Esperaba a Zoya sentado ante la ventana de una cafetería frente a la Escuela de Bellas Artes y Diseño, consultando de vez en cuando el reloj y tratando de no oír la charla de la gente que me rodeaba. Zoya ya se retrasaba más de media hora y empezaba a sentirme un poco irritado. Ante mí había un ejemplar de El motín del Caine abierto, pero no lograba concentrarme en las palabras y acabé por apartarlo y coger una cuchara para remover el café mientras tamborileaba con nerviosismo con los dedos de la mano izquierda.
Al otro lado de la calle, el personal y los alumnos de la universidad iban de aquí para allá, deteniéndose a charlar entre sí, riendo, chismorreando y besándose; algunos atraían miradas de desaprobación de los transeúntes por la naturaleza poco ortodoxa de su atuendo. Un joven de unos diecinueve años dobló la esquina y recorrió la calle como si desfilara con la bandera, ataviado con pantalones pitillo, camisa y chaleco oscuros, y encima una levita eduardiana que le llegaba a la rodilla. Llevaba el cabello reluciente de brillantina y levantado en la frente en un elegante tupé, y se comportaba como si la ciudad entera le perteneciese. Resultaba imposible no mirarlo, lo que debía de ser su intención.
– Georgi.
Me volví y me sorprendió ver a mi esposa detrás de mí; estaba tan ensimismado en las idas y venidas en la universidad que no había advertido su llegada. En un instante de tristeza, pensé que eso no me habría ocurrido un año antes.
– Hola -dije, consultando el reloj y lamentando de inmediato el gesto, pues era agresivo, realizado para subrayar su tardanza sin necesidad de expresarla con palabras. Me sentía molesto, cierto, pero no quería parecerlo. Me había pasado la mayor parte de los seis últimos meses tratando de no parecer molesto. Era una de las cosas que nos mantenía juntos.
– Lo siento -se disculpó Zoya, y se sentó con un suspiro de cansancio antes de quitarse el sombrero y el abrigo. Se había cortado el pelo unas semanas antes y ahora llevaba un peinado que recordaba al de la reina (no: al de la reina madre; aún no me había acostumbrado a llamarla así), y para ser franco, no me gustaba. Pero la verdad es que en esa época no me gustaban muchas cosas-. Me han retenido cuando ya me iba. La secretaria del doctor Highsmith no estaba en su escritorio y yo no podía marcharme sin fijar la siguiente visita. Ha tardado mucho en volver, y después no conseguía encontrar la agenda. -Movió la cabeza y suspiró, como si el mundo fuera un lugar demasiado agotador para tolerarlo, antes de esbozar una leve sonrisa y volverse hacia mí-. Todo el asunto ha durado una eternidad. Y luego los autobuses… Bueno, sea como fuere, ¿qué puedo decir, excepto que lo siento?
– No pasa nada -dije, sacudiendo la cabeza como si nada importara en realidad-. Ni me había dado cuenta de la hora. ¿Va todo bien?
– Sí, bien.
– ¿Te pido algo?
– Sólo una taza de té, por favor.
– ¿Sólo té?
– Por favor -insistió alegremente.
– ¿No tienes hambre?
Titubeó un instante y luego negó con la cabeza.
– Ahora no. Hoy no tengo mucho apetito, no sé por qué. Sólo tomaré un té, gracias.
Asentí y me dirigí a la barra para pedirlo. Allí de pie, esperando a que el agua hirviese y las hojas se empaparan bien, la observé mirar por la ventana, hacia la facultad en que llevaba dando clases unos cinco años, y traté de no odiarla por lo que nos había hecho. Por lo que me había hecho a mí. Por que pudiese aparecer tarde, sin apetito, lo que sugería que había estado en otro sitio, con otro hombre, almorzando con él y no conmigo. Incluso sabiendo que no era el caso, la odié por hacerme sospechar de todos sus movimientos.
– Gracias -me dijo cuando le dejé la taza delante-. Lo necesitaba. Ahí fuera hace frío. Debería haber traído una bufanda. Bueno, ¿qué tal te ha ido la mañana?
Me encogí de hombros, irritado por su comportamiento alegre y su charla insulsa, como si nada anduviese mal en el mundo, como si nuestras vidas fueran como siempre habían sido y como siempre serían.
– Nada fuera de lo corriente. Aburrida.
– Oh, Georgi. -Alargó una mano sobre la mesa para posarla sobre la mía-. No digas eso. Tu vida no es aburrida.
– Bueno, no es tan emocionante como la tuya, eso seguro -repuse, y lamenté mis palabras al advertir que se quedaba helada; me pregunté si pretendía que sonaran tan hirientes como parecía.
Su mano permaneció sobre la mía unos segundos más y luego la apartó, miró por la ventana y le dio un cauteloso sorbo al té. Supe que no volvería a hablar hasta que yo lo hiciera. Después de más de treinta años de matrimonio, había muy pocas cosas que no pudiera prever en ella. Podía sorprenderme, por supuesto, lo había demostrado, pero aun así yo conocía sus movimientos mejor que nadie.
– Ha empezado la chica nueva -dije por fin, aclarándome la garganta para abordar un tema de conversación seguro-. Supongo que es una noticia.
– Ah, ¿sí? -repuso con tono neutral-. ¿Y qué tal es?
– Muy agradable. Tiene ganas de aprender. Sabe bastante de libros. Estudió literatura en Cambridge. Tremendamente lista.
Zoya sonrió y se contuvo para no reír.
– Tremendamente lista -repitió-. Georgi, qué inglés te has vuelto.
– ¿Tú crees?
– Sí. Jamás habrías utilizado una expresión así cuando llegamos a Londres. Es por todos estos años rodeado de profesores y académicos en la biblioteca.
– Supongo que sí -admití-. Dicen que el lenguaje cambia a medida que uno se va integrando en una sociedad distinta.
– ¿Es vergonzosa?
– ¿Quién?
– Tu nueva ayudante. ¿Cómo se llama, por cierto?
– Señorita Llewellyn.
– ¿Es galesa?
– Sí.
– ¿Y es vergonzosa?
– No. Que haya decidido trabajar en una biblioteca no significa que sea una especie de mosquita muerta tímida y modesta que no soporta que le hablen porque se sonroja.
Zoya soltó un suspiro y me miró fijamente.
– Muy bien -dijo, sacudiendo un poco la cabeza-. No pretendía insinuar nada. Sólo trataba de conversar.
Irritabilidad. Mal genio. Ansiedad. Un deseo subconsciente de encontrar algo negativo en cada frase que ella empleaba. Una necesidad de criticarla, de hacer que se sintiera mal. Yo captaba todo eso cada vez que hablábamos. Y lo detestaba. No era así como se suponía que debíamos ser. Se suponía que nos amábamos, que debíamos tratarnos con respeto y cariño. Al fin y al cabo, nunca habíamos sido Georgi y Zoya. Éramos GeorgiZoya.
– Lo hará bien -dije un poco más animado, pues no quería aumentar la tensión-. No será lo mismo sin la señorita Simpson, por supuesto. O sin la señora Harris, debería decir. Pero así son las cosas. La vida sigue. Los tiempos cambian.
– Sí. -Hurgó en el bolso para sacar un ejemplar del Times-. ¿Has visto esto? -me preguntó, dejándolo ante mí.
– Sí, lo he visto -contesté tras titubear un poco. Leía el Times todas las mañanas en la biblioteca, y Zoya lo sabía. Lo que me sorprendía era que lo hubiese visto ella, pues no era de quienes disfrutaban leyendo los sucesos de actualidad, en particular cuando tantos eran de naturaleza belicosa en aquellos tiempos.
– ¿Y qué opinas?
– No opino nada -respondí, cogiendo el diario y contemplando un momento el rostro de Stalin, el espeso bigote, los ojos de párpados caídos que me sonreían con falsa cordialidad-. ¿Qué esperas que opine?
– Deberíamos celebrar una fiesta -comentó con tono frío pero triunfal-. Deberíamos celebrarlo, ¿no te parece?
– No. ¿De qué tenemos que regocijarnos, al fin y al cabo? Está muerto. Y después de él, ¿qué crees que pasará? ¿Piensas que las cosas volverán a ser como antes?
– Por supuesto que no -contestó, quitándome el periódico para observar un instante más la fotografía antes de doblarlo y embutirlo de nuevo en el bolso-. Es sólo que estoy contenta, nada más.
– ¿De que ya no esté?
– De que esté muerto.
Guardé silencio. Detestaba captar tanto veneno en su tono. Evidentemente, yo no era admirador de Stalin; había leído lo bastante sobre sus actos para despreciarlo. En los treinta y cinco años transcurridos desde que abandonara Rusia, me había informado suficientemente sobre los acontecimientos que sucedían en mi tierra natal para sentirme aliviado de no formar ya parte de ellos. Pero no podía celebrar una muerte, ni siquiera la de Stalin.
– Sea como fuere -continué al cabo de un instante-, no dispongo de mucho tiempo antes de volver al trabajo y quiero saber qué tal te ha ido la mañana.
Zoya fijó la vista en la mesa unos segundos. Pareció decepcionada por cambiar tan rápido de tema; quizá deseaba embarcarse en una larga conversación sobre Stalin, sus actos, sus purgas y sus múltiples crímenes. Yo había decidido que podía mantener esa conversación si así lo deseaba. Sólo que no conmigo.
– Ha ido bien -susurró.
– ¿Sólo bien?
– Esta vez ha sido un poco más… complicado, supongo.
Sopesé sus palabras y dudé antes de seguir interrogándola.
– ¿Complicado? ¿En qué sentido?
– Es difícil de explicar -respondió, arrugando un poco la frente al reflexionar sobre ello-. En nuestra primera visita de la semana pasada, el doctor Highsmith no pareció interesado en nada que no fueran mi vida y mi rutina cotidianas. Quiso saber si disfrutaba con mi trabajo, cuánto tiempo llevaba viviendo en Londres, cuánto hacía que estábamos casados. Cuestiones muy básicas. La clase de cosas sobre las que charlarías en una fiesta con un extraño.
– ¿Te sentiste incómoda?
– No especialmente -respondió encogiéndose de hombros-. Lo que estaba dispuesta a contarle tenía un límite, desde luego, ni siquiera conocía a ese hombre, pero él pareció advertirlo y me instó a continuar adelante.
Asentí con la cabeza.
– ¿Hasta cuándo te remontaste?
– Bastante tiempo, en diferentes sentidos. Hablamos sobre cómo fueron las cosas durante la guerra, sobre los años previos a ella después de que llegásemos aquí. Sobre todo el tiempo que esperamos ser padres. Le hablé de… -Vaciló y se mordió el labio, pero luego alzó la vista y habló con mayor decisión; me pregunté si el doctor Highsmith la habría animado a hacerlo-. Le hablé un poco sobre París.
– ¿De veras? -pregunté, sorprendido-. Nosotros nunca hablamos de París.
– No. -Su tono reveló una leve acusación-. No, no lo hacemos.
– ¿Deberíamos?
– Tal vez.
– ¿Y de qué más?
– De Rusia.
– ¿Le hablaste de Rusia?
– Pero sólo en términos generales. Me resultó extraño hablar de temas personales con una persona a la que acababa de conocer.
– ¿No confías en él?
Sacudió la cabeza.
– No se trata de eso. Creo que sí confío en él. Es sólo que… es curioso, pero en realidad no me hace preguntas propiamente dichas. Tan sólo me habla. Mantenemos una conversación. Y entonces me encuentro siendo franca con él, revelándole cosas. Es casi como una forma de hipnosis. Estaba pensando en eso hace un rato, cuando esperaba a que su secretaria volviera, y me ha recordado… me he acordado de…
– Ya lo sé -interrumpí en voz muy baja, casi un susurro, como si la mera mención de su nombre fuera a traer de nuevo a la bestia de entre los muertos. Un súbito recuerdo relampagueó en mi memoria. Volvía a tener diecisiete años, estaba muerto de frío y arrastraba un cuerpo hacia las riberas del Neva, dispuesto a arrojarlo a sus profundidades. Había sangre en el suelo, de heridas de bala. En el aire flotaba la sensación de que el monstruo podía regresar de pronto a la vida y matarnos a todos. La habitación pareció dar vueltas cuando me invadieron de nuevo las sensaciones de aquella noche, y me estremecí. No era algo en que me gustara pensar. No era algo que me permitiera recordar, nunca.
– Su tono es muy tranquilizador -continuó Zoya, sin aludir a lo que yo había dicho, sin necesidad de hacerlo-. Me relaja. Temía que fuera como el doctor Hooper, pero no lo es. Parece preocuparse por mí de verdad.
– ¿Le has hablado de las pesadillas?
– Hoy sí. Empezó preguntándome por qué acudía a verlo. ¿Sabes que ni siquiera me había percatado de que no me lo preguntó la otra vez? No te importa que te cuente todo esto, ¿verdad, Georgi?
– Por supuesto que no -aseguré, tratando de sonreír-. Quiero saberlo, pero… sólo si tú quieres contármelo. Si te ayuda, a mí es lo único que me importa. No tienes que sentir que debes contármelo todo.
– Gracias. Supongo que hay ciertas cosas que sonarían extrañas si te las repitiera fuera de contexto. Cosas que tenían sentido en su momento, si entiendes a qué me refiero. Sea como fuere, le he contado que últimamente me despierto mucho por las noches, le he hablado de las terribles pesadillas, de cómo habían aparecido de pronto, salidas de la nada. En realidad es ridículo, después de todos estos años, que esos recuerdos emerjan de nuevo.
– ¿Y qué dijo él?
– No mucho. Me pidió que las describiera, y lo hice. Algunas, al menos. Hay otras que no creo poder confiarle aún. Y entonces empezamos a hablar sobre otras cosas. Hablamos de ti.
– ¿De mí?
– Sí.
Tragué saliva. No estaba seguro de querer hacer esa pregunta, pero no había modo de evitarlo.
– ¿Qué quería saber sobre mí?
– Sólo pidió que te describiera, eso es todo. La clase de hombre que eres.
– ¿Qué le dijiste?
– La verdad, por supuesto. Que eres muy bueno. Que eres considerado. Que eres cariñoso. -Dudó un instante y se inclinó un poco hacia mí-. Que te has ocupado de mí todos estos años. Y que sabes perdonar.
La miré y me sentí al borde de las lágrimas. Ya no estaba enfadado; volvía a sentirme dolido. Traicionado. Traté de encontrar las palabras adecuadas, pues no quería atacarla.
– ¿Y le has hablado de…? ¿Se lo has contado?
Asintió con la cabeza.
– ¿Lo de Henry? Sí, se lo he dicho.
Solté un suspiro y aparté la vista. Incluso entonces, casi un año después, ese nombre bastaba para hacer añicos mi humor y mi confianza. Aún me costaba creer que hubiese ocurrido, que después de tantos años juntos ella hubiese podido traicionarme con otro hombre.
Arina nos presentó a Ralph a finales del verano. Yo no sabía qué esperar -al fin y al cabo, era la primera vez que ella traía un chico a casa-, y lo cierto es que temía la perspectiva de conocerlo. No era sólo que eso me obligaba a reconocer el hecho de que mi hija se acercaba a la edad adulta; también estaba la cuestión de enfrentarme a mi propio envejecimiento. En mi insensatez, aún veía mi existencia desplegándose ante mí como un arriate de flores en primavera, una hilera de tulipanes a punto de hacer su radiante explosión, cuando en realidad era más bien como un rosal en otoño, cuando las hojas empiezan a ennegrecerse y marchitarse y cuanto queda de su vida es la decadencia del invierno. Perdido entre los archivadores de la Biblioteca Británica, pasé todo aquel día muy callado tratando de encajar tan aleccionador pensamiento, y cuando la señorita Llewellyn me preguntó si me encontraba bien, no pude sino quitarle importancia a mi melancolía con una sonrisa avergonzada y una explicación sincera.
– No lo sé. Me espera una velada poco corriente, eso es todo.
– ¡Oh! -exclamó ella con curiosidad-. Suena interesante. ¿Va a algún sitio especial?
– Lamentablemente, no. Mi esposa ha invitado a cenar al novio de mi hija. Es la primera vez que tengo que pasar por una experiencia así, y no me apetece demasiado.
– Yo llevé a Billy, mi chico, a conocer a mis padres hace un par de meses -contó la señorita Llewellyn, estremeciéndose un poco al recordarlo y ciñéndose el cárdigan-. La cosa acabó en una pelea tremenda. Mi padre lo echó de casa. Me dijo que no volvería a dirigirme la palabra si seguía saliendo con él.
– ¿De veras? -pregunté, confiando en que mi velada no terminase de forma tan drástica-. ¿No le gustó, entonces?
Ella puso los ojos en blanco como si la escena fuera demasiado horrible para recordarla.
– En realidad no fueron más que bobadas. Billy dijo algo que no debería haber dicho, y entonces mi padre dijo algo aún peor. A mi Billy le gusta creerse un revolucionario, y mi padre no quiere saber nada de esas cosas. Es de los del viejo Imperio británico, ya me entiende. Debería haber oído cómo se gritaron cuando el pobre del viejo rey salió en la conversación. Que Dios bendiga su alma. ¡Pensé que alguien iba a llamar a la policía! De todos modos, ¿cuántos años tiene su hija, señor Yáchmenev, si no le importa que lo pregunte?
– Acaba de cumplir diecinueve.
– Bueno, entonces imagino que esto no es más que el principio. Estoy segura de que tendrá que vérselas con muchas cenas como ésa en el futuro. Ya lo verá. Ese novio será el primero de muchos.
La afirmación no me ofreció el alivio que ella pretendía, y ese día volví a casa un poco más tarde de lo habitual porque me detuve en una iglesia a encender una vela -«Lo haré mientras viva»-, pues era 12 de agosto y tenía una promesa que cumplir.
– Georgi. -Zoya me miró con el rostro arrebolado por la ansiedad al verme entrar-. ¿Por qué has tardado tanto? Te esperaba hace media hora.
– Lo siento -contesté, y advertí el esfuerzo que había dedicado a vestirse y arreglarse-. Tienes buen aspecto -añadí, un poco irritado porque se tomara tantas molestias por un chico al que ni siquiera conocía.
– Bueno, no parezcas tan sorprendido -replicó con una risa ofendida-. Procuro esforzarme con mi aspecto de vez en cuando, ¿sabes?
Sonreí y la besé. Antes, durante años, no habríamos dado importancia a frases como aquélla, considerándolas bromas cariñosas. Ahora había una corriente subterránea de tensión, la sensación de que, fuera lo que fuese lo que habíamos conseguido enterrar, no estaba perdonado, y de que una palabra inapropiada pronunciada en el momento inadecuado podía llevarnos, como al novio y al padre de la señorita Llewellyn, a la pelea más calamitosa.
– ¿Vas a darte un baño? -quiso saber.
– ¿Lo necesito?
– Llevas todo el día trabajando -contestó en voz baja, mordiéndose un poco el labio.
– Entonces supongo que más me vale -repuse con un suspiro, dejando el maletín donde supe que Zoya se vería obligada a recogerlo para quitarlo de en medio en cuanto me diese la vuelta-. No tardaré. ¿A qué hora los esperamos?
– No llegarán antes de las ocho. Arina ha dicho que irían a lomar una copa al salir del trabajo, y que vendrían después.
– Es bebedor, entonces -dije frunciendo el entrecejo.
– He dicho una copa. Dale una oportunidad, Georgi. Nunca se sabe; a lo mejor te gusta.
Dudaba que así fuera, pero unos minutos más tarde, metido en la bañera y disfrutando de la paz y la relajación en el agua caliente y espumosa, seguí dándole vueltas al inquietante hecho de que Arina hubiese llegado a la edad en que sus pensamientos se dirigían hacia el sexo opuesto. Parecía que apenas hubiese transcurrido tiempo desde que era una niña. O, ya puestos, un bebé. De hecho, me daba la sensación de que sólo habían pasado unos cuantos años desde que Zoya y yo sufríamos y nos desesperábamos ante la idea de que nunca nos veríamos bendecidos con un hijo. Me percaté de que mi vida se me escapaba entre los dedos. Tenía cincuenta y cuatro años; ¿cómo había sucedido? ¿No habían pasado sólo unos meses desde que llegara al Palacio de Invierno y recorriera los pasillos dorados tras el conde Charnetski para mi primer encuentro con el zar? Sin duda había sido a principios de este mismo año cuando conseguí disfrutar de un momento a solas a bordo del Standart mientras la familia imperial escuchaba una interpretación del Cuarteto de Cuerda de San Petersburgo, ¿no?
«No», me dije, rechazando mi insensatez y permitiendo que mi cuerpo se hundiera más en el agua de la bañera. No, no era así. Todo aquello había ocurrido años atrás. Décadas.
Aquellos tiempos pertenecían por entero a otra vida, a una existencia de la que ya nunca se hablaba. Cerré los ojos y dejé que mi cabeza se sumergiera. Conteniendo el aliento, el eco del pasado me llenó los oídos y la memoria, y me perdí una vez más en aquellos años terribles y maravillosos entre 1915 y 1918, cuando el drama de nuestro país se desarrollaba ante mí. Ajeno al mundo, sentí que, una vez más, el frío penetrante del aire invernal de las riberas del Neva me entraba por la nariz y me cortaba el aliento de la impresión, imaginé el rostro del zar y la zarina con la misma claridad que si los tuviera delante. Y el aroma del perfume de Anastasia inundó mis sentidos como en un sueño, seguido por una imagen borrosa de la muchacha de la que me había enamorado.
– Georgi -dijo Zoya llamando a la puerta; se asomó al interior, y su presencia me hizo emerger de inmediato, boqueando, mientras me apartaba el cabello de la frente y los ojos-. Georgi, no tardarán en llegar. -Titubeó, quizá inquieta ante mi inesperada expresión de pesar-. ¿Qué sucede? ¿Te pasa algo?
– Nada.
– ¿Cómo que nada, si estás llorando?
– Es agua -repliqué, preguntándome si era posible que la espuma se hubiese mezclado con mis lágrimas sin que lo advirtiera.
– Tienes los ojos rojos.
– No es nada. Estaba pensando en algo, eso es todo.
– ¿En qué? -quiso saber, y hubo un dejo de tensión en su voz, como si temiera oír la respuesta.
– En nada importante -concluí, negando con la cabeza-. Sólo pensaba en alguien que conocí una vez, nada más. En alguien que murió hace mucho tiempo.
En ciertos momentos la odiaba por lo que había hecho. Jamás pensé que pudiera sentir por Zoya otra cosa que amor, pero a veces, cuando yacía despierto en la cama a su lado, sintiendo como si mi cuerpo fuera a evaporarse si la tocaba, deseaba gritar; a tal punto me sentía frustrado y dolido.
Cuando todo acabó, cuando estábamos tratando de reparar nuestras vidas fracturadas, me atreví a preguntarle por qué había ocurrido.
– No lo sé, Georgi -contestó con un suspiro, como si fuera cruel por mi parte desear siquiera una respuesta.
– No lo sabes -repetí, escupiendo las palabras.
– Exacto.
– Bueno, ¿y qué se supone que tengo que decir a eso?
– Nunca lo amé, si es que importa.
– Eso lo vuelve peor -espeté, sin saber si era cierto o no, pero deseoso de herirla-. Entonces, ¿qué sentido tuvo si nunca lo amaste? Al menos eso habría supuesto algo.
– Él no me conocía -explicó en voz baja-. Eso lo hacía distinto.
– ¿No te conocía? -Fruncí el entrecejo-. ¿Qué quieres decir?
– Mis pecados. Él no conocía mis pecados.
– ¡No digas eso! -exclamé abalanzándome hacia ella, ira cundo-. No utilices eso para justificar tus actos.
– Oh, no lo estoy haciendo, Georgi, de veras que no -replicó sacudiendo la cabeza; estaba llorando-. Fue sólo que… ¿cómo puedo explicarte algo que ni yo misma entiendo? ¿Vas a abandonarme?
– Nada me gustaría más -contesté; era mentira, por supuesto-. Yo nunca te habría hecho eso a ti. Jamás.
– Ya lo sé.
– ¿Crees que no he tenido la tentación? ¿Crees que nunca he mirado a otras mujeres deseando poseerlas?
Zoya vaciló, pero por fin negó con la cabeza.
– No, Georgi. No creo que lo hayas hecho nunca. No creo que sientas nunca la tentación.
Abrí la boca para discrepar, pero ¿cómo iba a hacerlo? Al fin y al cabo, era cierto.
– Eso es lo que hace que seas como eres. Eres bueno y decente, y yo… -Se interrumpió, y cuando volvió a hablar, articulando bien cada palabra, pensé que nunca me había sonado tan decidida-: Yo no lo soy.
Permanecimos largo rato en silencio, y se me ocurrió algo, algo tan monstruoso que no pude creer que lo estuviera pensando.
– Zoya, ¿lo hiciste para que te abandonara? -pregunté, y ella me miró y tragó saliva; luego se dio la vuelta sin contestar-. ¿Pensaste que, si te dejaba, supondría una especie de castigo? ¿Que merecías ser castigada?
Silencio.
– ¡Dios mío! -exclamé, sacudiendo la cabeza-. Todavía crees que fue culpa tuya, ¿no es eso? Todavía deseas morir.
La puerta principal se abrió exactamente a las ocho, y Arina entró primero con una sonrisa tímida, la expresión que esbozaba de niña cuando había hecho alguna travesura pero quería que la descubrieran. Se nos acercó y nos besó a ambos, como hacía siempre, y entonces, emergiendo de las sombras del rellano, entró un joven, con el sombrero en la mano y las mejillas un poco arreboladas, claramente ansioso por causar buena impresión. A mi pesar, su nerviosismo me resultó simpático y tuve que concentrarme para evitar sonreír. Debía de ser un día de recuerdos, pues su inquietud me evocó mi propio nerviosismo cuando conocí al padre de Zoya.
– Masha, pasha -dijo Arina indicando al joven, como si no lo viéramos allí plantado e incómodo-, éste es Ralph Adler.
– Buenas noches, señor Yáchmenev -saludó él, tendiéndome la mano y tropezando con mi nombre, aunque pareció que hubiese ensayado muchas veces esas primeras palabras-. Es un gran honor conocerlo. Y, señora Yáchmenev, me gustaría agradecerle el gran honor de invitarme a su casa.
– Bueno, te damos la bienvenida -repuso ella sonriendo a su vez-. Estamos encantados de conocerte por fin. Arina nos ha hablado mucho de ti. ¿No quieres pasar y sentarte?
Arina y Ralph ocuparon sus sitios en la mesa y yo me senté frente a Ralph mientras Zoya acababa de preparar la comida, lo que me dio oportunidad de examinarlo con mayor detalle. Era de altura y complexión medias, con una curiosa mata de cabello pelirrojo, un hecho que me sorprendió, aunque no me pareció un muchacho feo en términos generales.
– Eres mayor de lo que esperaba -comenté, preguntándome si Arina sería tan sólo la última de una serie de novias a las que Ralph había seducido.
– Tengo veinticuatro años -se apresuró a contestar-. Aún soy joven, espero.
– Por supuesto -intervino Zoya-. Prueba a tener cincuenta y cuatro.
– Arina sólo tiene diecinueve -dije.
– Entonces nos llevamos cinco años -repuso Ralph, como si la diferencia de edad no tuviese mayor importancia, lo que me impidió hacer más observaciones al respecto.
Cada vez que hablaba, Ralph miraba a mi hija en busca de su aprobación, y cuando Arina sonreía, él también lo hacía. Cuando ella hablaba, la observaba con los labios entreabiertos. Me dio la sensación de que una parte de él deseaba explicarme, de forma totalmente académica, que no podía creer lo afortunado que era porque alguien como ella se interesase por alguien como él. Reconocí la mezcla de pasiones en sus ojos: admiración, deseo, fascinación, amor. Me sentí satisfecho por mi hija, y no me sorprendió que ella fuera capaz de inspirar semejantes emociones, pero también me entristeció un poco.
Me dije que Arina era muy joven, que no estaba preparado para perderla.
– Arina nos ha contado que eres músico, Ralph -dijo Zoya mientras comíamos la clase de menú que solíamos reservar para los domingos: rosbif con patatas, dos clases de verdura, salsa-. ¿Qué tocas?
– El clarinete. Mi padre era un clarinetista muy bueno. Insistió en que mis hermanos y yo recibiéramos clases desde muy pequeños. De niño las aborrecía, por supuesto, pero las cosas cambian.
– ¿Por qué las aborrecías? -quise saber.
– Creo que por la profesora. Tenía unos ciento cincuenta años, y cada vez que tocaba mal, me pegaba al acabar la lección. Cuando tocaba bien, tarareaba para acompañar a Mozart, Brahms, Tchaikovski o quien fuera.
– ¿Te gusta Tchaikovski?
– Sí, mucho.
– Aja.
– Pero tu actitud debió de cambiar al final -supuso Zoya-. Si te ganas la vida tocando, quiero decir.
– Oh, ya me gustaría poder decir que me la gano, señora Yáchmenev, pero no soy músico profesional. Todavía no. Aún estoy estudiando. Asisto a clases en la Escuela de Música y Teatro Guildhall, muy cerca del muelle Victoria.
– Sí, la conozco.
– ¿No eres un poco mayor para estar estudiando todavía? -pregunté.
– Se trata de un curso superior. Para poder dar clases además de tocar, si fuera necesario. Éste es mi último año.
– Ralph también toca con una orquesta fuera de la escuela -intervino Arina-. Ha participado en el concierto de Navidad en Saint Paul los tres últimos años; el año pasado incluso interpretó un solo, ¿no es así, Ralph?
– ¿De veras? -Zoya parecía impresionada y el chico sonrió, ruborizándose al sentirse el centro de tanta atención-. Entonces debes de ser muy bueno.
– No lo sé -contestó frunciendo el entrecejo-. Confío en estar mejorando.
– Deberías haberte traído el clarinete. Así podrías haber tocado para nosotros. Yo tocaba el piano de niña, ¿sabes? Muchas veces he deseado que aquí tuviésemos espacio para uno.
– ¿Le gustaba?
– Sí -contestó Zoya, y abrió la boca para decir algo más, pero luego pareció pensarlo mejor.
– Yo nunca aprendí a tocar un instrumento -dije para llenar el silencio-. Pero siempre deseé hacerlo. De haber tenido la oportunidad, es posible que hubiese estudiado violín. Siempre lo he considerado el más elegante de los instrumentos musicales.
– Bueno, nunca se es demasiado viejo para aprender, señor -afirmó Ralph, y en cuanto hubo pronunciado esas palabras se puso granate de vergüenza, y no ayudó que yo lo mirase fijamente con la expresión más seria que fui capaz de esbozar, como si acabara de insultarme de forma terrible-. Lo siento mucho -balbució-. No pretendía insinuar que…
– ¿Que soy viejo? Bueno, ¿y qué más da? Sí, soy viejo. Hace sólo un rato estaba pensando en eso. Tú mismo lo serás algún día. Ya veremos qué te parece entonces.
– Tan sólo quería decir que se puede aprender a tocar un instrumento a cualquier edad.
– Supondrá un consuelo cuando esté chocheando.
– No, no es eso. Quiero decir…
– Georgi, no te burles del pobre muchacho -interrumpió Zoya, tendiendo una mano para coger la mía unos instantes.
Nuestros dedos se entrelazaron y bajé la vista hacia ellos; advertí que la piel de sus nudillos estaba un poco más tensa por la edad, e imaginé que veía la sangre y las falanges, como si los años le estuviesen volviendo la piel translúcida. Los dos nos hacíamos mayores, y era una idea deprimente. Le apreté los dedos y ella se giró para mirarme, un poco sorprendida, preguntándose quizá si intentaba tranquilizarla o hacerle daño. Lo cierto es que en ese momento deseaba decirle cuánto la amaba, y que no importaba nada más, ni las pesadillas, ni los recuerdos, ni siquiera Henry, pero me resultaba imposible pronunciar esas palabras. Y no porque Ralph y Arina estuviesen allí. Sencillamente, era imposible.
– ¿Asistió tu padre a la misma escuela, Ralph? -preguntó Zoya al cabo de un momento-. Cuando aprendía a tocar el clarinete, quiero decir.
– Oh, no -respondió sacudiendo la cabeza-. No, nunca recibió clases en Inglaterra después de llegar aquí. Su padre le enseñó cuando era un niño y después simplemente estudió por su cuenta.
– ¿Después de llegar aquí? -repetí-. ¿Qué significa eso? ¿No es inglés, entonces?
– No, señor. No; mi padre nació en Hamburgo.
Arina nos había contado muchas cosas sobre su joven amigo, pero eso no lo había mencionado, y Zoya y yo alzamos la vista de nuestros platos para mirarlo, sorprendidos.
– ¿Hamburgo? -repetí al cabo de unos instantes-. ¿Hamburgo de Alemania?
– El padre de Ralph llegó a Inglaterra en mil novecientos veinte -explicó Arina, y me pareció que su expresión revelaba cierto nerviosismo.
– ¿De veras? -inquirí, pensativo-. ¿Después de la Gran Guerra?
– Sí -contestó Ralph en voz baja.
– Y supongo que durante la otra guerra, la que siguió, volvería a su patria, ¿no?
– No, señor. Mi padre se opuso con vehemencia a los nazis. Jamás regresó a Alemania desde el día que se fue.
– Pero ¿y el ejército? ¿No tendrían que haber…?
– Estuvo deportado durante todo el conflicto. En un campo en la isla de Man. Todos lo estuvimos. Mis padres, y la familia entera.
– Ya veo. Y tu madre, ¿también es de Alemania?
– No, señor; es irlandesa.
– Irlandesa. -Reí volviéndome hacia Zoya, sacudiendo la cabeza, incrédulo-. Bueno, la cosa se pone cada vez mejor. Supongo que eso explica que seas pelirrojo.
– Supongo que sí -admitió, pero capté una fortaleza en su tono que me produjo admiración.
Zoya y yo sabíamos muy bien lo que había supuesto hallarse en Inglaterra durante la guerra con un acento extranjero. Fuimos objeto de insultos y malos tratos; yo mismo fui víctima de la violencia. El trabajo de aquellos años lo realicé, en parte, para manifestar mi solidaridad con la causa aliada. Aun así, éramos rusos. Refugiados políticos. Y si eso ya era bastante difícil, me costó imaginar qué habría supuesto ser una familia alemana en la Inglaterra de esos tiempos. Sospeché que el joven Ralph tenía más temple en los huesos del que sugería su nerviosismo ante los padres de su novia. Imaginé que sabía cómo defenderse.
– Debió de ser difícil para ti -dije, consciente de que me quedaba corto.
– Lo fue -repuso en voz baja.
– Tienes hermanos, ¿no?
– Un hermano y una hermana.
– ¿Sufrió mucho tu familia?
Titubeó antes de alzar la vista y asentir con la cabeza, mirándome a los ojos.
– Mucho. Y no sólo la mía. Había muchos más allí. Y perdimos a muchos otros, por supuesto. No son tiempos que me guste recordar.
Se hizo el silencio en la mesa. Yo quería saber más, pero me dio la sensación de que ya había preguntado bastante. Pensé que, al contarnos todo eso, Ralph daba testimonio de cuánto le importaba nuestra hija. Decidí que me gustaba ese Ralph Adler, que contaría con mi apoyo.
– Bueno… -Llené todas las copas de vino y alcé la mía para hacer un brindis-. Ahora todos vivimos aquí juntos, los refugiados políticos. Rusos, alemanes, irlandeses, no importa qué seamos. Y todos hemos dejado gente atrás y perdido gente por el camino. Quizá deberíamos brindar para recordarlos.
Entrechocamos las copas y volvimos a nuestros platos; una familia ya de cuatro, no de tres.
Arina me rogó que comprara un televisor para ver la coronación de la nueva reina en casa, y yo me resistí al principio, no porque no me interesara la ceremonia, sino porque no le veía sentido a gastar tanto dinero en algo que sólo utilizaríamos una vez.
– Pero la usaremos todos los días -replicó mi hija-. Yo, al menos. Por favor, no podemos ser la única familia de la calle que no tiene televisor. Es vergonzoso.
– No exageres -protesté-. Pero ¿qué quieres? ¿Que nos sentemos aquí los tres todas las noches a ver una caja en un rincón de la habitación y no volvamos a hablarnos? En cualquier caso, si todo el mundo tiene uno, ¿por qué no vas a casa de un vecino para ver la ceremonia allí?
– Porque deberíamos verla todos juntos. Como una familia. Por favor, pasha -añadió, exhibiendo la sonrisa suplicante que siempre conseguía convencerme.
Y, cómo no, el lunes siguiente, la tarde antes de que la reina recorriera el camino hasta la abadía de Westminster, acabé por ceder y regresé a casa con una flamante consola Ambassador con forma de cuña, que encajó a la perfección en un rincón de la pequeña sala de estar.
– Pero qué feo es -comentó Zoya, sentándose en el sofá mientras yo trataba de conectar correctamente los cables.
En la tienda me habían seducido momentáneamente todos los modelos, y había elegido ése en particular por el marco de madera, bastante similar al material de nuestra mesa de comedor. Estaba dividido en dos, con la pequeña pantalla de doce pulgadas en la parte superior, cómodamente apoyada sobre un altavoz de tamaño parecido, que le daban el aspecto de un semáforo incompleto. A mi pesar, estaba bastante emocionado con mi flamante compra.
– Es maravilloso -declaró Arina, sentándose junto a su madre para contemplarlo embobada como si fuera un Picasso o un Van Gogh.
– Tiene que serlo -musité-. Es el objeto más caro que poseemos.
– ¿Cuánto ha costado, Georgi?
– Setenta y ocho libras -contesté, asombrado todavía de haberme gastado tanto dinero en algo que en esencia no tenía valor alguno-. A pagar en diez años, claro.
Zoya soltó por lo bajo una vieja imprecación rusa, pero no hizo crítica alguna; quizá también se había dejado seducir por el aparato. Me llevó un ratito comprender cómo funcionaba, pero por fin rematé todas las conexiones y apreté el botón de encendido. Los tres vimos cómo aparecía un pequeño círculo blanco en el centro de la pantalla, que al cabo de dos o tres minutos se fue extendiendo hasta llenarla toda con el símbolo de la BBC.
– La programación no empieza hasta las siete -explicó Arina, que pareció satisfecha con quedarse ahí sentada viendo la carta de ajuste.
El país entero tenía libre el día siguiente, y las calles se habían engalanado con tantas banderitas y adornos que la ciudad parecía haberse transformado en un circo de la noche a la mañana. Ralph llegó antes de la hora de comer, cargado con fiambres, chutney y queso para preparar sándwiches, y más botellas de cerveza de las estrictamente necesarias, en mi opinión.
– Cualquiera diría que vas a casarte, con todo el escándalo que estás armando -le dije a Arina, que llevaba levantada desde las seis y no paraba de ir de aquí para allá presa de la emoción; al final acabó sentándose en el suelo ante el televisor, lo más cerca posible del acontecimiento-. ¿Así vamos a ser a partir de ahora: una familia de babuinos, petrificados por una luz parpadeante que sale de una caja de madera?
– Oh, pasha, cállate ya -me soltó mientras el locutor repetía una y otra vez la misma información como si fueran noticias.
Zoya no parecía tan interesada como los jóvenes en el acontecimiento y se mantenía lo más lejos posible del televisor, ocupada en pequeñas tareas innecesarias. Pero cuando la joven reina inició el trayecto en el carruaje con emblemas dorados desde el palacio, contemplando a sus súbditos con una sonrisa confiada y saludando con ese ademán especialmente regio, acercó una silla y observó en silencio.
– Es muy mona -comenté cuando Isabel subió al trono, y mi hija me hizo callar de nuevo; le parecía bien comentar cada joya, diadema y trono, cada detalle del ceremonioso esplendor que se exhibía ante nuestros ojos, pero no quería que yo interrumpiera el acto con palabras.
– ¿No es maravilloso? -preguntó, volviéndose hacia nosotros con el rostro encendido de placer ante lo que estaba viendo.
Le sonreí, incómodo, y miré a mi esposa, que estaba paralizada ante las imágenes del televisor y ni siquiera oyó a Arina, o eso me pareció.
– Ralph y yo vamos a ir al palacio -anunció nuestra hija cuando la ceremonia hubo concluido al fin.
– ¿Por qué, por el amor de Dios? -pregunté enarcando una ceja-. ¿No habéis visto bastante?
– Todo el mundo va a ir, señor Yáchmenev -respondió Ralph como si fuera lo más obvio del mundo-. ¿No quieren ver a la reina cuando salga al balcón?
– No especialmente.
– Id vosotros -dijo Zoya, levantándose para llenar el fregadero de agua caliente y meter dentro los platos sucios-. Es para los jóvenes, no para nosotros. No soportamos las multitudes.
– Bueno, será mejor que nos vayamos ya, Ralph, o no conseguiremos un buen sitio -dijo Arina, cogiéndolo de la mano y llevándoselo antes de que tuviese oportunidad de agradecernos la hospitalidad.
Oí a otras personas en la calle, saliendo de sus casas, después de ver la coronación, para echar a andar por Holborn hasta Charing Cross Road, y de allí al paseo, con la esperanza de acercarse todo lo posible al monumento a la reina Victoria. Escuché unos segundos antes de levantarme y acercarme a Zoya.
– ¿Estás bien?
– Sí.
– ¿Seguro?
– No.
– ¿Ha sido la ceremonia?
Soltó un suspiro y se giró; nuestras miradas se encontraron unos segundos, hasta que ella apartó la suya.
– Zoya…
Deseaba estrecharla entre mis brazos, abrazarla, consolarla; pero algo me impedía hacerlo: el trastorno que había sufrido nuestro matrimonio. Ella también lo sintió, y suspiró de agotamiento antes de alejarse en silencio, sin tocarme, hacia el dormitorio, donde cerró la puerta, dejándome solo.
Supe que algo no andaba bien mucho antes de que Zoya me lo contara. Aquel hombre -Henry- procedía de Estados Unidos y había llegado a la Escuela de Bellas Artes donde ella trabajaba para dar clases durante un año, y se habían hecho amigos con rapidez. Era más joven que ella -entre treinta y cinco y cuarenta años-, y sin duda se sentía solo en una ciudad donde no conocía a nadie ni tenía amigos. Zoya no solía sentirse responsable de la gente en ese sentido, y de hecho evitaba cualquier forma de interacción social con sus colegas fuera de la escuela, pero por algún motivo puso a Henry bajo su tutela. No tardaron en salir a comer juntos a diario y a llegar tarde a las clases porque se enfrascaban en la conversación.
Iban a tomar una copa todos los jueves después del trabajo. Me invitaron a ir con ellos sólo una vez, y Henry me pareció una compañía agradable, aunque un poco trivial a la hora de conversar y proclive a la presunción, y luego ya no volvieron a invitarme y no se hizo ninguna referencia a aquello. Fue como si hubiese fallado la prueba para unirme a su pequeño club y no quisieran herir mis sentimientos al mencionarlo. No me importó especialmente; lo cierto es que me gustaba que Zoya hubiese encontrado un amigo, pues nunca había tenido muchos, aunque el rechazo me dolía.
Cuando regresaba a casa, Zoya me lo contaba todo sobre Henry: las cosas que había hecho ese día, las que había dicho, lo culto que era, lo divertido que era. Me contó que imitaba casi a la perfección al presidente Truman, y yo me pregunté cómo sabía ella siquiera de qué manera hablaba Truman para poder comparar. Quizá estaba siendo ingenuo, pero nada de aquello me preocupaba lo más mínimo. En realidad, la pequeña obsesión de mi esposa me resultaba divertida y empecé a tomarle el pelo con Henry de vez en cuando, y ella reía y decía que no era más que un chico con el que se llevaba bien, eso era todo, y que no valía la pena darle ninguna importancia.
– No es precisamente un chico -señalé un día.
– Bueno, ya sabes qué quiero decir. Es muy joven. No me interesa en ese sentido, en absoluto.
Recordaba bien aquella conversación. Estábamos en la cocina y ella fregaba una y otra vez un cazo, pese a que llevaba varios minutos perfectamente limpio. Se había ruborizado en el transcurso de la charla y se apartó de mí, como si no soportara mirarme a los ojos. Yo sólo estaba bromeando, nada más, de la misma forma que ella se burlaba de mí con la señorita Simpson, pero me sorprendió que su respuesta fuera tan tímida, casi coqueta.
– No hablaba de que estuvieras interesada en él -dije, tratando de reír y de pasar por alto la súbita tensión surgida entre ambos-. Hablaba de que él estuviese interesado en ti.
– Oh, Georgi, no seas ridículo. La simple idea es absurda.
Y entonces, un día Zoya dejó de hablar de Henry. Todavía llegaba a la misma hora del trabajo, todavía iba a tomar algo con él un día a la semana, pero cuando yo le preguntaba si había disfrutado de la velada, ella se encogía de hombros como si apenas recordase los detalles y decía que había estado bien, nada especial. Ni siquiera sabía por qué se molestaba en seguir saliendo.
– ¿Y le está gustando Londres? -quise saber.
– ¿A quién?
– A Henry, claro.
– Oh, supongo que sí. En realidad no habla de eso.
– ¿De qué habláis, entonces?
– Bueno, no sé, Georgi -contestó a la defensiva, como si ella no estuviera presente en sus conversaciones-. De trabajo, sobre todo. De los alumnos. Nada demasiado interesante.
– Si no es demasiado interesante, ¿por qué pasas tanto tiempo con él?
– ¿De qué estás hablando? -espetó, repentinamente enfadada-. Casi no paso tiempo con él.
Todo el asunto empezó a parecerme extraño, pero aunque una vocecita interior me decía que allí había más de lo que Zoya me estaba contando, decidí no prestarle atención. Al fin y al cabo, la idea se me antojaba del todo imposible. Zoya tenía cincuenta y tantos años. Llevábamos juntos más de la mitad de nuestra vida. Nos queríamos muchísimo. Habíamos pasado juntos por cosas extraordinariamente difíciles. Habíamos sufrido y perdido juntos, y habíamos sobrevivido. Y en todo ese tiempo siempre habíamos sido nosotros dos; siempre habíamos sido GeorgiZoya.
Y entonces el curso terminó y Henry regresó a Estados Unidos.
Al principio, Zoya pareció un poco desquiciada. Llegaba del trabajo y hablaba toda la noche, como temiendo que si se detenía un solo instante, fuera a considerar todo lo que había perdido y se derrumbara por completo. Preparaba comidas elaboradas e insistía en que los fines de semana hiciésemos excursiones a los sitios más ridículos -el zoológico de Londres, la National Portrait Gallery, el castillo de Windsor-, comportándonos como si fuéramos unos jóvenes amantes que acababan de conocerse y no dos personas casadas que llevaban viviendo juntas toda su vida adulta. Daba la sensación de que intentaba conocerme de nuevo, como si en algún punto del camino me hubiese perdido de vista pero supiera que yo merecía su amor si lograba recordar la razón por la que había albergado ese sentimiento hacia mí.
La histeria dio paso a la depresión. Empezó a evitar las conversaciones conmigo, sofocando cualquier intento por mi parte de compartir detalles de nuestra vida. Se iba a la cama temprano y nunca tenía ganas de hacer el amor. Ella, que siempre se había enorgullecido tanto de su aspecto, en especial desde que obtuvo la inesperada plaza en la facultad y pensó que debía estar a la altura de los demás profesores y alumnos en cuestiones de moda, empezó a descuidar su apariencia, sin importarle si acudía a clase vestida como el día anterior o con el pelo menos arreglado que antes.
Finalmente, incapaz de ocultar más su engaño, se sentó a mi lado una noche y dijo que tenía algo que contarme.
– ¿Se trata de Henry? -pregunté, sorprendiéndola, pues él se había marchado de Inglaterra hacía más de cinco meses y su nombre no se había mencionado en casa ni una sola vez en todo ese tiempo.
– Sí. ¿Cómo lo sabes?
– ¿Cómo podía no saberlo?
Asintió con la cabeza y me lo contó todo. Y yo la escuché, sin enfadarme y tratando de comprender.
No me fue fácil.
Y una semana después empezó a tener pesadillas. Despertaba en plena noche, empapada en sudor, respirando con dificultad y temblando de miedo. Despierto a mi vez, pues nunca dormíamos separados, ni en las peores noches, yo alargaba una mano y ella se sobresaltaba de temor, sin reconocerme al principio, y luego, con la luz encendida y el miedo remitiendo ya, la estrechaba entre mis brazos, y ella procuraba no llorar y describirme las imágenes a que se había enfrentado en la oscuridad y soledad de sus sueños.
Al final, cuando nuestro matrimonio se hallaba en su peor momento -ella no podía dormir y comía muy poco, y yo estaba lleno de amor, rabia y dolor-, Zoya despertó un día para decirme que aquello no podía seguir así, que algo tenía que cambiar. Me quedé helado, temiendo lo peor, imaginando que me dejaba, que me enfrentaba a una vida sin ella.
– ¿Qué quieres decir? -pregunté, tragando saliva con nerviosismo, preparando mentalmente un discurso en que le perdonaría todo, todo, si tan sólo me amaba como antaño.
– Necesito que alguien me ayude, Georgi.