El viaje a Ekaterimburgo

Cuando me acosté aquella noche en uno de los pequeños catres adosados a las paredes del vagón de la guardia, estaba seguro de que no podría dormir. El día se había vuelto caótico, el zar se había sumido en una silenciosa depresión, y los que formábamos su séquito nos sentíamos avergonzados y desconsolados. No me enorgullece admitir que lloré al apoyar la cabeza en la almohada, pues experimentaba un cúmulo de emociones, y aunque por fin cerré los ojos, mis sueños fueron atormentados y desperté varias veces durante la noche, desorientado y alterado. Sin embargo, con el paso de las horas me sumí en un sueño más profundo, y cuando volví a abrir los ojos, no se había esfumado tan sólo la noche, sino también gran parte de la mañana. Parpadeé, esperando que los acontecimientos del día anterior se disolvieran como los sueños, pero en lugar de desvanecerse se tornaron más claros y precisos, y comprendí que era todo verdad, que realmente había pasado lo inimaginable.

La luz del sol se colaba por las ventanillas. Eché una ojeada para ver con quién más compartía el carruaje y me sorprendió comprobar que estaba totalmente solo. Esa parte del tren estaba casi siempre llena de otros guardias imperiales que dormían o trataban de dormir, se vestían, hablaban, discutían. Que estuviese todo tan tranquilo era desconcertante. Me rodeaba un extraño silencio cuando me levanté despacio de la cama, me puse la camisa y los pantalones, y observé con recelo el bosque frío e interminable que se extendía kilómetros y kilómetros a ambos lados del tren.

Recorrí a buen paso el comedor, el salón de juegos y los vagones que constituían los dominios de las grandes duquesas, hasta llegar al estudio privado del zar, donde la tarde anterior había renunciado con su firma a su derecho inalienable y el de su hijo, y llamé a la puerta. No hubo respuesta, de modo que pegué la oreja a la madera por si captaba alguna conversación en el interior.

– ¡Majestad! -llamé, decidido a seguir denominándolo así, e insistí-: Majestad, ¿puedo ayudarlo en algo?

No hubo respuesta, de forma que abrí la puerta y entré… a una habitación tan vacía como el vagón en que había dormido. Fruncí el entrecejo, intentando imaginar dónde estaría el zar; pasaba todas las mañanas encerrado en su estudio, trabajando en sus papeles. No creía que eso hubiese cambiado, ni siquiera en las nuevas circunstancias en que nos hallábamos. Al fin y al cabo, seguía habiendo cartas que escribir, papeles que firmar, decisiones que tomar. Era más importante que nunca que el zar se ocupara de sus asuntos. Tras mirar al pasillo para asegurarme de que nadie venía, me acerqué a su escritorio y eché un vistazo a los papeles que continuaban allí. Eran complicados documentos políticos que no significaban nada para mí, y los dejé, frustrado, antes de advertir que habían quitado el retrato de la familia imperial que siempre estaba en el escritorio: sólo quedaba el marco de plata. Contemplé unos instantes el marco vacío y lo cogí, como si pudiera ofrecerme alguna pista del paradero del zar, pero luego volví a dejarlo y decidí que debía bajar del tren de inmediato.

El tren no se había movido desde la noche anterior. Al saltar a tierra, mis botas crujieron contra las piedras junto a las traviesas. Más allá vislumbré la figura de Piotr Ilyavich Maksi, otro miembro de la Guardia Imperial que formaba parte del séquito del zar desde antes de mi llegada a San Petersburgo; nunca nos habíamos llevado bien y en general lo evitaba. Era un antiguo miembro del cuerpo de pajes, y le molestaba mi presencia entre el personal imperial; se había enfurecido cuando me relevaron de lo que él llamaba mi papel de «niñera» del zarévich para llevarme como parte de la comitiva del zar. Aun así, parecía la única persona que había allí, de forma que no me quedaba otra opción que hablar con él.

– Piotr Ilyavich -dije acercándome, sin inmutarme por la cara de pocos amigos que puso al verme, como si yo fuera sólo una pequeña molestia esa mañana.

Se entretuvo con el cigarrillo en la boca antes de darle una última calada y arrojarlo al suelo, donde lo aplastó bajo la bota.

– Amigo mío -saludó entonces con sarcasmo-. Buenos días.

– ¿Qué está pasando? ¿Dónde está todo el mundo? El tren está vacío.

– Están todos delante -repuso mirando hacia el primer vagón-. Bueno, los que quedan, al menos.

– ¿Los que quedan? -repetí, enarcando una ceja-. ¿Qué quieres decir?

– ¿No te has enterado? ¿No sabes qué pasó anoche?

Empecé a sentir una oleada de pánico, pero no quise aventurar a qué se refería.

– Cuéntamelo, Piotr. ¿Dónde está el zar?

– Ya no hay zar -contestó encogiéndose de hombros, como si fuera lo más natural del mundo-. Se ha ido. Nos hemos librado de él, por fin.

– ¿Que se ha ido? Pero ¿adónde? No querrás decir…

– Ha renunciado al trono.

– Eso ya lo sé -espeté-. Pero ¿dónde…?

– Mandaron un tren para él en plena noche.

– ¿Quiénes?

– Nuestro nuevo gobierno. ¡No me digas que estabas dormido! Pues te perdiste un espectáculo estupendo.

Sentí una oleada de alivio: el zar estaba vivo, lo que significaba que probablemente su familia no había sufrido ningún daño; pero al alivio siguió el deseo de saber adónde lo habían llevado.

– ¿Por qué te importa? -preguntó Piotr, aguzando la mirada y alargando una mano para quitarme una mota de polvo del cuello de la camisa, un gesto agresivo ante el que retrocedí.

– No me importa -mentí, intuyendo que el mundo había cambiado de la noche a la mañana y dónde residían ahora los peligros-. Sencillamente me interesa.

– ¿Te interesa lo que le haya pasado al Romanov?

– Quiero saberlo, eso es todo. Me fui a la cama y… No sé; debía de estar agotado. Me quedé dormido y no oí ningún tren.

– Todos estamos agotados, Georgi. Pero ya ha acabado todo. Las cosas irán mejor a partir de ahora.

– ¿Qué tren era ése? -pregunté, pasando por alto el claro placer que le producía la abdicación del zar-. ¿Cuándo llegó?

– Debió de ser a las dos o tres de la madrugada -contestó mientras encendía otro cigarrillo-. La mayoría estaban dormidos, supongo. Yo no. Quería ver cómo se lo llevaban. El tren vino de San Petersburgo y se detuvo a más o menos un kilómetro de aquí, en la misma vía. A bordo iba un destacamento de soldados con la orden de arrestar a Nicolás Romanov.

– ¿Lo arrestaron? -inquirí atónito, pero sin mostrar mi desagrado porque llamara al zar por su nombre-. ¿Por qué? Había hecho lo que le pedían.

– Dijeron que era para protegerlo. Que no sería seguro para él volver a la capital. Allí hay disturbios por todas partes, es un caos. El palacio está repleto de gente. Saquean las tiendas en busca de pan y harina. Hay anarquía en toda la ciudad. Culpa de él, por supuesto.

– Ahórrame tu opinión -siseé furioso, y lo cogí del cuello de la camisa-. Sólo dime adónde se lo llevaron.

– ¡Eh, Georgi, suéltame! -exclamó sorprendido, retorciéndose para liberarse-. Pero ¿qué te pasa?

– ¿Que qué me pasa? Se han llevado al hombre al que hemos servido, y tú te quedas aquí fumando como si fuera cualquier otra mañana.

– Bueno, es una mañana gloriosa -dijo, perplejo porque yo no compartiera sus sentimientos-. ¿No habías ansiado que llegara este día?

– ¿Por qué no utilizaron este tren? -quise saber, sin responder a su pregunta y observando los quince vagones del transporte imperial, allí varado-. ¿Por qué mandaron otro?

– Al Romanov ya no van a permitirle sus lujos. Es un prisionero, ¿entiendes? No posee nada. No tiene dinero. Este tren ya no le pertenece. Pertenece a Rusia.

– Hasta ayer, él era Rusia.

– Pero ahora es hoy.

Me pasó por la cabeza desafiarlo ahí mismo, darle un empujón y un puñetazo en plena nariz, retándolo a contraatacar, para descargar en él toda mi ira, pero no habría servido de nada.

– Georgi Danílovich -rió, sacudiendo la cabeza-. No puedo creerlo. De verdad eres la fulana del zar, ¿eh?

Esbocé una mueca ante el comentario. Sabía que algunos del séquito imperial despreciaban al zar y todo lo que representaba, pero yo sentía una lealtad hacia ese hombre que no iba a menguar. Me había tratado bien, de eso no había duda, y ahora no iba a renegar de él; no me importaban las consecuencias.

– Soy su siervo -declaré-. Hasta el fin de mis días.

– Ya veo -musitó, mirando a sus pies y propinando una patada al suelo con la punta de la bota.

Aparté la vista, pues no deseaba seguir hablando con él, y miré hacia el este, hacia San Petersburgo. Era imposible que lo hubiesen llevado de nuevo allí. Si los disturbios eran tan graves como decía Piotr Ilyavich, lo habrían linchado en la plaza del palacio, y los bolcheviques no podían permitirse un derramamiento de sangre público en los inicios de su revolución. Me giré de nuevo hacia Piotr, decidido a obtener más respuestas, pero él ya no estaba. Al mirar hacia el primer vagón, capté el sonido de varias voces que hablaban y discutían, pero no conseguí distinguir qué decían. A la izquierda del tren vi dos coches que no estaban ahí la noche anterior -más bolcheviques, supuse-, y sentí una repentina oleada de ansiedad.

Había sido un insensato al decirle a Piotr Ilyavich lo que le había dicho: en ese preciso instante estaba denunciándome.

Tragando saliva con nerviosismo, me di la vuelta y eché a andar despacio hacia la cola del tren, apretando el paso cuando apareció ante mi vista el último vagón. Miré por encima del hombro y no vi a nadie, pero supe que sólo disponía de unos instantes hasta que viniesen por mí. Quién era yo, al fin y al cabo, aparte de un mujík con suerte que había tenido un extraño éxito en la vida. Podían mantener con vida al zar, pues era un trofeo, pero ¿quién era yo? Sólo alguien que había salvado a un Romanov y protegido a otro.

El bosque se abrió a mi izquierda; crucé las vías y me interné directamente en la confluencia de abetos y pinos, cedros y alerces, que crecían juntos en densa compañía. A través de mis jadeos y del ruido de las ramas, tuve la certeza de oír a los soldados que me seguían, blandiendo los fusiles, decididos a darme caza. Titubeé unos instantes, tratando de recobrar el aliento: sí, era verdad, ahí venían, no lo había imaginado.

Ya no era un miembro de la Guardia Imperial; esa parte de mi vida había tocado a su fin. Ahora era un fugitivo.


Era casi octubre cuando regresé a San Petersburgo. Resultaba difícil saber si aún corría peligro, pero la idea de que los bolcheviques me capturaran y asesinaran bastaba para tenerme siempre un paso por delante de cualquiera que pareciese perseguirme. Así pues, había decidido no volver de inmediato a la ciudad; preferí pasar inadvertido en los pueblos que había por el camino, durmiendo donde encontraba un sitio aislado y protegido, bañándome en arroyos y ríos para quitarme la mugre de encima. Me dejé crecer el cabello y una espesa barba para ocultar mi rostro, hasta que ya no fui reconocible como el soldado de dieciocho años que era al final de la dinastía Romanov. Mis brazos y mis piernas se volvieron musculosos por la constante actividad, y aprendí a cazar animales, despellejarlos y destriparlos, para luego asarlos en una hoguera, sacrificando sus vidas para salvar la mía.

De vez en cuando me detenía en pueblos pequeños, donde me ofrecían trabajo de jornalero a cambio de cama y comida. Yo interrogaba a los granjeros sobre política, y me sorprendía que un gobierno provisional que se enorgullecía tanto de pertenecer al pueblo hiciese públicos tan pocos detalles de sus actividades. Por lo que pude averiguar, un hombre llamado Vladímir Ilich Uliánov, al que todos conocían como Lenin, se hallaba ahora al mando de Rusia, y, en directo contraste con el zar, había trasladado su cuartel general de San Petersburgo al Kremlin, en Moscú, un sitio que Nicolás siempre había detestado y rara vez visitaba. Lo habían coronado allí, por supuesto, como a todos los zares anteriores, y no pude evitar preguntarme si Lenin no tendría en mente esa tradición al elegir su nueva sede de poder.

Cuando por fin regresé, San Petersburgo -o Petrogrado, su nuevo nombre oficial- había cambiado considerablemente, pero aún era reconocible para mí. Todos los palacios que se alzaban a lo largo del Neva estaban clausurados, y me pregunté dónde habrían establecido su hogar los príncipes, condes y duquesas viudas. Estaban emparentados con familias reales de toda Europa, por supuesto. Sin duda, algunos se habrían dirigido a Dinamarca; otros, a Grecia. Los más fuertes habrían cruzado el continente para navegar hasta Inglaterra, como el propio zar planeaba hacer. Pero en la ciudad no estaban. Ya no.

Las riberas del río, antaño rebosantes de carruajes que transportaban a sus acaudalados ocupantes a patinar en los lagos helados o disfrutar de alegres veladas en sus mansiones, estaban ahora desiertas, a excepción de los campesinos que recorrían a toda prisa las aceras, ansiosos por llegar a casa, por huir del frío y comer las pocas migajas que hubiesen podido reunir durante la jornada.

Ese invierno hacía muchísimo frío, me acuerdo muy bien. En la plaza del Palacio, el aire era tan gélido que el viento me helaba las mejillas, las orejas y la punta de la nariz, y yo me hincaba las uñas en las palmas para no ponerme a chillar. Me detuve en las sombras de la columnata y contemplé mi antiguo hogar, pensando en lo distintas que eran las cosas a mi llegada dos años antes, tan ingenuo, tan inocente, tan deseoso de llevar una existencia distinta de la que soportaba en Kashin. Me pregunté qué pensaría ahora mi hermana Asya de mí, acurrucado como estaba contra una pared, rodeándome el cuerpo con los brazos para darme calor.

Quizá pensaría que era mi justa retribución.

Yo ignoraba qué había sido de la familia imperial, pues había averiguado bien poco en mi trayecto de un pueblo a otro. Imaginaba que los habrían retenido un tiempo para luego mandarlos al exilio, el peor temor de Anastasia, cruzando el continente hasta Inglaterra, donde sin duda el rey Jorge los habría recibido con un familiar abrazo, sin saber qué demonios se suponía que debía hacer con aquellos Romanov que tanto esperaban de él.

Por supuesto, era el rostro de Anastasia el que permanecía grabado en mis pensamientos todos los días de mi viaje, y durante las noches, cuando trataba de dormir. Soñaba con ella, y componía mentalmente cartas, sonetos y toda clase de ridículos poemas. Le había prometido que jamás la abandonaría, que ocurriera lo que ocurriese siempre estaría con ella. Pero habían pasado más de nueve meses desde que nos vimos por última vez, la noche en que ella acudió a mi habitación del Palacio de Invierno, consternada por la desdicha de su familia. Entonces no pensábamos que sería una despedida, pero el zar decidió partir a primera hora de la mañana siguiente, antes de que su familia se hubiese levantado, y mi deber fue acompañarlo. Ni siquiera podía imaginar lo triste que debió de sentirse Anastasia al levantarse y descubrir que me había marchado.

Tumbado en graneros y establos, vislumbrando las estrellas en lo alto a través de las grietas en las vigas de madera, me preguntaba si ella soñaría conmigo como yo con ella. ¿Se quedaba dormida al mismo tiempo, contemplando quizá el titilar plateado en un cielo londinense, preguntándose dónde estaba yo, imaginándome tendido bajo el mismo cielo que ella, susurrando su nombre y rogándole que creyera en mí? Aquéllos fueron tiempos difíciles. De haber podido escribir, lo habría hecho, pero ¿adónde enviar las cartas? De haber podido verla, habría cruzado desiertos, pero ¿adónde dirigirme? No tenía datos de su paradero, y sólo en San Petersburgo -sí, siempre sería San Petersburgo para mí, nunca Petrogrado- podría encontrar a alguien que contestara a mis preguntas.

Llevaba casi una semana allí cuando hallé la pista que necesitaba. Esa tarde había reunido unos rublos ayudando a descargar barriles de grano en un almacén auspiciado por el nuevo gobierno, y decidí concederme una comida caliente, algo que rara vez podía permitirme. Sentado junto al fuego en una acogedora taberna, mientras comía un cuenco de schi y bebía vodka, tratando de disfrutar de los más simples placeres por una vez, de volver a ser un hombre joven, de ser Georgi, advertí la presencia de un tipo algo mayor que yo sentado a la mesa de al lado, cada vez más borracho a medida que avanzaba la tarde. Iba bien afeitado y llevaba el uniforme del gobierno provisional, un bolchevique de cabo a rabo. Pero algo en su actitud me dijo que había encontrado lo que buscaba.

– Pareces desgraciado, amigo -le dije.

Él me observó unos segundos, examinando mi rostro con cautela, como tratando de decidir si valía la pena molestarse en hablar conmigo.

– Ah -contestó con un ademán despreciativo-. Era desgraciado, es cierto. -Levantó la botella de vodka con la mano izquierda y me sonrió-. Pero ya no lo soy.

– Entiendo -repuse levantando mi vaso-. Za vas.

Za vas -respondió, y apuró su vaso y se sirvió otro.

Esperé unos instantes, y al cabo me levanté y fui a sentarme frente a él.

– ¿Puedo? -pregunté.

Me miró con recelo y luego se encogió de hombros:

– Como quieras.

– Eres soldado.

– Sí. ¿Y tú?

– Soy granjero.

– Necesitamos más granjeros -declaró con ebria determinación, golpeando la mesa con los puños-. Así es como nos volvemos más ricos, con el grano.

– Tienes toda la razón -coincidí, sirviéndonos más vodka a los dos-. Gracias a vosotros, los soldados, nos haremos todos más ricos con el tiempo.

Él soltó un bufido y sacudió la cabeza, con cara de desilusión.

– No te engañes, amigo mío. Nadie sabe qué están haciendo. No escuchan a la gente como yo.

– Pero las cosas están mejor que antes, ¿no? -comenté con una sonrisa, pues aunque el hombre parecía descontento con su suerte, lo más probable es que sus lealtades estuvieran con los revolucionarios-. Mejor que cuando vivíamos bajo el z… bajo Nicolás Romanov, quiero decir.

– Ésa es una gran verdad -afirmó, tendiendo la mano para estrechar la mía como si fuéramos hermanos-. No importa qué más suceda; estamos todos mejor gracias a esos cambios. Malditos Romanov -añadió, y escupió en el suelo, por lo que el tabernero le gritó que si no se comportaba lo echaría a la calle.

– Bueno, ¿y qué te ocurre? -quise saber-. ¿Por qué se te ve tan desdichado? ¿Es por una mujer, quizá?

– Ojalá se tratara de una mujer -respondió con amargura-. En este momento las mujeres son lo que menos me preocupa. No, no es nada, amigo. No te aburriré con eso. Hoy esperaba algo de un mezquino burócrata del gobierno de Lenin, pero me ha decepcionado, eso es todo. De modo que estoy ahogando mis penas para superarlo. Mañana aún me sentiré decepcionado, pero se me pasará.

– También tendrás resaca.

– Eso también se me pasará.

– ¿Eres amigo de Lenin? -pregunté, convencido de que podía averiguar lo que quería si lo halagaba.

– Por supuesto que no, no lo conozco.

– Entonces, ¿cómo…?

– Tengo otras conexiones. Hay hombres en puestos de poder que me tienen en gran estima.

– Seguro que sí -repuse, deseoso de mostrarme simpático-. Son los hombres como tú los que están cambiando este país.

– Cuéntale eso a mi mezquino burócrata.

– ¿Puedo preguntarte…? -Titubeé, pues no quería parecer demasiado ansioso por obtener información-. ¿Eres uno de los héroes responsables de la destitución de los Romanov? Si lo fuiste, dímelo para que pueda invitarte a otra copa, pues todos nosotros, los pobres mujiks, estamos en deuda contigo.

Se encogió de hombros.

– En realidad no -admitió-. Con el papeleo, quizá. Sólo tuve que ver con eso.

– Ah. -El corazón me dio un vuelco en el pecho-. ¿Crees que les permitirán alguna vez regresar aquí?

– ¿A San Petersburgo? -preguntó frunciendo el entrecejo-. No, definitivamente no. Los harían pedazos. El pueblo nunca lo toleraría. No; se hallan más seguros donde están ahora.

Solté un suspiro de alivio, que traté de enmascarar con una tos. Aquél era el primer dato seguro de que seguían vivos, de que ella seguía viva.

– No estarán acostumbrados a aquel clima -comenté, riendo para ganarme su confianza-. Dicen que allí los inviernos son fríos, pero no son nada comparados con los de aquí.

– ¿En Tobolsk? -preguntó enarcando una ceja-. No tengo ni idea. Pero estarán bien atendidos. La casa del gobernador de Siberia podrá no ser un palacio, pero es un hogar más elegante del que tú o yo conoceremos jamás. Esa clase de gente sabe sobrevivir. Son como gatos: siempre caen de pie.

Casi se me escapa un grito de sorpresa. Así pues, no estaban en Inglaterra. Ni siquiera habían abandonado Rusia. Los habían llevado a Tobolsk, en los Urales. En la Siberia profunda. Estaba lejos, por supuesto. Pero podía ir. Podía llegar hasta allí y encontrar a Anastasia.

– Claro que no es algo que sepa todo el mundo, amigo -me advirtió, aunque no pareció muy preocupado porque yo fuera a contárselo a alguien-. Me refiero al sitio en que los tienen recluidos. No debes decírselo a nadie.

– Tranquilo -repuse, poniéndome en pie y arrojando unos rublos sobre la mesa para pagar la cena y la bebida de ambos; se lo había ganado-. No tengo intención de hablar con nadie sobre eso.


Tras salir de San Petersburgo viajé hacia el este, atravesando Vólogda, Viatka y Perm antes de llegar a las llanuras de Siberia. Para entonces hacía más de un año que no veía a Anastasia y casi el mismo tiempo desde que el zar se había convertido en Nicolás Romanov. Llegué flaco y hambriento, pero empujado por el deseo de volver a verla, de protegerla. Tenía el cuerpo consumido por el largo viaje, y de haberme visto en un espejo, seguro que habría parecido un hombre de treinta años, aunque no llegaba ni a los veinte.

El trayecto había estado lleno de dificultades. Sucumbí a la fiebre en las afueras de Viatka, pero tuve la suerte de que me acogieran un granjero y su esposa, que me cuidaron en su hogar hasta que recobré la salud, aguantaron mis delirios y no me los reprocharon. La última noche que pasé en su casa, estaba sentado junto al fuego cuando la esposa del granjero, una mujer robusta llamada Polina Pavlovna, puso una mano sobre la mía, sorprendiéndome por lo íntimo del gesto.

– Debes tener cuidado, Pasha -me dijo, pues mi primera o segunda noche allí me habían preguntado mi nombre, y yo, en mi delirante estado, incapaz de recordarlo, había dado ese odiado mote de mi infancia-. Lo que vas a hacer ahora es peligroso.

– ¿Lo que voy a hacer? -repetí, pues al recuperar la salud les había dicho que volvía junto a mi familia, que vivía en Surgut, para ayudar con la granja-. No veo ningún peligro en eso.

– Cuando Luka y yo nos conocimos, no contamos con la aprobación de mi padre -me susurró-. Aunque no nos importó, porque nuestro amor era fuerte. Y mi padre era un hombre pobre, una persona cuya opinión tampoco importaba demasiado. Tu caso es distinto.

Tragué saliva con nerviosismo, no muy seguro de cuánto habría revelado durante mi enfermedad.

– Polina…

– Tranquilo -me sonrió-. Sólo me lo contaste a mí. Y no se lo he dicho a nadie. Ni siquiera a Luka.

Asentí con la cabeza y miré por la ventana.

– ¿Me queda mucho viaje por delante?

– Tardarás semanas. Pero todo irá bien. Estoy segura.

– ¿Cómo puedes saberlo?

– Porque la historia de esa familia no acaba en Tobolsk-susurró, apartando la mirada con expresión de profunda tristeza-. Y la gran duquesa, la que tú amas, tiene mucho por delante todavía.

No supe qué decir a eso, de modo que guardé silencio. No era de los que creían en supersticiones o en predicciones de ancianas. No las había creído en el caso del stáretz, y no iba a creer las de la esposa de un granjero de Viatka, aunque confié en que fuera cierto lo que decía.

– El zar pasó una vez por aquí en sus viajes, ¿sabes? -comentó antes de que me fuera-. Cuando yo no era más que una niña.

Fruncí el entrecejo, pues Polina era muy vieja. Me costaba creerlo.

– No tu zar -explicó riendo un poco-. Su abuelo, Alejandro II. Fue sólo unas semanas antes de que lo mataran. Llegó y se fue como una exhalación. La ciudad entera salió a verlo y él apenas miró a ninguno de nosotros, sino que se limitó a pasar cabalgando en su corcel, y sin embargo nos pareció que nos había tocado la mano de Dios. Cuesta imaginarlo ahora, ¿verdad?

– Un poco -concedí.


Partí al día siguiente y tuve la suerte de permanecer sano el resto del viaje. Llegué a Tobolsk a principios de julio. La ciudad estaba llena de bolcheviques, pero nadie me prestó atención. Comprendí que ya no me buscaban. Quién era yo, al fin y al cabo; sólo un criado, un don nadie. Cualquier intención de seguirme el rastro tras el arresto del zar se había desvanecido hacía mucho.

Fue fácil localizar la casa del gobernador, adonde llegué a media tarde, esperando encontrarla rodeada de guardias. No estaba seguro de lo que haría una vez allí. Una parte de mí había pensado pedir simplemente que me dejaran ver al zar -o a Nicolás Romanov, si insistían-, tras lo cual me ofrecería a permanecer con la familia como criado, y así podría ver a Anastasia todos los días hasta que los mandaran al exilio.

Sin embargo, la casa no era exactamente como había imaginado. No había vehículos en el exterior y sólo la vigilaba un soldado que, apoyado contra la verja, le ofreció al mundo un gran bostezo. Me observó al acercarme y entrecerró los ojos con gesto irritado, pero no mostró indicios de preocupación. Tampoco se molestó en ponerse firme.

– Buenas tardes -saludé.

– Camarada.

– Me preguntaba… tengo entendido que ésta es la residencia del gobernador, ¿no?

– ¿Y qué si lo es? ¿Quién eres?

– Me llamo Georgi Danílovich Yáchmenev. Soy hijo de un granjero de Kashin.

Asintió con la cabeza y se volvió para escupir en el suelo.

– Nunca había oído hablar de ti.

– No lo esperaba. Pero tu prisionero sí me conoce.

– ¿Mi prisionero? -preguntó sonriendo un poco-. ¿Y qué prisionero es ése?

Suspiré. No me apetecía andarme con juegos.

– He hecho un largo viaje para llegar hasta aquí. Vengo de San Petersburgo.

– ¿Quieres decir de Petrogrado?

– Si lo prefieres…

– ¿A pie? -preguntó arqueando una ceja.

– Casi todo el camino, sí.

– Bueno, ¿y qué quieres?

– Hasta el año pasado, trabajaba en el palacio imperial. Trabajaba para el zar.

Titubeó antes de responder.

– Ya no hay zar -declaró con aspereza-. Quizá hayas trabajado para el antiguo zar.

– El antiguo zar, entonces. Pensaba… Me preguntaba si podría presentarle mis respetos.

Frunció el entrecejo.

– Por supuesto que no -espetó-. ¿Eres estúpido o qué? ¿Crees que dejamos entrar a todo el mundo a ver a los Romanov?

– No soy una amenaza para nadie -repuse, extendiendo los brazos para mostrar que no llevaba armas ocultas-. Sólo quería ofrecerles mis servicios.

– ¿Y por qué?

– Porque fueron buenos conmigo.

– Eran tiranos. Estás loco si quieres estar con ellos.

– Aun así, es lo que quiero -respondí en voz baja-. ¿Es posible?

– Todo es posible -contestó encogiéndose de hombros-. Pero me temo que llegas demasiado tarde.

Se me encogió el corazón; estuve a punto de cogerlo de las solapas y obligarlo a explicar qué quería decir.

– ¿Demasiado tarde? -repetí con cautela-. ¿En qué sentido?

– Me refiero a que ya no están. Aquí vuelve a residir el gobernador. Puedo pedirte audiencia con él, si lo deseas.

– No, no -contesté sacudiendo la cabeza-. No será necesario. -Me dieron ganas de sentarme en el suelo y llevarme las manos a la cabeza. ¿Nunca acabaría ese tormento? ¿Volveríamos a encontrarnos alguna vez?-. Confiaba en… en verlos.

– No los han llevado muy lejos de aquí. Quizá podrías ir en su busca.

Levanté la vista, esperanzado.

– ¿De veras? ¿Dónde están?

El soldado sonrió abriendo las manos, y supe de inmediato que semejante información no me saldría barata. Hurgué en los bolsillos y saqué hasta el último rublo que tenía.

– No puedo negociar -dije tendiéndole el dinero-. Puedes registrarme si quieres. Es todo lo que tengo. Todo lo que tengo en el mundo. Por favor…

Se miró la mano, contó las monedas y se las metió en el bolsillo; luego, antes de alejarse, se inclinó para susurrarme una palabra al oído:

– Ekaterimburgo.


Así pues, di media vuelta y eché a andar una vez más, en esta ocasión hacia el sudoeste y la ciudad de Ekaterimburgo, sabiendo de algún modo que sería el final de mi viaje y que encontraría por fin a Anastasia. Los pueblos que crucé de camino -Tavda, Tirinsk, Irbit- me recordaron un poco a Kashin; descansé en algunos, confiando en charlar con los agricultores y granjeros, pero no sirvió de nada, porque parecían sospechar de mí y se mostraban reacios a hablar. Me pregunté si sabrían quiénes habían atravesado sus pueblos antes que yo, si los habrían visto. De ser así, no dijeron nada al respecto.

Tardé casi una semana en llegar.

En Ekaterimburgo la gente parecía más inquieta incluso que la que había visto en el viaje, y supe de inmediato que había alcanzado mi destino. No me costó mucho encontrar a alguien que me indicara el sitio correcto. Una casa grande en las estribaciones de la ciudad, rodeada por soldados.

– El propietario es un comerciante muy rico -me explicó el amable hombre-. Los bolcheviques se la confiscaron. No se permite entrar a nadie.

– Ese comerciante, ¿dónde está ahora?

– Se ha ido. Le pagaron para que se fuera. Se llamaba Ipátiev. Le quitaron su hogar. Ahora dicen que la casa Ipátiev se ha convertido en «la casa del propósito especial».

Asentí con la cabeza y eché a andar en la dirección que me había indicado.

Anastasia estaría allí; lo sabía. Todos estarían allí.

Загрузка...