La casa Ipátiev

Vista de cerca, la casa Ipátiev no resultaba especialmente intimidante.

La miré desde mi escondrijo, en el espeso bosque que rodeaba el hogar del comerciante, tratando de imaginar qué ocurría dentro de sus muros. Un grupo de alerces me proporcionaba un buen sitio para observar la casa sin ser visto; las ramas y la densa vegetación ofrecían cierta protección del frío, aunque lamenté no contar con un abrigo más pesado ni con los gruesos guantes de lana que me había dado el conde Charnetski en mis primeros días en San Petersburgo. Ante mí había una pequeña zona de hierba donde podía tenderme a reposar cuando se me cansaban las piernas y, más allá, varios metros de seto espeso que conducían a un sendero de gravilla paralelo a la fachada de la casa.

Me dije que ahí, en algún sitio, estaba reunida la familia imperial, prisionera del nuevo gobierno provisional; ahí, en algún sitio, estaba Anastasia.

Una docena de soldados fueron y vinieron a lo largo de la tarde, apoyándose contra las paredes mientras fumaban, hablaban y reían en pequeños grupos. En cierto momento apareció una pelota de fútbol, nada menos, y durante media hora todos se dedicaron a intentar marcarse goles; el portón de la verja servía de una portería y la pared opuesta, de otra. Casi todos eran jóvenes, de poco más de veinte años, aunque el oficial al mando, que aparecía de vez en cuando para estropearles el juego, era un hombre de más de cincuenta, bajo y musculoso, de ojos pequeños y conducta agresiva. Eran bolcheviques, por supuesto -sus uniformes lo atestiguaban-, pero desempeñaban sus obligaciones de forma despreocupada, mostrándose casi deliberadamente indiferentes ante la elevada jerarquía de sus prisioneros. Las cosas habían cambiado mucho desde la abdicación del zar. En el transcurso de mi odisea de dieciocho meses desde el vagón de tren en Pskov a la casa del propósito especial en Ekaterimburgo, había advertido que ya no se trataba a la familia imperial con el respeto y la deferencia que siempre habían merecido. Si algo hacía la gente era competir entre sí por soltar el insulto más obsceno, condenando públicamente al hombre que antaño consideraran nombrado por Dios para ocupar el trono. Por supuesto, ninguno había visto al zar en persona; de lo contrario, seguramente hubiesen albergado sentimientos distintos hacia él.

Lo que más me sorprendió, sin embargo, fue la displicente seguridad del lugar. En un par de ocasiones salí de mi escondite y anduve camino abajo, pasando ante la verja abierta, teniendo buen cuidado de no mirar a los ojos a nadie, y sólo merecí las miradas indiferentes de los soldados plantados en el sendero de entrada. Para ellos yo era sólo un muchacho, un empobrecido mujik con el que no valía la pena perder el tiempo. El portón permanecía abierto el día entero; en varias ocasiones entró y salió un coche. La puerta principal nunca se cerraba, y yo veía a través de los amplios ventanales de un salón de la planta baja cómo se congregaban los guardias para las comidas. Dado lo poco estricta que era la guardia, me pregunté por qué la familia no bajaría sin más para huir al pueblo que quedaba un poco más allá. A media tarde de mi primer día de vigilancia, mi mirada se vio atraída hacia una ventana del piso superior, donde una figura apareció de pronto muy cerca de las cortinas; supe de inmediato que aquella silueta pertenecía a la mismísima zarina, la emperatriz Alejandra Fédorovna. Pese a nuestra relación con frecuencia antagónica, el corazón me dio un vuelco al verla porque era una prueba, si necesitaba alguna, de que mi viaje había sido un éxito y los había encontrado al fin.

Al anochecer, me disponía a volver a la ciudad en busca de un sitio donde dormir cuando de pronto un perrillo salió corriendo por la puerta principal. Oí voces alteradas, la de una muchacha y la de un hombre, procedentes de la casa. Unos instantes después, la chica salió al sendero, mirando a derecha e izquierda con expresión irritada, y reconocí de inmediato a María, la tercera de las cuatro hijas del zar. Estaba llamando al terrier de la zarina, que para entonces había salido de la finca y cruzado el camino, y se hallaba a salvo entre mis brazos.

María recorrió el sendero con rapidez, llamando al perro, y el animal respondió ladrando. Al oírlo, la gran duquesa miró hacia el bosque y titubeó un instante antes de cruzar el camino y venir directo hacia mí.

– ¿Dónde estás, Eira? -llamó, acercándose más y más, hasta que estuvo a sólo un par de metros de mí en la oscuridad del bosque. Su tono era más nervioso ahora, como si intuyera que no estaba sola-. ¿Estás ahí?

– Sí -contesté, agarrándola del brazo para tirar de ella hacia los matorrales, donde fue a dar directamente contra mí.

Estaba demasiado asustada para gritar y, antes de que recobrara la voz, le tapé la boca con la mano y la sostuve con firmeza mientras se debatía en mis brazos. El perro cayó al suelo y empezó a escarbar la tierra entre gañidos. María giró un poco la cabeza y se le dilataron los ojos al verme, pero su cuerpo se relajó. Me había reconocido. Le dije que dejara de forcejear y que prometiera no gritar. Asintió con la cabeza y la solté.

– Te ruego me perdones, alteza -me apresuré a decir cuando retrocedió un paso, haciéndole una profunda reverencia para tranquilizarla-. Confío en no haberte hecho daño. Es que no podía arriesgarme a que gritaras y alertaras a los guardias.

– No me has hecho daño -contestó; se volvió hacia el perro y chistó para que dejara de gañir-. Me has sorprendido, eso es todo. No estoy segura de creer lo que estoy viendo. Georgi Danílovich, ¿de verdad eres tú?

– Sí -repuse con una sonrisa, encantado de verla de nuevo-. Sí, alteza, soy yo.

– Pero ¿qué haces aquí? ¿Cuánto tiempo llevas oculto entre estos árboles?

– Tardaría demasiado en explicártelo. -Miré hacia la casa para asegurarme de que nadie andaba buscándola-. Me alegra volver a verte, María -añadí, temiendo que fuera un comentario demasiado personal, pero me salió de lo más hondo del corazón-. Llevo buscando a tu familia… bueno, mucho tiempo.

– A mí también me alegra verte, Georgi -contestó con una sonrisa, y me pareció ver lágrimas en sus ojos.

Estaba más delgada; el vestido barato que llevaba le quedaba demasiado grande y le colgaba sin forma. Y hasta en la penumbra del bosque distinguí las marcadas ojeras que indicaban falta de sueño.

– Eres como una maravillosa visión del pasado; a veces tengo la sensación de que aquellos días no eran más que fruto de mi imaginación. Pero aquí estás. Nos has encontrado. -Su emoción era evidente y, sin previo aviso, me echó los brazos al cuello y me abrazó, un gesto de amistad, nada más, pero que aprecié sobremanera.

– ¿Estáis bien? -pregunté apartándome, con una sonrisa tan amplia como la suya, enternecido por el cariñoso reencuentro-. ¿Hay alguien herido? ¿Cómo está tu familia?

– Quieres decir que cómo está mi hermana, ¿no? -repuso sonriendo-. Cómo está Anastasia.

– Sí -admití ruborizándome un poco, sorprendido de que adivinase mis pensamientos-. Claro que tú ya lo sabías…

– Oh, sí, ella me lo dijo hace mucho tiempo. Pero no te preocupes, no se lo he contado a nadie. Después de lo que le pasó a Serguéi Stasyovich… -Alzó la vista con rapidez y sus ojos fueron de un lado a otro en la oscuridad. Su tono se llenó de pronto de emoción y esperanza-. No estará aquí también, ¿verdad? Oh, por favor, dime que lo has traído contigo…

– Lo siento. No lo he visto desde el día que se marchó de San Petersburgo.

– El día que lo echaron de allí, querrás decir.

– Sí, desde entonces. ¿No te ha escrito?

– Si lo ha hecho, no me han entregado sus cartas. Rezo todos los días por que esté bien y logre encontrarme. Imagino que él también anda buscándome. Pero no puedo creer que estés aquí, mi querido y viejo amigo. Sólo que… ahora que estás aquí, ¿a qué has venido?

– Quiero ver a Anastasia. Quiero ayudar a tu familia.

– No hay nada que puedas hacer. En realidad, nadie puede hacer nada.

– Pero no lo entiendo, alteza. Acabas de salir de ahí. Los soldados no han venido en tu busca. ¿Les importa siquiera que vuelvas?

– Les he dicho que iba por el perro de mi madre.

– ¿Y no les ha preocupado? ¿Te han dejado marchar sin más?

– ¿Por qué no? ¿Adónde podría ir, al fin y al cabo? ¿Adónde podría ir cualquiera de nosotros? Mi familia está ahí dentro. Mis padres están en el piso de arriba. Saben que volveré. Nos dan toda la libertad que queramos, excepto la de abandonar Rusia, por supuesto.

– Eso no tardará en suceder. Estoy seguro.

– Sí, yo también lo creo. Mi padre dice que iremos todos a Inglaterra. Le escribe al tío Jorge casi a diario para hablarle de nuestra difícil situación, pero no ha habido respuesta. No sabemos si despachan las cartas. ¿Te has enterado de algo al respecto?

– No, de nada. Sólo sé que los bolcheviques esperan el momento adecuado para sacar a tu familia del país. No os quieren aquí, de eso no hay duda. Pero creo que esperan a que sea seguro.

– Ojalá sea pronto. Yo ya no quiero ser gran duquesa, y mi padre ya no quiere ser zar. Todo eso ya no nos importa. Al fin y al cabo, no son más que palabras. Todo cuanto queremos es marcharnos y que nos devuelvan la libertad.

– Ese día llegará, María. Estoy seguro. Pero, por favor, tienes que decirme cuándo podré ver a Anastasia.

Ella se volvió hacia la casa, de donde había salido uno de los soldados, que miró alrededor bostezando. Permanecimos en silencio mientras él encendía un cigarrillo, se lo fumaba y luego regresaba al interior.

– Le diré a Anastasia que estás aquí. Todavía dormimos juntas. Hablaremos esta noche, te lo prometo. No te marchas pronto, ¿verdad?

– Nunca me marcharé -declaré-. Sin tu familia no.

– Gracias, Georgi -repuso sonriendo, y bajó la vista un instante para fijarla en Eira, que nos observaba en silencio-. Mira, hay un grupo de cedros ahí enfrente. -Señaló hacia la oscuridad, más allá de la casa, camino arriba-. Ve allí y espera. Volveré dentro y le diré a Anastasia dónde estás. Puede tardar unos minutos o pueden pasar horas antes de que consiga salir, pero espérala y te prometo que irá.

– Esperaré toda la noche si hace falta.

– Muy bien. Se pondrá contentísima. Y ahora será mejor que me vaya, antes de que vengan en mi busca. Espérala en los cedros, Georgi. No tardará en reunirse contigo.

Asentí, y María cogió al perro de la zarina y cruzó corriendo la carretera; sólo miró atrás un momento antes de entrar. Esperé hasta comprobar que nadie observaba, y entonces me incorporé, me sacudí el polvo de la ropa y recorrí rápidamente el sendero en la dirección que María había indicado, con el corazón latiendo más deprisa ante la perspectiva de ver a Anastasia de nuevo.


Cuando desperté, ya era de día. Abrí los ojos, vislumbré retazos de cielo azul entre las ramas de los árboles, y por un momento no supe dónde estaba. Un instante después, recordé los acontecimientos de la tarde anterior y me senté, alarmado. De inmediato sentí un agudo dolor en la base de la columna, provocado sin duda por la incómoda postura en que había dormido.

Había esperado a Anastasia junto a los cedros durante horas, pero finalmente me había vencido el sueño. ¿Y si ella había salido mientras yo dormía? Enseguida desestimé la idea, pues en ese caso sin duda habría descubierto mi escondite y me habría despertado. Me puse en pie y anduve de aquí para allá unos minutos, tratando de aliviar el dolor masajeándome la espalda; no tardé en sentir punzadas de hambre, pues no había comido nada en más de un día.

Al regresar por el camino, titubeé ante los muros de la casa Ipátiev y alcé la vista hacia las ventanas superiores. No se oían voces en el interior. Al pasar ante el portón reparé en un soldado que cambiaba el neumático de un coche, y me acerqué con cautela.

– Camarada -le dije.

Él levantó la vista, protegiéndose los ojos del sol, y me miró de arriba abajo con desdén apenas disimulado.

– ¿Quién eres? ¿Qué quieres, chico?

– Unos cuantos rublos, si los tienes. Llevo días sin comer. Agradeceré mucho lo que puedas darme.

– Vete a pedir a otro sitio -espetó, haciendo ademán de que me fuera-. ¿Qué te has creído que es esto?

– Por favor, camarada. Voy a morirme de hambre.

– Mira… -Se puso en pie para enjugarse la frente con la mano, dejándose una mancha alargada de aceite sobre los ojos-. Ya te he dicho que…

– Puedo hacer eso por ti, si quieres -propuse-. Sé cambiar un neumático.

Titubeó y bajó la vista unos instantes, considerando el ofrecimiento. Supuse que llevaba bastante rato intentando en vano realizar la tarea. Junto al coche había un gato y una llave inglesa, pero aún no había quitado los tornillos de la rueda.

– ¿Sabes hacerlo?

– Por el precio de una comida.

– Hazlo bien y te daré para un plato de borsch. Pero date prisa. Quizá necesitemos este coche más tarde.

– Sí, señor -dije, viendo cómo se alejaba.

Me agaché y examiné lo poco que había hecho hasta el momento: meter el gato bajo el bastidor para levantar el coche. Perdida la costumbre de estímulos mentales como aquél, no tardé en enfrascarme en la labor. De hecho, tan absorto estaba que ni siquiera oí las pisadas que se acercaban. Y entonces, cuando alguien pronunció mi nombre con asombro, la sorpresa me hizo dar un respingo y el gato resbaló y me arañó los nudillos de la mano. Solté un improperio, pero al alzar la vista mi rabia se disipó de inmediato.

– Alexis.

– Georgi -respondió, y miró hacia la casa para comprobar que nadie nos observaba-. ¿Has venido a verme?

– Sí, amigo mío. -Entonces me emocioné súbitamente. No me había percatado de cuánto me importaba aquel chico-. Es increíble que esté aquí, ¿verdad?

– Llevas barba.

– Pero no es gran cosa -respondí, frotándome la escasa barba-. Desde luego no es tan impresionante como la de tu padre.

– Te veo distinto.

– Mayor, quizá.

– Más flaco -puntualizó-. Y más pálido. No tienes buen aspecto.

Reí sacudiendo la cabeza.

– Gracias, Alexis. Siempre puedo confiar en ti para que me hagas sentir mejor.

Me observó unos instantes como intentando descifrar qué quería decir, pero luego una gran sonrisa le iluminó el rostro al comprender que sólo le tomaba el pelo.

– Lo siento -dijo.

– ¿Cómo te encuentras? Ayer vi a tu hermana, ¿lo sabías?

– ¿A cuál?

– A María.

Soltó un bufido y sacudió la cabeza.

– Odio a mis hermanas.

– Alexis, no digas eso, por favor.

– Pero es verdad. Nunca me dejan en paz.

– Aun así, te quieren muchísimo.

– ¿Puedo ayudarte a cambiar el neumático? -preguntó, observando la tarea a medias.

– Puedes mirar. ¿Por qué no te sientas ahí?

– ¿No puedo ayudarte?

– Puedes asumir el mando -propuse-. Puedes ser mi supervisor.

Asintió con la cabeza y se sentó en una roca que tenía detrás, para charlar conmigo mientras trabajaba. No parecía especialmente sorprendido de verme allí; ni siquiera me preguntó al respecto. Parecía tomarlo con naturalidad.

– Te has hecho sangre, Georgi -comentó señalando mi mano.

Bajé la vista y, en efecto, tenía un hilo de sangre coagulándose sobre los nudillos, donde me había rasguñado el gato.

– Ha sido culpa tuya -sonreí-. Me has sobresaltado.

– Y has dicho una palabrota.

– Así es -admití.

– Has dicho…

– Alexis -le advertí frunciendo el entrecejo.

Cogí la llave inglesa y continué trabajando; ansiaba hablar con él, pero preferí no hacerle preguntas demasiado deprisa, no fuera a volver corriendo al interior para anunciar a los demás mi presencia.

– Y tu familia… -me aventuré por fin-. ¿Están todos en la casa?

– Están arriba. Mi padre está escribiendo cartas. Olga está leyendo alguna estúpida novela. Mi madre les está dando clases a mis otras hermanas.

– ¿Y tú? ¿Por qué no estás tú también en clase?

– Yo soy el zarévich -contestó encogiéndose de hombros-. He elegido no participar.

Le sonreí y asentí, compadeciéndolo. Ni siquiera comprendía que ya no era zarévich, que era simplemente Alexis Nikoláievich Romanov, un niño con tan poco dinero o tan poca influencia como yo.

– Me alegra que estéis todos bien. Echo de menos nuestros tiempos en el Palacio de Invierno.

– Yo echo de menos el Standart-repuso, pues el barco imperial siempre había sido su residencia real favorita-. Y también mis juguetes y mis libros. Aquí tenemos muy pocos.

– Pero ¿has estado bien desde que llegaste a Ekaterimburgo? ¿No has sufrido ningún contratiempo?

– No. Mi madre no me deja salir mucho. El doctor Féderov está aquí también, por si acaso, pero he estado bien, gracias.

– Me alegra oírlo.

– ¿Y a ti, Georgi Danílovich, qué tal te ha ido? ¿Sabes que ya tengo trece años?

– Sí, lo sé. Conmemoré tu cumpleaños el pasado agosto.

– ¿De qué manera?

– Encendí una vela por ti. -Me acordé del día que había caminado casi ocho horas para encontrar una iglesia donde conmemorar el nacimiento del zarévich-. Encendí una vela y recé por que estuvieras sano y salvo, y rogué que Dios te protegiera de todo mal.

– Gracias -contestó con una sonrisa-. El mes que viene cumpliré catorce. ¿Harás lo mismo entonces?

– Sí, por supuesto. Lo haré el doce de agosto de cada año mientras viva.

Alexis asintió con la cabeza y miró el patio. Pareció sumirse en sus pensamientos y no dije nada para no molestarlo; me limité a seguir con mi tarea.

– ¿Podrás quedarte aquí, Georgi? -preguntó por fin.

Lo miré y negué con la cabeza.

– No lo creo. Uno de los soldados me ha dicho que me daría unos rublos si cambiaba este neumático.

– ¿Y qué harás con ellos?

– Comer.

– ¿Vendrás después? No tenemos a nadie que nos proteja, ya sabes.

– Ahora os protegen los soldados. Para eso están aquí, ¿no?

– Eso nos dicen, sí. -Frunció el entrecejo, pensativo-. Pero no les creo. Me parece que no les gustamos. Desde luego, a mí ellos no me gustan. Les oigo decir cosas terribles. De mi madre, de mis hermanas. No nos muestran respeto. Olvidan cuál es su sitio.

– Pero debes escucharlos, Alexis -dije, preocupado por su seguridad-. Si te portas bien con ellos, te tratarán bien.

– Ahora todo el mundo me llama Alexis.

– Acepta mis disculpas, señor -repuse inclinando la cabeza-. Alteza.

Se encogió de hombros como si en realidad no tuviera importancia, pero advertí que estaba muy confuso con su nueva condición.

– Tú también tienes hermanas, ¿verdad, Georgi?

– Sí. Tenía tres. Pero no sé qué ha sido de ellas. No las he visto desde que me marché de Kashin.

– Así pues, entre los dos tenemos siete hermanas y ningún hermano.

– Exacto.

– Es raro, ¿verdad?

– Un poco.

– Siempre quise tener un hermano -musitó mirando el suelo. Recogió unos guijarros del sendero y se los pasó de una mano a otra.

– Nunca me lo habías contado -me sorprendí.

– Bueno, pues es verdad. Siempre pensé que estaría bien tener un hermano mayor. Alguien que cuidara de mí.

– Entonces el zarévich habría sido él, no tú.

– Sí, lo sé. Habría sido maravilloso.

Fruncí el entrecejo, asombrado de que dijera eso.

– ¿Y tú, Georgi, nunca quisiste un hermano?

– Pues no. Nunca lo pensé. Tuve un amigo una vez, Kolek Boríavich… crecimos juntos. Era como un hermano para mí.

– ¿Y dónde está ahora? ¿Luchando en la guerra?

– No; murió.

– Lo lamento.

– Sí, bueno, fue hace mucho tiempo.

– ¿Cuánto?

– Casi tres años.

– Eso no es tanto tiempo.

– A mí me parece toda una vida. Bueno, tú no tienes un hermano y Kolek Boríavich está muerto, pero tú y yo estamos vivos. Quizá yo podría ser un hermano mayor para ti, Alexis. ¿Qué te parecería?

Se quedó mirándome.

– Pero eso es imposible -dijo poniéndose en pie-. Al fin y al cabo, tú eres sólo un mujik y yo soy el hijo del zar.

– Sí -admití con una sonrisa. No pretendía ofenderme, pobre chico. Era simplemente la forma en que lo habían educado-. Sí, es imposible.

– Pero podemos ser amigos -se apresuró a añadir, como advirtiendo que había dicho algo indebido-. Siempre seremos amigos, Georgi, ¿verdad?

– Sí, por supuesto. Y cuando te marches de aquí, seguiremos siendo grandes amigos para siempre. Te lo prometo.

Me sonrió otra vez y negó con la cabeza.

– Nunca nos iremos de aquí, Georgi Danílovich -dijo con firmeza-. ¿No lo sabes?

Titubeé, desconcertado por su convicción, pensando en cómo tranquilizarlo, pero entonces miré hacia la casa y vi que María se dirigía rápidamente hacia nosotros.

– Alexis -dijo, cogiéndolo del brazo-, conque estás aquí. Te estaba buscando.

– María, mira, es Georgi Danílovich.

– Ya lo veo -respondió ella, mirándome a los ojos antes de volverse hacia su hermano-. Vuelve a la casa. Padre pregunta por ti. Pero no le digas con quién estabas hablando, ¿entendido?

– ¿Por qué? Querrá saberlo.

– Podemos decírselo después, pero ahora no. Lo reservaremos como una sorpresa especial. Alexis, confía en mí, ¿de acuerdo?

– Vale -repuso el niño encogiéndose de hombros-. Bueno, adiós, Georgi -se despidió, tendiéndome la mano con formalidad, como hacía ante generales y príncipes; yo se la estreché con energía, sonriendo.

– Adiós, Alexis. Nos veremos después, estoy seguro.

Asintió con la cabeza y echó a correr hacia la casa.

María se giró hacia mí.

– Lo siento, Georgi. Se lo dije a Anastasia y ella quería ir, por supuesto. Pero los soldados estuvieron jugando a las cartas toda la noche y no pudo bajar.

– ¿Y dónde está ahora?

– Con nuestra madre. Está desesperada por verte. Yo he podido salir. Me dirigía a los cedros en tu busca. Anastasia me ha pedido que te diga que acudirá esta noche, muy tarde. Te promete que, pase lo que pase, irá.

Esperar medio día más parecía una tortura, pero lo cierto es que había esperado mucho tiempo, más de dieciocho meses; podría aguantar unas horas más.

– Muy bien. Allí. -Señalé el grupo de árboles donde había pernoctado-. Estaré allí a partir de medianoche y…

– No; más tarde todavía. Ve sobre las dos de la madrugada. Para entonces todos estarán durmiendo. Ella acudirá a verte, te lo prometo.

– Gracias, María.

– Ahora deberías irte de aquí -me advirtió, mirando alrededor con inquietud-. Si mis padres te ven… bueno, cuanta menos gente sepa que estás aquí, mejor.

Se inclinó para besarme en las mejillas antes de regresar a la casa. La observé alejarse, sintiéndome tremendamente agradecido. Nunca llegué a conocerla bien mientras servía a la familia, pero había sido buena conmigo, y Serguéi Stasyovich la amaba. Miré alrededor, pensando si esperar a que el soldado volviera y me pagara, pero no había rastro de él y decidí alejarme de allí.

Cuando salía por el portón, oí unas pisadas que corrían por la gravilla hacia mí. Me di la vuelta y vi a Alexis, que no mostró indicios de parar, de forma que abrí los brazos y él se arrojó en ellos para abrazarme con fuerza, rodeándome el cuello, sin tocar el suelo con los pies.

– Quería que supieras… -empezó, y la voz le tembló como si intentara tragarse las lágrimas-. Quería que supieras que puedes ser mi hermano, si quieres. Siempre que me dejes ser el tuyo.

Entonces se separó y me miró a los ojos, y yo sonreí asintiendo con la cabeza. Fui a decir que sí, que me llenaría de orgullo ser su hermano, pero él no necesitaba más: ya se estaba alejando de vuelta a la casa, de vuelta al corazón de su familia.

Los minutos pasaban muy despacio.

No tenía reloj, así que entré en una pequeña taberna del pueblo a preguntar la hora. Las dos y diez. Me quedaba medio día de espera. Me pareció una eternidad. Me paseé por las calles con creciente inquietud. Pasé lo que se me antojaron horas vagando sin rumbo, antes de volver a la taberna a preguntar de nuevo la hora.

– ¿Qué te has creído que soy, chico, un reloj? -exclamó el tabernero-. Vete a molestar a otro con tus preguntas.

– Por favor -insistí-. ¿No puede…?

– Son casi las tres en punto -espetó-. Ahora lárgate de aquí y no vuelvas.

Sin embargo, poco después pareció que Dios me sonreía, porque al doblar una esquina capté un destello metálico en el suelo. Agucé la mirada para ver de qué se trataba, pero no conseguí localizarlo, así que volví sobre mis pasos hasta que vislumbré el brillo una vez más. Acercándome con cautela, recogí un sujetapapeles que había quedado medio enterrado en el polvo y que sujetaba un fajo de billetes, no muchos, pero más de los que había visto en mucho tiempo. Algún desafortunado debía de haberlos perdido; podía haber sucedido sólo unos minutos antes o días atrás, no había modo de saberlo. Miré alrededor para comprobar si alguien me había visto, pero nadie me prestaba atención, de modo que me metí el dinero en el bolsillo, entusiasmado con mi buena suerte. Podría habérselo entregado a un soldado, por supuesto, o haber ido al ayuntamiento para que se lo devolvieran a su legítimo propietario, pero no hice ninguna de esas cosas. Hice lo que habría hecho cualquiera en mi empobrecida y hambrienta situación: me lo quedé.

– ¡Son las tres y cuarto! -bramó el dueño de la taberna cuando volví a entrar, pero yo le mostré un billete para que supiera que no estaba allí sólo para molestarlo-. Ah -añadió sonriendo-, eso lo cambia todo.

Me senté, pedí comida y algo de beber, y me esforcé en no preguntar qué hora era cada pocos minutos. Ahora que mi viaje de año y medio había concluido, ahora que Anastasia y yo íbamos a reencontrarnos por fin, una sola cuestión me rondaba la cabeza: ¿qué haría cuando volviésemos a estar juntos?

Los bolcheviques no iban a dejarla salir de la casa Ipátiev para irse conmigo. Y aunque así fuera, ¿adónde iríamos? No; lo más probable era que nos viésemos durante unos minutos, una hora con suerte, y luego ella tendría que regresar con su familia. ¿Y qué haría yo después: volver cada noche a verla? ¿Planear un encuentro clandestino tras otro? No; tenía que haber una solución más sensata.

Me dije que a lo mejor podría salvarlos. Quizá encontrara una forma de sacar a la familia entera, atravesar clandestinamente Rusia y dirigirnos a Finlandia, desde donde podrían huir a Inglaterra. Sin duda habría simpatizantes por el camino que protegerían a los miembros de la familia imperial, que mentirían por ellos, que morirían por ellos de ser necesario. Y si tenía éxito, el zar no podría negarme la mano de su hija, pese a nuestra diferencia de rango.

Era una idea valiente y loable, pero no se me ocurría cómo llevarla a cabo. Todos los soldados iban armados con fusiles, mientras que yo sólo contaba con unos cuantos billetes encontrados en la calle. Era poco probable que los bolcheviques y el Gobierno del Pueblo fueran a permitir que sus bienes más preciados huyeran del país sin más para crear una corte rusa en el exilio. No; se aferrarían a ellos para siempre, los mantendrían recluidos, ocultos del mundo. Los zares ya no volverían a tener una corte, pasarían el resto de su vida bajo vigilancia en Ekaterimburgo. Sus hijos envejecerían allí. Los tendrían escondidos el resto de sus días, sin permitirles casarse ni tener hijos, y la dinastía Romanov llegaría a su fin natural. Cincuenta, quizá sesenta años más, y habrían desaparecido.

Era inconcebible, pero también la explicación más probable. El mero hecho de pensarlo me deprimió terriblemente. Las horas pasaron, el sol se puso, salí de la taberna y vagué por las calles otra vez, alejándome una hora en una dirección para que me costara una hora más regresar. No sentí cansancio, pues esa noche estaba completamente alerta. Llegaron las nueve y pasaron; luego las diez, las once. Se acercaba la medianoche. Ya no pude esperar más.

Me encaminé hacia allí.

Si la casa no parecía especialmente opresiva durante el día, por la noche adquiría un aspecto distinto, con las inquietantes sombras moteadas que proyectaba la luna sobre paredes y verjas. Los guardias, que se habían turnado para recorrer el sendero con aparente despreocupación, brillaban ahora por su ausencia. El portón estaba cerrado y había un camión en el centro del sendero, con la carga, si llevaba alguna, oculta por una lona. Titubeé en la extensión de hierba de enfrente, mirando con nerviosismo mientras me preguntaba qué estaría pasando dentro de la casa. Al cabo de unos minutos, temiendo que los soldados volvieran y me encontraran allí plantado, me dirigí al grupo de árboles donde le había dicho a María que esperaría, y confié en que Anastasia no tardara en salir en mi busca.

No había pasado mucho rato cuando se encendieron las luces del salón de la planta baja, y lo que pareció la dotación entera de soldados entró en la estancia. No llevaban uniforme de bolcheviques, sino la vestimenta sencilla de los campesinos locales, con el fusil al hombro, como siempre. En lugar de dividirse como yo esperaba -unos a dormir, otros a trabajar y otros a vigilar-, se sentaron en torno a la mesa y centraron la atención en un soldado algo mayor que parecía al mando y que les habló; todos escucharon en silencio.

Instantes después, oí crujir la gravilla del sendero. Me agazapé aún más en la espesura e intenté ver quién había salido. Pero estaba muy oscuro y el camión me tapaba la visión, así que no logré distinguir a nadie, sólo a los soldados del salón. Contuve el aliento, y sí, ahí estaba otra vez: unos pies caminaban con cautela sobre las piedrecillas, haciéndolas crujir.

Alguien había salido de la casa.

Agucé la mirada pensando que era Anastasia, pero me resistí a llamarla incluso en susurros, pues si estaba equivocado delataría mi presencia. Sólo me quedaba esperar. El corazón me palpitaba y, pese al frío de la noche, el sudor me perlaba la frente. Algo andaba mal. Me pregunté si debía arriesgarme y cruzar el camino, pero antes de que pudiera decidirme, todos los guardias se levantaron a la vez y extendieron el brazo derecho hacia el centro de la habitación, poniendo una mano sobre otra antes de separarse y formar una fila en silencio. Dos hombres, el que había hablado y otro, abandonaron el salón; a través de la puerta principal entreabierta los vi subir por la escalera que se alzaba en el centro de la casa.

Eché otro vistazo al sendero tratando de distinguir a la persona que había salido, pero ahora todo estaba en silencio. Quizá sólo había sido el terrier de la zarina, me dije, u otro animal. A lo mejor sólo lo había imaginado. No importaba; si antes había alguien allí, ahora ya no estaba.

En una ventana del piso superior se encendió una luz. Oí voces allí arriba, un murmullo, y entonces se reflejó una sombra en la cortina, la de un grupo de personas apiñadas como una sola, que se fueron separando para dirigirse, una por una, hacia la puerta.

Me moví rápidamente hacia la izquierda para ver la escalera a través de los árboles. Un instante después apareció la gran duquesa Olga, seguida por un grupito que no conseguí distinguir, pero sin duda eran sus hermanos: María, Tatiana, Anastasia y Alexis. Los vi sólo brevemente mientras bajaban, antes de desaparecer por un lado de la planta baja. Supuse que los separaban de sus padres para llevarlos a otro sitio. Al fin y al cabo, eran jóvenes y no habían cometido crimen alguno. A lo mejor les estaban permitiendo marcharse.

Pero no; el vestíbulo permaneció desierto sólo un minuto, hasta que aparecieron el zar y la zarina y empezaron a bajar la escalera, despacio, apoyándose uno en el otro, aparentemente sin fuerzas, escoltados por dos soldados que los guiaron en la misma dirección que habían tomado sus hijos.

Siguió un silencio absoluto. Los soldados que quedaban en el salón se levantaron y salieron lentamente -el último apagó la luz-, y entonces también siguieron a sus camaradas y desaparecieron de la vista.

En ese momento me sentí muy solo. El mundo semejaba un sitio perfectamente silencioso y apacible, salvo por el leve susurro de las hojas en lo alto, movidas por la brisa. Había cierta belleza en aquel lugar, la sensación de que todo iba bien en nuestro país y de que todo iría bien para siempre; cerré los ojos y permití que mi mente recapitulara. La casa Ipátiev estaba sumida en la oscuridad. La familia se había desvanecido. Los soldados se habían esfumado. No se veía ni oía a quienquiera que hubiese recorrido el sendero de gravilla. Y yo estaba solo, asustado, perdido, enamorado. Una abrumadora oleada de cansancio me invadió con la fuerza de un huracán; me dije que podía tumbarme ahí mismo en la hierba, cerrar los ojos, dormir y confiar en que llegara la eternidad. Sería muy fácil rendirse ahora, poner mi alma en manos de Dios, permitir que el hambre y la privación me alcanzaran y me llevaran a un sitio lleno de paz, donde podría plantarme ante Kolek Boríavich y decirle que lo sentía.

Donde podría arrodillarme ante mis hermanas y decirles que lo sentía.

Donde podría esperar a que mi amada viniese a mí y decirle que lo sentía.

Anastasia.

Durante un instante más, el mundo permaneció en perfecto silencio.

Y entonces resonaron los disparos.

Primero fue uno, repentino, inesperado. Me estremecí. Abrí los ojos. Me incorporé y me quedé paralizado. Instantes después hubo una segunda detonación, que me dejó sin aliento. Luego sonaron tiros y más tiros, como si los bolcheviques estuviesen vaciando todas sus armas. El ruido fue tremendo. No pude moverme. Restallaron destellos, una y otra vez, cientos, a la izquierda de la escalera y al son de las armas. Diversas posibilidades acudieron a mi mente en tropel. Fue tan inesperado que no pude hacer más que quedarme donde estaba, preguntándome si el mundo entero habría llegado a su fin.

Tardé quince o veinte segundos en poder respirar de nuevo, y entonces traté de ponerme en pie. Tenía que verlo, tenía que ir allí, tenía que ayudarlos, fuera lo que fuese lo que había pasado. Me levanté por fin, pero antes de que pudiese dar un paso hubo un gran revuelo en los árboles y alguien se arrojó sobre mí y me derribó al suelo, donde quedé despatarrado, preguntándome qué ocurría. ¿Me habían disparado? ¿Era ése el momento de mi muerte?

Pero esa confusión sólo duró un instante, y retrocedí arrastrándome, escudriñando la oscuridad para ver quién estaba a mi lado. Vi quién era y solté un grito ahogado.

– ¡Georgi! -exclamó.

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