1924

En Londres encontramos trabajo con facilidad; tanto Zoya como yo teníamos un empleo respetable al cabo de unas semanas de llegar de París, suficiente para tener comida en la mesa, suficiente para no pensar demasiado en el pasado. Mi entrevista con el señor Trevors se produjo la misma mañana que a Zoya le ofrecieron trabajar en la fábrica textil Newsom, especializada en ropa interior y de dormir femenina. Todas las mañanas a partir de entonces, salía de nuestro pequeño piso en Holborn a las siete en punto, vestida con el anodino uniforme gris del taller y una cofia igual de anodina sobre el cabello, pero ni una sola hebra, hilo o puntada disminuía en lo más mínimo su belleza. Sus tareas eran monótonas y rara vez tenía oportunidad de aplicar los conocimientos que había perfeccionado en París, pero aun así se sentía orgullosa de su trabajo. Una parte de mí pensaba que estaba desaprovechando su talento en ese oficio de baja categoría, pero ella parecía satisfecha con su puesto y no buscaba mejores oportunidades.

– Me gusta estar en la fábrica -decía siempre que yo le proponía buscar otra cosa-. Hay tanta gente que es fácil pasar inadvertida. Todo el mundo debe realizar una sola tarea simple, y todo el mundo lo hace sin protestar. Nadie me presta atención. Eso me gusta. No quiero destacar. No quiero que se fijen en mí.

Pero a veces, cuando llegaba a casa, se quejaba de cuánto le costaba soportar la charla de las demás mujeres, pues su puesto estaba en el centro de una larga hilera de operarias que abrían la boca en cuanto sonaba la sirena por la mañana y prácticamente no volvían a cerrarla hasta que estaban de nuevo en casa al final de la jornada. Tenía ocho mujeres a la izquierda y seis más a la derecha, con cinco filas delante y otras cinco detrás. La conversación bastaba para producirle dolor de cabeza a cualquiera, pero al menos hacía más llevadero el incesante zumbido de las máquinas de coser.

En Inglaterra mostraban más interés en nuestro acento que en Francia, donde la presencia de un crisol de nacionalidades se había vuelto normal después de la guerra. Por haber pasado más de cinco años en la capital francesa, nuestra pronunciación había adquirido un curioso tono híbrido, localizado en algún punto entre San Petersburgo y París. Nos preguntaban con frecuencia de dónde éramos, y cuando contestábamos la verdad, solíamos ver una ceja enarcada, y a veces un cauteloso asentimiento con la cabeza. Pero la mayoría nos trataba cortésmente porque, al fin y al cabo, estábamos en 1924, el período de entreguerras.

Zoya se convirtió en objeto de interés para una joven llamada Laura Highfield, que manejaba la máquina contigua a la suya. Laura era una soñadora; encontraba romántico y exótico que Zoya hubiese nacido en Rusia y vivido muchos años en Francia, y la interrogaba sin cesar sobre su pasado, con poco éxito. Una tarde de finales de primavera, cuando una semana de nevadas había cubierto las calles hasta recordarme a mi patria, acabé pronto en la biblioteca y me dirigí a la fábrica para recoger a Zoya y llevarla a cenar a una de las cafeterías baratas que había en el camino a casa. Cuando nos íbamos, Laura nos vio juntos y llamó a gritos a Zoya, haciendo frenéticos aspavientos mientras corría hacia nosotros.

Debía de haber doscientas o trescientas mujeres saliendo por los portones en aquel momento, todas enfrascadas en la charla y el cotilleo, pero el clamor de la sirena de la fábrica anunciando repetidamente el final de la jornada laboral me hizo embarcarme en una peculiar ensoñación. Me recordó muchísimo al eco del silbato del tren imperial cuando atravesaba la campiña rusa, transportando a la familia del zar en sus interminables peregrinajes a lo largo del año. Sonó una vez e imaginé a Nicolás y Alejandra sentados en su salón privado, con los emblemas dorados en la gruesa alfombra mientras el tren los llevaba de San Petersburgo al palacio de Livadia para las vacaciones de primavera; sonó de nuevo, y ahí estaba Olga estudiando idiomas mientras viajábamos a Peterhof en mayo; otra vez, y vi a Tatiana inmersa en una de sus novelas románticas mientras el tren avanzaba, en junio, hacia el yate imperial y los fiordos fineses; otra más, y pensé en María, mirando por la ventanilla hacia el pabellón de caza en el bosque polaco; una vez más, y ahí estaba Anastasia, tratando desesperadamente de atraer la atención de sus padres cuando regresaban de Crimea; una última vez, y era noviembre y el tren avanzaba a paso de tortuga hacia Zárskoie Selo para el invierno, bajo las estrictas instrucciones de la emperatriz de no exceder los veinticinco kilómetros por hora, y evitar así que el zarévich Alexis sufriera otro de sus traumas a causa del traqueteo. Cuántos recuerdos, todos precipitándose hacia mí, renacidos con el sonido de una sirena que mandaba a un grupo de obreras a casa, con sus familias.

– Se te ve distraído -me dijo Zoya, cogiéndome del brazo y apoyando la cabeza en mi hombro unos instantes-. ¿Va todo bien?

– Perfectamente, dusha-respondí con una sonrisa; le di un leve beso en la coronilla-. Sólo ha sido una tontería por mi parte. Por un instante he creído que…

– ¡Zoya!

La voz nos hizo volvernos y vimos a Laura corriendo hacia nosotros con un grupo de mujeres a la zaga. Al alcanzarnos, le contó a Zoya que iban a tomar una taza de té, mirándome de arriba abajo mientras hablaba; luego le preguntó si quería acompañarlas.

– No puedo -contestó mi esposa, que no me presentó y me instó a seguir-. Lo siento, en otro momento quizá.

– ¿Son amigas tuyas? -pregunté, sorprendido de que quisiera librarse de ellas tan rápido.

– Intentan serlo, pero sólo trabajamos juntas.

– Puedo irme a casa si quieres tomar el té con ellas. Al fin y al cabo, no conocemos mucha gente en Londres. Podría ser agradable tener…

– No -me interrumpió-. No, no quiero ir.

– Pero ¿por qué no? ¿No te caen bien?

Titubeó y su rostro reflejó cierta ansiedad antes de responder.

– No deberíamos hacer amigos.

– No te entiendo.

– Yo no debería hacer amigos -se corrigió-. No es necesario que se relacionen conmigo.

Fruncí el entrecejo, no muy seguro de a qué se refería.

– Pero no te comprendo… ¿Qué tiene de malo? Zoya, si piensas que…

– No es seguro, Georgi -espetó-. A esa chica no le hará ningún bien ser amiga mía. Doy mala suerte. Ya lo sabes. Si intimo demasiado…

Me detuve, mirándola con asombro.

– ¡Zoya! -exclamé, cogiéndola del brazo para girarla hacia mí-. No puedes hablar en serio.

– ¿Por qué no?

– Nadie da mala suerte. Esa idea es ridícula.

– Conocerme significa sufrir -afirmó con voz profunda y solemne; sus ojos se movieron con inquietud y la frente se le llenó de pesarosas arrugas-. No tiene sentido, ya lo sé, Georgi, pero es verdad. Has de reconocer que es verdad. No quiero entablar amistad con Laura. No quiero que muera.

– ¿Que muera? -exclamé, pero entonces un hombre me apartó de un empujón y me volví con furia; de pronto me sentí capaz de ir tras él y desafiarlo, y quizá lo habría hecho si Zoya no me hubiese cogido del codo para obligarme a mirarla.

– Yo no debería estar viva -declaró, y sus palabras disolvieron la multitud que nos rodeaba hasta convertirla en polvo, de modo que quedamos los dos, solos en el mundo; yo, con el corazón desbocado ante la expresión de convencimiento y desdicha de mi mujer-. Él lo vio en mí -prosiguió, fijando la mirada en los altos ribazos de nieve que se estaban formando detrás de nosotros. Yo oía las risas de los niños que se abrían paso a puntapiés en los montículos y hacían bolas de nieve para arrojárselas unos a otros, los gritos ahogados cuando hundían las manitas en la nieve y se les entumecían los dedos-. Él me dijo: «Pobrecita, todos acaban sufriendo cuando están cerca de ti, ¿verdad?»

– Zoya -susurré impresionado, pues nunca había mencionado eso-. No sé… cómo puedes…

– No quiero amigos -siseó-. No necesito a nadie. Sólo a ti. Piénsalo. Piensa en todos ellos. Piensa en lo que hice. Nunca se acaba. Es el precio que tengo que pagar por la vida. Incluso Leo…

– ¡Leo! -Casi no pude creer que pronunciase su nombre. No lo habíamos olvidado, por supuesto, pero formaba parte del pasado, como todos los demás. Y Zoya y yo habíamos enterrado el pasado muy hondo. Jamás hablábamos de él. Así sobrevivíamos-. Lo que le ocurrió a Leo sólo fue culpa suya, de nadie más.

– Oh, Georgi -musitó; rió un poco y movió la cabeza-. Quién pudiese ser tan ingenuo como tú. Qué dicha debe de aparejar.

Abrí la boca para contradecirla; no me sentí insultado por sus palabras, sino desconsolado. Porque Zoya tenía razón. Yo era un ingenuo, un virtual imbécil cuando se trataba de discutir sobre ese tema. Quise expresarle mi amor, pero me pareció muy vacío, muy trivial comparado con lo que ella estaba diciendo. No me quedaban palabras.

– ¡Oh, mira! -exclamó un momento después, dando una palmada de alegría al ver que su cafetería favorita estaba abriendo las puertas, y su repentino entusiasmo, que se reflejó en la oscuridad cada vez mayor del crepúsculo, me recordó a la muchacha inocente de la que me había enamorado. Fue como si los últimos diez minutos de conversación no hubiesen existido-. Han vuelto a abrir; pensaba que habían cerrado para siempre. Vamos, Georgi, ¿te parece? Podemos cenar ahí.

Cruzó la calle con tanta precipitación, sin mirar, que casi la atropella un autobús, el cual tocó violentamente la bocina cuando ella pasó corriendo. El corazón se me encogió de angustia al imaginarla aplastada bajo sus ruedas, pero cuando el autobús arrancó de nuevo, la vi entrar en la acogedora cafetería, ajena por completo al accidente del que acababa de librarse.

Cinco meses después, trató de suicidarse.

El día empezó de forma similar a cualquier otro, con la excepción de que yo padecía un agudo dolor de cabeza, de lo que me quejé en el desayuno; era una sensación extraña para mí, pues casi nunca me ponía enfermo. Había despertado de un sueño vistoso y dramático, de esos que uno confía en retener en la memoria para analizarlo después pero que se esfuman y disuelven lentamente, como azúcar en el agua. Pensé que en él habría aparecido una banda o una orquesta de percusión, pues la jaqueca -un latido sordo en la frente que emborronaba mi visión y minaba mi energía- estaba ahí desde que había abierto los ojos, amenazando con empeorar a medida que avanzara la mañana.

Zoya iba aún en camisón en el desayuno, algo poco habitual, pues solía vestirse para el trabajo mientras yo me bañaba. Tampoco se había preparado el huevo duro y la tostada de costumbre, y se sentó frente a mí con una expresión distante, sin tocar la taza de té que yo le había servido.

– ¿Va todo bien? -pregunté, casi lamentando tener que hablar, pues eso aumentó el tamborileo detrás de mis ojos-. No te encontrarás mal tú también, ¿verdad?

– No; estoy bien -se apresuró a responder, sonriendo a medias y sacudiendo la cabeza-. Sólo se me ha hecho un poco tarde, eso es todo. Me siento un poco cansada esta mañana. Supongo que debo ponerme en marcha.

Se levantó y se dirigió al cuarto de baño para cambiarse. Una parte de mí reconoció algo distinto y extraño en su comportamiento, pero me dolía tanto la cabeza que no fui capaz de preguntarle qué ocurría. La ventana estaba abierta y advertí que hacía una mañana fría y tonificante; sólo deseé salir a la calle y emprender el camino hacia el trabajo, con la esperanza de que el aire fresco me despejara la cabeza antes de llegar a Bloomsbury.

– Hasta la tarde, Zoya -dije al entrar en el dormitorio para darle un beso de despedida. Me sorprendió encontrarla sentada en la cama, mirando la pared desnuda frente a ella. Fruncí el entrecejo-. ¿Zoya? ¿Qué demonios te pasa? ¿Seguro que te encuentras bien?

– Estoy bien, Georgi. -Se puso en pie y abrió el armario para sacar su uniforme.

– Pero estabas ahí sentada. ¿Te preocupa alguna cosa?

Se volvió para mirarme, y vi que arrugaba un poco la frente pensando cómo decirme algo. Abrió un poco la boca e inspiró, pero luego dudó, negó con la cabeza y apartó la vista.

– Sólo estoy cansada, nada más -repuso al fin encogiéndose de hombros-. Ha sido una semana muy larga.

– Pero si sólo es miércoles -le recordé con una sonrisa.

– Un mes muy largo, entonces.

– Estamos a seis.

– Georgi… -suspiró irritada, con frustración.

– De acuerdo, de acuerdo. Quizá deberías descansar un poco. ¿Esto no tendrá que ver con…? -Entonces vacilé yo; era un tema difícil y poco apropiado para empezar la jornada-. ¿No estarás preocupada por…?

– ¿Por qué? -preguntó a la defensiva.

– Sé que te llevaste una decepción el domingo. El domingo por la tarde, cuando…

– No se trata de eso -zanjó; me pareció que se ruborizaba un poco, pero entonces se volvió para alisar el uniforme en su percha-. Francamente, Georgi, no todo tiene que ver con eso. De todos modos, sabía que no sucedería este mes. Lo intuía.

– Parecías creer que sí.

– Pues me equivocaba. Si vamos a recibir esa bendición… ocurrirá en el momento apropiado. No puedo seguir pendiente de eso. Es demasiado para mí, Georgi, ¿es que no lo entiendes?

Asentí con la cabeza. No quería discutir, e incluso el esfuerzo de mantener esa conversación agudizaba tanto mi dolor de cabeza que creí que estaba a punto de vomitar.

– ¿Qué hora es? -preguntó un instante después.

– Las siete y cuarto -respondí consultando el reloj-. Vas a llegar tarde si no te das prisa. Los dos llegaremos tarde.

Zoya asintió y me dio un beso, sonriendo un poco.

– Entonces será mejor que espabile. Nos vemos esta tarde. Espero que se te pase pronto la jaqueca.

Nos despedimos, y yo me dirigí a la puerta principal, pero antes de que llegase a abrirla, la oí cruzar rápidamente la cocina; me agarró de la manga y se arrojó en mis brazos cuando me volví.

– Perdóname -dijo, y su voz sonó amortiguada contra mi pecho.

– ¿Que te perdone? -pregunté, apartándola un poco y sonriendo confuso-. ¿Por qué?

– No lo sé -contestó, lo que me confundió aún más-. Pero te quiero, Georgi. Lo sabes, ¿verdad?

Me quedé mirándola y reí.

– Por supuesto que lo sé. Lo noto todos los días. Y tú sabes que yo también te quiero, ¿verdad?

– Lo he sabido siempre. A veces no sé qué he hecho para merecer tanto cariño.

En cualquier otra ocasión me habría encantado sentarme con ella para enumerar sus virtudes, las docenas de formas en que la amaba, los centenares de motivos que tenía para hacerlo, pero el latido sordo de mi frente no dejaba de empeorar, así que me incliné para besarla en ambas mejillas y le dije que necesitaba un poco de aire fresco o me desplomaría de dolor.

Me observó ascender los peldaños hacia la calle, pero cuando me volví para despedirme con la mano, la puerta ya se cerraba detrás de mí. Me quedé contemplando el cristal esmerilado, a través del cual vislumbré a mi esposa apoyada contra la puerta, con la cabeza gacha. Estuvo así cinco segundos, quizá diez, y luego se alejó.

Contrariamente a lo que esperaba, aún me sentía peor cuando llegué a la biblioteca, pero me esforcé en olvidar el dolor y ocuparme de mis obligaciones. Sin embargo, hacia las once el dolor se me había extendido al estómago, los brazos y las piernas, y supuse que había contraído algún tipo de virus que no se curaría con una larga jornada de actividad. No era un día muy ajetreado, pues no había adquisiciones que catalogar y la sala de lectura estaba inusualmente tranquila, de modo que llamé a la puerta del señor Trevors y le expliqué mi estado. Mi cara pálida y sudorosa, junto con el hecho de que no hubiese estado un solo día de baja por enfermedad en los cinco años que llevaba empleado allí, hizo que me mandara a casa sin objeciones.

Al salir de la biblioteca, no me vi con ánimos de volver andando a Holborn y cogí un autobús. Pero los bamboleos y traqueteos al recorrer Theobald's Road sólo consiguieron que me encontrara peor, y temí vomitar ante mis pies o verme obligado a saltar en marcha del autobús para evitarme semejante vergüenza. Pero como al final del trayecto se hallaba lo único que me interesaba en ese momento, mi cama, me concentré en eso y traté de sobrellevar el sufrimiento que amenazaba con doblegarme.

Por fin, a las once y media descendí con cautela los peldaños hacia nuestro piso y abrí la puerta con un gran suspiro de alivio. Me resultó extraño estar solo en casa, pues Zoya siempre estaba allí cuando llegaba, pero me serví un vaso de agua y me senté a la mesa, sin pensar en nada particular mientras tomaba cautelosos sorbos, confiando en que eso me asentara el estómago.

Saqué el Times de mi maletín y eché un vistazo a los titulares; un artículo sobre el levantamiento en Georgia atrajo mi atención. Los mencheviques luchaban contra los bolcheviques para obtener la independencia, pero parecían abocados al fracaso. Yo estaba al corriente de los numerosos alzamientos e insurgencias que se producían por las distintas partes del imperio y del número de estados que pugnaban por su soberanía. Solía leer el Times durante la merienda en la biblioteca y prestaba especial interés a cualquier noticia relacionada con mi, patria, pero llevaba varias semanas fijándome en ésa a causa del líder menchevique, el coronel Cholokashvili, el cual había formado parte de una delegación enviada a Zárskoie Selo en 1917 para informar al zar del avance del ejército ruso en el frente. Aun siendo más joven que los demás representantes en el palacio, tuve la suerte de conversar brevemente con él cuando se marchaba, y me dijo que proteger la vida del emperador y su heredero era tan importante como salvaguardar nuestras fronteras durante la guerra. Sus palabras tuvieron una particular trascendencia para mí en aquel tiempo, pues me preocupaba estar faltando a mis verdaderos deberes al servir a la familia imperial cuando decenas de miles de jóvenes de mi edad estaban muriendo en los Cárpatos o los campos de batalla de los lagos de Masuria.

Cuando acabé el artículo, descubrí que tanto el dolor de cabeza como el de estómago habían remitido un poco, pero decidí pasar igualmente el día en la cama; con un poco de suerte me levantaría totalmente restablecido.

Abrí la puerta del dormitorio y me quedé de piedra.

Zoya estaba tendida en la cama con los brazos en cruz; de unas profundas heridas en sus muñecas manaba sangre, que formaba sendos charcos de un rojo oscuro en la colcha. Me quedé paralizado del horror, experimentando la más curiosa sensación de incomprensión e impotencia. Era como si mi cerebro no pudiera asimilar del todo la escena, y fuera por tanto incapaz de transmitir instrucciones a mi cuerpo sobre cómo reaccionar. Finalmente, con un gran rugido visceral brotado de lo más hondo de mi vientre, corrí hacia la cama y levanté a Zoya en brazos, con lágrimas por el rostro mientras gritaba su nombre una y otra vez en un desesperado intento por reanimarla.

Al cabo de unos segundos le temblaron levemente los párpados; sus pupilas se clavaron en las mías un instante, y luego apartó la vista con un suspiro de agotamiento. Zoya no agradecía mi presencia; no quería que la salvara. Corrí hacia el armario, cogí un par de bufandas de un estante y volví a la cama; localicé los puntos donde había entrado el cuchillo y vendé las heridas bien prietas para cortar el flujo de sangre. De la boca de Zoya surgió entonces un grito profundo con el que me rogaba que la dejara en paz, pero yo no podía hacerlo, me negué a hacerlo, y tras amarrarle bien los brazos, salí corriendo a la calle y me precipité hacia el final de nuestra hilera de casas, donde por suerte un médico tenía su consulta. Debí de parecer un lunático al entrar corriendo, con los ojos desorbitados y la camisa, los brazos y la cara cubiertos de la sangre de Zoya; una mujer de mediana edad sentada en la recepción soltó un grito terrible, tomándome quizá por un asesino chiflado. Pero tuve la presencia de ánimo suficiente para explicarle a la enfermera qué había ocurrido y pedirle ayuda, exigírsela, antes de que fuera demasiado tarde.

En los días que siguieron, pensé con frecuencia en el virus que había afectado a mi cabeza y mi estómago aquel día. Era insólito que lo hubiera padecido, y sin embargo, de haber gozado de mi buena salud de siempre, me habría quedado en la biblioteca del Museo Británico todo el día y habría sido viudo al volver a casa.


Considerando la vida que había llevado, la gente que había conocido y los sitios que había visto, no era habitual que alguien me intimidara simplemente por ocupar una posición de autoridad, pero el doctor Hooper, que se ocupó de Zoya mientras estuvo en el hospital, me impresionó un poco, y yo temía parecer tonto en su compañía. Era un caballero mayor, ataviado con un caro traje de tweed, con una pulcra barba a lo Romanov, penetrantes ojos azules y un cuerpo atlético poco corriente en un hombre de su edad y condición. Sospeché que tenía aterrorizados a los médicos y enfermeras a su cargo y que no toleraba de buen grado a los idiotas. Me irritó que no considerara conveniente hablar conmigo durante las semanas que mi esposa pasó en el hospital recobrándose de sus heridas; siempre que me lo encontraba en el pasillo e intentaba hablar con él, se disculpaba aduciendo que estaba muy ocupado y me remitía a uno de sus residentes, ninguno de los cuales parecía más informado que yo sobre el estado de Zoya. Sin embargo, el día anterior a que la mandaran a casa, llamé a su secretaria y solicité una cita con el doctor antes de que firmara el alta. Así pues, tres semanas después de haber descubierto a Zoya sangrando y moribunda en nuestra cama, me encontré sentado en la amplia y cómoda consulta de la planta superior del ala psiquiátrica, mirando cómo aquel médico entrado en años examinaba con cautela el historial de mi mujer.

– Las heridas físicas de la señora Yáchmenev están curadas -anunció por fin, dejando el expediente y mirándome-. Los cortes que ella misma se produjo no fueron lo bastante profundos para dañar las arterias. En ese aspecto tuvo suerte. La mayoría de la gente no sabe hacerlo correctamente.

– Había una cantidad espantosa de sangre -repuse, reacio a revivir la experiencia pero sintiendo que era necesario que él conociese toda la historia-. Pensé que… cuando la encontré, quiero decir… bueno, estaba muy pálida y…

– Señor Yáchmenev. -Levantó una mano para hacerme callar-. Ha estado usted aquí dos o tres veces al día desde que su mujer ingresó, ¿no es así? Estoy impresionado por su dedicación. Le sorprendería saber qué pocos maridos se molestan en visitar a sus esposas, no importa cuál sea el motivo de su ingreso. Durante ese tiempo habrá advertido una mejora en el estado de su mujer. En realidad ya no hay que inquietarse por sus problemas físicos. Es posible que le queden unas leves cicatrices en los brazos, pero se irán borrando con el tiempo hasta volverse apenas visibles.

– Gracias -respondí, y se me escapó un suspiro de alivio-. Debo admitir que, cuando la encontré, temí lo peor.

– Por supuesto, conoce usted mi especialidad, y a mí me interesan más las cicatrices mentales que las físicas. Como sabe, todo intento de suicidio debe ser evaluado en profundidad antes de permitir al perpetrador que vuelva a casa. -«El perpetrador»-. Por su bien, entre otras cosas. He hablado mucho con su esposa estas semanas tratando de llegar a la causa fundamental de su comportamiento, y he de ser franco con usted, señor Yáchmenev: su mujer me preocupa.

– ¿Quiere decir que podría intentarlo de nuevo?

– No, no lo creo probable. La mayoría de los supervivientes de intentos de suicidio quedan demasiado avergonzados e impresionados por sus actos para probar una segunda vez. La mayor parte, comprenda usted, ni siquiera pretendía hacerlo realmente. Se trata, como dicen, de una llamada de socorro.

– ¿Y cree usted que fue ése el caso? -pregunté esperanzado.

– De haber querido hacerlo, habría cogido una pistola y se habría pegado un tiro -contestó, como si fuera la cosa más obvia del mundo-. Con eso no hay vuelta atrás. La gente que sobrevive quiere sobrevivir. Su esposa tiene eso a su favor.

Yo no estaba tan convencido de que fuera así; al fin y al cabo, Zoya creía que yo no iba a volver a casa antes de seis horas por lo menos. No habría sobrevivido tanto tiempo sin desangrarse, sin importar qué venas se hubiese cortado. Además, ¿dónde habría encontrado una pistola? A lo mejor el doctor Hooper nos juzgaba a todos según su propio arsenal de armas. Tenía todo el aspecto de ser un hombre que se pasaba los fines de semana rifle en mano, matando toda clase de fauna en compañía de miembros secundarios de la realeza.

– Y en el caso de su mujer -continuó-, creo que la impresión producida por el intento, unida a sus sentimientos hacia usted, pueden prevenir que se repita.

– ¿Sus sentimientos hacia mí? -pregunté enarcando una ceja-. Pero no estaba pensando en mí cuando lo hizo, ¿verdad?

Esas palabras eran indignas de mí, pero mi estado anímico -como el de Zoya- había pasado de positivo a espantosamente depresivo en esas últimas semanas. Había noches en que permanecía despierto, pensando tan sólo en lo cerca que había estado Zoya de la muerte y en cómo habría sobrevivido yo sin ella. Había días que me reprochaba no haber reconocido su sufrimiento y acudido en su ayuda. En otras ocasiones me golpeaba la frente con los puños, frustrado y furioso porque Zoya me tuviese en tan poca estima como para causarme tanto sufrimiento.

– No debe pensar que esto tiene que ver con usted -dijo por fin el doctor, como si me hubiese leído el pensamiento; salió de detrás del escritorio y se sentó en una butaca a mi lado-. No tiene nada que ver con usted, sino con ella, con su mente. Su depresión, su infelicidad.

Sacudí la cabeza, incapaz de asimilarlo.

– Doctor Hooper -dije, cauteloso-, debe saber que mi matrimonio con Zoya es muy feliz. Rara vez discutimos, y nos queremos muchísimo.

– Y llevan juntos ya…

– Nos conocimos cuando éramos adolescentes. Nos casamos hace cinco años. Han sido tiempos felices.

Asintió con la cabeza y juntó las manos para formar un campanario que señalaba al cielo; soltó un profundo suspiro mientras sopesaba lo que yo acababa de decir.

– No tienen hijos, claro.

– No. Como sabe, hemos sufrido una serie de abortos.

– Sí, su esposa me ha hablado de eso. Han sido tres, ¿no es así?

Titubeé un instante al acordarme de los tres bebés perdidos, pero finalmente asentí.

– Sí. -Tosí para aclararme la garganta-. Sí, ha ocurrido tres veces.

Se inclinó hacia mí y me miró a los ojos.

– Señor Yáchmenev, hay algunas cosas que no puedo comentar libremente con usted, cosas que Zoya me ha contado como confidencias entre médico y paciente, ¿me comprende?

– Sí, por supuesto -repuse, frustrado porque no me dijera con exactitud qué le pasaba a mi mujer cuando era yo, por encima de todos los demás, quien quería ayudarla-. Pero soy su marido, doctor. Hay cosas…

– Sí, sí -se apresuró a decir, quitándole importancia, y se reclinó en el asiento. Tuve la sensación de que me examinaba con cautela, que me psicoanalizaba incluso, como decidiendo cuánto permitirme saber y cuánto revelar-. Si le dijera que su esposa es una mujer muy infeliz, señor Yáchmenev, sin duda me comprendería.

– Diría que eso es obvio -repuse en voz baja y airada-, teniendo en cuenta lo que hizo.

– Quizá incluso piense que está perturbada.

– No lo creerá, ¿verdad?

– No, no pienso que ninguna de las dos cosas explique por entero lo que le ocurre a Zoya. Esos términos son demasiado simplistas, demasiado superficiales. Yo creo que sus problemas se hallan en lo más hondo. En su historia. En las cosas que ha presenciado. En los recuerdos que ha reprimido.

Entonces lo miré fijamente y noté que palidecía un poco, no muy seguro de adonde quería llegar. No me imaginé ni un instante que Zoya le hubiese confiado los detalles de nuestro pasado, de su pasado, incluso aunque confiara en él. No era propio de ella. Y no pude evitar preguntarme si el doctor sabía que algo se le escapaba y pensaba que yo podría revelárselo si me guiaba por ese camino. Por supuesto, no me conocía; no entendía que yo jamás traicionaría a mi esposa.

– ¿A qué recuerdos se refiere? -pregunté por fin.

– Creo que los dos conocemos la respuesta, señor Yáchmenev, ¿no le parece?

Tragué saliva y apreté los dientes. No iba a admitir si era cierto o no.

– Lo que quiero saber -anuncié con determinación- es si debo continuar preocupándome por ella, vigilándola el día entero. Quiero saber si puede volver a ocurrir algo similar. Debo ir a trabajar todos los días, no puedo estar con ella constantemente.

– Resulta difícil decirlo, pero considero que no hay mucho motivo de preocupación. Voy a someterla a más sesiones, por supuesto, como paciente externa. Creo que puedo ayudarla a aceptar las cosas que la hacen sufrir. Su esposa tiene la falsa impresión de que la gente que intima con ella está en peligro; lo sabe, ¿verdad?

– Me lo ha mencionado, pero sólo por encima. Es algo que guarda celosamente en su interior.

– Me ha hablado de esos abortos que tuvo, por ejemplo. Y de ese amigo suyo, monsieur Raymer.

Asentí con la cabeza y bajé la vista un momento, inmerso en el recuerdo. Leo.

– Hay que conseguir que comprenda que no es responsable de ninguna de esas cosas -concluyó el doctor poniéndose en pie, con lo que indicó que nuestra entrevista había llegado a su fin-. Eso depende de mí, por supuesto, durante las sesiones como paciente externa. Y depende de usted, en su vida juntos.


Cuando entré en la sala, Zoya ya estaba vestida y esperándome, sentada en el borde de la cama, arreglada y formal con el sencillo vestido de algodón y el abrigo que le había llevado el día anterior. Alzó la vista y sonrió al verme ir hacia ella, y yo sonreí también y la estreché en mis brazos, contento de que los vendajes que cubrían las heridas casi curadas de sus brazos quedaran ocultos por las mangas del abrigo.

– Georgi -susurró, y se echó a llorar al advertir una expresión confusa en mi rostro-. Lo siento muchísimo, no pretendía hacerte daño.

– Tranquila, no pasa nada. -Fue una respuesta curiosa por mi parte, pues desde luego que pasaba algo-. Al menos ya puedes irte de aquí. Todo irá bien, te lo prometo.

Asintió con la cabeza y me cogió del brazo cuando salíamos de la sala.

– ¿Vamos a casa? -quiso saber.

A casa. Otra extraña expresión. ¿Dónde estaba, al fin y al cabo? No allí, en Londres. Y tampoco en París. Nuestra casa estaba a muchos kilómetros de distancia, en un sitio al que jamás podríamos regresar. No iba a mentirle contestando que sí.

– Volvemos a nuestro pequeño piso -respondí en voz baja-. Cerraremos la puerta y estaremos juntos, como siempre hemos debido estar. Sólo nosotros dos. Georgi Zoya.

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