y me preguntaba cómo sobrevivían a la guerra, cómo se las arreglaban sus habitantes con esa tortura. Nunca pensaba en San Petersburgo como Leningrado, por supuesto, por mucho que los periódicos se refirieran a ella como la ciudad bolchevique. Tampoco me había acostumbrado nunca a Petrogrado, el nombre que el zar le impuso durante la Gran Guerra, cuando temía que el original fuera demasiado teutónico para una gran ciudad rusa, en particular cuando estábamos enzarzados en una guerra de fronteras con su primo germano. Trataba de imaginarme a ese Stalin sobre el que leía con tanta frecuencia y cuyo rostro me producía desconfianza. No lo conocía, claro, pero había oído mencionar su nombre en palacio durante el último año, junto a los de Lenin y Trotski, y me resultaba curioso que fuera él quien hubiese sobrevivido para gobernar. El reinado de los Romanov había llegado a su fin en una oleada de repugnancia ante la autocracia de los zares, pero me parecía que esa nueva autoridad de los soviets difería del viejo Imperio ruso en poco más que el nombre.
Aunque no pensaba a menudo en ellas, me preguntaba cómo afrontarían mis hermanas la guerra, y si vivían aún para soportarla. Asya tendría para entonces más de cuarenta años, al igual que Liska y Talya. Desde luego, eran suficientemente mayores para tener hijos; mis sobrinos, que quizá estuvieran luchando en los frentes rusos, dando su vida en campos de batalla europeos. Yo había ansiado muchas veces tener un varón y me dolía pensar que jamás conocería a ninguno de esos muchachos, que nunca se sentarían a compartir sus experiencias con su tío, pero ése era el precio que debía pagar por mis actos de 1918: el destierro de mi familia, el exilio eterno de mi patria. Era muy posible que ninguna de mis hermanas siguiese viva, que hubiesen envejecido sin hijos o que los hubiesen asesinado a todos durante la Revolución. Quién sabía qué represalias podían haber sufrido en Kashin si la noticia de mis actos llegó a esa pequeña aldea sin esperanza.
Tres bombardeos en particular causaron gran efecto en mi familia. El primero fue el bombardeo parcial del Museo Británico, un sitio que yo consideraba una especie de hogar. La biblioteca quedó casi intacta, pero partes del edificio principal resultaron destruidas y se cerraron hasta su futura reparación, y me dolió mucho ver un edificio tan magnífico reducido a eso.
El segundo fue la destrucción del Holborn Empire, el cine al que Zoya y yo habíamos acudido en multitud de ocasiones antes de la guerra, el sitio que yo asociaba casi por entero a mi obsesión por Greta Garbo y la noche que mi esposa y yo pasamos dos horas perdidos en imágenes y recuerdos de nuestra patria durante la proyección de Ana Karenina.
El tercero fue el más devastador. Nuestra vecina Rachel Anderson, que vivía en el piso contiguo desde hacía seis años y era amiga y confidente de Zoya y una especie de abuela para Arina, murió en una casa en Brixton, adonde había acudido a visitar a una amiga, cuando no consiguieron llegar a tiempo a un refugio antiaéreo. Se tardó más de una semana en descubrir el cuerpo, y en ese tiempo su ausencia ya nos había hecho temer lo peor. Su pérdida nos ocasionó gran sufrimiento a todos, pero en particular a Arina, que había visto a Rachel todos los días de su vida y que hasta entonces no sabía qué era llorar a un ser querido.
A diferencia de sus padres, que lo sabían demasiado bien.
Primero fue una serie de cartas, ninguna de las cuales contenía información que pudiera considerarse importante, pero las traduje igualmente y busqué significados ocultos entre los giros idiomáticos. Llevaban fecha de hacía más de un año e incluían detalles de actividades de tropas que habrían concluido mucho antes de que yo me sentara a trasladar el alfabeto ruso al inglés; la mayoría de los hombres cuyos movimientos habían sido dirigidos por esas cartas ya estaban muertos. Trabajaba con cautela, leyendo cada misiva de principio a fin para hacerme una idea clara de su significado antes de decidir cómo descifrarla. Escribía con letra pulcra y clara en papel de vitela blanco que me proporcionaba el Ministerio de la Guerra, utilizando una pluma estilográfica de excelente calidad que había en la mesa antes de mi llegada, y cuando acababa, casi en el preciso instante en que dejaba la pluma sobre la mesa, se abría la puerta y entraba él.
– El espejo -dije, indicando con la cabeza el que cubría toda una pared-. Supongo que estaban observándome a través de él, ¿no?
– Así es, señor Yáchmenev-respondió con una sonrisa-. Nos gusta observar. Confío en que no le importe.
– Si me importara no estaría aquí, señor Jones. Además, lo cierto es que no son nada discretos. Los he oído hablar ahí dentro. En realidad no es muy seguro. Espero que no lo utilicen con gente más importante que yo.
Asintió y se encogió de hombros a modo de disculpa antes de sentarse en un rincón de la habitación para leer mis páginas con cuidado. Llevaba un traje distinto del de la biblioteca el día que se presentó ante mí, pero también de muy buena calidad, y no pude sino preguntarme cómo podía permitírselos en un tiempo en que el racionamiento era tan estricto. «Señor Tweed», lo había llamado la señorita Simpson aquella primera tarde. Él se presentó un poco más tarde como «señor Jones», sin dar un nombre de pila, un acercamiento tan inusual que sugería que el apellido no era más real que el pergeñado por la señorita Simpson. Aunque lo cierto es que no importaba. Su identidad no cambiaba las cosas para mí. Al fin y al cabo, no era la primera persona en mi vida que fingía ser quien no era.
– Su traje -dije, mientras observaba cómo examinaba mis frases, y su expresión pasó de la aprobación a la sorpresa.
– ¿Mi traje? -repitió alzando la vista.
– Sí. Sólo estaba admirándolo.
Se quedó mirándome y las comisuras de su boca se elevaron un poco, como si no supiera muy bien cómo tomarse el comentario.
– Gracias -dijo con un dejo de suspicacia.
– Me pregunto cómo puede permitirse un joven como usted un traje así. Con los tiempos difíciles que corren, quiero decir.
– Tengo algunas rentas -respondió, lo que me indicó que no quería hablar del tema. Se acercó para sentarse a mi lado-. Esto está muy bien. Ha evitado los errores que cometen la mayoría de nuestros traductores.
– ¿Que son?
– Traducir cada palabra y cada frase exactamente como aparecen en el papel, pasando por alto los distintos giros idiomáticos de una lengua a otra. En realidad no ha traducido las cartas, ¿verdad? Lo que ha hecho es contarme qué dice cada una. Hay una diferencia considerable.
– Me alegra que lo aprecie. Pero querría preguntarle algo.
– Por supuesto.
– Es obvio que su ruso es tan bueno como el mío.
– De hecho, señor Yáchmenev -contestó con una sonrisa-, es mejor.
Me quedé boquiabierto, divertido con su arrogancia, pues tenía sus buenos quince años menos que yo y un acento que implicaba que se había educado en Eton, Harrow o alguna de las escuelas que convertían a los hijos de padres ricos en jóvenes caballeros.
– ¿Es usted ruso? -pregunté con incredulidad-. Suena tan… inglés.
– Porque soy inglés. Sólo he estado en Rusia unas cuantas veces. En Moscú. En Leningrado, por supuesto. Y en Stalingrado.
– San Petersburgo -me apresuré a corregirlo-. Y Zaritsin.
– Si lo prefiere así… Hacia el oeste he llegado hasta la meseta central siberiana, y hacia el sur, hasta Irkútsk. Pero meramente por placer. En cierta ocasión estuve incluso en Ekaterimburgo.
Yo observaba las cartas mientras él hablaba, disfrutando al ver de nuevo los caracteres rusos, pero al oír esa palabra, la más terrible, levanté de golpe la cabeza y lo miré fijamente, examinando su rostro en busca de algo que me revelara sus secretos.
– ¿Por qué? -quise saber.
– Me enviaron allí.
– ¿Por qué a Ekaterimburgo?
– Me enviaron allí.
Sentí una mezcla de emoción y ansiedad recorriéndome las venas. No recordaba la última vez que había conocido a alguien que dominara hasta ese punto sus emociones; un joven que nunca sudaba, nunca perdía los estribos y nunca decía nada si no estaba plenamente seguro de querer decirlo.
– Sólo ha estado de visita en Rusia -dije por fin, pues pareció que no iba a hablar hasta que yo lo hiciera.
– Exacto.
– ¿Nunca ha vivido allí?
– No.
– Y aun así, ¿cree que su ruso es mejor que el mío?
– Sí.
No pude evitar reír un poco ante su absoluta seguridad.
– ¿Puedo preguntarle por qué?
– Porque mi trabajo consiste en que mi ruso sea mejor que el suyo.
– ¿Su trabajo?
– Sí.
– ¿Y cuál es exactamente su trabajo, señor Jones?
– Tener un ruso mejor que el suyo.
Suspiré y aparté la mirada. Era una conversación inútil, por supuesto. Él no iba a decirme nada que no deseara decirme. Sería más sencillo limitarme a esperar a que hablase. En cualquier caso me diría lo mismo.
– Pero he de decir -añadió, cogiendo de nuevo las cartas y esparciéndolas por la mesa- que su ruso es excelente. Debo felicitarlo. Me refiero a que no lo ha practicado mucho en estos últimos veinte años, ¿verdad?
– Ah, ¿no?
– Está su esposa, claro -repuso, encogiéndose de hombros-. Pero no hablan ruso en casa. Y nunca en presencia de su hija.
– ¿Cómo sabe lo que hablo en mi casa? -pregunté, enfadándome un poco; detestaba que pareciera saber tanto sobre mí. Me había pasado veinte años tratando de proteger la intimidad de mi familia, y ahora ese joven se sentaba a mi lado para contarme cosas que no debería conocer. Quise saber cómo lo había descubierto. Quise averiguar qué más sabía sobre mí.
– ¿Me equivoco? -inquirió, captando quizá mi irritación y suavizando un poco el tono.
– Ya sabe que no.
– ¿Y cómo es eso, señor Yáchmenev? ¿Cómo es que no habla su propia lengua delante de Arina? ¿No quiere que la niña conozca su herencia cultural?
– Dígamelo usted. Parece saberlo todo sobre mí.
Ahora le tocó a él sonreír. Permanecimos así durante lo que se me antojó mucho tiempo, pero él no contestó; se limitó a asentir con la cabeza.
– De verdad que está muy bien -repitió, dando golpecitos con un dedo sobre las cartas-. Sabía que encontraría al hombre adecuado. Creo que la próxima vez podremos ofrecerle algo un poco más difícil e interesante.
La experiencia de ser ruso en Londres entre 1939 y 1945 no fue fácil. Muchas noches, Zoya me contaba cómo en la tienda de comestibles o en la carnicería, donde era clienta hacía años, la miraban con desconfianza en cuanto captaban su acento; que las porciones de carne racionada que le tendían desde el otro lado del mostrador eran siempre algo más pequeñas que las entregadas a las mujeres inglesas que la precedían y la seguían en la fila. Que la botella de leche estaba siempre más cerca de la fecha de caducidad y el pan un poco más duro. Cualquier lazo de amistad o aceptación que hubiésemos creado con nuestros vecinos durante más de veinte años, por mucho que nos hubiésemos creído integrados en su país, todo aquello pareció disiparse casi de la noche a la mañana. No les importaba que no fuésemos alemanes. No éramos ingleses; sólo contaba eso. Hablábamos de otra manera, de modo que debíamos de ser agentes enemigos, dispersos en el corazón de su capital para descubrir sus secretos, traicionar a sus familias, asesinar a sus hijos. El hedor de la sospecha nos rodeaba por todas partes.
Siempre que me detenía a leer uno de los carteles de propaganda pegados por doquier en las paredes de la ciudad – LA CHARLA DESPREOCUPADA CUESTA VIDAS, NUNCA SE SABE QUIÉN PUEDE ESTAR ESCUCHANDO, CUALQUIER MUJER GUAPA PUEDE SER UNA ESPÍA-, entendía por qué la gente interrumpía su conversación cuando me oía hablar y por qué se volvía para mirarme con los ojos muy abiertos, como si yo fuera una amenaza. Empecé a detestar hablar en tiendas o cafeterías, prefiriendo señalar lo que quería y confiando en que me sirvieran sin necesidad de abrir la boca. Cuando no estábamos evitando las bombas en los refugios antiaéreos, pasábamos las veladas en casa, donde podíamos hablar libremente sin tener que soportar las intimidantes miradas de extraños.
Hacia finales de 1941, yo regresaba a casa una tarde, especialmente abatido tras una jornada larga y difícil. La esposa, la hija y la suegra de mi jefe, el señor Trevors, habían muerto la noche anterior, cuando la casa familiar resultó alcanzada por una única bomba lanzada por un avión de la Luftwaffe que se había desviado bruscamente de su rumbo. Fue la peor suerte imaginable, pues la suya fue la única casa de la calle que sufrió daños, y el señor Trevors estaba deshecho por la tragedia. Había entrado en la biblioteca a última hora de la tarde sin que ninguno de nosotros lo advirtiera, y poco tiempo después oí gritos procedentes de su despacho. Cuando entré, el pobre hombre estaba sentado a su escritorio con una expresión de absoluto dolor, que dio paso a lágrimas y aullidos cuando traté de consolarlo. La señorita Simpson entró unos minutos después y me sorprendió al hacerse cargo por entero de la situación, sacando whisky no sé de dónde, antes de llevarlo a casa y ofrecerle la amistad que él podía admitir en tan terribles circunstancias.
Todavía afectado por esos sucesos, de camino a casa hice algo absolutamente impropio de mí: entré en un bar con la necesidad perentoria de beber alcohol. El sitio estaba casi lleno, en su mayoría de hombres mayores que ya no tenían edad de alistarse, mujeres de todas las edades y unos cuantos soldados uniformados, de permiso. Apenas me fijé en ellos y fui derecho a la barra para apoyarme contra ella, alegrándome de que me ofreciera algún sostén.
– Una pinta de cerveza, por favor -le pedí al barman, que no me resultaba familiar pese a que el sitio era lo más cercano a un pub local que teníamos Zoya y yo, pero es que rara vez entrábamos allí.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó él con tono belicoso, entornando los ojos y mirándome con recelo apenas disimulado. Era difícil no advertir sus gruesos brazos, pues llevaba la camisa remangada hasta los bíceps, donde asomaba un tatuaje.
– He dicho una pinta de cerveza -repetí, y entonces él me observó unos diez segundos, como considerando si echarme a la calle o no, antes de asentir finalmente con la cabeza y dirigirse despacio a uno de los surtidores, donde llenó un vaso con mucha espuma, que luego dejó en la barra delante de mí-. ¿Es cerveza amarga? -pregunté, sabiendo perfectamente que lo mejor sería volver a casa. Zoya solía tener escondidas unas cuantas botellas de cerveza racionada en algún armario para emergencias como aquélla.
– Una pinta de cerveza amarga -anunció el barman señalándola-. Lo que ha pedido. Serán seis peniques, si hace el favor.
Ahora me tocó a mí titubear. Miré el vaso, con la invitadora película de humedad en sus paredes, y decidí que no era el momento de protestar. En el local había decrecido el murmullo de la conversación, como si los demás clientes confiaran en que yo hiciera algo, lo que fuera, que provocara una pelea.
– De acuerdo. -Hurgué en el bolsillo y dejé el importe exacto sobre la barra-. Gracias.
Me llevé la bebida para sentarme a una mesa vacía. Cogí un periódico que había dejado un cliente anterior y eché un vistazo a los titulares.
La mayoría de los artículos trataban de la guerra, por supuesto. Una serie de citas de un discurso pronunciado por Churchill la tarde anterior en Birmingham. Otro que Attlee había ofrecido en apoyo al gobierno. Breves notas sobre bombardeos, y una lista de personas que habían resultado muertas, su edad y ocupación, aunque todavía no había nada sobre la familia del señor Trevors; me pregunté un instante si aparecerían en las noticias del día siguiente o si habría demasiados muertos para incluirlos a todos. En cualquier caso, probablemente era malo para la moral pública citar el nombre de los fallecidos cada día. Me disponía a leer un artículo sobre un acontecimiento deportivo que apenas me interesaba cuando advertí que dos hombres se acercaban desde el otro extremo del bar y se sentaban en una mesa junto a la mía. Alcé la vista; casi habían apurado sus bebidas y supuse que llevaban cierto tiempo allí. Pero volví al periódico, pues no quería entablar conversación.
– Buenas tardes -saludó con una inclinación de la cabeza uno ellos, un tipo más o menos de mi edad de cara pálida y dientes cariados.
– Buenas tardes -respondí, y confié en que mi tono lo disuadiera de continuar.
– Lo he oído en la barra al pedir su copa. Usted no es de por aquí, ¿verdad?
Alcé la vista y solté un suspiro, preguntándome si no me convendría levantarme e irme de allí, pero decidí no permitir que me intimidaran.
– En realidad sí lo soy. Vivo a sólo unas calles de aquí.
– Es posible que viva a unas calles de aquí -repuso él negando con la cabeza-, pero no es de aquí, ¿verdad?
Lo miré fijamente, y luego a su compañero, que era un poco más joven y de aspecto más bien simplón.
– Sí lo soy -repetí con calma-. Llevo viviendo aquí casi veinte años.
– Pero debe de tener mi edad, como poco. ¿Dónde estuvo los veinte años anteriores, eh?
– ¿De verdad le importa?
– ¿Que si me importa? -repitió con una risotada-. Por supuesto que me importa, maldita sea, o no se lo preguntaría, ¿no? Que si me importa, dice -añadió, sacudiendo la cabeza y mirando alrededor como si el bar entero fuera su público.
– Es que me parece una pregunta bastante sosa, eso es todo.
– Oiga, amigo -replicó con mayor energía-, sólo pretendo charlar un poco. Digamos que estoy siendo simpático. Verá, aquí en Inglaterra somos así, simpáticos. Quizá no está muy familiarizado con nuestras costumbres, ¿es eso?
– Mire… -Dejé el vaso en la mesa y lo miré a los ojos-. Si no le importa, preferiría que me dejaran en paz. Sólo quiero tomarme la cerveza y leer este periódico.
– ¿En paz? -resopló, cruzándose de brazos y mirando a su amigo como si no hubiese oído nada tan extraordinario en su vida-. ¿Has oído eso, Frankie? Este caballero quiere que lo dejen en paz. Yo diría que todos queremos estar en paz, ¿no es así?
– Sí -coincidió Frankie, asintiendo con la cabeza como un burro que rebuznara-. Diría que sí.
– Sólo que ninguno de nosotros disfruta de paz, con todos los problemas que nos han causado los tipos como usted.
– ¿Los tipos como yo? -repuse frunciendo el entrecejo-. ¿Y qué clase de tipos somos, exactamente?
– Bueno, dígamelo usted. Sólo sé que no es inglés. A mí me suena medio alemán.
Ahora me tocó a mí reír.
– ¿De verdad cree que si fuera alemán estaría aquí, en un bar en pleno Londres? ¿No le parece que me habrían llevado hace tiempo para enterrarme en algún sitio?
– Bueno, no lo sé -respondió encogiéndose de hombros-. A lo mejor pasó inadvertido. Ustedes los alemanes son muy astutos.
– Yo no soy alemán.
– Bueno, pues esa voz suya me dice algo distinto. No creció en Holborn, eso seguro.
– No -admití-. No crecí aquí.
– Bueno, ¿y a qué viene entonces tanto secreto? ¿Tiene algo de lo que avergonzarse? ¿Le preocupa que lo descubran?
Miré alrededor y titubeé antes de responder; se oía el rumor de conversaciones, pero la mayoría de las orejas estaban pendientes de nosotros.
– No estoy preocupado por nada -respondí al fin-. Y preferiría no continuar con esta charla, si no le molesta.
– Entonces conteste a mi pregunta, es todo lo que quiero -dijo con tono más impaciente, más agresivo-. Vamos, hombre, si no es un secreto, ¿por qué no puede decirme de dónde sale ese acento suyo?
– De Rusia. Nací en Rusia. ¿Le basta con eso?
Se arrellanó en la silla unos instantes y pareció impresionado.
– Rusia -repitió entre dientes-. ¿Cuál es nuestra posición en cuanto a los rusos, Frankie?
– Estamos hasta las narices de ellos -contestó el joven, inclinándose y tratando de parecer amenazador, algo difícil, puesto que tenía una expresión inocente, infantil, como la de un cordero recién nacido que intentara ponerse en pie; me dio la impresión de que, cuando no le pedían su opinión, estaba perdido en su propio mundo.
– Caballeros, creo que va siendo hora de que me vaya -dije, levantándome y alejándome.
Ellos insistieron en que sólo querían mostrarse simpáticos, en que sólo querían pasar el rato conmigo, pero yo salí del bar, consciente de que había más de una mirada fija en mí. Sin embargo, yo miraba al frente, y doblé hacia la calle que llevaba a mi casa. Unos instantes después, oí pisadas detrás de mí. Durante veinte o treinta segundos traté desesperadamente de no volverme, pero se acercaban más y más. Por fin, incapaz de contenerme, miré atrás justo cuando aquellos dos hombres me daban alcance.
– ¿Adónde crees que vas? -espetó el mayor, empujándome contra la pared e inmovilizándome con una mano contra el cuello-. Vas a contarles tus secretos a tus amigos rusos, ¿eh?
– Suélteme -siseé, liberándome un instante-. Los dos han estado bebiendo. Les aconsejo que sigan haciéndolo y me dejen en paz.
– Conque nos lo aconsejas, ¿eh? -rió burlón, mirando al joven, antes de echar atrás el brazo con el puño apretado, dispuesto a golpearme-. Yo sí que voy a darte un buen consejo.
Esa mano nunca tomó contacto con mi cara. Mi brazo izquierdo aferró su derecho y, llevado por antiguos hábitos, se lo rompió bruscamente, al tiempo que le propinaba un puñetazo en la mandíbula que lo hizo caer en la acera, donde soltó un improperio mientras se sujetaba el brazo roto, que aún no le dolía pero estaría entumecido, dándole la sensación de que muy pronto estaría viendo las estrellas.
– Me ha roto el brazo, Frankie -balbució, y las palabras parecieron brotar de sus labios como cerveza derramada-. Frankie, te digo que me ha roto el brazo. Cógelo, Frankie. Acaba con él.
El joven me miró con asombro -no había esperado tanta violencia por mi parte, y yo tampoco-, así que le devolví la mirada con frialdad, como indicándole que no sería buena idea ningún movimiento por su parte. Él tragó saliva con nerviosismo, y yo me alejé a buen paso hasta doblar la esquina, tratando de no oír los gritos y amenazas a mis espaldas.
Hacía muchos años que no me veía obligado a defenderme de esa manera, pero el conde Charnetski me había entrenado bien y recordé rápidamente los movimientos. Pese a todo, sentí cierta vergüenza por mi reacción y al llegar a casa no le conté nada a Zoya, sólo le hablé de la tragedia del señor Trevors y la compasión que le había mostrado la señorita Simpson cuando tanto la necesitaba.
Mi jornada laboral no varió. Llegaba a la biblioteca a las ocho en punto y me marchaba exactamente a las seis de la tarde. Pasaba la mayor parte del tiempo tras el escritorio principal, introduciendo títulos en los ficheros, como siempre. Cuando había excesivo desorden en las mesas, ayudaba a la señorita Simpson a despejarlas. Cuando los lectores necesitaban libros de consulta difíciles de encontrar, los localizaba y se los llevaba con la mayor eficiencia posible.
Pero ahora se trataba de una tapadera para mis auténticas responsabilidades, que residían en otro sitio bien distinto.
Si sólo era un sobre lo que tenían que entregarme, alguien me deslizaba una nota en el bolsillo de la chaqueta de camino al trabajo sin que yo lo advirtiese siquiera, con una frase garabateada. Una frase que no significaba nada. «No olvides comprar leche. Te quiero, Zoya», escrito con una letra que claramente no era la de mi esposa.
La n equivalía a 14, cuya suma daba 5. La o, a 16, es decir, a un 7. La c era un 3. La l, un 12, o sea, otro 3. La t ocupaba el puesto 21, de nuevo un 3. La q equivalía a 18, que daba 9. Y finalmente, la z, a 27, que volvía a sumar 9.
«No olvides comprar leche. Te quiero, Zoya.»
5733399
573-3399.
El número de referencia del libro. Encuentre el libro, y encontrará la carta.
Lea la carta.
Traduzca la carta.
Destruya la carta.
Entregue la traducción.
Si se trataba de más de un sobre, o de una serie de documentos que debía revisar, un hombre pasaba a mi lado cuando salía de casa por la mañana, un hombre distinto cada vez, y chocaba conmigo; luego se disculpaba diciéndome que debería mirar por dónde iba. Cuando eso sucedía, yo me paraba a comprar un periódico y algo de fruta en una tienda de una esquina, cerca del museo. Mientras examinaba la fruta en busca de la manzana con menos magulladuras, dejaba el maletín en el suelo a mi lado. Cuando volvía a levantarlo, pesaba un poco más que antes. Entonces pagaba la fruta y me iba.
En ocasiones sonaba el teléfono en el museo exactamente a las 16.22, y yo contestaba.
– ¿Es el señor Samuels? -preguntaba una voz.
– Me temo que aquí no hay ningún señor Samuels -respondía yo, siempre con esas palabras exactas-. Ésta es la biblioteca del Museo Británico. ¿Por quién pregunta?
– Lo siento. Debo de tener el número equivocado. Quería hablar con el Museo de Historia Natural.
– No se preocupe, no pasa nada -contestaba yo, y colgaba, y al salir del trabajo, en lugar de ir derecho a casa con mi esposa y mi hija, cogía un autobús hasta Clapham, donde había un coche esperándome en la esquina de Lavender Hill y Altenburg Gardens para llevarme a ver al señor Jones.
– Hoy tenemos un problema endiablado para usted, señor Yáchmenev -me decía al llegar-. ¿Cree que podrá resolverlo?
– Puedo intentarlo -respondía con una sonrisa, y él me conducía a una habitación tranquila y me ponía delante una serie de documentos o fotografías.
O me hacía pasar a una habitación llena de hombres severos, ninguno de los cuales me facilitaba su nombre, pero que me acribillaban a preguntas en cuanto trasponía el umbral, y yo hacía lo que podía por contestarles con claridad y confianza.
En cierta ocasión, me pasé una noche entera leyendo más de trescientas páginas de telegramas y cartas. Cuando le comuniqué al señor Jones todo lo que creía entender, se mostró sorprendido por mi razonamiento y quiso que volviera a explicarle la lógica de mi traducción. Así lo hice; él reflexionó un poco más y entonces pidió que trajeran un coche. Antes de una hora me hallaba en presencia de Churchill, que chupaba su puro mientras yo repetía lo mismo que le había contado antes al señor Jones. El primer ministro pareció muy disgustado durante todo mi discurso, como si la dirección de la guerra estuviese cambiando por completo y fuera sólo culpa mía.
– Y está seguro de eso, ¿verdad? -me preguntó con brusquedad, frunciendo el entrecejo.
– Sí, señor. Estoy seguro.
– Bueno, pues es interesante -repuso, tamborileando con los regordetes dedos en la mesa unos segundos antes de ponerse en pie-. Muy interesante y muy sorprendente.
– En efecto, señor.
– Bien hecho, señor Jones -le dijo entonces a mi contacto mientras consultaba su reloj de bolsillo-. Pero ahora he de irme. Siga con el buen trabajo que hace, sea buen chico. Y vaya tipo tan competente se ha conseguido. ¿Cómo se llama, por cierto?
– Yáchmenev -respondí, aunque no me había dirigido a mí la pregunta-. Georgi Danílovich Yáchmenev.
Él se volvió para mirarme como si hubiese cometido una gran insolencia al responder, cuando la pregunta no era para mí, pero por fin asintió con la cabeza y se marchó.
– Un coche lo llevará de vuelta a Clapham -dijo entonces el señor Jones-. Me temo que desde ahí tendrá que llegar a casa por sus propios medios.
Y así lo hice. Caminando a la luz de la luna, cansado tras un día muy largo, me inquietó que en cualquier momento sonaran las sirenas y Zoya, Arina y yo estuviésemos separados.
Zoya me sonrió cuando llegué, preparó el desayuno y me lo puso delante con una tetera llena. No me preguntó dónde había estado.