Ese año, por primera vez desde mi jubilación, decidí no acercarme siquiera a la biblioteca del Museo Británico. No porque no quisiera estar allí; bien al contrario, después de pasar mi vida adulta enclaustrado en la erudita comodidad de tan pacífico espacio, no había prácticamente ningún sitio en que me sintiera tan feliz. No; la razón de que decidiera evitarla fue que no deseaba convertirme en uno de esos hombres que no pueden aceptar que su vida laboral ha llegado a su fin y que la rutina cotidiana del empleo, fuente de orden y disciplina en nuestra existencia, se ha visto reemplazada por la más absoluta confusión -o lo que Lamb dio en llamar «la liberación»- del hombre caduco.
Recuerdo demasiado bien aquel viernes por la tarde de 1959, cuando se celebró una pequeña fiesta en honor del señor Trevors, que había cumplido sesenta y cinco años y completaba su última semana de trabajo en la biblioteca. Se sirvieron bebidas y comida, hubo discursos, acudieron docenas de personas a desearle lo mejor en lo que fuera a hacer a partir de entonces. Pronunciamos el tópico habitual de que ahora tenía el mundo a sus pies, y no nos avergonzamos de repetirnos. Se suponía que el ambiente debía ser ligero y alegre, pero mi antiguo patrón se volvió más y más taciturno a medida que avanzaba la velada y se preguntó en voz alta, para incomodidad de sus invitados, cómo llenaría los días en adelante.
– Estoy solo en el mundo -nos contó, con una sonrisa de desdicha y los ojos anegados en lágrimas, y todos apartamos la vista, confiando en que algún otro le ofreciera consuelo-. ¿Qué me queda si no tengo mi trabajo? Una casa vacía. Sin Dorothy, sin Mary -añadió en voz baja, refiriéndose a la familia que debería haber aliviado su vejez pero que había perdido-. Este trabajo era mi única razón para levantarme por la mañana.
El lunes siguiente por la mañana, llegó a la biblioteca como de costumbre, muy puntual, con la camisa y la corbata impecables, e insistió en ayudarnos en las tareas menos importantes, de las que nunca se había preocupado en el pasado. Ninguno de nosotros supo muy bien cómo reaccionar -al fin y al cabo, seguía emanando cierto aire de autoridad después de tanto tiempo como nuestro jefe-, de modo que nada hicimos por impedírselo. Pero, para nuestra inquietud, apareció también al día siguiente, y al otro. El jueves por la mañana, uno de los directores del museo lo llevó aparte para hablar con él y le pidió que recordara que los demás estábamos allí para trabajar, que nos pagaban por ello, y que no podíamos dedicarnos a conversar el día entero. «Váyase a casa y disfrute de su jubilación -le dijo alegremente-. Ponga los pies en alto y haga todas esas cosas que nunca podía hacer cuando estaba encerrado aquí todo el día.» El pobre hombre hizo exactamente eso. Se fue a casa y se ahorcó esa misma noche.
Por supuesto, yo no tenía intención de permitir que me sucediera nada parecido al jubilarme. Para empezar, Zoya y yo gozábamos de buena salud. Nos teníamos el uno al otro, a nuestra hija Arina y su esposo Ralph, así como a nuestro nieto de nueve años para mantenernos jóvenes. Aun así, cuando llevaba un año jubilado, empecé a experimentar un anhelo: no el de volver a mi antiguo empleo, sino el de volver a visitar aquella atmósfera de erudición que tanto añoraba. De leer más. De documentarme sobre aquellos temas que seguía ignorando. Al fin y al cabo, durante mi vida laboral me había visto rodeado de libros, pero rara vez había tenido la oportunidad de estudiar cualquiera de ellos. De modo que decidí regresar a la tranquilidad de la biblioteca unas horas cada tarde, asegurándome de no causarles ninguna molestia a mis antiguos colegas, ocultándome hasta de su vista para que no se sintieran obligados a hablar conmigo. Y me sentí satisfecho con ese plan, feliz de pasarme los años que me quedaran inmerso en mi propia educación.
Sin embargo, a finales del otoño de 1970, poco después de cumplir setenta y un años, estaba sentado a mí mesa habitual cuando vi a una mujer, unos treinta años menor que yo, de pie junto a una de las estanterías, fingiendo examinar los títulos cuando era obvio que no tenía el menor interés en ellos, sino que estaba concentrada en observarme. En aquel momento no le di mucha importancia; me dije que probablemente sólo andaba perdida en sus pensamientos y no se había dado cuenta de que estaba mirándome. Volví a mi libro y no le di más vueltas.
Pero la vi de nuevo la tarde siguiente, cuando se sentó a mi mesa tres sillas más allá de la mía; la pillé mirándome cuando creía que yo no prestaba atención, y confieso que me resultó tan inquietante como perturbador. De haber sido más joven, quizá habría pensado que se sentía atraída por mí de algún modo, pero ya no existía semejante posibilidad. Al fin y al cabo, yo había entrado en mi octava década de vida. El poco cabello que me quedaba revelaba un cráneo lleno de bultos y pecas. Conservaba los dientes, que seguían siendo pasablemente blancos, pero no mejoraban en nada mi sonrisa, como quizá sucedía cuando era más joven. Y aunque la edad no había afectado en exceso mi movilidad, había empezado a emplear un bonito bastón de Malaca para asegurarme mejor equilibrio en mis andanzas diarias de aquí para allá en la biblioteca. En resumen, no era ningún galán, ni desde luego una figura que pudiese despertar el deseo de una mujer a la que doblaba la edad.
Pensé en cambiar de asiento, pero resolví no hacerlo. Al fin y al cabo, me había sentado en el mismo sitio todas las tardes durante cinco años. La iluminación era buena y me ayudaba a la lectura, pues mi vista ya no era tan aguda como antaño. Además, se estaba muy tranquilo, pues me hallaba rodeado de libros sobre temas tan poco populares que muy poca gente me molestaba. ¿Por qué debería moverme? «Que se mueva ella -decidí-. Éste es mi sitio.»
La mujer se fue poco después, pero no sin titubear al pasar por mi lado, como si quisiera decirme algo, pero lo pensó mejor y continuó.
– Pareces inquieto -me dijo Zoya esa noche cuando nos íbamos a la cama-. ¿Ocurre algo?
– Estoy bien -contesté con una sonrisa; no quería exponerle el episodio con detalle, no fuera a pensar que imaginaba cosas y estaba perdiendo la cabeza-. No es nada. Sólo estoy un poco cansado, eso es todo.
Aun así, permanecí despierto toda la noche, preocupado por saber qué querría esa mujer. Treinta años antes, incluso veinte, una aparición así me habría llenado de fantasías paranoicas sobre quién la habría enviado a espiarme, qué querría, y si andaría buscando también a Zoya, pero ya estábamos en 1970. Habíamos dejado atrás aquellos días, hacía mucho. No se me ocurría una razón sensata para aquel interés en mí, y empezó a preocuparme que no fuera la misma mujer del día anterior, o que la hubiese imaginado totalmente y aquello fuera el inicio de la senilidad.
Eso dejó de preocuparme al día siguiente, cuando llegué a la biblioteca poco después de la hora de comer y descubrí a la dama en la entrada, junto a los grandes leones de piedra, envuelta en un pesado abrigo oscuro, y noté que se ponía tensa al verme recorrer la calle hacia ella.
Fruncí el entrecejo, nervioso. Sabía que iba a hablarme, así que decidí pasar de largo sin dar muestras de haber reparado en su presencia, así a lo mejor me dejaba en paz. Pues para entonces sabía exactamente quién era. Estaba clarísimo. No la había visto hasta que acudió a la biblioteca, no había querido verla, pero ahora estaba allí, enfrentándose a mí, lo que de por sí era un atrevimiento.
«Pasa de largo -me dije-. No le hagas ni caso, Georgi. No digas nada.»
– Señor Yáchmenev -dijo ella cuando me acerqué.
Levanté un poco la mano enguantada y le dediqué una leve sonrisa y una inclinación de cabeza al pasar; y al hacerlo advertí que había envejecido de verdad. Fue el gesto de un hombre anciano, de un personaje real que pasara en un carruaje dorado. Me recordó al gran duque Nicolás Nikoláievich ofreciéndole su bendición a la multitud congregada cuando desfilaba con su caballo por las calles de Kashin, sin saber qué peligros lo aguardaban.
– Señor Yáchmenev, perdone usted, querría hablar un momento…
– Debo entrar -murmuré rápido, siguiendo mi camino, decidido a no permitir que me apuntara un Kolek coetáneo-. Me temo que hoy tengo mucho trabajo que hacer.
– No tardaré demasiado -repuso ella, y vi que los ojos se le humedecían cuando dio un paso para interponerse en mi camino. También estaba nerviosa, se le veía en la cara; y la forma en que le temblaban las manos no podía ser sólo a causa del frío-. Siento molestarlo, pero tenía que hacerlo. Sencillamente tenía que hacerlo.
– No -musité entre dientes, sacudiendo la cabeza y negándome a mirarla-. No, por favor…
– Señor Yáchmenev, si me dice que me vaya, me iré, y le prometo que lo dejaré en paz, pero sólo le pido unos minutos de su tiempo. Podría dejarme invitarlo a una taza de té, eso es todo. No tengo derecho a pedirle nada, ya lo sé, pero se lo ruego. Si usted fuera capaz de…
Se echó a llorar, y entonces me vi obligado a mirarla, sintiendo aquel dolor atroz en el corazón, esa angustia terrible que hacía presa en mí en momentos inesperados del día, momentos en que ni siquiera estaba pensando en lo ocurrido. Momentos en que la odiaba tanto que habría deseado encontrarla yo mismo para apretarle la garganta con mis viejas manos y observar su expresión mientras la vida la abandonaba.
Pero ahora ella me había encontrado. Y ahí estaba, invitándome a una taza de té.
– Por favor, señor Yáchmenev -insistió.
Abrí la boca para contestar, pero de mi interior sólo brotó un sonoro grito de rabia, un mero fragmento del dolor y el sufrimiento que ella me había causado y que se aferraba a mi alma con tanta fuerza como cualquiera de mis grandes secretos o tormentos.
Habíamos esperado mucho tiempo tener un hijo. Habíamos sufrido muchas decepciones. Y entonces, un día, ahí estaba. Nuestra saludable Arina, a quien resultaba imposible no querer.
De recién nacida, la dejábamos en el centro de nuestra cama y nos sentábamos uno a cada lado, sonriendo embelesados. Le cogíamos los piececitos con la palma de la mano, maravillados de que pareciera tan feliz, perplejos por haber recibido al fin esa bendición.
– Significa «paz» -decíamos cuando alguien nos preguntaba por qué le habíamos puesto ese nombre, y eso fue lo que Arina nos proporcionó: paz, la satisfacción de ser padres.
Cuando lloraba, nos asombraba que alguien tan pequeño pudiese producir un sonido tan melodioso. Todos los días, regresando de la biblioteca, apenas lograba no echar a correr en plena calle, tan ansioso estaba por llegar a casa y ver su carita cuando yo entraba por la puerta, esa expresión que me decía que aunque pudiera haberse olvidado de mí durante las ocho horas anteriores, ahora yo estaba allí, y ella me recordaba, y era estupendo volver a verme.
Cuando creció, no fue ni más ni menos difícil que cualquier otra niña; en el colegio le fue bien, sin sobresalir de forma especial en los estudios ni darnos preocupaciones. Se casó joven, demasiado joven, según pensé en aquel entonces, pero fue un matrimonio feliz. No sé si tuvo que enfrentarse a dificultades similares a las que pasamos su madre y yo, pero transcurrieron siete años antes de que se sentara ante nosotros para cogernos la mano y contarnos que íbamos a ser abuelos. Nació Michael, y su presencia en una habitación fue una alegría constante. Una noche, en la cena, Arina mencionó que le gustaría que Michael tuviera un hermanito o una hermanita. No de inmediato, pero pronto. Y nos emocionó la noticia, pues nos gustaba la idea de una casa llena de nietos de visita.
Y entonces murió.
Arina tenía treinta y seis años cuando nos fue arrebatada. Trabajaba de maestra en una escuela cerca de Battersea Park, y una tarde, a última hora, de regreso a casa andando por Albert Bridge Road, el viento le arrancó el sombrero y ella se precipitó tras él sin mirar a derecha ni izquierda, y la atropelló un coche.
Por difícil que resulte admitirlo, fue enteramente culpa suya. El coche no tuvo ninguna posibilidad de evitarla. Por supuesto, le habíamos enseñado a tener cuidado cuando cruzara una calle, no es que no supiera una cosa así, pero ¿quién de nosotros no se deja llevar a veces por el momento y olvida la prudencia? El viento le arrancó el sombrero, y Arina quiso recuperarlo. Lo que ocurrió fue algo muy simple. Y por eso murió.
La primera noticia que Zoya y yo tuvimos del accidente fue esa misma noche, cuando alguien llamó a la puerta. Al abrir vi a un joven pálido, un hombre al que me pareció conocer pero no conseguí situar de inmediato. Lucía una expresión angustiada, casi aterrorizada, y estrujaba una gorra de tela marrón entre las manos. No sé por qué, pero me concentré cada vez más en sus dedos a medida que hablaba. Tenía manos huesudas, con la piel casi transparente, no muy distintas de como habían envejecido las mías, aunque yo le llevaba cuarenta años. Quizá las observé para mantenerme firme, porque algo en su expresión me indicó que no iba a gustarme lo que tenía que decirnos.
– ¿Señor Yáchmenev? -preguntó.
– Sí.
– No sé si se acordará de mí, señor. Soy David Frasier.
Me quedé mirándolo y titubeé, sin saber muy bien quién era, pero Zoya apareció detrás de mí antes de que pudiese ponerme en evidencia.
– David -lo saludó-. ¿Qué te trae hasta aquí esta noche? Georgi, te acuerdas del amigo de Ralph, ¿verdad? De la boda…
– Por supuesto, por supuesto -aseguré, cayendo en la cuenta. Borracho, el joven había intentado bailar el gopak con los brazos cruzados y dando patadas mientras mantenía el cuerpo recto. Él creía que era una muestra de respeto hacia sus anfitriones, y no quise decirle que sólo era un ejercicio para calentar el cuerpo antes de la batalla.
– Señor Yáchmenev. -Su rostro reveló la ansiedad que sentía-. Señora Yáchmenev. Me envía Ralph. Me ha pedido que viniera por ustedes.
– ¿Por nosotros? ¿Qué quieres decir con eso? ¿Qué le hemos hecho nosotros a Ralph?
– ¿Te lo ha pedido Ralph? -inquirió Zoya; la sonrisa se desvaneció de su rostro-. ¿Por qué? ¿Qué ha sucedido? ¿Se trata de Michael? ¿De Arina?
– Ha habido un accidente -expuso el joven con rapidez-. Pero confío en que no será nada serio. Ignoro los detalles. Se trata de Arina. Estaba volviendo de la escuela. La atropelló un coche.
Hablaba con frases breves, casi entrecortadas, y me pregunté si sería su forma habitual de expresarse. Su dicción era como una andanada de disparos. En eso pensaba yo mientras él hablaba. Disparos. Soldados en el frente. Líneas de muchachos, ingleses, alemanes, franceses, rusos, codo con codo, disparando a todo lo que se moviera ante ellos, segándose mutuamente la vida sin comprender que las víctimas eran jóvenes como ellos, cuyo regreso aguardaban con ansiedad unos padres que no dormían. Las imágenes flotaron en mi mente. Violencia. Me concentré totalmente en ellas. No quería escuchar lo que me estaban diciendo. No quería oír las palabras de ese hombre, ese tipo que aseguraba que lo habían mandado a buscarnos, ese muchacho que se atrevía a insinuar que conocía a mi hija. Me dije que, si no escuchaba, entonces no habría ocurrido. Si no escuchaba, si pensaba en algo por completo distinto.
– ¿Dónde? -quiso saber Zoya-. ¿Cuándo?
– Hace un par de horas -contestó David, y no pude evitar oírlo-. En algún sitio cerca de Battersea, me parece. La han llevado al hospital. Creo que está bien. No me parece que sea demasiado grave. Pero tengo el coche de Ralph ahí fuera. Él me ha pedido que viniese a recogerlos.
Zoya se abrió paso para cruzar la puerta y correr hacia el coche, como si pudiera marcharse sola al hospital, pasando por alto que necesitábamos al señor Frasier para llegar hasta allí. Yo me quedé donde estaba; sentía las piernas medio dormidas y el estómago revuelto, y la habitación empezó a mecerse un poco.
– Señor Yáchmenev. -David dio un paso hacia mí con la mano extendida, como si yo fuera a necesitar sostén-. Señor, ¿se encuentra bien?
– Estoy bien, chico -le espeté, y me dirigí también hacia la puerta-. Vamos. Si tienes que llevarnos, démonos prisa, por el amor de Dios.
El trayecto fue difícil. El tráfico era denso y nos costó casi cuarenta minutos ir del piso de Holborn al hospital. Durante todo el viaje, Zoya acribilló a preguntas al joven, mientras yo iba sentado detrás, sin decir ni pío, escuchando y negándome a hablar.
– ¿Crees que Arina está bien? -quiso saber mi mujer-. ¿Por qué lo crees? ¿Te lo dijo Ralph?
– Eso me pareció. -Por su tono, David parecía estar deseando hallarse en otro sitio-. Ralph me llamó al trabajo. Verán, es que no estoy lejos del hospital. Me dijo dónde estaba, me pidió que me encontrara con él de inmediato en recepción, y que cogiera su coche para ir en busca de ustedes.
– Pero ¿qué te dijo? -insistió Zoya con un dejo de agresividad-. Cuéntamelo con exactitud. ¿Dijo que Arina iba a ponerse bien?
– Dijo que había tenido un accidente. Yo le pregunté si estaba bien, y su respuesta fue brusca: «Sí, sí, se pondrá bien, pero tienes que ir a buscar a sus padres ahora mismo.»
– ¿Dijo que se pondría bien?
– Creo que sí.
Advertí el toque de pánico en su voz. No quería decir nada inexacto. No quería darnos información falsa. Ofrecer esperanza donde no había ninguna. Insinuar que nos preparásemos cuando no había necesidad. Pero él tenía una información de la que nosotros carecíamos, y por su tono supe qué era: él había visto a Ralph. Había visto su expresión al recoger las llaves del coche.
Al llegar al hospital, corrimos hacia la recepción, donde nos dirigieron hacia un pasillo corto y un tramo de escalera. Mirando a derecha e izquierda una vez arriba, oímos una voz que nos llamaba -«¡Abuela! ¡Abuelo!»-, y luego los pequeños pies de nuestro Michael, de sólo nueve años, que corría hacia nosotros con los brazos extendidos y la cara anegada en lágrimas.
– Dusha-dijo Zoya, inclinándose para cogerlo en brazos.
Mientras ella hacía eso, yo miré hacia el fondo del pasillo y vi a un hombre pelirrojo que hablaba seriamente con un médico; reconocí a mi yerno Ralph. Los observé sin moverme. Estaba hablando el médico, con rostro grave. Al cabo de unos instantes apoyó una mano en el hombro izquierdo de Ralph y apretó los labios. No tenía nada más que decir.
Entonces Ralph se volvió, captando el revuelo, y nuestras miradas se encontraron. Pareció mirar más allá de mí, y su expresión me dijo cuanto necesitaba saber en el largo lapso de tiempo que le llevó concentrarse en mi rostro y reconocerme.
– Ralph. -Zoya soltó a Michael para correr hacia él, dejando caer el bolso al suelo (me pregunté cuándo lo habría cogido); un cepillo y horquillas de pelo, un bloc de notas, un bolígrafo, pañuelos de papel, unas llaves, un monedero, una fotografía: recuerdo todo eso cayendo al suelo y desparramándose en las baldosas blancas, como si el núcleo mismo de la vida de mi esposa se hubiese desgarrado de pronto-. ¡Ralph! -exclamó, asiéndolo de los hombros-. Ralph, ¿dónde está Arina? ¿Está bien? ¡Contéstame, Ralph! ¿Dónde está? ¿Dónde está mi hija?
Ralph la miró y sacudió la cabeza, y en el silencio que siguió Michael se volvió hacia mí con la barbilla temblándole de terror ante la inesperada naturaleza de las emociones que lo rodeaban. Llevaba una camiseta de fútbol, con los colores de su equipo favorito, y se me ocurrió que lo llevaría a ver un partido cualquier día, si el tiempo lo permitía. Ese niño necesitaría saber que todos lo queríamos. Que nuestra familia quedaba definida por aquellos a los que habíamos perdido.
«Por favor, señor Yáchmenev», había dicho ella, y finalmente accedí a acompañar a la mujer que me había estado observando en la biblioteca. Fuimos a Russell Square, donde nos sentamos en un banco, incómodos, uno junto al otro. Me resultó extraño compartir un espacio tan íntimo con una mujer que no fuera mi esposa. Tuve deseos de salir corriendo, de no formar parte de aquella escena, pero había accedido a escucharla y no faltaría a mi palabra.
– No trato de comparar mi sufrimiento con el suyo -dijo ella entonces, eligiendo con cautela las palabras-. Comprendo que son completamente distintos. Pero, por favor, señor Yáchmenev, debe creerme cuando le digo que lo lamento muchísimo. No creo tener palabras suficientes para expresar el remordimiento que siento.
Me satisfizo la actividad que nos rodeaba, pues el murmullo de las conversaciones y el ruido me permitieron no prestarle toda mi atención. De hecho, mientras ella hablaba, yo escuchaba a medias a una pareja sentada a unos tres metros de nosotros, inmersa en un acalorado debate sobre la naturaleza de su relación, que, por lo que me pareció, era inestable.
– La policía me dijo que no debía establecer contacto con ustedes -continuó la señora Elliott, pues así se llamaba la mujer que había atropellado y matado a mi hija en Albert Bridge Road varios meses antes-. Pero tenía que hacerlo. Sencillamente, no me pareció correcto no decir nada. Sentí que debía encontrarlos y hablar con ustedes dos para disculparme de algún modo. Confío en no haber hecho mal. Desde luego, no quiero ponerles las cosas más difíciles de lo que ya son.
– ¿Hablar con los dos? -pregunté, fijándome en esas palabras en concreto; me volví hacia ella, frunciendo el entrecejo-. No la comprendo.
– Con usted y con su esposa, quiero decir.
– Pero aquí sólo estoy yo. Ha venido a verme a mí.
– Sí, pensaba que sería mejor así -repuso mirándose las manos.
Advertí que estaba nerviosa por la forma en que retorcía sin cesar un par de guantes, lo que me recordó a David Frasier la noche en que se plantó ante nuestra puerta presa de la ansiedad. Era obvio que se trataba de unos guantes caros. El abrigo también lo era, de la mejor calidad. Me pregunté quién sería esa mujer, cómo habría llegado a tener dinero. Si lo habría ganado, heredado, obtenido con su matrimonio. La policía, por supuesto, había estado dispuesta a contarme lo que yo quisiera saber, y creo que les sorprendió que no quisiera saber nada. Yo necesitaba no saber nada. ¿Para qué habría servido? Arina seguiría muerta. Eso ya no se podía cambiar.
– He pensado que si lo veía primero, hablaba con usted, y le explicaba cómo me sentía -prosiguió-, entonces quizá podría hablar usted con su esposa, y yo podría ir a verla también. Para disculparme ante ella.
– Ah. -Asentí con la cabeza, permitiendo que un leve suspiro escapara entre mis labios-. Ahora lo entiendo. Me parece interesante, señora Elliott, la distinta forma en que la gente ha abordado a mi esposa y a mí estos últimos meses.
– ¿Interesante?
– La gente tiene la curiosa impresión de que todo esto es de algún modo peor para la madre que para el padre. Que el dolor es de alguna manera más intenso. La gente no para de preguntarme cómo lo lleva Zoya, como si yo fuera el médico de mi esposa y no el padre de mi hija, pero no creo que nunca le pregunten a ella lo mismo sobre mí. Podría estar equivocado, desde luego, pero…
– No, señor Yáchmenev -se apresuró a decir, negando con la cabeza-. No me ha entendido bien. No pretendía insinuar que…
– E incluso ahora, viene usted a hablar primero conmigo, a afianzar el terreno para la campaña mucho más difícil que tiene a la vista, tal como usted lo ve. Por supuesto, no creo ni por un instante que le haya sido fácil iniciar esta conversación. La admiro por ello, si he de serle franco, pero es deprimente que piense que mis sentimientos por la muerte de Arina son distintos de los de mi esposa, que su pérdida es menos dolorosa para mí.
Ella movió la cabeza y abrió la boca para hablar, pero lo pensó mejor y apartó la vista. No dije nada durante un rato, pues quería que pensara en lo que acababa de decirle. A mi izquierda, el joven le estaba diciendo a su compañera que se relajara un poco, que no tenía importancia, que sólo había sido una fiesta y él estaba borracho, que ella sabía que la quería de verdad; y ella contraatacaba con una serie de insultos vulgares, cada uno más repugnante que el anterior. Si su intención era que él se sintiera escarmentado, no lo estaba consiguiendo, pues el joven reía con fingido espanto, una actitud que no hacía sino provocar la ira de ella. Me pregunté por qué sentirían la necesidad de que el mundo entero oyera su pelea; si, como pasaba con las estrellas de la pantalla, su pasión sólo sería real si tenía testigos.
– Yo también soy madre, señor Yáchmenev -reveló la señora Elliott al cabo de unos instantes-. Supongo que es natural que tuviese en consideración los sentimientos de otra madre en esta circunstancia. Pero desde luego no pretendía menospreciar su sufrimiento.
– Es usted una progenitora -repliqué, pero aun así me ablandé un poco. Era fácil notar lo mucho que estaba sufriendo esa mujer. Yo también soportaba un sufrimiento terrible, pero el mío ya no podría aliviarse nunca. Me resultaría muy sencillo disminuir su angustia, tranquilizar su conciencia aunque sólo fuera un poco. Supondría un gesto de amabilidad infinita, y me pregunté si sería capaz de llevarlo a cabo. Transcurridos unos instantes, inquirí-: ¿Cuántos hijos tiene?
– Tres. -Pareció complacerle que se lo preguntara. Por supuesto que sí; todo el mundo quiere que le pregunten por sus hijos. Bueno, nosotros ya no-. Dos chicos en la universidad. Y una niña que aún va al colegio.
– ¿Le importa si le pregunto sus nombres?
– No, en absoluto -contestó, algo sorprendida quizá ante una pregunta tan cordial-. Mi hijo mayor se llama John, que era el nombre de mi esposo. Luego viene Daniel. Y la niña se llama Beth.
– ¿Ha dicho que era el nombre de su esposo? -Me volví para mirarla; había captado de inmediato el tiempo pasado.
– Sí, me quedé viuda hace cuatro años.
– Su marido debía de ser bastante joven -supuse, pues ella tenía sólo cuarenta y tantos.
– Sí, lo era. Murió una semana antes de cumplir los cuarenta y nueve. De un ataque al corazón. Fue totalmente inesperado. -Se encogió de hombros y miró a lo lejos, perdida un instante en su propio dolor y sus recuerdos.
Paseé la vista por el parque, preguntándome cuántas de las personas que pasaban experimentarían un sufrimiento similar. La muchacha de mi izquierda le sugería al chico una serie de cosas que podía hacerse a sí mismo, ninguna de las cuales sonaba particularmente agradable, y él trataba de impedir que se levantara y se fuera. Deseé que bajaran el tono de sus tediosas voces; me aburrían muchísimo.
– ¿Puede hablarme usted de su hija? -dijo entonces la señora Elliott, y me tensé un poco ante la audacia de su pregunta-. Por supuesto, si prefiere no hacerlo…
– No -me apresuré a contestar-. No me importa. ¿Qué le gustaría saber?
– Era maestra, ¿no?
– Sí.
– ¿Qué enseñaba?
– Lengua inglesa e Historia -respondí, sonriendo un poco al recordar lo orgulloso que me sentí porque hubiese elegido esas asignaturas tan poco prácticas-. Pero tenía otras ideas. Planeaba convertirse en escritora.
– ¿De veras? ¿Qué escribía?
– Poemas, cuando era joven. No eran muy buenos, para serle sincero. Y luego, de mayor, relatos, que eran mucho mejores. Publicó dos, ¿sabe? Uno en una pequeña antología, el otro en el Express.
– No lo sabía.
– ¿Por qué iba a saberlo? No es la clase de cosa que la policía le contaría.
– No -admitió, apretando un poco los dientes.
– Estaba escribiendo una novela cuando murió -continué-. La tenía casi acabada.
Y ahora he de confesar mis remordimientos ante lo que le estaba haciendo a esa mujer, pues ni una sola palabra de aquello era cierta. Arina nunca había escrito poemas, que yo supiera. Ni había publicado relato alguno o intentado escribir una novela. Su vocación no era ésa, en absoluto. Era como si, al inventarme ese aspecto creativo de su personalidad, estuviese sugiriendo que un enorme potencial se había extinguido demasiado pronto, que ella no había matado sólo a una simple persona, sino también todos los dones que Arina podría haberle ofrecido al mundo en el transcurso de su vida.
– Tengo entendido que ya había despertado cierto interés -proseguí, concentrado en embellecer mi propia mentira-. Un editor había leído sus relatos y quería ver más.
– ¿De qué trataba?
– ¿A qué se refiere?
– A la novela que estaba escribiendo. ¿La leyó usted?
– Una parte -musité-. Era una historia sobre el sentimiento de culpa. Y sobre la culpa achacada a quien no la merece.
– ¿Tenía título para el libro?
– Sí.
– ¿Puedo preguntarle cuál era?
– La casa del propósito especial -respondí sin titubear, atemorizado por cuántas verdades le estaba revelando mi mentira, pero la señora Elliott no dijo nada y se limitó a apartar la mirada, incómoda por el punto al que nos había conducido la conversación. Yo también me sentía incómodo, y supe que no podía continuar con aquella farsa-. Debe comprender, señora Elliott, que no la culpo enteramente por lo ocurrido. Y que desde luego no… no la odio, si es eso lo que está pensando. Arina cruzó corriendo la calle; me lo contaron. Debería haber mirado primero. Ahora ya no importa, ¿no es así? Nada va a devolvérnosla. Ha sido valiente por su parte venir a verme, y lo aprecio. De veras que sí. Pero no puede usted ver a mi esposa.
– Pero, señor Yáchmenev…
– No -dije con firmeza, dejando caer el puño contra la rodilla, como haría un juez con el martillo en su estrado-. Me temo que ha de ser así. Le contaré a Zoya que la he visto, por supuesto. Le transmitiré el gran pesar que siente. Pero no puede haber contacto alguno entre ustedes dos. Sería demasiado para ella.
– Pero quizá si yo…
– Señora Elliott, no me está escuchando -insistí, algo malhumorado-. Lo que me pide es imposible y egoísta. Desea vernos a los dos, contar con nuestro perdón, de forma que con el tiempo pueda usted superar ese terrible suceso y, si no olvidarlo, al menos sí aprender a vivir con ello, pero nosotros no seremos capaces de hacer lo mismo, y no nos incumbe cómo se las apañe usted para lidiar con su propia respuesta al accidente. Sí, señora Elliott, sé bien que fue un accidente. Y si le sirve de ayuda: sí, la perdono por su participación en el mismo. Pero, por favor, no vuelva a buscarme. Y no trate de ver a mi esposa. Ella no puede afrontar un encuentro con usted, ¿comprende lo que le digo?
Ella asintió con la cabeza y se echó a llorar, pero me dije que no, que ése no era momento de convertirme en protector. «Si tiene lágrimas, que las derrame. Si sufre, pues que acarree con su sufrimiento. Que sus hijos le hablen después y le digan las cosas que necesita oír para encontrar el camino de salida de estos días de oscuridad. Ella aún tiene a los suyos, al fin y al cabo.»
Ya era hora de irme a casa.
– Crees que es culpa tuya, ¿verdad?
Zoya se volvió para mirarme, con una mezcla de incredulidad y hostilidad.
– ¿Qué quieres decir? ¿Qué es lo que creo que es culpa mía?
– Olvidas que te conozco mejor que nadie. Sé lo que estás pensando.
Habían pasado más de seis meses desde la muerte de Arina, y nuestra rutina habitual había empezado a imperar de nuevo, como si no hubiese ocurrido nada digno de lamentar. Nuestro yerno Ralph había vuelto al trabajo, y hacía cuanto podía por mantener a raya su dolor por el bien de Michael. El niño todavía lloraba todos los días y hablaba de su madre como si creyera que la manteníamos apartada de él; su pérdida, la comprensión de su muerte, eran cuestiones que aún lo sobrepasaban. Michael y yo nos llevábamos sesenta y dos años, y sin embargo podríamos haber sido gemelos, dada la similitud de nuestras emociones.
Acabábamos de volver de casa de nuestro yerno, donde Zoya y Ralph habían discutido por el niño. Ella pretendía que pasara más noches con nosotros, pero Ralph aún no quería que durmiera en una cama que no fuera la suya. Antes, Michael acostumbraba quedarse a dormir con nosotros, en la habitación que había sido de su madre, pero ese arreglo había llegado a su fin tras la muerte de Arina. No es que Ralph quisiera apartar a Michael de sus abuelos; era sólo que no deseaba estar sin él. Yo lo comprendía. Me parecía del todo razonable, pues sabía lo que era desear tener a tu hija al lado.
– Por supuesto que es culpa mía -dijo Zoya-. Y tú también me culpas de ello. Lo sé. Y si no lo haces, eres un estúpido.
– Yo no te culpo de nada -exclamé, dirigiéndome hacia ella. Había cierta dureza en su rostro, una expresión que había permanecido oculta muchos años pero que había reaparecido ahora, con la muerte de Arina, y que me reveló qué pensaba exactamente-. ¿Crees que te hago responsable de la muerte de nuestra hija? La sola idea es una locura. Te hago responsable de una sola cosa: ¡de su vida!
– ¿Por qué me dices eso? -Estaba al borde de las lágrimas.
– Porque siempre te has sentido culpable, y eso ha ensombrecido nuestra vida. Y te equivocas, Zoya, ¿es que no lo ves? No podrías estar más equivocada al sentirte así. Recuerda que he visto cómo reaccionabas en cada ocasión. Cuando Leo murió…
– ¡Fue hace años, Georgi!
– Cuando perdimos amigos en los bombardeos.
– Todo el mundo perdió amigos entonces, ¿no? -exclamó-. ¿Crees que me siento responsable?
– Y cada vez que tuviste un aborto. Lo vi entonces.
– Georgi… por favor -pidió con voz crispada.
Yo no pretendía hacerle daño, pero aquello me salió del alma. Era algo que había que decir:
– Y ahora, Arina. Ahora crees que su muerte fue a causa de…
– ¡Basta! -gritó, precipitándose hacia mí y golpeándome el pecho con los puños-. ¿No puedes parar? ¿Por qué piensas que necesito que me recuerdes esas cosas? Leo, los bebés, nuestros amigos, nuestra hija… sí, todos se han ido para siempre, absolutamente todos. ¿De qué sirve ahora hablar de ellos?
Se sentó, y yo me froté la cara con la mano, desesperado. Quería muchísimo a mi esposa, pero siempre había habido un silencioso hilo de tormento recorriendo nuestra vida. El dolor y los recuerdos de Zoya formaban hasta tal punto parte de ella que tenía muy poco espacio para los de los demás; ni siquiera para los míos.
– Hay cosas en la vida a las que es imposible dar la espalda -dijo al cabo de unos minutos de silencio, acurrucada en una butaca a mi lado, abrazándose el cuerpo, a la defensiva, con el rostro tan blanco como la nieve de Livadia-. Hay coincidencias… demasiadas para que esté justificado llamarlas así. Yo soy un talismán de la infelicidad, Georgi. Eso es lo que siento. Toda mi vida no he acarreado otra cosa que desdicha a la gente que me quería. Nada sino dolor. Es culpa mía que tantos de ellos estén muertos; lo sé. Quizá debería haber muerto yo también cuando era una niña. ¿Quizá? -preguntó con una risa amarga, sacudiendo la cabeza-. ¿Qué estoy diciendo? Por supuesto que debería haber muerto. Ése era mi destino.
– Pero eso es una locura -dije, incorporándome en el asiento para cogerle la mano, pero ella me rechazó, como si con sólo tocarla fuera a prenderle fuego-. ¿Y qué pasa conmigo, Zoya? A mi vida no le has traído ninguna de esas cosas.
– La muerte no. Pero ¿sufrimiento? ¿Desdicha? ¿Angustia? No pensarás que no te he acarreado ninguna de esas cosas, ¿verdad?
– Por supuesto que no lo has hecho -repuse, desesperado por tranquilizarla-. Míranos, Zoya. Llevamos casados más de cincuenta años. Hemos sido felices. Yo he sido feliz. -Me quedé mirándola, suplicándole que permitiera que mis palabras aliviaran su aflicción-. ¿Tú no? -pregunté entonces, casi temiendo oír su respuesta y ver cómo se nos desmoronaba la vida entera.
Ella suspiró, pero finalmente asintió con la cabeza.
– Sí. Ya sabes que lo he sido. Pero esto que ha ocurrido, lo de Arina, me refiero, es demasiado para mí. Con ésta son ya demasiadas tragedias. No puedo permitir que haya más en mi vida. Ya no más, Georgi.
– ¿Qué quieres decir?
– Tengo sesenta y nueve años -repuso sonriendo a medias-. Y ya he tenido suficiente. Ya no… Georgi, ya no disfruto de mi vida. Nunca lo he hecho, para serte franca. No la quiero. Ya no deseo vivir más. ¿Comprendes lo que te digo?
Se levantó y me miró con tanta determinación que me asusté.
– Zoya, ¿de qué estás hablando? No puedes hablar así; es…
– Oh, no me refiero a lo que estás pensando -dijo moviendo la cabeza-. Esta vez no, te lo prometo. Sólo quiero decir que, cuando llegue el final, y no tardará en llegar, no lo lamentaré. He tenido bastante, Georgi, ¿acaso no lo ves? ¿Nunca has sentido lo mismo? Considera tan sólo la vida que hemos llevado, que hemos vivido juntos. Piensa en ella. ¿Cómo es posible que hayamos sobrevivido tanto tiempo? -Negó con la cabeza y soltó un profundo suspiro, como si la respuesta fuese muy simple y obvia-. Quiero que acabe, Georgi. Eso es todo. Tan sólo quiero que acabe.