1981

El de mis padres no fue un matrimonio feliz.

Han pasado muchos años desde la última vez que soporté su compañía, décadas, pero casi todos los días aparecen en mis pensamientos unos instantes, nada más. Un soplo de recuerdo, tan leve como el aliento de Zoya en mi nuca cuando duerme a mi lado por la noche. Tan suave como sus labios contra mi mejilla cuando me besa a la luz del amanecer. No puedo decir cuándo murieron exactamente. No sé nada de su fallecimiento; sólo tengo la natural certeza de que ya no están en este mundo. Pero pienso en ellos. Todavía pienso en ellos.

Siempre he imaginado que mi padre, Danil Vládiavich, murió primero. Ya tenía más de treinta años cuando yo nací, y por lo que recuerdo nunca gozó de buena salud. Me acuerdo de despertar de niño en nuestra pequeña izba de madera en Kashin, en el gran ducado de Moscovia, llevándome las manos a las orejas para bloquear el sonido de su mortalidad cuando se ahogaba, tosía y escupía flema en el fuego de la pequeña estufa. Ahora pienso que debía de tener algún problema en los pulmones. Enfisema, quizá. Resulta difícil saberlo. No había médicos para ocuparse de él, ni medicinas. Tampoco llevaba sus muchas dolencias con fortaleza o elegancia. Cuando él sufría, nosotros también.

Su frente se extendía de forma grotesca, de eso también me acuerdo. Una gran masa deforme con pequeñas protuberancias que sobresalían a ambos lados, la piel tensa desde la línea del cabello hasta el puente de la nariz, tirando de las cejas hacia arriba para conferirle una expresión de permanente desasosiego. Mi hermana Liska me contó una vez que se debía a un accidente en el parto: un médico incompetente lo asió del cráneo en vez de los hombros cuando emergía al mundo, oprimiendo en exceso el hueso, blando y por solidificar. O tal vez fue una matrona perezosa, descuidada con el hijo de otra mujer. Su madre no vivió para ver la criatura que había traído al mundo, el bebé del cráneo deforme. La experiencia de darle la vida a mi padre le costó la suya a mi abuela. En aquel entonces no era algo insólito, y rara vez era motivo de dolor; se consideraba un equilibrio de la naturaleza. Hoy en día sería inesperado y causa de litigio. Por supuesto, mi abuelo no tardó en buscarse otra mujer para criar a su retoño.

Cuando yo era pequeño, los demás niños del pueblo se asustaban al ver a mi padre avanzando por la calle hacia ellos, mirando de acá para allá en su vuelta a casa del trabajo en la granja, o agitando el puño al salir de la cabaña de un vecino tras otra discusión sobre unos rublos que le debían o por insultos recibidos. Tenían apodos para él y les entusiasmaba soltárselos a gritos; lo llamaban Cerbero, como el perro de tres cabezas del Hades, y se burlaban de él quitándose el kolpak y llevándose la muñeca a la frente para golpearse como locos mientras proferían bramidos de guerra. No temían represalias por comportarse de esa forma delante de mí, su único hijo varón. Yo era entonces pequeño y débil. No me tenían miedo. Esbozaban muecas a espaldas de mi padre y escupían en el suelo, imitando sus hábitos, y cuando él se volvía para gritar como un animal herido, se dispersaban como semillas de grano arrojadas en un campo, fundiéndose con el paisaje con la misma facilidad. Se reían de él; lo consideraban a un tiempo aterrador, monstruoso y abominable.

A diferencia de ellos, yo sí tenía miedo a mi padre, pues se le iba la mano con los golpes y no se arrepentía de su violencia.

No tengo motivos para ello, pero lo imagino regresando a casa una tarde, poco después de mi huida del vagón de tren en Pskov aquella fría mañana de marzo, y viéndose agredido por los bolcheviques como desquite por lo que yo había hecho. Me veo cruzar las vías a la carrera y desaparecer en el bosque, temiendo por mi vida, mientras él arrastra los pies camino de casa, tosiendo y escupiendo, sin saber que su propio hijo corre un peligro mortal. En mi arrogancia, imagino que mi desaparición acarreó una enorme vergüenza a mi familia y a nuestra aldea, una deshonra que exigió represalias. Veo a varios jóvenes del pueblo -en mis sueños son cuatro: fornidos, feos y brutales- que abaten a mi padre a golpes de garrote, y lo arrastran desde la calle hasta la penumbra de un callejón de altos muros para asesinarlo sin testigos. No lo oigo gritar pidiendo clemencia; no habría sido su estilo. Veo sangre en las piedras donde yace. Vislumbro una mano que se mueve lentamente, temblando, con espasmos en los dedos. Y luego se queda inmóvil.

Cuando pienso en mi madre, Yulia Vladímirovna, imagino que Dios la llamó a su lado unos años después, hambrienta, exhausta, en la cama, con mis hermanas lamentándose junto a ella. No logro figurarme qué penurias pasaría tras la muerte de mi padre y no me gusta pensar en ello, pues, pese a que era una mujer fría que siempre manifestó cuánto la decepcionaba yo en cada momento crítico de mi infancia, seguía siendo mi madre, y esa figura es sagrada. Imagino a mi hermana Asya poniéndole un pequeño retrato mío en las manos cuando las junta para su última plegaria, preparándose en solemne penitencia para el momento en que Dios la llame a su seno. La mortaja la ciñe hasta el flaco cuello, tiene el rostro blanco y los labios de un pálido tono azulado. Asya me quería, pero envidiaba mi huida; de eso también me acuerdo. Una vez fue a buscarme y yo la rechacé. Ahora me avergüenza pensar en ello.

Por supuesto, puede que no haya sucedido nada de todo esto. Quizá la existencia de mi madre, mi padre y mis hermanas acabó de forma distinta: feliz o trágicamente, juntos o separados, en paz o de forma violenta, no puedo saberlo. No tuve ocasión de volver, y tampoco una oportunidad de escribirle a Asya, Liska o incluso a Talya, que quizá no recordara a su hermano mayor, Georgi, héroe y vergüenza de su familia. Regresar los habría puesto en peligro, me habría puesto en peligro a mí, y a Zoya.

Pero no importa cuántos años hayan pasado; sigo pensando en ellos. Hay largos períodos de mi vida que son un misterio para mí, décadas de trabajo y familia, de lucha, traición, pérdida y decepción que se han amalgamado tanto que resulta casi imposible separarlos, pero hay instantes de aquellos años, de aquellos primeros años, que todavía permanecen y resuenan en mi memoria. Y aunque perviven como sombras en los oscuros pasillos de mi mente envejecida, el hecho de no poder olvidarlos los vuelve más vividos y extraordinarios. Incluso aunque yo mismo seré olvidado, muy pronto.


Han transcurrido más de sesenta años desde la última vez que mis ojos se posaron en un miembro de mi familia. Me cuesta creer que haya vivido hasta los ochenta y dos y haya pasado tan poco tiempo con ellos. Falté a mis deberes familiares, aunque en aquel momento no lo vi así, pues habría sido tan incapaz de cambiar mi destino como de alterar el color de mis ojos. Las circunstancias me llevaron de un instante al siguiente, y al otro, y al otro, como le sucede a cualquier hombre, y seguí cada paso sin cuestionármelo.

Y entonces, un día me detuve. Ya era viejo. Y ellos ya no estaban.

Me pregunto si sus cuerpos continuarán en estado de descomposición o ya se habrán convertido en polvo. ¿Tarda la putrefacción varias generaciones en completarse, o puede avanzar a ritmo más rápido dependiendo de la edad del cuerpo o las condiciones de la sepultura? Y la velocidad del deterioro del cuerpo, ¿depende acaso de la calidad de la madera con que está hecho el ataúd? ¿Del apetito de la tierra? ¿Del clima? En el pasado, éstas eran la clase de preguntas que podría haberme planteado cuando me distraía de mis lecturas nocturnas. Mi reacción habría sido tomar nota de la cuestión e indagar hasta alcanzar una respuesta satisfactoria, pero este último año mis rutinas se han hecho pedazos y ahora esa clase de investigación me parece trivial. De hecho, llevo meses sin acudir a la biblioteca, desde que Zoya enfermó. Es posible que jamás vuelva allí.

La mayor parte de mi vida -de mi vida adulta, quiero decir- ha transcurrido entre los apacibles muros de la biblioteca del Museo Británico. Empecé allí como empleado en el verano de 1923, poco después de que Zoya y yo llegásemos a Londres, muertos de frío, temerosos, seguros de que aún podían descubrirnos. Yo tenía veinticuatro años e ignoraba que un empleo pudiera resultar tan pacífico. Habían pasado cinco años desde que me despojara de los símbolos de mi vida anterior -uniformes, armas, bombas, explosiones-, pero ellos seguían grabados en mi memoria. Ahora todo eran suaves trajes de algodón, archivadores y erudición, un cambio bienvenido.

Y antes de Londres, por supuesto, estuvo París, donde desarrollé el interés por los libros y la literatura que viera sus inicios en la Biblioteca Azul, una curiosidad que confiaba retomar en Inglaterra. Para mi eterna buena fortuna, reparé en un anuncio del Times; se precisaba un bibliotecario subalterno en el Museo Británico, donde me presenté ese mismo día con el sombrero en la mano y fui conducido de inmediato ante un tal Arthur Trevors, mi probable nuevo jefe.

Me acuerdo con exactitud de la fecha: 12 de agosto. Acababa de ir a la catedral de la Dormición y Todos los Santos, donde había encendido una vela por un viejo amigo, un gesto anual de respeto para conmemorar su cumpleaños. «Lo haré mientras viva», le había prometido muchos años atrás. De algún modo se me antojó apropiado que mi nueva vida diera comienzo el mismo día que había empezado su breve vida.

– ¿Sabe desde cuándo existe la Biblioteca Británica, señor Yáchmenev? -me preguntó Trevors, mirándome por encima de las gafas de media luna que llevaba inútilmente encaramadas en la nariz. No tuvo que esforzarse para articular mi nombre, cosa que me impresionó, visto que muchos ingleses parecían convertir en virtud la incapacidad de pronunciarlo-. Desde mil setecientos cincuenta y tres -dijo, sin darme oportunidad de responder-. Cuando sir Hans Sloan legó su colección de libros y curiosidades a la nación; y de ese modo se creó el museo. ¿Qué opina de eso?

No se me ocurrió otra cosa que no fuera alabar a sir Hans por su filantropía y su sentido común, una respuesta que Trevors aprobó con satisfacción.

– Tiene toda la razón, señor Yáchmenev -asintió con energía-. Era un hombre excelente. Mi bisabuelo jugaba con él al bridge con regularidad. Por supuesto, nuestra dificultad actual tiene que ver con el espacio. Verá, resulta que nos estamos quedando sin sitio. Se editan demasiados libros, he ahí el problema. La mayor parte están escritos por imbéciles, ateos o sodomitas, pero, que Dios nos ayude, estamos obligados a albergarlos a todos. No tendrá usted tratos con esa facción, ¿verdad, señor Yáchmenev?

– No, señor -me apresuré a responder.

– Me alegra oírlo. Confiamos en trasladar algún día la biblioteca a su propia sede, por supuesto, y eso contribuirá sobremanera a mejorar las cosas. Pero todo depende del Parlamento. Verá, resulta que controlan todo nuestro dinero. Y ya sabe cómo son esos tipos. Corruptos hasta la médula, hasta el último de ellos. Ese Baldwin es tremendamente bueno, pero aparte de él… -Hizo un gesto de tener náuseas.

En el silencio que siguió, no se me ocurrió otra cosa para recomendarme que hablar de mi admiración por el museo, donde solamente había estado media hora antes de la entrevista, y la asombrosa colección de tesoros que albergaba entre sus paredes.

– Señor Yáchmenev, usted ya ha trabajado antes en un museo, ¿no es así? -me preguntó Trevors.

Yo negué con la cabeza. Pareció sorprendido y se quitó las gafas para proseguir con el interrogatorio.

– Pensaba que quizá habría trabajado en el Hermitage. En San Petersburgo.

No hacía falta que puntualizara la ubicación del museo; yo lo conocía muy bien. Por un instante lamenté no haber mentido, pues era improbable que buscaran pruebas de mi empleo allí y cualquier intento de conseguir referencias llevaría años, si es que llegaban a hacerlo.

– Nunca he trabajado allí, señor -contesté-. Pero, por supuesto, estoy muy familiarizado con él. He pasado cientos de horas de felicidad en el Hermitage. La colección bizantina es particularmente impresionante. Así como la numismática.

Trevors consideró mis palabras, tamborileando con los dedos en un lado del escritorio, antes de decidir que mi respuesta le satisfacía. Reclinándose en la silla, aguzó la mirada y respiró por la nariz con la vista fija en mí.

– Dígame, señor Yáchmenev -arrastró las palabras como si su dicción le resultara dolorosa-, ¿cuánto tiempo lleva en Inglaterra?

– No mucho -contesté con sinceridad-. Unas semanas.

– ¿Y vino directamente desde Rusia?

– No, señor. Mi esposa y yo pasamos varios años en Francia antes de…

– ¿Su esposa? ¿Es un hombre casado, entonces? -quiso saber, aparentemente complacido.

– Sí, señor.

– ¿Cómo se llama ella?

– Zoya. Es un nombre ruso, claro. Significa «vida».

– ¿De veras? -musitó, mirándome como si mi afirmación hubiese sido presuntuosa-. Qué encantador. ¿Y cómo se ganaba usted la vida en Francia?

– Trabajaba en una librería parisina. De tamaño medio, pero con una clientela leal. No había días de inactividad.

– ¿Y le gustaba el trabajo?

– Muchísimo.

– ¿Por qué?

– Era muy tranquilo. Aunque siempre estuviera ocupado, la serenidad del ambiente me resultaba de lo más agradable.

– Bueno, aquí las cosas también funcionan así -comentó alegremente-. Todo es agradable y tranquilo, pero hay un montón de trabajo. Y antes de Francia, supongo que viajó usted por Europa, ¿no?

– En realidad no, señor -admití-. Antes de Francia, fue Rusia.

– ¿Huía usted de la Revolución?

– Nos fuimos en mil novecientos dieciocho. Un año después de que estallara.

– El nuevo régimen no era de su agrado, supongo.

– No, señor.

– Y bien que hicieron. -Esbozó una pequeña mueca de desagrado al pensar en ello-. Malditos bolcheviques. El zar era primo del rey Jorge, ¿lo sabía?

– Sí, lo sabía, señor.

– Y su esposa, la señora zar, era nieta de la reina Victoria.

– La zarina -puntualicé, corrigiendo con cautela su irreverencia.

– Sí, claro. Sinceramente, lo de los bolcheviques es una maldita insolencia. Habría que hacer algo al respecto, antes de que diseminen sus sucios métodos por toda Europa. Usted sabrá que ese Lenin venía a estudiar aquí, a la biblioteca…

– No, no lo sabía. -Enarqué una ceja, sorprendido.

– Oh, sí, le aseguro que es cierto -declaró, captando mi escepticismo-. En algún momento de mil novecientos uno o mil novecientos dos, me parece. Mucho antes de que yo llegara aquí. Me lo contó mi predecesor. Dijo que Lenin solía llegar por la mañana sobre las nueve y se quedaba hasta la hora de comer, cuando esa esposa suya se lo llevaba a rastras a editar su periodicucho revolucionario. Trataba constantemente de meter a escondidas termos con café, pero estábamos ojo avizor. Casi consiguió que le prohibiéramos el acceso. Sólo con eso se ve qué clase de hombre era. No será usted bolchevique, ¿verdad, señor Yáchmenev? -preguntó de pronto, inclinándose para mirarme con fijeza.

– No, señor. -Moví negativamente la cabeza con la vista fija en el suelo, incapaz de aguantar su penetrante mirada. Me sorprendió la opulencia del suelo de mármol; pensaba que había dejado atrás todo ese esplendor-. No, desde luego que no soy bolchevique.

– ¿Qué es, entonces? ¿Leninista? ¿Trotskista? ¿Zarista?

– Nada, señor. -Alcé de nuevo la vista, con expresión decidida-. No soy nada en absoluto. Sólo un hombre recién llegado a su magnífico país en busca de un empleo honrado. No tengo filiaciones políticas ni las quiero. No deseo otra cosa que proporcionarle una vida decente a mi familia.

Trevors sopesó mis comentarios en silencio, y yo me pregunté si estaría rebajándome demasiado ante él; pero había preparado esas frases mientras iba andando hacia Bloomsbury para asegurarme el puesto y las creía lo bastante humildes para satisfacer a un posible jefe. No me importaba si sonaban serviles. Necesitaba trabajar.

– Muy bien, señor Yáchmenev -dijo Trevors al fin, asintiendo-. Creo que vamos a arriesgarnos con usted. Un período de prueba para empezar, de unas seis semanas, digamos, y si después de ese tiempo estamos contentos el uno con el otro, tendremos otra charla y veremos si el puesto puede ser permanente. ¿Qué le parece?

– Le estoy muy agradecido, señor -contesté, sonriendo y tendiéndole la mano en un gesto de aprecio y amistad.

Él titubeó unos instantes, como si estuviera tomándome una libertad excesiva, antes de guiarme hacia un segundo despacho donde anotaron mis datos y se detallaron mis nuevas responsabilidades.

Seguí como empleado de la biblioteca del Museo Británico el resto de mi vida laboral, y una vez jubilado continué acudiendo de visita casi todos los días, para pasarme horas en las mesas que antes despejaba, leyendo e investigando, educándome. Allí me sentía a salvo. En ningún sitio del mundo me he sentido tan seguro como entre esas paredes. Toda la vida he esperado que me descubrieran, que nos descubrieran a los dos, pero por lo visto nos hemos librado. Sólo Dios nos separará ahora.


Es cierto que nunca he sido lo que se dice un hombre moderno. Mi vida con Zoya, nuestro largo matrimonio, era de los tradicionales. Aunque ambos trabajábamos y volvíamos a casa a horas similares de la tarde, era ella quien preparaba la comida y se ocupaba de tareas domésticas como lavar la ropa y limpiar. Jamás se contempló siquiera la idea de que yo pudiese ayudarla. Mientras ella cocinaba, yo me sentaba junto al fuego y leía. Me gustaban las novelas largas, las epopeyas históricas, y tenía poco tiempo para la ficción contemporánea. Probé con Lawrence cuando me pareció audaz hacerlo, pero me tropecé con el dialecto, con la entrecortada forma de hablar de Walter Morel y Mellors. Me resultaba más atractivo Foster, esas concienzudas y bienintencionadas hermanas Schlegel, el librepensador Emerson, la indómita Lilia Herriton. A veces me veía inducido a recitar un pasaje especialmente conmovedor, y Zoya dejaba el humeante asado o las costillas de cerdo para llevarse el dorso de la mano a la frente, agotada, y decir: «¿Qué, Georgi? ¿Qué has dicho?», como si casi hubiese olvidado que yo me hallaba en la habitación. Me parece mal no haber desempeñado un papel mayor en la marcha de la casa, pero así funcionaba la vida familiar en aquellos tiempos. Aun así, lo lamento.

No siempre había tenido la intención de que mi vida fuese tan conservadora. Incluso hubo momentos, instantes fugaces en más de sesenta años juntos, en que me molestó el hecho de que no pudiésemos liberarnos de las sombras de nuestros padres y crear nuestro propio estilo de vida. Pero Zoya, quizá en reconocimiento a su propia infancia y educación, no deseaba otra cosa que crear un hogar perfectamente acorde con los de nuestros vecinos y amigos.

Verán, lo que ella quería era paz.

Quería pasar desapercibida.

– ¿No podemos vivir sin llamar la atención? -me preguntó una vez-. ¿Sin llamar la atención y felices, comportándonos como los demás? De esa forma, nadie se fijará en nosotros.

Nos instalamos en Holborn, no muy lejos de la calle Doughty, donde vivió un tiempo el escritor Charles Dickens. Yo pasaba ante su casa dos veces al día al ir al Museo Británico y volver, y a medida que me familiarizaba con sus novelas a través de mi trabajo en la biblioteca, trataba de imaginarlo sentado en su estudio del piso de arriba, redactando las peculiares frases de Oliver Twist. Una anciana vecina me contó en cierta ocasión que su madre había limpiado para Dickens a diario durante dos años y que él le había regalado una edición de esa novela con su firma en el frontispicio, ejemplar que conservaba en un estante del salón.

– Era un hombre muy pulcro -me comentó, frunciendo los labios y asintiendo con aprobación-. Mi madre siempre decía eso de él. Maniático en sus costumbres.

Mi rutina matinal nunca cambiaba. Despertaba a las seis y media, me lavaba y me vestía, y a las siete en punto entraba en la cocina, donde Zoya me había preparado té, tostadas y dos huevos escalfados a la perfección, que esperaban sobre la mesa. Tenía una técnica milagrosa para prepararlos de manera que conservaran la forma oval fuera de la cáscara, un efecto que ella atribuía a la creación de un remolino con un batidor en el agua hirviendo antes de arrojar el huevo. Cruzábamos pocas palabras mientras yo comía, pero ella se sentaba a mi lado para llenarme la taza de té cuando hacía falta y llevarse mi plato en cuanto acababa para lavarlo en el fregadero.

Yo prefería ir andando al museo, hiciera el tiempo que hiciese, para hacer un poco de ejercicio. Como joven que era, estaba orgulloso de mi físico y me preocupaba por mantenerlo, incluso cuando empezó a acercarse la mediana edad y me sentí menos entusiasmado con mi reflejo en el espejo. Llevaba un maletín, donde Zoya metía dos bocadillos y una pieza de fruta todas las mañanas, además de la novela que estuviese leyendo en ese momento. Ella me cuidaba muy bien, aunque, por la naturaleza rutinaria de aquellos actos, rara vez se me ocurría hacer comentarios sobre su generosidad o darle las gracias.

Quizá lo dicho me muestre como una criatura anticuada, un tirano que le exigía cosas poco razonables a su esposa.

Nada más lejos de la verdad.

De hecho, cuando nos casamos en París a finales de la primavera de 1919, yo no soportaba la idea de que Zoya adoptase una postura servil hacia mí.

– Pero no te estoy sirviendo -insistía ella-. Me complace cuidar de ti, Georgi, ¿es que no lo ves? Nunca imaginé que llegaría a tener esta libertad, para limpiar, cocinar, llevar mi propio hogar como otras mujeres. Por favor, no me niegues algo que otras dan por sentado.

– Algo de lo que esas otras se quejan -repuse con una sonrisa.

– Por favor, Georgi…

¿Y qué otra cosa podía hacer yo que acceder a su petición? Aun así, la situación siguió inquietándome durante varios años, pero a medida que pasó el tiempo y nos vimos bendecidos con una hija, nuestras rutinas se impusieron y olvidé mi incomodidad inicial. Ese orden de cosas nos venía bien; es cuanto puedo decir.

Mi vergüenza, sin embargo, es que Zoya ha velado tan bien por mí durante toda nuestra vida en común que, ahora que estoy solo en casa, soy incapaz de hacer frente a las responsabilidades más básicas. No sé cocinar, de forma que por la mañana desayuno cereales, copos secos de avena y salvado, pasas fosilizadas que se vuelven gomosas al añadirles leche. Almuerzo en el hospital a la una en punto, cuando llego para mi visita diaria. Como solo en una mesita de plástico con vistas al descuidado jardín de la clínica, donde médicos y enfermeras fuman codo con codo con sus atuendos quirúrgicos azul celeste, casi indecentes. La comida es sosa y simple, pero me llena el estómago, y eso es todo lo que le pido. Pollo con patatas. Pescado con patatas. Imagino que algún día el menú ofrecerá patatas con patatas. No puede entusiasmar a nadie.

Como es natural, he llegado a reconocer a otros visitantes, los futuros viudos y viudas que recorren los pasillos, en aterrada soledad, privados por primera vez en décadas de su ser más querido. Algunos nos saludamos con la cabeza, y hay quienes gustan de compartir entre sí sus historias de esperanza y decepción, pero yo evito la conversación. No estoy aquí para trabar amistades. Estoy aquí sólo por mi esposa, por mi amada Zoya, para sentarme junto a su lecho, para cogerle la mano, para susurrarle al oído, para asegurarme de que sepa que no está sola.

Me quedo en el hospital hasta las seis, y entonces la beso en la mejilla, le apoyo unos instantes la mano en el hombro y rezo en silencio para que siga viva cuando regrese al día siguiente.


Dos veces por semana, nuestro nieto Michael viene a pasar un rato conmigo. Su madre, nuestra hija Arina, murió a los treinta y seis años atropellada por un coche cuando volvía del trabajo. La herida que dejó su ausencia no ha sanado. Estuvimos tanto tiempo convencidos de que no podíamos tener hijos que, cuando por fin Zoya dio a luz lo creímos un milagro, un regalo de Dios.

Una recompensa, quizá, por las familias que habíamos perdido.

Y luego Arina nos fue arrebatada.

Michael era sólo un niño cuando su madre murió, y su padre, un hombre atento y honrado, se aseguró de que mantuviera la relación con sus abuelos maternos. Por supuesto, como todos los niños, cambió continuamente de aspecto durante la infancia, a tal punto que nunca lográbamos decidir a qué parte de la familia se parecía más, pero ahora que ya es un joven hecho y derecho, me recuerda mucho al padre de Zoya. Creo que ella también ha notado la semejanza, pero nunca lo ha mencionado. Hay algo en la forma en que vuelve la cabeza y nos sonríe, en cómo se le arruga la frente cuando frunce el entrecejo, en la profundidad de esos ojos castaños que reflejan una mezcla de confianza e incertidumbre. En cierta ocasión, cuando paseábamos los tres por Hyde Park una tarde soleada, un perrito se nos acercó corriendo y Michael se dejó caer de rodillas para abrazarlo, permitiéndole que le lamiera la cara mientras gorjeaba boberías, y cuando alzó la vista para sonreír a sus encandilados abuelos, estoy seguro de que ambos quedamos impresionados por aquel parecido repentino e imprevisto. Fue tan inquietante, llenó nuestra mente de tantos recuerdos, que la conversación se volvió forzada entre nosotros y la agradable tarde se echó a perder.

Michael está en segundo curso en la Real Academia de Arte Dramático, donde estudia para convertirse en actor, una vocación que me sorprendió, pues de niño era tranquilo y retraído; y de adolescente, hosco e introvertido; sólo ahora, a los veinte años, hace gala de un extravertido talento para la interpretación que ninguno habría esperado. El año pasado, antes de que cayera demasiado enferma para disfrutar de esas cosas, Zoya y yo asistimos a una puesta en escena estudiantil de La comandante Bárbara, de Bernard Shaw, donde Michael interpretaba al joven y locamente enamorado Adolphus Cusins. Creo que estuvo impresionante, convincente en su papel. Y parecía saber algunas cosas sobre el amor, lo cual me satisfizo.

– Es muy bueno fingiendo ser alguien que no es -le comenté después a Zoya en el vestíbulo, cuando esperábamos para felicitarlo, sin saber muy bien si con esas palabras pretendía o no halagarlo-. No sé cómo lo hace.

– Yo sí -repuso ella, sorprendiéndome.

Pero antes de que pudiese responderle, Michael nos presentó a una joven, Sarah, la comandante Bárbara en persona, su prometida en escena y, por lo visto, su novia fuera de ella. Era una chica muy guapa, pero me pareció un poco desconcertada por verse obligada a charlar con dos ancianos parientes de su amado, y quizá también un poco irritada. Durante toda la conversación tuve la impresión de que se dirigía a nosotros como si creyera que existía una especie de correlación entre la edad y la estupidez. Con sus diecinueve años no paraba de pronunciarse sobre lo terrible que era el mundo y sobre que la culpa de ello era tanto de Reagan como de Bréznev. Declaró con un tono áspero y condescendiente -que me recordó a la espantosa Margaret Thatcher citando a san Francisco de Asís en los peldaños de Downing Street- que el presidente y el secretario general destruirían el planeta con sus políticas imperialistas, y habló con ingenua autoridad de la carrera armamentista y la guerra fría, cuestiones de las que sólo había leído en revistas estudiantiles y sobre las que se atrevía a sermonearnos. Llevaba una camiseta blanca que nada hacía por disimular sus pechos, con una palabra de un goteante rojo sangre garabateada, SOLIDARNOSC, y cuando me pescó mirando (juro que la palabra, no los pechos), procedió a darnos un sermón sobre la naturaleza heroica del obrero Walesa. Me sentí casi insultado, pero Zoya me cogió del brazo para asegurarse de que guardaba la compostura, y por fin la comandante Bárbara nos informó que había sido absolutamente maravilloso conocernos y que éramos adorables, y se desvaneció en un mar de jóvenes grotescamente maquillados y con opiniones sin duda similares.

No la critiqué ante Michael, por supuesto. Sé lo que es ser un joven enamorado. Y también un viejo enamorado. A veces me cuesta pensar que ese magnífico chico esté experimentando ahora placeres sensuales; me parece que hace muy poco no deseaba otra cosa que sentarse en mi regazo para que le leyera cuentos de hadas.

Michael visita a su abuela en el hospital cada pocos días; se esmera en hacerlo con regularidad. Se sienta a su lado durante una hora y luego viene a mentirme, a decirme que tiene mucho mejor aspecto, que ha estado despierta unos instantes y se ha incorporado para hablar con él, que parecía alerta y casi la misma de siempre, que seguro que es sólo cuestión de tiempo que se recupere lo suficiente para volver a casa. A veces me pregunto si cree en realidad todo eso, o si me considera lo bastante tonto para creerlo y piensa que me hace un gran favor metiendo esas ideas maravillosas e imposibles en mi estúpida y vieja cabeza. Los jóvenes tienen muy poco respeto a los ancianos, no de forma deliberada, sino simplemente porque se niegan a creer que nuestro cerebro siga funcionando. Sea como fuere, interpretamos juntos esa farsa dos o tres veces por semana. Él lo dice, yo me muestro de acuerdo, planeamos cosas que los tres -los cuatro- podremos hacer juntos cuando Zoya se recupere, y entonces él consulta el reloj, parece sorprendido de que sea tan tarde, me besa en la cabeza, dice: «Nos vemos en un par de días, abuelo; llámame si necesitas algo», y sale por la puerta, asciende a brincos la escalera con sus piernas largas, esbeltas y musculosas, y sube casi al instante a un autobús que pasa, todo ello en el lapso de un minuto.

Hay veces en que le envidio su juventud, pero trato de no pensar mucho en eso. Un anciano no debe tener celos de aquellos que vienen a ocupar su puesto, y recordar el tiempo en que era joven, sano y viril es un acto de masoquismo que no sirve de nada. Se me ocurre que, incluso aunque Zoya y yo aún seguimos vivos, mi vida ha concluido ya. No tardaré en perderla y no habrá razón para que continúe sin ella. Verán, es que somos una sola persona. Somos GeorgiZoya.


La doctora de Zoya se llama Joan Crawford. No es broma. Cuando la conocí, no pude evitar preguntarme por qué le habrían impuesto sus padres esa carga. ¿O fue quizá resultado de un matrimonio? ¿Se enamoró acaso del hombre adecuado pero con el apellido inadecuado? No comenté nada al respecto, desde luego. Imagino que se ha pasado la vida soportando comentarios idiotas.

Da la casualidad de que tiene cierto parecido físico con la famosa actriz, pues luce el mismo cabello oscuro y espeso y las mismas cejas levemente arqueadas, y sospecho que fomenta la comparación por la forma en que se arregla; por supuesto, se presta a conjetura si golpea o no a sus hijos con perchas metálicas. Suele lucir alianza de boda, pero en ocasiones no la lleva y entonces parece distraída. Me pregunto si su vida privada le supondrá una fuente de decepciones.

Llevo casi dos semanas sin hablar con la doctora Crawford, de modo que, antes de visitar a Zoya, recorro los pasillos blancos y antisépticos en busca de su despacho. He estado antes en él, desde luego, varias veces, pero me resulta difícil encontrar el departamento de oncología. El hospital es un verdadero laberinto, y ninguno de los jóvenes que pasan a toda prisa consultando tablillas y gráficas, mordiendo manzanas y sándwiches, parece dispuesto a ofrecerme ayuda. Sin embargo, por fin me encuentro ante su puerta y llamo con suavidad. Se me antoja que transcurre una eternidad antes de que ella conteste -con un irritante «¿Sí?»-, y entonces abro la puerta sólo un poco, con una sonrisa de disculpa, confiando en desarmarla con mi cortesía de anciano.

– Doctora Crawford. Perdón por molestarla.

– Señor Yáchmenev -contesta, impresionándome por la rapidez con que recuerda mi nombre; en todos estos años, muchos han tenido grandes dificultades para recordarlo o pronunciarlo. Y a otros les ha parecido poco digno intentarlo-. No me molesta en absoluto. Pase, por favor.

Me alegro de que hoy se muestre tan cordial y me siento ante ella con el sombrero en las manos, confiando en que tenga noticias positivas para mí. No puedo evitar mirarle el dedo anular y preguntarme si su buen humor es resultado del anillo de oro al que la luz del sol arranca destellos. Ella me sonríe y la miro fijamente, algo sorprendido. Al fin y al cabo, estamos en el departamento de oncología. Esta mujer trata a pacientes de cáncer de la mañana a la noche, les dice verdades terribles, lleva a cabo espantosas cirugías, observa su lucha para dejar este mundo y entrar en el siguiente. No logro imaginar por qué está tan contenta.

– Lo siento, señor Yáchmenev. -Mueve un poco la cabeza-. Tendrá que disculparme. Es que siempre me impresiona lo bien que viste usted. Los hombres de su generación parecen llevar traje constantemente, ¿no es así? Y ya no se ven muchos hombres con sombrero. Echo en falta los sombreros.

Bajo la vista hacia mi atuendo, sin saber muy bien cómo tomarme sus palabras. Así es como visto, como he vestido siempre. No me parece digno de comentario. Y no estoy seguro de que me guste la distinción entre nuestras generaciones, si bien es cierto que debo de llevarle casi cuarenta años. De hecho, la doctora Crawford tendrá más o menos la edad que tendría nuestra hija Arina. Si siguiese viva.

– Quería preguntarle por mi esposa -digo, prescindiendo de los cumplidos-. Por Zoya.

– Por supuesto -se apresura a responder, muy profesional ahora-. ¿Qué le gustaría saber?

No sé qué decir, pese a que llevo dándole vueltas a lo que quiero preguntar desde que salí del hospital ayer por la tarde. Hurgo en mi mente en busca de las palabras adecuadas, de algo que se aproxime al lenguaje.

– ¿Qué tal está? -digo al fin, tres palabras que no parecen acarrear el enorme peso de las preguntas que sostienen.

– Está cómoda, señor Yáchmenev -responde con tono algo más dulce-. Pero, como usted sabe, el tumor se halla en una etapa avanzada. ¿Recuerda que le hablé de la progresión del cáncer de ovario?

Asiento con la cabeza, pero no puedo mirarla a los ojos. ¡Cómo nos aferramos a la esperanza incluso cuando sabemos que no la hay! En el transcurso de varias reuniones con Zoya y conmigo, la doctora ha hablado bastante detalladamente de los cuatro estadios de la enfermedad y sus inevitables finales. Ha hablado sobre ovarios y tumores, el útero, la trompa de Falopio, la pelvis; ha utilizado expresiones como «lavados peritoneales», «metástasis» y «nódulos linfáticos paraaórticos», que superaban mi capacidad de comprensión; sin embargo, yo he escuchado, le he hecho preguntas apropiadas y me he esforzado en entender.

– Bueno, en este punto lo máximo que podemos hacer es controlar el dolor de Zoya el mayor tiempo posible. En realidad, responde muy bien a la medicación para una mujer de su edad.

– Siempre ha sido fuerte.

– Sí, ya lo veo. Desde luego, ha sido uno de los pacientes más decididos con que me he encontrado en mi carrera.

No me gusta ese uso del pretérito perfecto. Implica algo, o alguien, que ya pertenece al pasado. Alguien que una vez fue y ya no es.

– ¿No puede volver a casa a…? -empiezo, sin deseos de acabar la frase, y alzo la vista esperanzado, pero ella niega con la cabeza.

– Moverla ahora aceleraría la progresión del cáncer. No creo que su cuerpo sobreviviera al trauma. Ya sé que esto es difícil, señor Yáchmenev, pero…

Ya no la escucho. Es una mujer agradable, una médica competente, pero no necesito oír tópicos. Salgo de su despacho poco después y voy a la habitación, donde Zoya está despierta, respirando con dificultad. Se encuentra rodeada de máquinas. Hay cables que se deslizan bajo las mangas de su camisón; tubos que se introducen como serpientes bajo la áspera colcha y no sé adónde van a parar.

Dusha -digo, inclinándome para besarle la frente, permitiendo que mis labios reposen unos instantes sobre su carne suave y delgada-. Cariño mío. -Inhalo su familiar perfume; todos mis recuerdos giran en torno a ese olor. Puedo cerrar los ojos y estar en cualquier parte. 1970.1953.1915.

– Georgi -susurra, e incluso pronunciar mi nombre le supone un esfuerzo.

Le indico con un gesto que reserve las energías mientras me siento a su lado y le cojo la mano. Sus dedos se cierran en torno a los míos y me sorprende que aún sea capaz de hacer acopio de tanta fuerza. Pero me reprocho ese pensamiento, pues ¿qué ser humano he conocido cuya fuerza pueda competir con la de Zoya? ¿Quién, vivo o muerto, ha soportado tanto y sin embargo ha sobrevivido? Le aprieto la mano a mi vez, confiando en poder transmitirle la poca energía que pueda quedar en mi propio cuerpo debilitado, y no nos decimos nada; sólo seguimos sentados haciéndonos mutua compañía, como hemos hecho toda la vida, felices de estar juntos, contentos con ser uno solo.

Por supuesto, no siempre he sido tan viejo y débil. Mi fuerza fue lo que me permitió alejarme de Kashin. Y lo que me llevó hasta Zoya.

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