El príncipe de Kashin

Fue mi hermana mayor, Asya, quien me habló por primera vez del mundo que existía más allá de Kashin.

Yo tenía sólo nueve años cuando ella abrió una brecha en mi ingenua estrechez de miras. Asya tenía once, y creo que yo estaba un poco enamorado de ella, del modo en que un hermano pequeño puede quedar embelesado por la belleza y el misterio de la hembra más cercana a él, antes de que aparezca el ansia de componente sexual y la atención se vea dirigida a otra parte.

Asya y yo siempre estuvimos unidos. Asya se peleaba constantemente con Liska, que nació un año después que ella y uno antes que yo, y toleraba apenas a la pequeña Talya, pero yo era su mascota. Me vestía, me peinaba y se ocupaba de mantenerme alejado de los peores excesos del mal genio de nuestro padre. Por suerte para ella, había heredado las preciosas facciones de nuestra madre Yulia pero no su forma de ser, y le sacaba mucho partido a su aspecto, trenzándose el cabello un día y recogiéndoselo en la nuca al siguiente, soltándose la kosnik para que le cayera sobre los hombros cuando le apetecía. Se frotaba las mejillas con jugo de ciruelas maduras para mejorar el cutis y llevaba el vestido por encima de los tobillos, lo que hacía que nuestro padre la mirara fijamente durante las veladas, con una mezcla de deseo y desdén que intensificaba la oscuridad de sus ojos. Las demás chicas del pueblo despreciaban a Asya por su vanidad, por supuesto, pero envidiaban su confianza en sí misma. Cuando se hizo mayor, dijeron que era una fulana, que se abría de piernas para cualquier hombre o muchacho que la deseara, pero a ella no le importaba. Se limitaba a reír ante sus insultos, haciendo que se desvanecieran como nubes de humo.

Creo que Asya debería haber vivido en un tiempo y un lugar distintos. Podría haber tenido muchísimo éxito en la vida.

– Pero ¿dónde está ese otro mundo? -le pregunté, sentados junto al fogón en un rincón de nuestra pequeña cabaña, en una zona que servía de dormitorio, cocina y sala de estar para los seis miembros de la familia.

A esa hora del día nuestros padres estarían volviendo a casa del trabajo, esperando encontrar algo de comida preparada, dispuestos a pegarnos si no la teníamos lista, y Asya estaba ocupada en revolver una olla con verduras, patatas y agua para obtener un caldo espeso que sería nuestra cena. Liska estaba fuera en algún sitio, haciendo travesuras, para las que tenía un talento particular. Talya, siempre la más callada, se hallaba tendida en un nido de paja, jugando con los dedos de manos y pies, observándonos pacientemente.

– Muy lejos de aquí, Georgi -contestó Asya, metiendo con cautela un dedo en la espuma de la burbujeante mezcla para probarla-. Pero allí la gente no vive como aquí.

– Ah, ¿no? -pregunté, incapaz de imaginar siquiera una forma distinta de existencia-. Entonces, ¿cómo viven?

– Bueno, algunos son pobres como nosotros, claro -admitió casi con tono de disculpa, como si nuestras circunstancias fueran algo vergonzoso-. Pero muchos viven con gran esplendor. Ésas son las personas que hacen magnífico nuestro país, Georgi. Sus casas son de piedra, no de madera como la nuestra. Comen siempre que desean comer, en platos con incrustaciones de piedras preciosas. Su comida la preparan especialmente unos cocineros que se han pasado la vida aprendiendo su arte. Y las damas sólo viajan en carruaje.

– ¿Carruaje? -repetí, y la miré arrugando la nariz, sin saber qué significaba esa palabra-. ¿Qué es un carruaje?

– Va tirado por caballos -explicó con un suspiro, como si mi ignorancia no tuviese otro propósito que frustrarla-. Son…

Oh, ¿cómo describirlo? Imagina una cabaña con ruedas donde la gente va sentada para que la transporten con comodidad. ¿Puedes imaginar algo así, Georgi?

– No -contesté, pues la idea me pareció tan ridícula como aterradora. Aparté la vista y sentí que el estómago empezaba a dolerme de hambre. Me pregunté si Asya me dejaría tomar un par de cucharadas del caldo antes de que llegaran nuestros padres.

– Algún día viajaré en uno de esos carruajes -añadió ella en voz baja, mirando fijamente el fuego y atizándolo con un palo, confiando quizá en encontrar un pedazo de carbón o una rama que no hubiese ardido aún y que nos proporcionara unos minutos más de calor-. No pienso quedarme para siempre en Kashin.

Sacudí la cabeza, admirado. Asya era la persona más inteligente que conocía, y me parecía asombroso que supiese de la existencia de esos otros mundos y esas otras vidas. Creo que fue la sed de conocimiento de Asya lo que fomentó mi creciente fantasía y mi deseo de conocer más del mundo. Ignoraba cómo habría llegado ella a saber esas cosas, pero me entristecía pensar que algún día pudiese perderla. Me hería incluso que desease una vida más allá de la que compartíamos. Kashin era un pueblucho oscuro, mísero, fétido, malsano, sórdido y deprimente; desde luego que era así, pero hasta entonces no había pensado que hubiese un sitio mejor para vivir. Al fin y al cabo, nunca me había alejado más de un par de kilómetros de sus límites.

– No le digas esto a nadie, Georgi -pidió Asya al cabo de unos instantes, presa de la emoción, inclinándose hacia mí como si estuviese a punto de revelar su secreto más íntimo-. Pero, cuando sea mayor, voy a ir a San Petersburgo. He decidido que viviré allí. -Lo dijo casi sin aliento, animada por unas fantasías que se abrían paso desde la soledad de sus pensamientos hacia la realidad de la palabra articulada.

– Pero no puedes hacer eso -repuse negando con la cabeza-. Allí estarás sola. En San Petersburgo no conoces a nadie.

– Al principio, quizá -admitió riendo, y se llevó una mano a la boca para reprimir su alborozo-. Pero no tardaré en conocer a un hombre rico. Un príncipe, tal vez. Y se enamorará de mí y viviremos juntos en un palacio, y tendré todos los criados que necesite y armarios llenos de preciosos vestidos. Llevaré joyas distintas todos los días… ópalos, zafiros, rubíes, brillantes, y bailaremos en el salón del trono del Palacio de Invierno, y todo el mundo me mirará de la mañana a la noche, me admirará y deseará poder hallarse en mi lugar.

Me quedé mirando a aquella muchacha irreconocible de fantásticos planes. ¿Era ésa la hermana que se acostaba por la noche junto a mí en el suelo de pino cubierto de musgo y despertaba con las huellas de las nudosas ramas en las mejillas? Apenas comprendía una sola palabra de lo que decía. Príncipes, criados, joyas. Semejantes conceptos eran por completo ajenos a mi joven mente. Y en cuanto al amor, ¿qué era, al fin y al cabo? ¿Cómo nos concernía a cualquiera de nosotros? Asya captó mi perplejidad y se echó a reír mientras me revolvía el cabello.

– ¡Oh, Georgi! -exclamó, besándome en ambas mejillas y una vez en los labios para desearme buena suerte-. No entiendes nada de lo que digo, ¿verdad?

– Sí que lo entiendo -me apresuré a asegurar, pues detestaba que me creyera un ignorante-. Por supuesto que lo entiendo.

– Has oído hablar del Palacio de Invierno, ¿verdad?

Titubeé. Quería decir que sí, pero entonces quizá no me lo explicara detalladamente, y el nombre ya contenía cierto atractivo, de modo que contesté:

– Creo que sí, pero no me acuerdo mucho. Recuérdamelo, Asya.

– El Palacio de Invierno es donde vive el zar. Con la zarina, claro, y la familia imperial. Sabes quiénes son, ¿no?

– Sí, sí -respondí, pues el nombre de su majestad y los de su familia se invocaban antes de cada comida, cuando ofrecíamos una plegaria por su salud, generosidad y sabiduría constantes. A menudo las oraciones duraban más que la comida-. No soy tonto.

– Bueno, entonces deberías saber dónde tiene su casa el zar. O una de ellas al menos. Tiene muchas residencias. Zárskoie Seló. Livadia. El Standart.

Arqueé una ceja, y entonces fui yo quien rió. La idea de tener más de una casa me parecía ridícula. ¿Para qué iba a necesitar alguien algo así? Por supuesto, sabía que el mismísimo Dios había designado al zar Nicolás para su glorioso cargo, que su poder y su autocracia eran infinitos y absolutos, pero ¿poseía además cualidades mágicas? ¿Podía acaso estar en más de un sitio al mismo tiempo? La idea era absurda y sin embargo sonaba posible. Al fin y al cabo, era el zar. Podía ser cualquier cosa. Podía hacer cualquier cosa. Era un dios, tanto como el propio Dios.

– ¿Me llevarás contigo a San Petersburgo? -le pregunté al cabo de un momento, casi en susurros, como si temiera que pudiese negarme tan supremo honor-. Cuando te vayas, Asya, no me dejarás aquí, ¿verdad?

– Podría intentarlo -concedió magnánimamente, pensativa-. O quizá podrías venir a visitarnos una vez que el príncipe y yo estemos instalados en nuestro nuevo hogar. Podrás tener un ala entera del palacio para ti solo y varios mayordomos que te asistan. Y tendré hijos, por supuesto. Muchos niños y niñas preciosos. Tú serás su tío Georgi. ¿Te gustaría?

– Desde luego que sí -repuse, aunque empezaba a sentir celos ante la idea de compartir a mi hermosa hermana con alguien, incluso con un príncipe de sangre real.

– Algún día… -concluyó ella con un suspiro, y miró el fuego como si viese estampas de su futuro parpadeando y cobrando vida con las llamas.

Claro que en aquella época sólo era una niña. Me pregunto si detestaba Kashin o sólo anhelaba una vida mejor.

Me entristece recordar aquella conversación después de tantísimo tiempo. Me duele el corazón al pensar que Asya jamás vio realizadas sus ambiciones. Pues no fue mi hermana quien se abrió paso hasta San Petersburgo y el Palacio de Invierno. No fue ella quien conoció la sensación de hallarse rodeado del poder seductor de la riqueza y el lujo.

Fui yo. El pequeño Georgi.


Mi amigo más íntimo durante la adolescencia fue un chico llamado Kolek Boriávich Tanksi, cuya familia llevaba viviendo en Kashin tantas generaciones como la mía. Ambos teníamos muchas cosas en común. Habíamos nacido con sólo unas semanas de diferencia, a finales de la primavera de 1899. Pasamos la infancia jugando juntos en el barro, explorando cada rincón de nuestro pequeño pueblo, culpándonos mutuamente cuando nuestras aventuras salían mal. Ambos teníamos solamente hermanas. Mi bendición, desde luego, era que tenía tres, mientras que la maldición de Kolek era que tenía el doble.

Y los dos temíamos a nuestro padre.

Mi padre, Danil Vládiavich, y el suyo, Borís Alexándrovich, se conocían de toda la vida, y es probable que hubieran pasado gran parte de la infancia juntos, como sus hijos treinta años después. Los dos eran hombres apasionados, rebosantes de admiración y odio, pero sus opiniones políticas divergían considerablemente.

Para Danil, su país significaba muchísimo. Era patriota hasta la ceguera: creía que al hombre le otorgaban la vida con el solo propósito de obedecer los mandatos del mensajero de Dios en la Tierra, el zar de Rusia. Sin embargo, su odio y su resentimiento hacia mí, su único hijo varón, eran tan incomprensibles como perturbadores. Desde el momento que nací, me trató con desprecio. Un día era demasiado bajo; al siguiente, demasiado débil, y otro más, demasiado tímido o estúpido. El deseo de reproducirse estaba en la naturaleza del peón de granja, de modo que es un misterio que mi padre me considerase una decepción después de haber engendrado dos niñas. Pero así era. Como yo no conocía otra cosa, podría haber crecido creyendo que así se cultivaban todas las relaciones entre padres e hijos varones, de no ser por el otro ejemplo que tenía ante mí.

Borís Alexándrovich quería muchísimo a su hijo y lo consideraba el príncipe del pueblo, lo que significa, supongo, que él se creía el rey. Alababa constantemente a Kolek, lo llevaba consigo a todas partes y nunca lo excluía de las conversaciones adultas, como hacían otros padres. Pero, a diferencia de Danil, tenía la obsesión de criticar a Rusia y sus gobernantes, convencido de que su pobreza y lo que él veía como su fracaso en la vida eran resultado por entero de los autócratas cuyos antojos dictaban nuestra vida.

– Algún día las cosas cambiarán en este país -le dijo a mi padre, como siempre que tenía ocasión-. ¿No lo hueles en el aire, Danil Vládiavich? Los rusos no soportarán verse gobernados por esa familia durante tanto tiempo. Debemos asumir el control de nuestro propio destino.

– Siempre el revolucionario Borís Alexándrovich -contestó mi padre negando con la cabeza y riendo, todo un lujo que inspiraban tan sólo las radicales declaraciones de su amigo-. Has pasado toda tu vida aquí, en Kashin, labrando campos, comiendo kasha y bebiendo kvas, y sigues con la cabeza llena de esas ideas. Nunca vas a cambiar, ¿eh?

– Y tú te has pasado la vida satisfecho con ser un mujik-repuso Borís, enfadado-. Sí, labramos la tierra y con ello nos ganamos honradamente la vida, pero ¿acaso no somos hombres como el zar? Dime, ¿por qué ha de ser él propietario de todo? ¿Por qué ha de tener derecho a todo, cuando nosotros vivimos en semejante pobreza, en la miseria? Todavía rezas por él todas las noches, ¿no es así?

– Por supuesto que sí -respondió mi padre ya un poco irritado, pues detestaba enzarzarse en cualquier conversación en que se criticara al zar. Lo habían criado con un sentido innato de la servidumbre y le corría por las venas con tanta libertad como la sangre-. El destino de Rusia va inextricablemente ligado al del zar. Piensa hasta cuándo se remonta esta dinastía de gobernantes. ¡Hasta el zar Miguel! Son más de trescientos años, Borís.

– ¡Trescientos años de Romanov son trescientos años que sobran! -bramó su amigo; tosió y escupió una flema a sus pies, sin vergüenza alguna-. Y dime una cosa, ¿qué nos han dado en todo este tiempo? ¿Algo de valor? Me parece que no. Algún día… algún día, Danil… -Se interrumpió, titubeando. Borís Alexándrovich podía ser tan radical y revolucionario como quisiera, pero continuar habría supuesto una herejía, y quizá la pena de muerte.

Aun así, no había un solo hombre en nuestro pueblo que no conociera las palabras que habrían seguido. Y muchos estaban de acuerdo con él.

Kolek Boriávich y yo, por supuesto, nunca hablábamos de política. Esas cuestiones no significaban nada para nosotros cuando éramos pequeños. Mientras crecíamos, nos dedicábamos a juegos propios de niños, nos metíamos en líos propios de niños, y reíamos y nos peleábamos, pero estábamos juntos tan a menudo que cualquier forastero de paso en el pueblo nos habría tomado por hermanos, de no ser por nuestro diferente aspecto físico.

De niño, yo era menudo y tenía la desgracia de lucir una mata de rizos dorados, un hecho que quizá fuese la causa del desprecio de mi padre. Él había deseado un varón que llevara su apellido, y yo no parecía la clase de chico capaz de lograr semejante propósito. A los seis años, era un palmo más bajo que todos mis amigos, con lo que me gané el apodo de Pasha, que significa «el pequeño». A causa de mis bucles rubios, mis hermanas mayores decían que era el miembro más guapo de la familia y me engalanaban con las cintas y adornos que lograban encontrar, lo que provocaba que mi padre les gritara presa de la furia y me arrancara las coronas de la cabeza, llevándose con frecuencia puñados de pelo en el proceso. Y pese a lo frugal de nuestra dieta, yo tenía tendencia a aumentar de peso, hecho que Danil consideraba una afrenta personal.

Kolek, en cambio, siempre fue alto para su edad, esbelto, fuerte y guapo en un sentido muy varonil. A los diez años, las chicas del pueblo lo miraban con admiración, preguntándose cómo se desarrollaría en unos años, cuando se hiciese un hombre. Las madres competían por la atención de la suya, una criatura tímida llamada Anje Petróvna, pues tenían la sensación de que algún día Kolek sería un gran hombre que traería la gloria a nuestro pueblo, y era su ferviente deseo que una de sus hijas acabara por ser conducida a su lecho en calidad de esposa.

Kolek disfrutaba con tanta atención, por supuesto. Era consciente de las miradas que le dirigían y la admiración que despertaba, pero él también se había enamorado, nada menos que de mi hermana Asya. Ella era la única persona que lo hacía sonrojarse y perder confianza en sus comentarios. Pero, para su vergüenza, era también la única chica del pueblo que parecía por completo inmune a sus encantos, cosa que aún alimentaba más su deseo. Todos los días merodeaba en torno a nuestra izba, buscando oportunidades para impresionarla, decidido a atravesar su férreo exterior y lograr que lo amase como todas las demás.

– El joven Kolek Boriávich está enamorado de ti -le comentó nuestra madre una noche a mi hermana mayor mientras preparaba otra miserable cazuela de shchi, una especie de sopa de repollo casi imposible de digerir-. No puede mirarte, ¿te has dado cuenta?

– No puede mirarme, y eso significa que le gusto -repuso Asya como quien no quiere la cosa, sacudiéndose el interés de Kolek como si fuera algo desagradable que se le hubiese pegado a la ropa-. Es una lógica muy curiosa, ¿no te parece?

– Se muestra tímido cuando tú estás presente, eso es todo. Y es un chico muy guapo. Algún día se convertirá en el digno esposo de una chica afortunada.

– Quizá. Pero no seré yo.

Cuando la interrogué al respecto un rato después, pareció casi ofendida porque alguien hubiese creído que Kolek era suficientemente bueno para ella.

– Tiene dos años menos que yo, para empezar -explicó exasperada-. No me interesa un niño como esposo. Además, no me gusta. No soporto ese aire que se da de tener derecho a todo. Como si el mundo sólo existiera para su beneficio. Lo ha tenido toda la vida, y todos en este pueblo son responsables de que así sea. Y encima es un cobarde. Su padre es un monstruo… eso lo has notado, ¿no, Georgi? Un hombre horrible. Sin embargo, todo lo que hace tu pequeño Kolek no tiene otro propósito que impresionarlo. Nunca he visto a un chico tan sometido a su padre. Da asco verlo.

No supe cómo responder a semejante letanía de desprecio. Como todos los demás, yo pensaba que Kolek Boriávich era el mejor chico del pueblo, y que me hubiese elegido como su amigo íntimo me complacía secretamente. Quizá fue la diferencia en nuestro aspecto lo que permitió que nuestra relación prosperara, el hecho de que yo fuera el subordinado bajo, gordo y de rizos dorados, junto al héroe alto, esbelto y de cabello oscuro: mi patética proximidad lo volvía más glorioso aún de lo que realmente era. Y eso, a su vez, hacía que su padre se sintiera aún más orgulloso de él. En ese sentido, sé que Asya tenía razón. Todo lo que Kolek hacía era para impresionar a su padre. Y yo me preguntaba qué tendría eso de malo. Al menos Borís Alexándrovich se enorgullecía de su hijo.

Pero al final me cansé de ser Pasha y quise volver a ser Georgi. Más o menos cuando cumplí catorce años, los cambios en mi aspecto, de niño a joven, fueron por fin visibles de forma repentina e inesperada, y contribuí a ellos con el ejercicio y la actividad. Al cabo de unos meses había crecido de forma considerable y pasaba del metro ochenta. La pesadez que padecía durante la infancia abandonó mis huesos cuando empecé a correr varios kilómetros todos los días alrededor del pueblo y a despertar temprano para nadar durante una hora en las gélidas aguas del río Kashinka, que corría allí cerca. Mi cuerpo se tonificó, los músculos de mi vientre se tornaron más definidos. Mis rizos comenzaron a alisarse y el cabello se me oscureció un poco, del tono brillante del sol al color de la arena mojada. En 1915, cuando tenía dieciséis años, podía plantarme junto a Kolek y no sentirme avergonzado ante la comparación. Seguía siendo el más bajo de los dos, sí, pero la diferencia entre ambos había disminuido.

Y había chicas a las que yo gustaba, lo sabía. No tantas como las que suspiraban por mi amigo, eso es cierto, pero aun así no me faltaba popularidad.

Y todo ese tiempo, Asya negaba con la cabeza y me decía que no debería aspirar a ser como Kolek, pues éste nunca se convertiría en el gran hombre que la gente esperaba, y que tarde o temprano el joven príncipe no traería el honor a Kashin, sino la vergüenza.


Fue Borís Alexándrovich quien nos comunicó la noticia que iba a cambiar mi vida.

Kolek y yo estábamos al borde de un campo cerca de la cabaña de mi familia, desnudos de cintura para arriba en una gélida mañana de primavera, riendo mientras cortábamos leña, haciendo lo posible por impresionar a las chicas que pasaban. Teníamos dieciséis años y éramos fuertes y guapos, y si bien algunas no nos hacían caso, otras nos dirigían sonrisas burlonas y nos observaban al levantar el hacha antes de dejarla caer en el centro de los troncos para partirlos en dos, despidiendo una lluvia de astillas como fuegos artificiales. Un par de ellas fueron lo bastante coquetas para hacer la clase de comentario que animaba a Kolek, pero yo aún no tenía la seguridad suficiente para implicarme en semejantes bromas y me sentí cohibido.

Mi padre salió de nuestra izba y se quedó mirándonos unos instantes con una leve mueca de desagrado, sacudiendo la cabeza.

– Malditos idiotas -espetó, irritado por nuestra juventud y condición física-. Vais a pillar una neumonía. ¿O acaso creéis que los jóvenes no pueden morir?

– Yo estoy hecho un fortachón, Danil Vládiavich -respondió Kolek, guiñándole un ojo y levantando una vez más los musculosos brazos para que todos vieran bien sus bíceps. El hacha brilló en el aire, el limpio acero reflejó la luz un instante, y ante mis ojos bailaron puntitos negros y dorados; cuando parpadeé, pareció que un halo de magnificencia se hubiese materializado de pronto en torno a mi amigo-. ¿No lo ves?

– Es posible que tú sí, Kolek Boriávich -dijo mi padre mirándome con ceño, como si deseara que su hijo hubiese sido Kolek y no yo-. Pero Georgi sigue demasiado tu ejemplo y carece de tu fuerza. ¿Te ocuparás de él cuando esté temblando en la cama, sudando como un caballo y llamando a gritos a su madre?

Kolek me miró sonriendo, encantado con aquel insulto, pero yo no dije nada y continué con mi trabajo. Unos niños pasaron corriendo y soltaron risitas al vernos, divertidos por nuestra falta de decoro, pero entonces repararon en mi padre, con su cabeza deforme y su reputación de irascible, y sus sonrisas se desvanecieron mientras se alejaban a toda prisa.

– ¿Vas a quedarte ahí plantado mirándonos toda la mañana o tienes algo que hacer? -le espeté al fin, al ver que no mostraba indicios de dejarnos proseguir con la tarea y la charla.

Era insólito que le hablase así. Solía dirigirme a él con cierto respeto, no por temor sino porque no deseaba enzarzarme en discusiones. Sin embargo, en esa ocasión mis desafiantes palabras iban más destinadas a impresionar a Kolek con mi fortaleza que a ofender a mi padre con mi insolencia.

– Si no te callas, Pasha, te arrancaré esa hacha de las manos y te partiré en dos -replicó él, dando un paso hacia mí y empleando el diminutivo con que sabía que me ponía en mi sitio.

Me negué a ceder sólo un instante y al cabo retrocedí un poco y agaché la cabeza. Mi padre ejercía cierto poder sobre mí, un poder que yo no acababa de entender pero con el que conseguía intimidarme y devolverme a la obediencia infantil con una sola palabra.

– Mi hijo es un cobarde, Kolek Boriávich -afirmó entonces, encantado con su triunfo-. Eso pasa cuando uno se cría en una familia de mujeres. Se vuelve una de ellas.

– Pero a mí también me han criado en una familia así -protestó Kolek, clavando el hacha en la leña-. ¿Me crees también un cobarde, Danil Vládiavich?

Mi padre abrió la boca para contestar, pero en ese momento Borís Alexándrovich dobló la esquina y se dirigió a nosotros resueltamente, con el rostro arrebolado y furioso, con el aliento transformándose en vaho en el frío matinal. Se detuvo al vernos a los tres juntos, sacudió la cabeza y levantó los brazos al cielo lleno de indignación, con tanto dramatismo que tuve que morderme el labio para no echarme a reír y ofenderlo.

– ¡Es una vergüenza! -bramó, con tal agresividad que por un momento nadie dijo nada; nos quedamos mirándolo, deseosos de conocer el origen de su disgusto-. Una absoluta vergüenza. ¡Que haya vivido para ser testigo de un momento así! Supongo que te has enterado de la noticia, ¿no, Danil Vládiavich?

– ¿Qué noticia? ¿Qué ha ocurrido?

– Si fuera más joven… -Blandió un dedo en el aire como un maestro reprendiendo a unos colegiales perezosos-. Óyeme bien: si fuera más joven y estuviese en posesión de todas mis facultades…

– Borís -lo interrumpió Danil; parecía casi divertido ante la furia de su amigo-. Diría que esta mañana estás dispuesto a matar a alguien.

– ¡No hagas bromas al respecto, amigo mío!

– ¿Bromas? ¿Qué bromas? Ni siquiera sé qué te provoca tanta ira.

– Padre -dijo Kolek, y fue hacia él con tanta preocupación en el rostro que pensé que iba a abrazarlo.

Ese claro afecto entre padre e hijo era una continua fuente de fascinación para mí. Como yo nunca había experimentado semejante calidez, me producía curiosidad observarla en los demás.

– Un mercader que conozco -explicó por fin Borís, atascándose por la ansiedad y la ira-, un hombre virtuoso, un hombre que nunca miente o engaña, ha estado esta mañana en el pueblo y…

– ¡Yo lo he visto! -exclamé alegremente. Era bastante raro ver un forastero en Kashin, pero un desconocido había pasado ante nuestra cabaña vestido con un abrigo del más fino pelo de cabra sólo una hora antes; yo me fijé en él y le di los buenos días, pero él ni me contestó-. Ha pasado por aquí no hace ni una hora y…

– Cierra el pico, chico -me espetó mi padre, irritado por que tuviese algo que decir-. Deja hablar a tus mayores.

– Conozco a ese hombre desde hace años -continuó Borís, sin prestarnos atención-, y sería difícil encontrar a alguien más sincero. Anoche cruzó Kalyazin, y por lo visto uno de los monstruos se dirige hacia aquí de camino a San Petersburgo. Y esta tarde ¡va a pasar por Kashin! ¡Por nuestro pueblo! -añadió escupiendo casi las palabras, tan insultado se sentía-. Y, por supuesto, exigirá que salgamos todos de nuestras cabañas y le hagamos reverencias, adorándolo, como hicieron los judíos cuando Jesús entró en Jerusalén en un asno. Una semana después lo crucificaron.

– ¿Qué monstruos? -quiso saber Danil, sacudiendo la cabeza, confuso-. ¿A quién te refieres?

– A un Romanov -anunció Borís, observándonos en busca de una reacción-. Nada menos que el gran duque Nicolás Nikoláievich -añadió, y para ser un hombre que tenía en tan poca estima a la familia imperial, pronunció el regio nombre como si cada sílaba fuese una preciada joya que debía manejarse con cuidado y consideración, no fuera su gloria a quebrarse y perderse.

– Nicolás el Alto -apostilló Kolek en voz baja.

– El mismísimo.

– ¿Por qué «el Alto»? -pregunté frunciendo el entrecejo.

– Para distinguirlo de su primo -contestó Borís Alexándrovich-. Nicolás el Bajo. El zar Nicolás II. El torturador del pueblo ruso.

Se me pusieron los ojos como platos de la sorpresa.

– ¿El primo del zar va a pasar por Kashin? -No me habría asombrado más si mi padre me hubiese estrechado entre sus brazos para alabar a su hijo y heredero.

– No te muestres tan impresionado, Pasha -dijo Borís Alexándrovich, insultándome por no compartir su rabia-. ¿No sabes acaso quién es esa gente? Además, ¿qué han hecho por nosotros aparte de…?

– Borís, por favor -interrumpió mi padre con un profundo suspiro-. Hoy no. Seguro que tus ideas políticas pueden esperar a otro momento. Éste es un gran honor para nuestro pueblo.

– ¿Un honor? -repitió riendo-. ¡Un honor, dices! Esos Romanov son los causantes de nuestra pobreza, ¿y te parece un privilegio que uno de ellos decida usar nuestras calles para que su caballo beba y cague? ¡Un honor! Danil Vládiavich, te deshonras con semejante palabra. ¡Mira! ¡Mira a tu alrededor!

Nos giramos en la dirección que señalaba: la mayoría de los lugareños corría hacia sus cabañas. Sin duda habían oído la noticia del ilustre visitante e iban a prepararse como mejor pudieran. Se lavarían la cara y las manos, claro, pues no podían presentarse ante un príncipe de sangre real con churretes de barro en las mejillas. Y atarían unas cuantas flores para tejer una corona que arrojar a los pies del caballo del gran duque.

– El abuelo de ese hombre fue uno de los peores zares que ha habido nunca -criticó Borís, con el rostro cada vez más rojo de ira-. De no haber sido por Nicolás I, los rusos ni siquiera habrían oído hablar del concepto de autocracia. Fue él quien insistió en que cada hombre, mujer y niño del país creyera en su ilimitada autoridad sobre todas las cuestiones. Se consideraba nuestro salvador, pero ¿acaso te sientes salvado, Danil Vládiavich? ¿Y tú, Georgi Danílovich? ¿O más bien sentís frío y hambre y deseos de ser libres?

– Ve adentro y arréglate -ordenó mi padre señalándome con el dedo, sin escuchar a su amigo-. No me deshonrarás apareciendo casi desnudo ante un hombre tan insigne.

– Sí, padre -repuse, inclinándome rápidamente ante su propia autocracia, y entré corriendo en busca de un blusón limpio.

Cuando hurgaba en el montón de prendas raídas que constituía todo mi guardarropa, oí más voces airadas en el exterior, seguidas por la de mi amigo Kolek, diciéndole a su padre que ellos también deberían ir a casa a prepararse, que gritar en la calle no le servía de nada a nadie, ya fuera partidario del régimen o radical.

– Si fuera más joven… -le oí decir a Borís Alexándrovich cuando se alejaba-. Óyeme bien, hijo mío; si fuese más…

– Yo soy más joven -respondió Kolek, y en ese momento no di importancia a sus palabras, ninguna en absoluto. Sólo después las recordé y me maldije por mi estupidez.


Poco después, los primeros guardias aparecieron en el horizonte y se dirigieron hacia Kashin. Aunque los mujiks corrientes como nosotros sólo conocían los nombres de los zares y sus hijos, el gran duque Nicolás Nikoláievich, primo hermano del zar, era famoso en toda Rusia por sus hazañas militares. Desde luego, que no era un hombre querido. Los hombres como él nunca lo son. Pero era objeto de reverencia y tenía una temible reputación. Se rumoreaba que durante la revolución de 1905 había blandido un revólver ante el zar y amenazado con volarse la tapa de los sesos si su primo no permitía la creación de una Constitución rusa, y muchos lo admiraban por ello. Pero semejante valentía no les importaba a los más proclives a las ideas radicales; veían tan sólo un título, un opresor y una persona merecedora de desprecio.

Sin embargo, la idea de que el gran duque se acercaba bastó para provocarme un escalofrío de emoción y temor. No recordaba una expectación como aquélla en Kashin. Mientras los jinetes se aproximaban, casi todos los del pueblo barrieron la calle ante su izba, despejando el camino a los caballos del ilustre visitante.

– ¿Quién crees que lo acompañará? -me preguntó Asya mientras esperábamos ante el umbral, una familia reunida para saludar y proferir vítores. Se había aplicado incluso más colorete del habitual y llevaba el vestido recogido hasta las rodillas, mostrando las piernas-. ¿Algunos jóvenes príncipes de San Petersburgo, quizá?

– El gran duque no tiene hijos para ti -respondí con una sonrisa-. Tendrás que ampliar tu búsqueda.

– Pero a lo mejor él sí se fija en mí -replicó encogiéndose de hombros.

– ¡Asya! -exclamé, horrorizado y divertido a la vez-. Es un viejo. Tendrá cerca de sesenta años, por lo menos. Y está casado. No puedes pensar que…

– Sólo estoy bromeando, Georgi -respondió riendo, y me propinó una juguetona palmada en el hombro, aunque no quedé convencido de que hablase en broma-. Aun así, seguro que hay algún joven soldado disponible en su séquito. Si alguno se interesara en mí… ¡Oh, no pongas esa cara de escandalizado! Ya te he dicho que no pienso pasarme la vida en este mísero lugar. Al fin y al cabo, tengo dieciocho años. Ya va siendo hora de que encuentre marido, antes de que me vuelva demasiado vieja y fea para casarme.

– ¿Y qué pasa con Ilya Goriavich?

Me refería al joven con quien Asya pasaba gran parte del tiempo. Como mi amigo Kolek, el pobre Ilya estaba locamente enamorado de mi hermana, quien le brindaba cierto afecto a cambio, seguramente para que creyera que, con el tiempo, llegaría a entregarse a él. Ilya me daba lástima por su estupidez. Yo sabía que no era más que un juguete para mi hermana, una marioneta cuyos hilos controlaba Asya para mitigar el aburrimiento. Algún día dejaría de lado a su muñeco, eso estaba claro. Aparecería un juguete mejor; un juguete de San Petersburgo, quizá.

– Ilya Goriavich es un muchacho dulce -contestó sin demasiado interés, encogiéndose de hombros-. Pero me parece que, a sus veintiún años, ya es todo lo que va a ser en la vida. Y no estoy segura de que sea suficiente.

Advertí que iba a hacer algún comentario innecesariamente desdeñoso sobre aquel zoquete de buen corazón, pero los soldados se acercaban más y más, y entonces distinguimos a los oficiales de vanguardia, encumbrados en sus monturas, desfilando lentamente, resplandecientes con sus guerreras negras de doble botonadura, pantalones grises y pesados gabanes oscuros. Me fijé en los shapkas de piel que llevaban en la cabeza, intrigado por la profunda V de la parte frontal, justo encima de los ojos, y fantaseé sobre lo maravilloso que sería formar parte de sus filas. No se inmutaban por los ruidosos vítores de los campesinos que los flanqueaban, bendiciendo al zar a voz en cuello y arrojando coronas de flores ante los cascos de los caballos. Al fin y al cabo, no esperaban menos de nosotros.

A Kashin llegaban pocas noticias de la guerra, pero de vez en cuando aparecía un mercader de paso con información sobre los éxitos o fracasos militares. A veces llegaba un panfleto a casa de un vecino, enviado por un pariente con buenas intenciones, y todos podíamos leerlo por turnos para seguir el avance de las tropas en nuestra imaginación. Varios jóvenes del pueblo se habían marchado ya con destino al ejército: algunos habían muerto, otros estaban desaparecidos, mientras que otros seguían en activo. Se esperaba que, al cumplir diecisiete años, a los chicos como Kolek y yo nos reclutaran para alguna unidad militar, llamados a traer la gloria a nuestro pueblo.

No obstante, todos conocíamos bien las enormes responsabilidades del gran duque Nicolás Nikoláievich.

El zar lo había nombrado comandante supremo de todas las fuerzas rusas para librar una guerra en tres frentes: contra el Imperio austrohúngaro, contra el káiser alemán y contra los turcos. Según se decía, hasta el momento no había logrado demasiado éxito en ninguna de esas campañas, pero seguía cosechando la admiración y la absoluta lealtad de los soldados a su mando, admiración y lealtad que a su vez se transmitían a todos los pueblos campesinos de Rusia. Lo considerábamos uno de los hombres más excelsos, nombrado para su cargo por un dios benevolente que nos enviaba líderes como él para velar por nosotros, los simples e ignorantes.

Los vítores subieron de tono cuando los soldados empezaron a pasar ante la gente, y entonces, aproximándose como una gloriosa deidad, en el centro de la multitud vislumbré un magnífico caballo de batalla blanco y, a lomos de él, un hombre gigantesco con uniforme militar y bigote encerado con una fina punta en cada extremo del labio superior. Miraba al frente con rigidez, pero de vez en cuando levantaba la mano izquierda para ofrecer un regio saludo a la muchedumbre congregada.

Cuando los caballos desfilaban ante mí, descubrí a nuestro revolucionario vecino Borís Alexándrovich entre la gente al otro lado de la calle, y me sorprendió verlo allí, pues si había un hombre del que pensaba que se negaría a rendir tributo al gran general, era él.

– Mira -le dije a Asya, tocándole el hombro y señalando-. Ahí. Borís Alexándrovich. ¿Dónde están ahora sus admirables principios? Está tan deslumbrado con el gran duque como cualquiera de nosotros.

– Pero ¡qué guapos son los soldados! -exclamó ella sin prestarme atención, jugueteando con sus rizos mientras estudiaba a cada hombre que pasaba-. ¿Cómo crees tú que pueden luchar en la batalla y mantener tan inmaculados sus uniformes?

– Y ahí está Kolek-añadí, al ver que mi amigo se abría paso hasta el frente de la multitud con una mezcla de emoción y ansiedad en la cara-. ¡Kolek! -lo llamé gesticulando, pero él no me vio o no me oyó entre el estruendo de los jinetes y los gritos de los lugareños.

En otra ocasión no le habría dado importancia a una cosa así, pero exhibía una expresión que me confundió, una expresión de suma inquietud que nunca había visto en aquel muchacho tan sereno. Se adelantó un poco y miró alrededor, hasta que se hubo asegurado de que su padre, el hombre cuya aprobación significaría para él más que cualquier cosa en el mundo, estaba entre el público, y cuando tuvo la certeza de que Borís Alexándrovich lo observaba, clavó la mirada en el gran duque que se acercaba sobre el caballo blanco.

Nicolás Nikoláievich estaría a unos siete u ocho metros de distancia, no más, cuando vi que la mano izquierda de Kolek hurgaba dentro de su túnica y permanecía allí unos instantes, temblando ligeramente.

Estaba a cinco metros cuando vi que la empuñadura de una pistola emergía despacio de su escondrijo; la mano de mi amigo la aferraba muy tensa, con un dedo sobre el gatillo.

Estaba a tres metros cuando Kolek sacó la pistola, sin que nadie lo viera excepto yo, y le quitó el seguro.

El gran duque se hallaba a menos de dos metros cuando grité el nombre de mi amigo.

– ¡Kolek! ¡No!

Y me colé en un hueco entre los jinetes que pasaban para cruzar corriendo la calle, mientras los soldados, alertados, se giraban hacia mí para ver qué sucedía. Mi amigo me vio entonces y tragó saliva con nerviosismo antes de levantar la pistola y apuntar a Nicolás Nikoláievich, que ahora estaba ante él y por fin se había dignado volver la cabeza para mirar al joven de su izquierda. Debió de vislumbrar el destello del acero, pero no tuvo tiempo de sacar su propia arma o espolear al caballo para huir, porque la pistola se disparó casi de inmediato con un fuerte estruendo, enviando su mortífera carga en dirección al primo y más íntimo confidente del zar, en el preciso instante en que yo, sin considerar las consecuencias de semejante acto, daba un salto delante de ella.

Hubo un repentino destello de fuego, un dolor intenso y gritos de la multitud. Al caer, di por sentado que los cascos de los caballos me destrozarían el cráneo, y un dolor indescriptible me desgarró el hombro: la sensación de que alguien había calentado en el horno una barra de hierro durante una hora para luego hundirla en mi carne inocente. Aterricé duramente en el suelo, experimentando una súbita sensación de paz y tranquilidad antes de que la tarde se volviese oscura ante mis ojos, los ruidos se amortiguaran y la multitud pareciera desvanecerse en una densa bruma, y sólo quedó una vocecita que me susurraba al oído: «¡Duerme, Pasha!», y la obedecí.

Cerré los ojos y me quedé solo en medio de una oscuridad vacía y soporífera.

El primer rostro que vi al despertar fue el de mi madre. Yulia Vladímirovna me apretaba un trapo húmedo contra la frente y me miraba con una mezcla de irritación y alarma. La mano le temblaba un poco y parecía tan nerviosa al ofrecerme su cuidado maternal como yo me sentí al recibirlo. Asya y Liska susurraban en un rincón mientras la pequeña Talya me observaba con expresión fría y desinteresada. Yo no me sentía parte de tan inusual retablo y me limité a mirarlas a mi vez, sin saber muy bien qué había sucedido para inspirar semejante despliegue de emoción, hasta que un súbito estallido de dolor en el hombro izquierdo me hizo esbozar una mueca. Solté un grito angustiado al tocármelo para aliviar la presión en la zona herida.

– Ten cuidado -dijo una voz sonora y profunda detrás de mi madre.

En cuanto ella la oyó, dio un visible respingo y su expresión mostró una ansiedad atemorizada. Nunca la había visto tan intimidada ante nadie, y al principio pensé que se trataba de mi padre, que le ordenaba que le dejara sitio, pero no era su voz. Yo veía un poco borroso y parpadeé varias veces hasta que la bruma empezó a disiparse y logré ver con claridad.

No era mi padre quien se hallaba ante mí; Danil estaba al fondo de la cabaña, observándome con una media sonrisa que revelaba sus confusas emociones de orgullo y hostilidad. No; la voz pertenecía al comandante supremo de las fuerzas militares rusas, el gran duque Nicolás Nikoláievich.

– No intentes moverte -me dijo, inclinándose sobre mí para examinarme el hombro con los ojos entornados-. Estás herido, pero has tenido suerte. La bala ha pasado a través del hombro, pero sin tocar las arterias o la vena. Ha salido limpiamente por el otro lado, por fortuna. Un poco más a la derecha, y habrías perdido la movilidad del brazo o podrías haber muerto desangrado. Seguirás sintiendo dolor unos días, pero no habrá daños irreversibles. Una pequeña cicatriz, quizá.

Tragué saliva -tenía la boca tan seca que la lengua se me pegaba al paladar- y le pedí a mi madre algo de beber. Ella no se movió; se quedó plantada con la boca abierta, como si estuviera demasiado aterrorizada para participar en la escena que se desarrollaba ante sus ojos, y fue el gran duque quien tuvo que llenar la petaca que llevaba al cinto y tendérmela. Casi me intimidó la delicadeza de la piel al beber de ella, en particular cuando advertí el sello imperial de los Romanov bordado en hilo de oro en la cubierta, pero tenía tantísima sed que mi vacilación no duró mucho, y tragué con avidez. La sensación del agua helada al abrirse paso hasta mis entrañas contribuyó a aliviar unos instantes el dolor del hombro.

– ¿Sabes quién soy? -preguntó el gran duque irguiéndose, llenando la habitación con su imponente figura.

Medía cerca de dos metros y tenía un cuerpo robusto y musculoso. Era guapo y magnífico. Y con su extraordinario bigote resultaba aún más digno y majestuoso. Tragué saliva y asentí con rapidez.

– Sí -repuse con un hilo de voz.

– ¿Sabes quién soy? -repitió más alto, de modo que pensé que había metido la pata.

– Sí -volví a decir, ahora en tono normal-. El gran duque Nicolás Nikoláievich, comandante del ejército y primo de su majestad imperial el zar Nicolás II.

El duque sonrió y su cuerpo se estremeció levemente al soltar una breve risa.

– Sí, sí -repuso, desdeñando la grandiosidad de mi respuesta-. Bien, ya veo que no le ocurre nada malo a tu memoria, muchacho. Y si funciona tan bien, ¿recuerdas qué te ha ocurrido?

Me incorporé un poco, soportando el dolor lacerante que me recorrió el costado izquierdo del hombro al codo, y contemplé mi cuerpo. Estaba tendido en la pequeña hamaca que me servía de lecho, con los pantalones puestos pero sin zapatos, y me avergonzó ver la capa de mugre del suelo de la cabaña que se me había pegado a los pies. Mi blusón limpio, el que me había puesto especialmente para el desfile del gran duque, estaba hecho un ovillo a mi lado, y ya no era blanco sino de una malévola mezcla de negro y rojo oscuro. No llevaba camisa, y tenía el torso manchado de sangre de la herida, que me habían envuelto en prietos vendajes. Lo primero que se me ocurrió fue preguntarme de dónde habrían salido esas vendas, pero entonces me acordé de los soldados que habían desfilado por nuestro pueblo y supuse que uno de ellos me había curado con sus propios pertrechos.

Y eso me llevó a recordar de pronto los acontecimientos de la tarde.

El desfile. El caballo blanco de batalla. El gran duque montado en él.

Y nuestro vecino Borís Alexándrovich. Su hijo, mi mejor amigo, Kolek Boriávich.

La pistola.

– ¡Un arma! -exclamé de repente, irguiéndome, como si aquello volviese a suceder ante mis ojos-. ¡Tiene un arma!

– Tranquilo, muchacho -dijo el gran duque dándome palmaditas en el hombro sano-. Ya no hay ningún arma. Has llevado a cabo un acto magnífico, si puedes recordarlo.

– No… no estoy seguro. -Me esforcé en recordar qué habría hecho para ganarme semejante cumplido.

– Mi hijo siempre ha sido muy valiente, señor -intervino Danil, acercándose desde el fondo de la cabaña-. Habría dado su vida por la suya sin vacilar.

– Ha habido un intento de asesinato -explicó Nicolás Nikoláievich mirándome, sin hacer caso de mi padre-. Un joven radical me apuntó a la cabeza con su pistola. Juro que he visto cómo la bala se preparaba para abandonar la recámara y alojarse en mi cráneo, pero tú saltaste ante mí, vaya muchacho valiente estás hecho, y la bala te alcanzó en el hombro. -Titubeó antes de añadir-: Me has salvado la vida, joven Georgi Danílovich.

– ¿De veras? -pregunté, pues no lograba imaginar qué me habría impulsado a hacer algo así. Pero la niebla de mi cabeza empezaba a disiparse y recordé haberme precipitado hacia Kolek para obligarlo a retroceder entre la multitud, para que no cometiera un acto que le costaría la vida.

– Sí, así es. Y te estoy agradecido. El mismísimo zar te estará agradecido. Toda Rusia lo estará.

No supe qué decir ante semejante declaración, pues era evidente que el gran duque tenía en mucha estima su propia importancia en el mundo, y me recliné en la hamaca, un poco mareado y presa de una sed desesperada.

– No es cierto que Georgi tenga que irse, ¿verdad, padre? -preguntó Asya de pronto, conteniendo las lágrimas. La miré y me emocionó que estuviera tan afectada por lo que me había ocurrido.

– Calla, muchacha -respondió él, empujándola de nuevo contra la pared-. Georgi hará lo que le digan. Todos lo haremos.

– ¿Irme? -susurré, sin saber qué había querido decir con eso-. ¿Irme adónde?

– Eres un chico valiente -contestó Nicolás Nikoláievich.

Luego volvió a ponerse los guantes y sacó una pequeña bolsa que le tendió a mi padre; la bolsa desapareció de inmediato en los misteriosos recovecos del blusón paterno, donde no pudiésemos verla. «Me ha vendido -pensé al instante-. Padre me ha entregado al ejército a cambio de unos centenares de rublos.» El gran duque se volvió hacia mí.

– Es un desperdicio tener a un muchacho como tú en un sitio como éste. Supongo que pensabas unirte este año al ejército.

– Sí, señor -contesté no muy seguro, pues aunque sabía que ese día iba acercándose, confiaba en retrasarlo unos meses-. Ésa era mi intención, sólo que…

– Bueno, pues no puedo mandarte a la batalla, donde sólo te enfrentarás a más balas. Después de lo que has hecho hoy, no. Puedes quedarte aquí y recuperarte durante unos días, y luego me seguirás. Dejaré dos hombres para que te escolten a tu nuevo hogar.

– ¿Mi nuevo hogar? -repetí confuso, tratando de incorporarme mientras él se dirigía a la puerta de la cabaña-. Pero ¿dónde está eso, señor?

– En San Petersburgo -respondió, volviéndose para son reírme-. Ya has demostrado que estás dispuesto a interponerte en el camino de una bala por un hombre como yo. Imagina entonces cuánta lealtad demostrarás ante alguien incluso más ilustre que un simple duque.

Sacudí la cabeza y tragué saliva con nerviosismo.

– ¿Incluso más ilustre que usted?

Él vaciló un instante, dudando si revelarme lo que tenía pensado, por si la impresión era excesiva para mí. Pero cuando por fin habló, sonó como si su extraordinaria respuesta fuese la más obvia del mundo.

– El zarévich Alexis. Tú serás uno de los asignados para protegerlo. Mi primo el zar mencionó en nuestra última conversación que andaba buscando un joven así, y me preguntó si conocía a alguien que pudiera convertirse en un compañero apropiado. Quiero decir, alguien de edad más cercana a la del zarévich. Éste tiene muchos guardias, desde luego, pero necesita algo más que eso. Necesita un compañero que también pueda velar por su seguridad. Creo que he encontrado lo que mi primo anda buscando. Pretendo ofrecerte a él como un obsequio, Georgi Danílovich, siempre que cuentes con su aprobación, por supuesto. Pero quédate aquí por el momento, recupérate, ponte bien. Nos veremos en San Petersburgo a finales de esta semana.

Dicho lo cual salió de la cabaña, dejando a mis hermanas mirándolo con asombro, a mi madre más asustada que nunca y a mi padre contando su dinero.

Me obligué a sentarme más derecho, y entonces vi la calle a través de la puerta, donde se alzaba un tejo en flor, fuerte, grueso y de denso follaje. Pero había algo distinto en él. Un gran peso parecía mecerse de sus ramas. Agucé la mirada para identificarlo, y cuando por fin lo logré, no pude sino soltar un grito ahogado.

Era Kolek.

Lo habían colgado en la calle.

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