Un instante de gran felicidad.
Zoya y yo estamos sentados en nuestra cama en la habitación del ático de una pensión en Brighton, disfrutando de una semana de vacaciones, y ella acaba de regalarme una exquisita camisa nueva por mi cumpleaños. No es habitual que hagamos salidas como ésta; nuestros días, semanas y meses están siempre llenos de trabajo, responsabilidades y preocupación por el dinero, de forma que los excesos como este viaje suelen quedar fuera de nuestro alcance. Pero Zoya propuso que nos tomáramos un breve descanso fuera de Londres, en algún sitio donde disfrutar de largas y perezosas comidas en cafeterías al aire libre sin tener que consultar el reloj, donde dar largos paseos por la playa cogidos de la mano con niños jugando y riendo en los guijarros, y yo acepté sin dudarlo un instante. «Sí, hagámoslo. Sí, ¿cuándo nos vamos?»
Resultó que durante el viaje yo cumplí treinta y seis años, y al despertar esa mañana caí en la cuenta de que llevaba más tiempo lejos de mi familia de Kashin del que había pasado con ella, una idea que ahogó mi buen humor con sensaciones de pesar y vergüenza. No solía dejar que el rostro de mis padres y mis hermanas reaparecieran en mis pensamientos -había sido un mal hermano, sin duda, y un hijo aún peor-, pero esa mañana estaban conmigo, llamando a gritos desde algún oscuro rincón de mi memoria, llenos de rencor ante mi inesperada felicidad, mientras que ellos… bueno, no sabía qué había sido de ellos; sólo sabía que podían estar muertos.
– La compré en Harrods -explicó Zoya mordiéndose el labio, expectante, mientras yo desenvolvía el regalo; era una camisa de calidad extraordinaria, la clase de lujo que yo nunca me habría permitido pero que me encantaba recibir-. Te gusta, Georgi, ¿verdad?
– Por supuesto -respondí, inclinándome para besarla-. Es muy bonita. Pero en realidad es demasiado.
– Por favor… -repuso, deseosa de que no echara por tierra su propio placer enumerando las razones por las que no debería mimarme tanto-. Nunca había puesto un pie en Harrods. Fue toda una experiencia, si he de serte sincera.
Reí al oírla, sabiendo que habría planeado la excursión con semanas de antelación, eligiendo el día apropiado para ir andando hasta Knightsbridge, seleccionar el regalo, traerlo a casa, inspeccionarlo, empaquetarlo y esconderlo antes de que yo volviera de trabajar. Yo tampoco había entrado en esos grandes almacenes, aunque había pasado por delante unas cuantas veces. Pero siempre sentía un poco de aprensión, convencido de que algún portero con excesivo celo me echaría si intentaba entrar con mi traje barato y mi acento de refugiado, Zoya, en cambio, no se dejaba intimidar por el esplendor; el sentido común era lo único que la hacía evitar esas tiendas, pues jamás habría perdido el tiempo deseando cosas que no podía permitirse.
– ¡Mi galo, mi galo! -exclamó Arina avanzando con torpeza hacia mí, con los brazos extendidos y un pequeño obsequio en las manos, también envuelto con primor. Sonreía de oreja a oreja, pero sus pasos eran todavía vacilantes, pues hacía poco que caminaba sin ayuda, encantada con su independencia recién descubierta. Detestaba que nos acercásemos demasiado; prefería tener la libertad de correr por donde quisiera, y no le importaba el peligro. Nuestra hija no quería red de seguridad.
– ¡Otro regalo! -exclamé cogiéndola en brazos, pero ella pataleó en el aire y exigió que la devolviera al suelo de inmediato-. ¡Soy un hombre con suerte! Vamos a ver, ¿qué será?
Desenvolví el paquete despacio y saqué el obsequio para mirarlo unos instantes, sin saber muy bien qué estaba viendo, pero entonces lo reconocí y di un respingo, sorprendido por lo que tenía en las manos. Miré a Zoya, que me sonrió, creo que con cierto nerviosismo, como si no supiera muy bien cómo iba a reaccionar yo ante un recordatorio de mi pasado como aquél. Incapaz de hablar, temeroso de que unas palabras mal elegidas revelaran mis emociones, no dije nada y me dirigí hacia la ventana, dándole la espalda a mi familia mientras la luz del sol bañaba aquel tesoro.
Mi hija me había regalado una bola de nieve cuya base no era mayor que la palma de mi mano, una cúpula de plástico blanco con el hemisferio superior de cristal. En el centro había un delicado Palacio de Invierno de San Petersburgo en miniatura, con la fachada azul oscuro cuando debería haber sido verde claro, sin las estatuas en el tejado y sin la columna de Alejandro en la plaza principal; pero, pese a sus deficiencias, el edificio era inconfundible ante mis ojos. De hecho, habría sido reconocible de inmediato para cualquiera que hubiese vivido o trabajado alguna vez entre sus doradas paredes. Contuve el aliento mientras lo miraba, como si respirar fuera a provocar su derrumbe, y entrecerré los ojos para examinar las pequeñas ranuras blancas que representaban las ventanas del edificio de tres plantas.
Y los recuerdos acudieron en tropel.
Imaginé al zarévich Alexis saliendo de la columnata para rodear corriendo el patio, perseguido por un guardia imperial que, aterrorizado, trataba de impedir que el niño cayera y se hiciera daño.
Vi a su padre en el estudio de la planta baja, conferenciando con sus generales y el primer ministro, con la barba salpicada de gris; los ojos inyectados en sangre revelaban su ansiedad ante las noticias desalentadoras que llegaban del frente.
En una habitación del primer piso, imaginé a la zarina arrodillándose en su reclinatorio, con el stáretz musitando por lo bajo algún oscuro encantamiento mientras ella se postraba a sus pies como una vulgar mujik, no como una emperatriz.
Y luego, apareciendo por una puerta del patio interior, vi a un joven, un campesino de Kashin, encendiendo un cigarrillo en el frío aire, rechazando la compañía de un guardia como él, pues deseaba estar a solas con sus pensamientos, considerar cómo conseguiría sofocar el amor abrumador que sentía por alguien que quedaba por completo fuera de su alcance, una relación del todo imposible, como él sabía.
Agité la bola, y los copos de nieve que reposaban en su base se elevaron en el agua para flotar suavemente hacia el tejado del palacio antes de descender despacio, y los personajes de mi memoria salieron de sus escondrijos y miraron al cielo, con las manos extendidas y sonriéndose unos a otros, juntos una vez más, deseando que ese momento no tuviese fin y que el futuro nunca llegara.
Me giré hacia Zoya, emocionado con aquel regalo que, por supuesto, había comprado ella, no nuestra pequeña hija.
– Casi no puedo creerlo -dije, y mi voz reveló una súbita oleada de emoción.
– La encontré en una joyería del Strand -explicó, acercándose a la ventana para apoyar la cabeza en mi hombro mientras yo sostenía la bola entre ambos. La nieve continuó cayendo; la familia continuó respirando-. Había una estantería llena. Con distintos sitios del mundo, claro. El Coliseo. La Torre de Londres. La torre Eiffel. -Titubeó un segundo antes de levantar la vista hacia mí-. Pero no la escogí yo, Georgi, te lo juro. Dejé que Arina las viera todas y eligiera la que le gustaba más. Eligió San Petersburgo.
Me quedé mirándola, maravillado, y sonreí.
– Es que no esperaba esto. Hace ya… -Reflexioné un instante, calculando el tiempo-. Hace casi veinte años, ¿puedes creerlo? Qué joven era entonces, sólo un muchacho.
– Pero todavía eres joven, Georgi -repuso, y rió mientras me acariciaba el cabello. Era maravilloso verla tan feliz. Aquéllos fueron años dichosos, con la pequeña Arina, el regalo más inesperado, junto a nosotros-. Además, yo estoy envejeciendo contigo. No tardaré en tener arrugas. Me convertiré en una anciana. ¿Qué pensarás entonces de mí?
– Lo que siempre he pensado -contesté; la besé y la rodeé con los brazos mientras sujetaba con cuidado la bola de nieve, pero nos vimos separados por nuestra hija, que se coló entre ambos, decidida a formar parte de nuestra felicidad.
– Papi -dijo, muy seria ahora, como siempre que tenía una pregunta que le parecía de suma importancia-. ¿Galo beno mío o galo beno mami? -preguntó, queriendo saber si prefería su regalo o el de su madre.
– Me gustan los dos por igual. Y os quiero a las dos por igual -añadí levantándola en brazos para besarla; la sujeté con fuerza y la abracé, negándome a soltarla.
Cuando llegamos a Londres por primera vez, alquilamos un piso pequeño en Holborn, donde nos tocó tener como vecino a un aburrido funcionario de mediana edad que le lanzaba ojeadas lascivas a Zoya siempre que se cruzaban en la calle, mientras que a mí me miraba con furibundo desdén. En las pocas ocasiones en que traté de entablar conversación con él, se comportó con brusquedad, como si mi acento bastara para convencerlo de que no merecía la pena malgastar su tiempo conmigo.
– ¿No puede hacer nada para que deje de llorar? -me gritó una vez cuando yo salía de casa, bloqueándome el acceso a la escalera que daba a la calle.
– Buenos días, señor Nevin -contesté, resuelto a mostrarme educado ante su grosera conducta.
– Sí, sí -replicó-. Esa niña suya me tiene despierto por las noches. Es intolerable. ¿Cuándo piensan hacer algo al respecto?
– Lo siento -dije, sin ánimo de irritarlo más, pues ya tenía las mejillas coloradas de rabia y negras ojeras por la falta de sueño-. Pero la niña sólo tiene unas semanas. -Sonreí un poco y añadí, confiando en apelar a su humanidad-: Además, somos nuevos en esto. Lo hacemos lo mejor que podemos.
– Bueno, pues eso no basta, señor Jackson -espetó, blandiendo ante mí un nudoso dedo que, por suerte para él, no llegó a tocarme; yo también estaba cansado, y la paciencia se me podría haber acabado-. Un hombre necesita dormir sus horas; llevo viviendo aquí desde…
– Es Yáchmenev -lo interrumpí en voz baja, empezando a enfurecerme.
– ¿Cómo ha dicho?
– Mi apellido. No soy Jackson, soy Yáchmenev. Pero puede llamarme Georgi Danílovich, si lo prefiere. Al fin y al cabo, somos vecinos.
Él se quedó mirándome, como decidiendo si yo trataba de provocarlo, antes de hacer un aspaviento y alejarse a grandes zancadas, dejando una estela de comentarios patrioteros a modo de recordatorio.
Era una situación irritante, desde luego; el tipo era un grosero, pero ni Zoya ni yo queríamos pelearnos con nuestros vecinos. Sin embargo, la cuestión se resolvió felizmente unos meses más tarde, cuando el hombre se mudó por puro despecho y una viuda de unos cuarenta años ocupó su piso: Rachel Anderson. Y a ella, en lugar de irritarla, nuestra hija la conquistó del todo, con lo que se ganó el cariño de unos padres orgullosos, y nos hicimos rápidamente amigos.
Rachel se ofrecía con regularidad como canguro y, a medida que nuestra amistad crecía, también crecía nuestra confianza en ella, de modo que acabamos por aceptar su ofrecimiento. La mujer no tenía a nadie, y era obvio que se sentía sola y disfrutaba haciéndole de abuela a Arina, una sustituía quizá de los hijos y nietos que no había podido tener.
– Ha sido un golpe de suerte para nosotros que a Rachel le gusten los bebés -le comenté a Zoya una noche que paseábamos hacia el Holborn Empire, disfrutando de la romántica situación de estar a solas de nuevo, aunque fuera sólo unas horas-. No me imagino dejando a Arina al cuidado de nuestro anterior vecino, ¿tú sí?
– Desde luego que no -respondió Zoya, cuya inicial reticencia a pasar toda una velada fuera de casa se había disipado casi de inmediato al salir a la calle-. Aun así, ¿seguro que quieres ir al cine?
– Podemos ir a otro sitio, si lo prefieres -contesté, pues lo que más me importaba era pasar un rato juntos. Al ver qué proyectaban en el Empire, propuse que fuéramos, pero enseguida advertí que podía ser la mejor idea que había tenido en mi vida, o la peor.
– No, no -repuso-. Me apetece mucho ir, o eso creo. ¿A ti no?
– Sí -contesté con firmeza.
He de hacer una confesión: sólo había ido al cine tres veces antes de esa noche, pero siempre a ver a Greta Garbo. La primera ocasión fue cinco años antes, cuando me acerqué solo al Empire, sin saber qué película daban, y vi a la actriz en el papel de Anna Christie, una antigua prostituta que trataba de mejorar su suerte en la vida. Volví a ver a la Garbo dos años después, interpretando a Grusinskaya, la bailarina en declive de Gran Hotel, que no me gustó tanto. Pero me reconquistó al año siguiente como la reina de Suecia, Cristina, y en mi cuarta visita, con Zoya a mi lado, iba a verla en un papel muy querido para mí: el de Ana Karenina.
Esas dos simples palabras bastaban para hacerme retroceder veinte años. Al verlas impresas en grandes letras negras sobre la lachada del cine, sentí el dolor en los huesos de las interminables sesiones de instrucción del conde Charnetski, así como mi desorientación al intentar encontrar el camino de vuelta a mi habitación en un palacio con el que aún no estaba familiarizado.
– Es el chico al que dispararon en el hombro, ¿no? -preguntó Tatiana mirándome, agradecida por aquella breve interrupción de la clase.
– No, no puede ser él; he oído que quien salvó la vida del primo Nicolás era alguien guapísimo -repuso María negando con la cabeza.
– Sí, es él-dijo Anastasia en voz baja, mirándome a los ojos.
El cine estaba a rebosar aquella noche, con el aire lleno de humo de tabaco y la sonora charla de parejas y solteros románticos, pero encontramos dos asientos juntos en la platea y nos instalamos mientras las luces se apagaban y el murmullo de la conversación empezaba a disminuir. Se proyectó primero un noticiario, con imágenes de un huracán que asolaba las costas de Florida arrasándolo todo a su paso. Un hombre llamado Howard Hughes acababa de establecer un nuevo récord de velocidad de vuelo de 352 millas por hora, mientras que el presidente de Estados Unidos, Roosevelt, aparecía en el cañón Negro, entre los estados de Arizona y Nevada, dispuesto a inaugurar la presa Hoover. El noticiario acababa con una película de cinco minutos del canciller alemán Hitler desfilando por las calles de Nuremberg, pasando revista a las tropas y dando discursos en mítines a los que asistían decenas de miles de ciudadanos alemanes. El público soltó gritos ahogados ante la devastación provocada por el huracán y habló en voz alta sobre la alocución de Roosevelt, pero permaneció en embelesado silencio cuando el canciller se dirigió a las masas, entre gritos, ruegos, insistencia y exigencias, como si fuera consciente de que su discurso habría de oírse a ochocientos kilómetros de distancia, en el Holborn Empire, y quisiera hipnotizar a todos los asistentes con sus feroces gritos de batalla, pese a que no comprendían una sola de sus palabras.
Sin embargo, Zoya y yo entendíamos alemán lo suficiente para captar la esencia de lo que Hitler decía. Y nos acercamos un poco más uno al otro mientras él seguía bramando, pero no dijimos nada.
Cuando Hitler abandonó la pantalla por fin, la película empezó y el tren que llevaba a Ana y la condesa Vronskaya se detuvo en la estación de Moscú entre nubes de humo, que se abrieron en parte para dejar paso a Greta Garbo -Ana Karenina-, con sus grandes ojos claros perfectamente centrados en la pantalla, y el visón negro del gorro y el abrigo en marcado contraste con sus largos rizos.
– ¡Qué impresionante estaba! -le comenté después a Zoya, entusiasmado con la interpretación de la Garbo, cuando volvíamos andando a casa-. ¡Qué pasión había en sus ojos! Y en los de Vronski también. Ni siquiera les ha hecho falta decir una sola palabra; sólo con mirarse se han visto abrumados por sus pasiones.
– ¿Tú crees que eso era amor? -preguntó Zoya en voz baja-. Yo he visto algo más.
– ¿Qué?
– Miedo.
– ¿Miedo? -repetí, mirándola con sorpresa-. No se tienen ningún miedo. Están hechos el uno para el otro. Lo saben desde el instante que se conocen.
– Pero su expresión, Georgi… -Levantó un poco la voz, frustrada ante mi simplista visión del mundo-. Oh, sólo son actores, ya lo sé, pero ¿no lo has visto? A mí me ha dado la sensación de que se miraban con el horror más absoluto, como si supieran que no iban a poder controlar la cadena de acontecimientos que pone en marcha ese simple e inevitable encuentro. La vida que llevaban hasta ese momento ha llegado a su fin. Y no importa qué ocurra después; sus destinos ya están decididos.
– Tienes una forma muy sombría de ver las cosas, Zoya -dije, pues su interpretación de la escena no acababa de gustarme.
– ¿Qué es lo que le dice Vronski a Ana un poco más tarde? -preguntó, sin hacer caso de mi comentario-. «Tú y yo estamos condenados… condenados a una desesperación inimaginable. O a la dicha… a una dicha inimaginable.»
– No recuerdo esas frases en la novela.
– ¿No? Quizá no están en el libro. Lo leí hace muchos años. Aun así, tengo la sensación de conocer a esa mujer.
– Si no os parecéis en nada -reí.
– ¿Tú crees?
– Ana no ama a Karenin. Pero tú me amas.
– Por supuesto que sí -se apresuró a responder-. No me refería a eso.
– Y tú nunca serías infiel, como Ana.
– No -admitió-. Pero se trata de su tristeza, Georgi. De que, al bajarse del tren, comprende que su vida ya ha terminado, que sólo es cuestión de soportar el tiempo que le quede hasta llegar al final… ¿Eso no te resulta familiar?
Me detuve en plena calle para observarla, ceñudo. No supe responder. Necesitaba tiempo para considerar sus palabras; tiempo para comprender qué trataba de decirme.
– De todos modos, no importa -dijo por fin, sonriéndome-. Mira, Georgi, ya estamos en casa.
Una vez dentro, descubrimos que Arina dormía, y Rachel nos aseguró que nuestra hija era la criatura más maravillosa con la que había tenido la suerte de pasar una velada; ya lo sabíamos, poro aun así nos encantó oírlo.
– Hace años que no voy al cine -comentó al ponerse el abrigo para el corto trayecto hasta la casa de al lado-. Mi Albert me llevaba constantemente cuando éramos novios. Vimos toda clase de cosas, vaya que sí. Pero Charlie Chaplin era mi favorito. Habéis visto sus películas, ¿verdad, queridos?
– No, nunca-negué-. Lo conocemos, por supuesto, pero…
– ¿Nunca habéis visto a Chaplin? -preguntó, escandalizada-. Pues tenéis que estar pendientes de la próxima. Volveré a haceros de canguro entonces, encantada. El viejo Charlie es el mejor. Resulta que lo conozco bien, de cuando era niño. Se crió en Walworth, en la esquina misma de mi casa. ¿Podéis creerlo? Solía verlo correr por ahí, con sus pantalones cortos y sus trucos baratos, sin dejarle a nadie un instante de paz. Yo vivía en Sandford Row, y mi Albert era de Faraday Gardens. Por aquel entonces todo el mundo se conocía, y Charlie ya era famoso de niño por sus tonterías. Pero les sacó buen partido, ¿no? Miradlo ahora. Un millonario allá en Estados Unidos con todos los encopetados a su entera disposición. Cuesta creerlo, la verdad. ¿Y quién salía en la película que habéis visto esta noche? ¿Nunca habéis visto una de Charlie Chaplin? ¡Jamás había oído nada igual!
– Greta Garbo -contestó Zoya con una sonrisa-. Georgi está medio enamorado de ella, ¿no lo sabía?
– ¿De Greta Garbo? -preguntó Rachel, esbozando una mueca como si acabara de captar un olor desagradable-. Oh, no entiendo por qué. Siempre he pensado que es muy hombruna.
– Yo no estoy «medio enamorado» de ella, en absoluto -objeté, sonrojándome ante la idea-. Desde luego, Zoya, ¿por qué dices una cosa así?
– Mírelo, señora Anderson -rió-, le da vergüenza.
– Se ha puesto más rojo que un tomate -corroboró Rachel, riendo a su vez.
Me quedé allí plantado, sin atreverme a mirarlas y frunciendo el entrecejo, humillado.
– Qué tontería -mascullé; me dirigí a mi butaca y me senté para fingir que leía el periódico.
– Bueno, pero ¿qué tal era? -quiso saber Rachel mirando a mi esposa-. Esa película vuestra de Greta Garbo. ¿Era buena?
– Me ha recordado a mi hogar -respondió en voz baja, con un tono que me hizo observar su expresión, nostálgica.
– Pero eso es bueno, ¿no? -supuso Rachel.
Zoya sonrió, antes de asentir con la cabeza y soltar un profundo suspiro.
– Oh, sí, señora Anderson. Eso es bueno. Muy bueno, en realidad.
Antes de que Arina naciera, en la fábrica donde Zoya trabajaba como operaria de una máquina de coser se había hablado de que iban a ascenderla al puesto de supervisora. El horario no habría sido mejor -largas jornadas de las ocho de la mañana hasta las seis y media de la tarde, con sólo media hora para comer-, pero el sueldo habría aumentado mucho, y en lugar de pasarse el día entero sentada a la máquina de coser, habría tenido la libertad de moverse por toda la fábrica.
Sin embargo, esa posibilidad llegó a su fin cuando quedó embarazada.
No le revelamos a nadie la noticia durante casi cuatro meses, pues ya habíamos sufrido demasiadas pérdidas para creer que alguna vez seríamos padres, pero por fin empezó a notarse y nuestro médico nos aseguró que sí, que en esa ocasión el embarazo prosperaba y no había motivos para temer otro aborto. Casi de inmediato, Zoya tomó la decisión de no regresar a la fábrica después del parto; en cambio, dedicaría el tiempo a criar a nuestro retoño, lo que fue una decisión relativa, dado que sus patrones no permitían a las madres jóvenes volver al trabajo hasta que sus hijos estuviesen en edad escolar. Y aunque supuso una presión mayor en nuestras finanzas, reducidas ahora a mi salario, habíamos tenido la cautela de ahorrar en los años precedentes y, además, en reconocimiento de mis nuevas responsabilidades, el señor Trevors me ofreció un pequeño aumento de sueldo cuando nació Arina.
Por tanto, fue una sorpresa regresar una tarde a casa y encontrarme con una gran máquina de coser en el rincón de la sala; la pesada carcasa metálica me miraba desafiante cuando traspuse la puerta, mientras mi esposa despejaba un espacio a la derecha del aparato para colocar una mesita auxiliar donde disponer telas, agujas y alfileres. Arina observaba con atención desde su sillita, con los ojos muy abiertos, cautivada por la inusual actividad, pero dio una palmada de alegría al verme y señaló la máquina con un grito de emoción.
– Hola -saludé, quitándome el sombrero y el abrigo mientras Zoya se volvía para sonreírme-. ¿Qué pasa aquí?
– No vas a creerlo -respondió, y me besó en la mejilla; me pareció emocionada por lo que fuera que había pasado durante la jornada, y su tono reveló asimismo cierta ansiedad ante mi reacción, sin saber si compartía su alegría-. Estaba preparándole el desayuno a Arina esta mañana cuando llamaron a la puerta. Y al mirar por la ventana, no pude creer lo que veía. Era la señora Stevens.
Zoya solía ponerse nerviosa cuando alguien llamaba inesperadamente a la puerta. Teníamos pocos amigos y no era frecuente que aparecieran sin avisar, de forma que cualquier cambio en la rutina la inquietaba, como si estuviera a punto de ocurrir algo terrible. En lugar de abrir la puerta de inmediato, siempre se dirigía a la ventana y apartaba un poco la cortina para averiguar quién era, pues desde ahí se veía la espalda del supuesto visitante. Era una costumbre que nunca abandonaba. Nunca se sentía a salvo, ése era el problema. Zoya siempre pensaba que algún día, de algún modo, alguien la encontraría. Que nos encontrarían a todos.
– ¿La señora Stevens? -pregunté enarcando una ceja-. ¿De Newsom?
– Sí, me pilló totalmente por sorpresa. Pensé que quizá había algún error en mi finiquito y que la habían mandado a arreglarlo, pero no, no era nada parecido. Al principio dijo que sólo pasaba por aquí a ver qué tal estábamos, lo que por supuesto no creí. Y luego, después de tomarse una taza de té y hacer que me sintiera incómoda en mi propia casa, dijo por fin que ahora mismo andan cortos de operarias, que no tienen suficientes para cumplir con los pedidos, y que se preguntaba si yo estaría interesada en trabajar un poco en casa.
– Ya veo -contesté, echándole un vistazo a la máquina, sabiendo muy bien cómo había terminado tan particular entrevista-. Y tú contestaste que sí, claro.
– Bueno, no vi razón alguna para no aceptar. Me ofrecen una paga muy generosa. Y un hombre de Newsom me traerá todo lo que necesite una vez por semana y recogerá al mismo tiempo mi trabajo, de modo que no tengo ni que acercarme a la fábrica. Nos será útil ingresar más dinero, ¿no?
– Sí, por supuesto -repuse, considerando la cuestión-. Aunque me gustaría pensar que puedo ocuparme de los tres.
– Oh, desde luego que puedes, Georgi. Sólo quería decir…
– La señora Stevens debía de estar segura de tu respuesta si se trajo la máquina consigo.
Zoya me miró perpleja, antes de echarse a reír.
– Oh, Georgi -exclamó, negando con la cabeza-. No pensarás que la señora Stevens trajo la máquina desde la fábrica, ¿verdad? Pero si no podría ni arrastrarla por el suelo. No; uno de los empleados vino esta tarde, después de que yo diera mi consentimiento. Se ha marchado hace sólo un ratito.
Quizá no estuvo bien por mi parte, pero no me sentí del todo contento con aquel acuerdo. Me pareció que nuestra casa era nuestra casa, no una especie de factoría en que se explotaba a la gente, y pensé que habían llegado a aquel arreglo sin consultarme siquiera. Pero al mismo tiempo advertí lo contenta que estaba Zoya, que ese trabajo le supondría no tener que pasarse el día entero jugando con Arina, y comprendí que interponerme sería rudo por mi parte.
– Te parece bien, Georgi, ¿verdad? -preguntó entonces, captando mis sentimientos ambivalentes-. ¿No te importa?
– No, no -me apresuré a responder-. Si a ti te hace feliz.
– Sí, así es. Me halaga que hayan pensado en mí. Además, me gusta ganar mi propio dinero. Te lo prometo, no trabajaré por las noches. No tendrás que soportar el ruido de la máquina de coser cuando vuelvas a casa. Y si compro un poco de tela por mi cuenta, también podré hacerle ropa a Arina, lo que será una ventaja adicional.
Sonreí y le dije que me parecía una idea excelente, y entonces, para mi sorpresa, Zoya se pasó el resto de la tarde trabajando en la máquina, examinando los distintos diseños que debía tener listos cuando el hombre de Newsom volviera la semana siguiente. La observé concentrada en su tarea, entrecerrando los ojos al trazar una costura en una pieza de buen algodón de color claro, cortar el hilo al llegar al final y levantar el brazo de la máquina antes de rematarlo. En Rusia se habría considerado un trabajo de baja categoría, una tarea de mujik, pero en Londres, a tres mil kilómetros y veinte años de San Petersburgo, era una ocupación que hacía feliz a mi esposa. Y por eso, al menos, me sentí agradecido.
Cuando sí teníamos visita por las noches, solía ser Rachel Anderson, que llamaba a la puerta un par de veces por semana y pasaba una hora en nuestra compañía para aliviar un poco su soledad. A los dos nos gustaban sus visitas, pues era una persona encantadora que acudía para jugar con Arina, que la adoraba, y para vernos a nosotros, un hecho que le granjeaba nuestro cariño.
Aquel año, cuando se acercaba la Navidad, estábamos todos una noche en la sala de estar escuchando un concierto en la radio. Arina dormía en mis brazos, con la boquita abierta y los párpados estremeciéndose levemente en sueños, y yo tenía una sensación casi abrumadora de bienestar ante el regalo de aquella feliz vida de familia. Zoya estaba sentada a mi lado, con la cabeza apoyada contra un cojín mientras escuchábamos la Cuarta Sinfonía de Tchaikovski. Teníamos los dedos entrelazados y advertí que ella estaba enfrascada en la música y los recuerdos que le evocaba. Al volver la vista hacia Rachel, nuestras miradas se cruzaron a la luz de las velas; aunque sonreía ante nuestra pequeña familia, su expresión reflejaba un pesar casi insoportable.
– Rachel -le dije, preocupado-, ¿se encuentra bien?
– Estoy bien -me tranquilizó tratando de sonreír-. Perfectamente.
– Yo no lo diría. Parece a punto de llorar.
– ¿De verdad? -preguntó, alzando los ojos unos instantes, como para contener unas lágrimas repentinas-. Bueno, quizá sí estoy un poco emocionada.
– Tchaikovski puede provocar sensaciones intensas -comenté, confiando en no haberla incomodado-. Cuando escucho este movimiento, mi cabeza se llena de recuerdos de antiguas canciones populares rusas. No puedo evitar sentir nostalgia.
– No es por la música -susurró-. Es por vosotros tres.
– ¿Qué nos pasa?
Ella soltó una risita y apartó la mirada.
– Sólo estoy siendo una blandengue, nada más. Se os ve tan felices a los tres, ahí juntitos y acurrucados… Me recordáis a mi Albert, y pienso en lo que podríamos haber vivido juntos. -Titubeó y se encogió de hombros, contrita-. Hoy habría sido su cumpleaños. Habría cumplido cuarenta. Lo más probable es que estuviésemos celebrándolo a lo grande, si las cosas hubiesen salido de otra manera.
– Rachel, debería habérnoslo dicho. -Zoya fue a sentarse junto a ella; le rodeó los hombros con un brazo y la besó en la mejilla. Siempre mostraba gran empatia en momentos como aquél, cuando veía otra alma atormentada; era una de las cosas que yo adoraba de ella-. Supongo que piensa en él muchas veces.
– Sí, todos los días. Aunque ya hace más de veinte años que murió. Lo enterraron en Francia, ¿os lo había contado? Pensé que eso lo volvía aún peor, porque no podría dejar flores en su tumba. Algunos días no deseo otra cosa que llenar un termo con té e ir a sentarme cerca de él, pero no puedo hacerlo. Aquí no. En Londres no.
– ¿Nunca ha ido a verlo? -quise saber-. No queda tan lejos desde Dover.
– He estado allí ocho veces -respondió con una sonrisa-. Es posible que vuelva dentro de un año más o menos, si puedo permitírmelo. Está enterrado en Ypres, en un cementerio llamado Prowse Point. Hileras e hileras de pulcras lápidas blancas, perfectamente alineadas, cubren los cuerpos de los muchachos muertos. Todo el lugar se conserva de manera inmaculada. Casi parece que intenten simular que hubo algo… no sé… limpio en la forma que murieron, cuando no es así. La pureza de ese lugar es una mentira. Por eso siempre he deseado que él estuviese aquí, en alguna tumba con árboles, setos, maleza y unos ratones de campo correteando por ahí. En algún sitio más normal.
– ¿Era de infantería? ¿Oficial?
– Oh, no -contestó Rachel-. No, Georgi; no era lo bastante ambicioso para ser oficial. Tampoco lo habría deseado, además. Pertenecía a la Infantería Ligera de Somerset. Sólo era uno de tantos muchachos, nada especial, supongo. Excepto para mí. Murió a finales del catorce, bastante al principio, en realidad. No llegó a ver mucha acción. A veces pienso que eso fue una bendición -añadió pensativa-. Siempre me han dado lástima esos pobres chicos que murieron en el diecisiete o dieciocho. Los que pasaron los últimos años de su vida luchando, sufriendo y presenciando sólo Dios sabe qué horrores. Al menos mi Albert… al menos él no tuvo que soportar todo eso. Pasó a mejor vida bastante pronto.
– Pero aún lo echa de menos -musitó Zoya cogiéndole la mano, y Rachel asintió con un profundo suspiro, tratando de contener las lágrimas.
– Así es, cielo. Lo echo en falta todos los días. Pienso en todo lo que podríamos haber vivido juntos, en todas las cosas que podríamos haber hecho. Unas veces me siento muy triste, y otras me enfado tanto con el mundo que me pondría a gritar. Gritarles a aquellos malditos políticos. Y a Dios. Y a los belicistas: Asquith, el káiser y el zar, unos cabrones, todos ellos -exclamó; Zoya se estremeció un poco al oírla, pero no hizo comentario alguno-. Los odio por habérmelo arrebatado. A un muchacho como él, un joven con toda la vida por delante. Pero qué os voy a contar a vosotros… También debisteis de sufrir durante la guerra. Tuvisteis que dejar vuestra patria. No puedo ni imaginar lo que debió de ser eso.
– No fueron tiempos fáciles para nadie -dije, sin saber muy bien si era un tema seguro.
– Yo perdí a toda mi familia en la guerra -reveló Zoya, asombrándome al hablar de su pasado-. A todos.
– Oh, querida -exclamó Rachel, sorprendida; se inclinó para acariciarle las manos-. No lo sabía. Creía que los habías dejado en Rusia. Me refiero a que nunca hablas de ellos. Y ahora voy yo y te traigo esos malos recuerdos.
– Eso es lo que provocan las guerras -señalé, ansioso por cambiar de tema-. Nos arrebatan a nuestros seres queridos, separan familias, provocan desdichas incalculables. ¿Y para qué? Cuesta entenderlo.
– Y va a volver, ¿sabéis? -dijo Rachel, y me extrañó la seriedad de su tono.
– ¿Qué es lo que va a volver?
– La guerra. ¿No lo sentís? Yo sí, casi puedo olerla.
Negué con la cabeza.
– No lo creo. Europa está… agitándose, sí, hay problemas y enemistades, pero no creo que haya otra guerra. Al menos nosotros no la veremos. Nadie quiere pasar por todo lo que pasamos la última vez.
– ¿No os parece curioso que todos los niños concebidos en el torrente de amor y deseo que supuso el final de la Gran Guerra tendrán la edad precisa para combatir cuando empiece la siguiente? -preguntó Rachel-. Casi parece que Dios los haya creado tan sólo para luchar y morir. Para plantarse ante los fusiles y encajar las balas que les disparen. Parece una broma, realmente.
– Pero no habrá otra guerra -aseguró Zoya-. Como dice Georgi…
– Qué desperdicio -concluyó Rachel con un suspiro; se puso en pie y cogió el abrigo-. Un terrible desperdicio. Y no pretendo contradecirte en tu propia casa, Georgi, pero me temo que te equivocas. Se acerca, desde luego que sí. No tardará en llegar. Esperad y veréis.