1919

Quizá suene extraño o anticuado, pero en París Zoya y yo alquilamos habitaciones en casas distintas en las colinas de Montmartre, con vistas opuestas, de forma que ni siquiera podíamos despedirnos con la mano al irnos a dormir por las noches o lanzarnos un beso como último acto del día. Desde su cuarto, Zoya veía la cúpula blanca de la basílica del Sacré Coeur, donde el santo nacional había muerto decapitado, como mártir por su país. Veía las multitudes que ascendían las empinadas escalinatas hacia la entrada con tres arcadas, oía charlar a la gente que pasaba bajo su ventana, yendo y viniendo a sus puestos de trabajo. Yo veía las cumbres de Saint Pierre de Montmartre, cuna de los jesuitas, y si estiraba el cuello alcanzaba a ver a los artistas que plantaban el caballete en su estudio callejero todas las mañanas, con la esperanza de ganarse unos francos para una frugal comida. No pretendíamos rodearnos de tanta religión, pero en el distrito dix-huitième los alquileres eran baratos y dos rusos podían pasar inadvertidos sin suscitar comentarios en una ciudad que ya bullía de refugiados. La guerra llegó a su fin durante esos meses, cuando empezaron a firmarse tratados de paz en Budapest, Praga, Zagreb, y luego, por fin, en un vagón de tren en Compiègne, pero los cuatro años anteriores habían generado una avalancha de decenas de miles de europeos hacia la capital francesa, llevados allí por el avance de los hombres del káiser en sus patrias. Aunque esas cifras empezaban a menguar para cuando llegamos, no nos costó fingir que sólo éramos dos exiliados más que se habían visto obligados a viajar hacia el oeste, y nadie cuestionó nunca la veracidad de la historia que habíamos urdido.

Cuando llegamos a la ciudad tras un doloroso y aparentemente interminable trayecto desde Minsk, cometí el error de suponer que Zoya y yo viviríamos juntos como marido y mujer. La idea rondaba mis pensamientos mientras mi tierra natal quedaba atrás para verse reemplazada por ciudades, ríos y cordilleras sobre los que sólo había leído, y la verdad es que me sentía a un tiempo inquieto y emocionado. Pasé gran parte del viaje decidiendo las palabras correctas con que abordar el tema.

– Sólo necesitamos un piso pequeño -propuse a unos quince kilómetros de París, sin atreverme a mirar a Zoya, no fuera a advertir mi nerviosismo-. Una salita de estar con cocina adosada. Un baño pequeño, si tenemos suerte. Y un dormitorio, por supuesto -añadí, sonrojándome.

Zoya y yo aún no habíamos hecho el amor, pero yo tenía la ferviente esperanza de que nuestra vida en París nos proporcionara no sólo independencia y la oportunidad de volver a empezar, sino también una introducción en los placeres del mundo sensual.

– Georgi -contestó, negando con la cabeza-. No podemos vivir juntos, ya lo sabes. No estamos casados.

– Sí, claro -repuse, con la boca tan seca que se me pegaba la lengua al paladar-. Pero corren nuevos tiempos para nosotros, ¿no es así? Aquí no conocemos a nadie, sólo nos tenemos el uno al otro. Pensaba que quizá…

– No, Georgi -me interrumpió con firmeza, mordiéndose un poco el labio-. Eso no. Todavía no. No puedo.

– Entonces… entonces nos casaremos -sugerí, sorprendido porque no se me hubiese ocurrido antes-. Pero si eso es lo que siempre he querido hacer… ¡Nos convertiremos en marido y mujer!

Ella me miró boquiabierta, y por primera vez desde que se arrojara en mis brazos una semana antes, rió y puso los ojos en blanco, no para insinuar que era un loco, sino que mi propuesta era una locura.

– Georgi, ¿me estás pidiendo que me case contigo?

– Sí, te lo pido -afirmé con una gran sonrisa-. Quiero que seas mi esposa.

Traté de arrodillarme como exigía la tradición, pero el espacio entre los bancos del compartimento del tren era demasiado estrecho para que resultara elegante. Al final conseguí hincar una rodilla en el suelo, pero tuve que doblar el cuello para mirarla.

– Todavía no tengo anillo que ofrecerte, pero mi corazón te pertenece. Hasta la última parte de mi ser te pertenece, ya lo sabes.

– Sí, lo sé -contestó, tirando de mí para levantarme, y luego me empujó con suavidad para que me sentara-. Pero ¿me lo estás pidiendo para que podamos… para que…?

– ¡No! -exclamé, molesto porque tuviera tan mala opinión de mí-. No, Zoya, no es por eso. Te lo pido porque quiero pasar mi vida contigo. Todos mis días y mis noches. Para mí no existe nadie más en este mundo, debes saber que es así.

– Y para mí tampoco existe nadie más, Georgi -musitó-. Pero no puedo casarme contigo. Todavía no.

– ¿Por qué no? -pregunté, conteniendo la irritación-. Si nos queremos, si estamos juntos, entonces…

– Georgi… piensa un poco, por favor. -Apartó la vista después de susurrar esas palabras, y me sentí avergonzado de inmediato.

Por supuesto, ¿cómo podía ser tan insensible? Era absolutamente inapropiado por mi parte sugerir nuestra unión en esos momentos, pero yo era joven, rezumaba amor y no deseaba otra cosa que estar con ella para siempre.

– Lo siento -murmuré-. Lo he dicho sin pensar. Ha sido desconsiderado por mi parte -añadí, y advertí que ella estaba al borde de las lágrimas-. No volveré… no volveré a hablar de este asunto. Hasta que llegue el momento adecuado -apostillé, pues quería dejar claro que no iba a olvidarme del tema-. ¿Tengo tu permiso, Zoya, para volver a mencionarlo? ¿En el futuro?

– Viviré esperando que lo hagas -contestó sonriendo de nuevo.

Pensé que eso suponía que estábamos comprometidos, y mi corazón se llenó de alegría.

Y así llegamos a las colinas de Montmartre y llamamos a puertas distintas en busca de habitaciones de alquiler. No teníamos equipaje, ni otra ropa que los andrajos que vestíamos. Carecíamos de pertenencias. Disponíamos de muy poco dinero. Habíamos llegado a un país extraño para empezar de cero, y cada posesión que tuviésemos a partir de entonces haría referencia a esa nueva existencia. De hecho, no conservábamos nada de nuestra antigua vida, excepto nosotros mismos.

Pero me pareció que con eso bastaría, sin duda.

Ese invierno celebramos la Navidad dos veces.

A mediados de diciembre, nuestros amigos Leo y Sophie nos mandaron una invitación para cenar con ellos el 25, el día tradicional de la celebración cristiana, en su piso cerca de la place du Tertre. Me preocupó cómo afrontaría Zoya una festividad como ésa y le propuse olvidarnos de la Navidad y pasar la tarde paseando por las riberas del Sena, los dos solos, disfrutando de la rara paz que ofrecería el día.

– Pero yo quiero ir, Georgi -dijo, sorprendiéndome con su entusiasmo-. ¡Suena muy divertido por lo que cuentan! Y no nos vendría mal un poco de diversión, ¿no crees?

– Por supuesto -respondí, contento con su reacción, pues yo también quería ir-. Pero sólo si estás segura. Puede ser un día difícil, nuestra primera Navidad desde que dejamos Rusia.

– Me parece… -Titubeó un instante, reflexionando-. Me parece que puede ser buena idea pasarla con amigos. Así habrá menos tiempo para pensar en cosas tristes.

En los cinco meses que llevábamos viviendo en París, la personalidad de Zoya había empezado a cambiar. En Rusia ya era vivaz y divertida, desde luego, pero en París comenzó a bajar la guardia más y más y daba rienda suelta a su entusiasmo. El cambio le sentaba bien. Seguía siendo austera, pero se había abierto más a los placeres que el mundo brindaba, aunque con nuestra posición económica, lastimosa, podíamos aprovechar bien pocos. Sin embargo, había momentos, muchos momentos, en que su dolor volvía a la superficie, en que aquellos recuerdos terribles derribaban las barricadas de su memoria y la dejaban abatida. En esas ocasiones prefería quedarse sola, y no sé cómo luchaba para abrirse paso en la oscuridad. Había mañanas en que nos encontrábamos para desayunar y aparecía pálida y con grandes ojeras; yo le preguntaba cómo estaba y ella evitaba mis preguntas, diciendo que no valía la pena hablar, que simplemente no había podido dormir. Si yo insistía, ella cambiaba de tema, molesta. Aprendí a dejarle espacio para enfrentarse a esos horrores por sí misma. Ella sabía que yo estaba ahí; sabía que la escucharía siempre que quisiera hablar.

Zoya había conocido a Sophie en la tienda de confección donde ambas trabajaban, y no tardaron en hacerse amigas. Confeccionaban vestidos sencillos para las parisinas, en una tienda que había proporcionado prendas funcionales durante toda la guerra. Conocimos al novio pintor de Sophie, Leo, y los cuatro formamos un cuarteto habitual para cenar o pasear los domingos, cuando cruzábamos el Sena con espíritu aventurero y nos internábamos en los Jardines de Luxemburgo. Leo y Sophie me parecían muy cosmopolitas, y los idolatraba un poco, pues sólo eran un par de años mayores que nosotros pero vivían juntos en franca armonía y exhibían su pasión incluso en público, con frecuentes muestras de afecto que, confieso, me avergonzaban y excitaban a un tiempo.

– He asado un pavo -anunció Sophie aquel día de Navidad.

Dejó sobre la mesa un ave de aspecto extraño: una parte parecía haber pasado demasiado rato en el horno mientras que el resto conservaba un curioso tono rosado; una peculiaridad extraordinaria que volvía el plato muy poco apetitoso. Sin embargo, con la compañía de que disfrutábamos y fluyendo el vino como fluyó, no nos importaron semejantes sutilezas, y comimos y bebimos toda la noche. Zoya y yo apartábamos la vista siempre que nuestros anfitriones intercambiaban sus largos y vehementes besos.

Después de cenar, nos instalamos en los dos sofás de la sala de estar para hablar de arte y política. Zoya apoyó su cuerpo contra el mío y me permitió rodearle los hombros con el brazo, y la calidez de su piel contra la mía y el aroma de su cabello, normalmente de lavanda pero perfumado un rato antes con una fragancia de Sophie, me resultaron embriagadores.

– Y vosotros dos que venís de Rusia… -dijo Leo, animándose con su tema favorito- debéis de haber pasado la vida empapados de política.

– En realidad, no -repuse-. Yo crecí en una aldea donde no había tiempo para esas cosas. Trabajábamos, cultivábamos la tierra, intentábamos sobrevivir. No teníamos tiempo para debates. Se habría considerado un gran lujo.

– Deberíais haber encontrado el tiempo. En especial en un país como el vuestro.

– Oh, Leo -intervino Sophie sirviendo más vino-, ¡no empieces otra vez, por favor!

Sophie lo regañaba, pero siempre con buen humor. Siempre que pasábamos una velada juntos, la conversación acababa centrándose en la política. Leo era un artista, y bueno, además, pero como la mayoría de los artistas creía que el mundo que recreaba en sus lienzos era un mundo corrupto, necesitado de hombres íntegros, hombres como él, que saltaran a la palestra y lo reclamaran para el pueblo. Leo era joven, como atestiguaba su ingenuidad, pero confiaba en presentarse algún día a las elecciones legislativas. Era un idealista y un soñador, pero también era indolente, y yo dudaba que algún día reuniera la energía necesaria para poner en marcha una campaña electoral.

– Pero esto es importante -insistió él-. Cada uno tiene un país al que llama su patria, ¿no es así? Y durante toda la vida tendremos la responsabilidad de hacer de ese país un lugar mejor para todos.

– ¿Mejor en qué sentido? -quiso saber Sophie-. A mí me gusta Francia tal como es, ¿a ti no? No me imagino viviendo en ningún otro sitio. No quiero que cambie.

– Mejor en el sentido de que sea más justo para todos. Más equitativo socialmente. Que haya libertad económica. Liberalización de la política.

– ¿Qué quieres decir con eso? -inquirió Zoya, y su voz sonó cortante, sin el ebrio entusiasmo de Sophie ni la hostil superioridad moral de Leo. Llevaba un rato callada, con los ojos cerrados pero despierta, relajada al parecer en el cálido ambiente de la habitación y el lujo del alcohol. Los tres la miramos.

– Bueno -respondió Leo encogiéndose de hombros-, que para mí es lógico que cada ciudadano tenga una responsabilidad hacia…

– No -lo interrumpió-, no es eso. Lo que has dicho antes, lo de un país como el nuestro.

Leo reflexionó unos instantes y volvió a encogerse de hombros, como si la cuestión fuese perfectamente obvia.

– Ah, eso. -Se incorporó sobre un codo, entusiasmado con el tema-. Mira, Zoya, mi país, Francia, pasó siglos bajo el peso opresivo de una aristocracia repugnante, generaciones de parásitos que chuparon la sangre de los trabajadores de esta nación, robaron nuestro dinero, tomaron nuestras tierras, nos hicieron pasar hambre y ser pobres mientras ellos satisfacían sus apetitos y perversiones hasta el exceso. Y al final dijimos: «¡Esto es demasiado!» Nos resistimos, nos sublevamos, les pusimos grilletes a esos gordos aristócratas, los llevamos a la place de la Concorde, y ¡zas! -Con la palma de la mano, imitó la hoja al caer-. ¡Les cortamos la cabeza! Y recuperamos el poder. Pero, amigos míos, eso fue hace casi ciento cincuenta años. Mi retatarabuelo luchó con Robespierre, ¿sabéis? Irrumpió en la Bastilla con…

– Oh, Leo -protestó Sophie con frustración-, eso no lo sabes. Siempre lo dices, pero ¿qué pruebas tienes?

– Tengo la prueba de que le contó a su hijo historias sobre su heroísmo -contestó él a la defensiva-. Y esas historias se han transmitido de padre a hijo desde entonces.

– Sí -dijo Zoya, creo que con cierta frialdad-. Pero ¿qué tiene que ver eso con Rusia? No estás comparando cosas semejantes.

– Bueno… -Leo soltó un bufido desdeñoso-. Sólo me pregunto por qué la Madre Rusia tardó tanto tiempo en hacer lo mismo. Pues ya me diréis cuántos siglos llevabais los campesinos como vosotros (perdonadme los dos, pero llamemos a las cosas por su nombre) soportando una existencia miserable para que los palacios siguieran abiertos y se celebraran bailes. Para que hubiese acontecimientos sociales. -Sacudió la cabeza como si el concepto fuera demasiado para él-. ¿Por qué tardasteis tanto en echar a vuestros autócratas? ¿En reclamar el poder sobre vuestra propia tierra? ¿En cortarles la cabeza, ya puestos? Aunque no hicisteis eso. Vosotros les disparasteis, según recuerdo.

– Sí -repuso Zoya-. Eso hicimos.

No recuerdo cuánto había bebido aquella noche, un montón, sospecho, pero me despejé de inmediato y deseé haber advertido el rumbo que tomaba la conversación. De haberlo previsto, podría haber cambiado rápidamente de tema, pero ya era demasiado tarde: Zoya estaba muy tiesa en el sofá, mirando fijamente a Leo, muy pálida.

– Qué estúpido eres -espetó-. ¿Qué sabes tú de Rusia, aparte de lo que has leído en los periódicos? No puedes comparar tu país con el nuestro. Son absolutamente distintos. Tus afirmaciones son simplistas e ignorantes.

– Zoya… -Leo se sorprendió por su agresividad, pero no quiso ceder terreno; a mí me gustaba mucho Leo, pero era de los que siempre creían tener razón en esos temas y miraban con asombro y lástima a quienes no compartían sus opiniones-. Los hechos no se prestan a discusión. No hay más que recurrir al material publicado sobre el tema para ver que…

– ¿Te considerarías un bolchevique, entonces? -preguntó Zoya-. ¿Un revolucionario?

– Estaría de parte de Lenin, desde luego. Es un gran hombre. Proceder de donde procede y lograr todo lo que ha logrado…

– Es un asesino.

– ¿Y el zar no lo era?

– Leo -me apresuré a intervenir, dejando el vaso en la mesa-, es descortés hablar de esa manera. Debes comprender que nosotros nos criamos durante el gobierno del zar. Mucha gente lo veneraba y continúa venerándolo. Dos de esas personas están en esta habitación contigo. Tal vez sepamos más sobre el zar y los bolcheviques e incluso Lenin que tú, puesto que vivimos esos tiempos y no sólo leímos al respecto. Tal vez hemos sufrido más de lo que puedes entender.

– Y tal vez no deberíamos hablar de estas cosas el día de Navidad -añadió Sophie, volviendo a llenar los vasos-. Estamos aquí para pasarlo bien, ¿no?

Leo se encogió de hombros y se arrellanó en el asiento, contento de dejar el tema, seguro en su arrogancia de que tenía razón y de que éramos demasiado tontos para verlo. Zoya habló muy poco más aquella noche, y la celebración concluyó con cierta tensión; los apretones de manos fueron un poco forzados; los besos, un poco mecánicos.

– ¿Es eso lo que piensa la gente? -me preguntó Zoya cuando regresábamos andando a nuestras habitaciones separadas-. ¿Es así como recuerdan al zar? ¿Como nosotros pensamos en Luis XVI?

– No sé qué piensa la gente. Y no me importa. Lo que importa es lo que pensemos nosotros. Lo que importa es lo que sabemos.

– Pero han corrompido la historia, no saben nada de nuestras luchas. Rusia suele analizarse en términos muy simplistas. Los privilegiados son monstruos, los pobres son héroes. Esos revolucionarios hablan de forma muy idealista, pero sus teorías son muy ingenuas. Qué absurdo.

– Leo no es precisamente un revolucionario -reí, tratando de quitarle hierro al asunto-. Es un pintor, nada más. Le gusta pensar que puede cambiar el mundo, pero ¿qué hace a diario, aparte de pintar retratos para gordos turistas y beberse el dinero en los cafés, endilgando sus opiniones a quien quiera escucharlas? No deberías preocuparte por lo que diga.

Zoya seguía sin estar convencida. Habló poco el resto del trayecto y me permitió tan sólo darle un casto beso en la mejilla al despedirnos, como el que una chica le daría a un hermano. Pensé que la esperaba una noche difícil, dándole vueltas a todas las cosas que querría decir, a toda la rabia que querría expresar. Deseé que me invitara a entrar, sólo para compartir sus inquietudes con ella, nada más. Para hacerme cómplice de su rabia, porque yo también la sentía.

Celebramos nuestra segunda Navidad trece días después, el 7 de enero, y devolvimos el cumplido invitando a Leo y Sophie a cenar en un café. Era imposible preparar una comida en alguna de nuestras habitaciones -las caseras no lo habrían permitido-, y de todos modos me avergonzaba que Zoya y yo no viviésemos juntos, por lo que no habría disfrutado como invitado en su casa ni recibiéndola como invitada en la mía. Me pregunté si Leo y Sophie hablarían de nuestros alojamientos separados, y tuve la convicción de que sí. De hecho, una vez Leo se refirió a mí, en un momento de ebriedad eufórica, como su «joven e inocente amigo»; a mí me ofendió la insinuación de casta ingenuidad que acarreaban sus palabras, una insinuación que no hizo nada por mejorar mi autoestima. En otra ocasión, se ofreció a llevarme a una casa particular que conocía para que solucionara mi problema, pero rechacé la propuesta y preferí irme a casa para satisfacer mi lujuria a solas.

– No lo comprendo -dijo Sophie, quitándose el abrigo y agitando la larga melena oscura cuando nos sentábamos-. ¿Una segunda Navidad?

– Es la Navidad ortodoxa rusa tradicional -expliqué-. Tiene algo que ver con los calendarios juliano y gregoriano. La cosa es muy complicada. Los bolcheviques preferirían que el pueblo se adaptara al resto del mundo, y hay cierta ironía en eso, pero los tradicionalistas pensamos de otro modo. De ahí un día de Navidad distinto.

– Por supuesto -dijo Leo con una sonrisa encantadora-. ¡Dios no permita que suscribáis las consignas bolcheviques!

Zoya y Leo no habían hablado desde el incidente anterior y el recuerdo de la discusión pendía sobre la mesa como una nube, pero el hecho de que los hubiésemos invitado implicaba que no deseábamos perder su amistad, de modo que, dicho sea en su honor, Leo fue el primero en pedir la paz.

– Creo que te debo una disculpa, Zoya -dijo tras un par de vasos de vino y un visible codazo de Sophie para ponerlo en marcha-. Quizá fui un poco grosero contigo el día de Navidad. Nuestro día de Navidad, quiero decir. Es probable que estuviera un poco borracho. Dije algunas cosas improcedentes. No tenía derecho a hablar de vuestro país como lo hice.

– Cierto, no debiste hacerlo -respondió Zoya, sin agresividad alguna-. Pero también es cierto que yo no debería haber reaccionado como reaccioné; no me educaron de esa manera, y creo que yo también te debo una disculpa.

Reparé en que ninguno de los dos concedía que su punto de vista fuese incorrecto, pues en realidad no se estaban disculpando sino sólo simulando que se debían una disculpa, pero me abstuve de mencionarlo.

– Bueno, eres una invitada en nuestro país -dijo Leo con una amplia sonrisa-, y como tal, fue injusto por mi parte hablar de esa forma. Si me lo permites… -Levantó el vaso y todos lo imitamos-. Por Rusia.

– Por Rusia -respondimos al unísono, entrechocando los vasos antes de beber un buen trago.

Vive la révolution! -añadió Leo en voz baja, pero creo que sólo lo oí yo. Unos instantes después, dijo-: De todos modos, me pregunto por qué nunca habláis de Rusia. Si era un sitio tan maravilloso, quiero decir. Oh, vamos, no me mires de ese modo, Sophie; he planteado una cuestión perfectamente razonable.

– A Zoya no le gusta hablar de Rusia -repuso Sophie, pues en más de una ocasión había intentado que su nueva amiga le hiciera confidencias sobre su pasado, pero había acabado por rendirse.

– De acuerdo, ¿y qué me dices de ti, Georgi? -preguntó Leo-. ¿No puedes hablarnos un poco de tu vida antes de llegar a París?

– Hay muy poco que contar -respondí encogiéndome de hombros-. Diecinueve años viviendo en una granja, y poco más. No hay mucho material para anécdotas.

– Bueno, ¿y dónde os conocisteis? Zoya, tú eres de San Petersburgo, ¿verdad?

– En un compartimento de tren -contesté yo-. El día que los dos abandonamos Rusia para siempre íbamos sentados uno frente al otro; no había nadie más y empezamos a charlar. Hemos estado juntos desde entonces.

– Qué romántico -suspiró Sophie-. Pero decidme una cosa: si celebráis dos días de Navidad, sin duda recibiréis dos regalos. ¿Tengo razón? Ya sé que le regalaste un perfume el primer día de Navidad, Georgi. ¿Qué me dices, Zoya? ¿Hoy te ha regalado algo más?

Zoya me miró y sonrió, y yo asentí con la cabeza, contento de que fuera a contárselo. Ella rió un poco y los miró con una sonrisa de oreja a oreja.

– Sí, por supuesto que me ha hecho un regalo. ¿No os habéis dado cuenta?

Dicho lo cual, alargó la mano izquierda para enseñarles mi obsequio. No me sorprendió que no lo hubiesen advertido. Debía de ser el anillo de compromiso más pequeño de la historia, pero era cuanto podía permitirme. Y lo importante era que Zoya lo llevaba puesto.


Nos casamos en el otoño de 1919, casi quince meses después de haber huido de Rusia, en una ceremonia tan austera que habría parecido patética si la intensidad de nuestro amor no hubiese compensado su escasez.

Educados en la observancia de una doctrina estricta y férrea, deseábamos que la bendición de la Iglesia santificara nuestra unión. Sin embargo, no había iglesias ortodoxas rusas en París, de modo que sugerí casarnos en una católica francesa, pero Zoya se negó de plano y casi pareció enfadarse ante mi propuesta. Yo nunca había sido especialmente creyente, aunque no cuestionaba la fe que me habían inculcado, pero Zoya tenía otros sentimientos: veía el rechazo a nuestro credo como un paso definitivo que la alejaba de nuestra patria, y no estaba dispuesta a darlo.

– Pero ¿dónde, entonces? -pregunté-. No pensarás que deberíamos volver a Rusia para la ceremonia, ¿verdad? Ya sólo el peligro sería…

– Por supuesto que no -replicó, aunque yo sabía que una parte de ella ansiaba regresar a nuestro país. Tenía una conexión con la tierra y su gente de la que yo me había desprendido con rapidez; era una parte indeleble de su carácter-. Pero no me consideraría verdaderamente casada sin las debidas ceremonias. Piensa en mis padres, en cómo se sentirían si rechazara nuestras tradiciones.

Ante eso no había discusión posible, de modo que me puse a buscar un sacerdote ortodoxo ruso. La comunidad rusa era pequeña y estaba diseminada, y nunca habíamos intentado integrarnos en ella. De hecho, la única ocasión en que una pareja rusa entró en la librería donde yo trabajaba, sus voces -la musicalidad del acento cuando hablaban entre ellos en nuestra lengua natal- me evocaron imágenes y recuerdos que me aturdieron de nostalgia y pesar, y me vi obligado a excusarme y salir al callejón detrás de la tienda, fingiendo una repentina indisposición y dejando a mi jefe, monsieur Ferré, presa de la irritación por tener que atender él mismo a la pareja. Yo sabía que la mayor parte de mis compatriotas refugiados vivían y trabajaban en el barrio de Neuilly, en el distrito dix-septième, y lo evitábamos deliberadamente, pues no deseábamos entrar en un ámbito que podía suponer un peligro potencial.

Fui sutil en mi labor de investigación, y por fin me presentaron a un anciano llamado Rajletski, que vivía en una pequeña casa de vecinos en Les Halles y que estuvo de acuerdo en oficiar la ceremonia. Me contó que se había ordenado sacerdote en Moscú durante la década de 1870 y que era un verdadero creyente, pero que se había peleado con su diócesis tras la revolución de 1905 y se había trasladado a Francia. Súbdito leal del zar, se opuso enérgicamente al sacerdote revolucionario, el padre Gapón, e intentó disuadirlo de organizar la marcha sobre el Palacio de Invierno aquel año.

– Gapón era combativo -me contó-. Un anarquista que se describía como defensor de los trabajadores. Faltó a las convenciones de la Iglesia casándose dos veces y desafiando al zar, y aun así lo convirtieron en héroe.

– Antes de volverse contra él y ahorcarlo -repuse, como un muchacho ingenuo que tratara con condescendencia a un anciano.

– Sí -admitió-. Pero ¿cuántas personas inocentes murieron por su culpa el Domingo Sangriento? ¿Mil? ¿Dos mil? ¿Cuatro mil? -preguntó, apenado y furioso a partes iguales-. Yo no podía quedarme después de eso. Él habría ordenado que me mataran por mi desobediencia. Siempre me ha asombrado, Georgi Danílovich, que aquellos a quienes más repugna un gobierno autócrata o dictatorial sean los primeros en eliminar a sus enemigos una vez que acceden al poder.

– El padre Gapón nunca consiguió ningún poder -puntualicé.

– Pero Lenin sí -repuso sonriendo-. No es más que otro zar, ¿no crees?

No le comenté sus opiniones políticas a Zoya, aunque habría estado de acuerdo con ellas, porque me pareció mal relacionar esos recuerdos con el día de nuestra boda. Tan sólo le hablé del padre Rajletski como un exiliado más, obligado a abandonar su patria por el avance de las fuerzas del kaiser. Me había costado mucho encontrarlo; no quería problemas que pospusieran nuestro enlace más de lo necesario.

La ceremonia se celebró en el piso de Sophie y Leo, un cálido atardecer de sábado en octubre. Nuestros amigos habían tenido la generosidad de ofrecer su casa para el servicio y actuaron de testigos. El padre Rajletski pasó una hora a solas en el apartamento esa misma tarde, consagrando la salita de estar, un procedimiento según él «muy poco ortodoxo pero extremadamente agradable», una ocurrencia que me divirtió.

Me entristeció no poder ofrecerle a mi novia una boda más elaborada, pero fue cuanto pudimos hacer sin traspasar el límite de la pobreza. Nuestros empleos no nos proporcionaban mucho dinero, sólo el suficiente para pagar el alquiler y comer. Zoya se aseguraba de que ambos ahorrásemos unos cuantos francos cada semana por si surgía una emergencia que nos obligara a huir de París, pero aun así podíamos permitirnos muy pocos lujos. Zoya y Sophie se ocuparon de hacer el vestido de novia en la tienda de confección después de cada jornada; Leo y yo nos pusimos nuestros mejores pantalones y camisas. El día señalado pensé que ofrecíamos una imagen deliciosa, pese a los limitados medios.

El padre Rajletski no conoció a Zoya hasta el momento de la ceremonia. Ella entró en la sala de mi brazo, con el rostro cubierto por un sencillo velo que enmascaraba su belleza y su encanto. El padre nos sonrió feliz, como si fuésemos sus hijos o sus sobrinos favoritos, y captamos su alegría al volver a oficiar una nueva boda. Sophie y Leo nos flanqueaban, contentos de formar parte de aquella experiencia singular. Creo que les pareció terriblemente moderno y poco convencional casarse de esa manera y en ese sitio. Romántico también, quizá.

Zoya y yo intercambiamos unos sencillos anillos; luego le tomé la mano izquierda con mi derecha, y con la mano libre cada uno cogió una vela encendida para sostenerlas en alto mientras el sacerdote recitaba los ensalmos sobre nuestras cabezas. A una señal, Leo y Sophie cogieron las pequeñas y sencillas coronas que Zoya había elaborado con una combinación de lámina de metal y fieltro y nos las pusieron al mismo tiempo.

– Los siervos de Dios Georgi Danílovich Yáchmenev y Zoya Fédorovna Danichenko -entonó el sacerdote con las manos a unos centímetros de nuestras cabezas- son coronados en el nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Sentí una gran felicidad cuando dijo esas palabras y apreté la mano de Zoya; apenas creía que nuestras vidas fueran a unirse por fin.

Después se leyó el Evangelio y bebimos de la copa común, prometiendo compartirlo todo desde ese momento, así las alegrías como las penas, así los triunfos como las cargas. Cuando completamos las promesas, el padre Rajletski nos hizo rodear la mesa sobre la que estaban el Evangelio y la Cruz, que simbolizaban la palabra de Dios y nuestra redención. Describimos juntos el círculo por primera vez como pareja casada y luego volvimos a situarnos ante el sacerdote, que recitó la bendición final. Imploró que yo fuera exaltado como Abraham, bendecido como Isaac y prolífico como Jacob, y que viviera en paz y trabajara con justicia. Luego rogó que Zoya fuera exaltada como Sara, feliz como Rebeca y prolífica como Raquel, y que se regocijara en su esposo y guardara los límites de la ley, porque así le complacía a Dios.

Con eso concluyó la ceremonia y dio comienzo nuestra vida de casados.

Sophie y Leo prorrumpieron en aplausos, y el padre Rajletski pareció sorprendido por la informalidad. Nos felicitó a los dos, estrechándome la mano a mí primero para luego inclinarse a darle un beso a mi esposa al tiempo que ella se levantaba el velo.

El sacerdote se detuvo en ese momento, bruscamente, y se enderezó con un súbito e inesperado movimiento que me hizo pensar que había sufrido alguna clase de ataque o colapso. Musitó unas palabras por lo bajo, que no alcancé a oír, y titubeó tanto que Sophie, Leo y yo lo miramos como si se hubiera vuelto totalmente loco. Tenía los ojos clavados en los de Zoya, quien, en lugar de apartar la vista confusa o avergonzada, le sostuvo la mirada levantando el mentón, y no le ofreció la mejilla para que se la besara, sino la mano. Un instante después, el hombre volvió al presente, le cogió la mano con gesto apresurado, se la besó y retrocedió, alejándose sin darnos la espalda. Su rostro revelaba confusión, asombro y una absoluta incredulidad.

Pese a haber prometido que comería con nosotros después de la ceremonia, recogió rápidamente sus pertenencias y se marchó tras unas palabras a solas con Zoya en el rellano de la escalera.

– Qué hombre tan curioso -comentó Sophie, cuando comíamos con cierta elegancia una hora después, acompañando el menú con una botella de vino extraordinariamente bueno aportado por nuestros amigos.

– Creo que debía de llevar mucho tiempo sin ver a una preciosidad como tu novia rusa -dijo Leo, encantador e insinuante como nunca, con la corbata desanudada y colgando en torno al cuello abierto-. Zoya, te ha mirado como si lamentara no ser él quien se casaba contigo.

– A mí me ha parecido que la miraba como si hubiese visto un fantasma -opinó Sophie.

Me volví hacia mi esposa, que me miró un momento a los ojos antes de negar con la cabeza y retomar la conversación. Yo estaba deseando que nos quedáramos a solas, pero no por la razón que podría imaginarse. Quería saber qué le había dicho el sacerdote en el rellano antes de irse.


El segundo regalo que nos hicieron Leo y Sophie fue cedernos su piso como residencia para la luna de miel, tres noches juntos, que ellos pasarían en mi habitación y la de Zoya respectivamente. Fue muy considerado por su parte, pues aunque no tardaríamos en mudarnos a nuestro propio piso, éste no quedaría listo hasta mediados de semana, y por supuesto no deseábamos estar separados justo después de la boda.

– Te ha reconocido -le dije a Zoya cuando Leo y Sophie por fin se marcharon aquella noche.

– Me ha reconocido -admitió asintiendo con la cabeza.

– ¿Hablará de ello?

– No, con nadie. Estoy segura. Es totalmente leal, un verdadero creyente.

– ¿Te pareció sincero?

– Sí.

Asentí, sin más opción que confiar en su juicio. Fue un curioso instante de pánico para los dos, pero ya había quedado atrás y éramos una pareja recién casada. Cogí a Zoya de la mano y la llevé hasta el dormitorio.

Después, con mi cuerpo envolviendo el suyo mientras intentábamos dormir, desacostumbrados al calor resbaladizo de dos formas desnudas entrelazadas bajo las ásperas mantas, cerré los ojos y le deslicé los dedos por las piernas, la columna perfecta, la longitud entera de su cuerpo, mientras ella sollozaba entre mis brazos y procuraba controlar los temblores que le provocaba pensar en ese día, en la boda y el recuerdo de quienes no habían estado presentes en nuestra celebración.

Загрузка...