El palacio de Invierno

Trataba por todos los medios de evitar que el temblor se me notara mucho.

El largo pasillo de la segunda planta del Palacio de Invierno, donde residían el zar y su familia cuando se hallaban en San Petersburgo, se extendía con frialdad a ambos lados; las doradas paredes se sumían en una intimidante oscuridad a medida que la luz de las velas se volvía más tenue y vacilante en la distancia. Y en el centro se hallaba un muchacho de Kashin que apenas lograba respirar al pensar en todos los que habrían recorrido esos pasillos en el pasado.

Por supuesto, yo nunca había contemplado semejante majestuosidad, pues ni siquiera creía que existieran sitios como ése fuera de mi imaginación, pero al bajar la vista vi que los nudillos de las manos se me ponían blancos al aferrar con fuerza los brazos del sillón. La tensión me revolvía el estómago; continuamente impedía que mi pie derecho repiqueteara con ansiedad en el suelo de mármol, pero el pie permanecía inmóvil sólo unos instantes antes de retomar su nerviosa danza.

El propio sillón era un objeto de la más extraordinaria belleza. Las cuatro patas estaban talladas en roble rojo, con intrincados detalles florales en los cantos. En las orejas había dos gruesas capas de oro, que a su vez tenían incrustaciones de tres clases de piedras preciosas, de las que sólo reconocí la moteada estela de zafiros azules que lanzaban destellos y cambiaban de color al examinarlos desde diferentes ángulos. La tapicería estaba bien tensada sobre un cojín relleno de las más suaves plumas. Pese a mi nerviosismo, me costó no soltar un suspiro de placer al sentarme, pues los cinco días anteriores no me habían brindado otra comodidad que el implacable cuero de la silla de montar.

El viaje desde Kashin hacia la capital del Imperio ruso dio comienzo menos de una semana después de que el gran duque Nicolás Nikoláievich atravesara nuestro pueblo y fuera objeto de un atentado fallido. En los días siguientes, mi hermana Asya me cambió el vendaje del hombro dos veces al día, y cuando en las vendas desechadas ya no hubo rastro de sangre, los soldados que habían quedado atrás para escoltarme a mi nuevo hogar anunciaron que estaba listo para viajar. Si la bala hubiese penetrado un poco más a la izquierda, el brazo podría haberme quedado paralizado, pero había tenido suerte, y la armonía entre hombro, codo y muñeca tardó sólo un par de días en verse restablecida. De vez en cuando, un dolor atroz justo encima de la herida se me antojaba una fuerte reprimenda por mis acciones, y entonces esbozaba una mueca, no porque me doliera, sino al recordar que mi impetuoso acto le había costado la vida a mi amigo.

El cuerpo de Kolek Boriávich permaneció donde los soldados lo habían colgado, meciéndose del tejo cercano a nuestra cabaña, durante tres días, hasta que los soldados le dieron permiso a Borís Alexándrovich para cortar la soga y darle un entierro decente. Así lo hizo él, y con dignidad; la ceremonia se celebró a un par de kilómetros del pueblo la tarde anterior a mi partida.

– ¿Crees que podemos asistir? -le pregunté a mi madre por la noche. Era la primera vez que mencionaba la muerte de mi amigo, a tal punto me sentía culpable-. Me gustaría despedirme de Kolek.

– ¿Has perdido la razón, Georgi? -repuso ella, volviéndose hacia mí con el entrecejo fruncido. En esos últimos días me había prodigado atenciones, mostrándome mayor consideración que en los dieciséis años anteriores, y yo me preguntaba si mi escarceo con la muerte habría hecho que lamentara nuestro virtual alejamiento-. No seríamos bienvenidos.

– Pero él era mi más íntimo amigo. Y tú lo conocías desde el día que nació.

– Desde ese día hasta el día que murió -apostilló mordiéndose el labio-. Pero Borís Alexándrovich… ha dejado bien claros sus sentimientos.

– Quizá si yo hablo con él… Podría hacerle una visita. Mi hombro se está curando. Podría intentar explicarle…

– Georgi -me interrumpió mi madre, sentándose en el suelo a mi lado y apoyándome la mano en el brazo sano; su tono se había vuelto tan dulce que me pareció que incluso podría mostrar cierta humanidad-. Él no quiere hablar contigo, ¿no lo comprendes? Ni siquiera está pensando en ti. Ha perdido a su hijo. Eso es todo lo que le importa ahora. Recorre las calles con una expresión obsesionada, llorando por Kolek y maldiciendo a Nicolás Nikoláievich, denunciando al zar, culpando a todos excepto a sí mismo por lo ocurrido. Los dos soldados le han advertido que no utilice esas palabras de traidor, pero Borís se niega a escucharlos. Uno de estos días llegará demasiado lejos, Georgi, y acabará también colgando de una soga. Hazme caso, es mejor que te mantengas alejado de él.

Me torturaba el remordimiento, y la culpa casi no me dejaba dormir. Lo cierto es que en realidad no creía haber tenido la intención de salvarle la vida al gran duque, sino que pretendía impedir que Kolek cometiera un acto que sólo podía tener como resultado su propia muerte. La ironía de que mi intervención le hubiese costado la vida no me pasaba por alto.

Para mi vergüenza, sin embargo, casi sentí alivio ante la decisión de su padre de negarse a verme, pues, de haber tenido la ocasión de hablar, dudo que me hubiese disculpado por mis actos, ya que eso podría haber provocado que los guardias comprendieran que yo no era el héroe que todos creían y que la propuesta de una nueva vida en San Petersburgo llegara a un temprano final. No podía permitir que así fuera, porque quería marcharme. Me habían ofrecido la posibilidad de una vida lejos de Kashin y, a medida que la semana transcurría y se acercaba más y más el momento de la partida, empecé a preguntarme si tuve siquiera la intención de salvar a Kolek o sólo confiaba en salvarme a mí mismo.


La mañana que salí de la cabaña para iniciar el largo viaje hacia San Petersburgo, mis compañeros mujik me miraron con una mezcla de admiración y desprecio. Era cierto que yo había llevado un gran honor a nuestro pueblo al salvarle la vida al primo del zar, pero todos los que me observaban reunir mis pocas pertenencias y colocarlas en las alforjas del caballo que habían dejado para mi partida habían visto crecer a Kolek en esas mismas calles. Su muerte prematura, por no mencionar mi participación en ella, pendía en el aire como un olor acre. Todos eran súbditos leales a los Romanov, eso es cierto. Creían en la familia imperial y en la justicia de la autocracia. Atribuían a Dios el hecho de haber colocado al zar en el trono y creían que los parientes del soberano vivían en una suerte de estado de gloria. Pero Kolek era de Kashin. Era uno de nosotros. En semejante situación, era imposible decidir dónde debería residir la lealtad.

– ¿Volverás a buscarme pronto? -me preguntó Asya cuando me disponía a partir. Llevaba varios días negociando con los soldados para que le permitieran acompañarme a San Petersburgo, donde confiaba, por supuesto, en empezar también una nueva vida, pero ellos se negaron a escucharla, y mi hermana se enfrentaba a un futuro solitario en Kashin sin su más íntimo confidente.

– Lo intentaré -prometí, aunque ignoraba si podría cumplirlo. Al fin y al cabo, no tenía ni idea de qué me depararía el futuro. No podía comprometerme a hacer planes para otros.

– Esperaré todos los días la llegada de una carta -declaró, asiendo mis manos entre las suyas y mirándome con ojos suplicantes, al borde de las lágrimas-. Y con una sola palabra, partiré en tu busca. No dejes que me pudra aquí, Georgi. Prométemelo. Háblales de mí a los que conozcas. Cuéntales que yo sería una digna incorporación a su sociedad.

Asentí con la cabeza y la besé en la mejilla, y luego besé a mis otras hermanas y a mi madre, antes de dirigirme a estrechar la mano de mi padre. Danil se quedó mirándome como si no supiera de qué modo responder a semejante gesto. Finalmente había obtenido dinero por mí, pero con su beneficio llegaba mi partida. Para mi sorpresa, pareció afligido, pero ya era demasiado tarde para enmendarse. Le deseé lo mejor, pero dije poco más antes de montar en el precioso semental gris y hacerles un último gesto de despedida, tras lo cual me alejé cabalgando de Kashin y de mi familia para siempre.

El viaje transcurrió sin incidentes; consistió únicamente en cinco días cabalgando y descansando, sin conversaciones que aliviaran el tedio. Sólo la penúltima noche, uno de los soldados, Ruskin, mostró cierta compasión cuando me hallaba ante la hoguera del campamento, contemplando las llamas.

– No se te ve muy contento -me dijo, sentándose a mi lado para hurgar con la punta de la bota en los troncos que ardían-. ¿No tienes ganas de conocer San Petersburgo?

– Claro que sí -contesté, aunque lo cierto es que no había pensado mucho en eso.

– ¿Qué pasa, entonces? Tu cara expresa algo bien distinto. ¿Tienes miedo, acaso?

– Yo no le tengo miedo a nada -espeté, volviéndome para mirarlo, y la sonrisa que asomó a su rostro bastó para diluir mi ira. Era un hombre robusto, fuerte y viril, y no teníamos motivo alguno para pelearnos.

– Muy bien, Georgi Danílovich -dijo, levantando las manos-. No hace falta que te enfades. He pensado que querrías hablar, eso es todo.

– Bueno, pues no quiero.

El silencio pendió entre ambos durante un rato y deseé que Ruskin regresara con su camarada y me dejara en paz, pero al final volvió a hablar en voz baja, como yo sabía que haría.

– Te culpas por su muerte. -No me miraba a mí, sino las llamas-. No, no lo niegues tan deprisa. Te he estado observando. Y no olvides que yo estaba allí ese día; vi lo que ocurrió.

– Era mi mejor amigo -expliqué, sintiendo que dentro de mí crecía una oleada de resentimiento-. Si no hubiese corrido hacia él…

– Entonces quizá él habría matado a Nicolás Nikoláievich y lo habrían ejecutado igualmente por su crimen. Peor, quizá. De haber asesinado al primo del zar, es posible que hubiesen matado también a toda la familia de tu amigo. Tenía hermanas, ¿no es así?

– Sí, seis.

– Y están vivas porque el general está vivo. Quisiste impedir que Kolek Boriávich cometiera un acto atroz, eso es todo. Un segundo antes y podría no haber ocurrido nada de esto. No puedes culparte. Actuaste con la mejor intención.

Asentí con la cabeza, viéndole sentido a lo que decía, pero me sirvió de poco. Fue culpa mía, estaba convencido de ello. Había provocado la muerte de mi más querido amigo y nadie podía decirme lo contrario.

La primera vez que vi San Petersburgo fue la noche siguiente, cuando por fin entramos en la capital. Lo que pronto reconocería como la gloria de los triunfales designios de Pedro el Grande se vio en cierto modo apagado por la oscuridad de la noche, aunque eso no me impidió contemplar con asombro la amplitud de las calles y la cantidad de gente, caballos y carruajes que pasaban en todas direcciones. Jamás había visto semejante actividad. En las aceras había hombres ante unas jaulas con fuego donde asaban castañas y las vendían a las damas y los caballeros que pasaban, todos enfundados en gorros y pieles de la más exquisita calidad. Mis guardias parecieron no inmutarse ante el espectáculo; supongo que estaban tan acostumbrados a él que había dejado de impresionarlos, pero para un muchacho de dieciséis años que nunca se había alejado más de unos kilómetros de su pueblo natal, era deslumbrante.

Ante una de esas hogueras se había congregado una multitud; entonces nos detuvimos cerca de un elaborado carruaje y llevamos los caballos de la brida mientras la gente se apartaba para dejarles paso a los guardias. Hacía casi un día entero que no comía nada y ansié unas castañas; el estómago me rugió al pensar en una cena caliente. En torno, la gente reía y bromeaba; delante de todos iba una dama de mediana edad y expresión severa, y junto a ella se hallaban cuatro muchachas idénticamente vestidas, hermanas sin duda, cada una algo mayor que la anterior. Eran preciosas, y pese al hambre que me oprimía el estómago, sus rostros atrajeron mi mirada. Ellas no repararon en mí hasta que la última de la fila, de unos quince años, volvió la cabeza y me miró a los ojos. Yo debería haberme sonrojado en un momento así, o apartado la vista, pero no lo hice. En cambio, le sostuve la mirada y nos observamos como si fuéramos viejos amigos, hasta que ella notó de súbito lo caliente que estaba la bolsa que sujetaba y la soltó con un grito, esparciendo media docena de castañas que rodaron por el suelo hacia mí. Me agaché para recogerlas y ella corrió a recuperarlas, pero una severa reprimenda de su institutriz la hizo detenerse en seco, y titubeó sólo un segundo antes de volver a unirse a sus hermanas.

– ¡Señorita! -exclamé, echando a andar hacia ella con mi trofeo, pero sólo pude dar unos pasos antes de que uno de mis escoltas me asiera con rudeza del brazo herido; solté un grito y dejé caer de nuevo las castañas-. ¿Qué haces? -Me giré furioso hacia él, pues, sin saber por qué, detesté que la muchacha me viera chillar por el simple hecho de que un hombre me agarrase-. Estas castañas pertenecen a esa joven.

– Puede comprarse más -repuso el guardia, arrastrándome de vuelta a los caballos, tan hambriento como antes de detenernos-. Has de saber dónde está tu sitio, chico, y si no lo sabes, no tardarán en enseñártelo.

Fruncí el entrecejo y miré hacia la izquierda, donde la mujer y sus pupilas subían a su carruaje para alejarse, con los ojos de la multitud clavados en ellas, como debía ser, puesto que cada muchacha era tan hermosa como la anterior, con la excepción de la menor, que las eclipsaba a todas.

Unos instantes después cabalgábamos por las riberas del río Neva; yo observaba fijamente los terraplenes de granito y las alegres parejas jóvenes que paseaban por los senderos conversando. Allí la gente parecía feliz, cosa que me sorprendió, pues había esperado una ciudad desgarrada por la guerra. Sin embargo, se diría que ninguna de sus desagradables consecuencias había llegado a San Petersburgo, y las calles y plazas estaban llenas de risas, alegría y prosperidad. Apenas fui capaz de controlar mi creciente emoción.

Finalmente entramos en una plaza magnífica, donde se alzó ante mis ojos el Palacio de Invierno. Pese a la oscuridad de la noche, la alta luna llena me permitió contemplar la ciudadela de fachada verde y blanca con los ojos muy abiertos. No lograba comprender cómo habría construido alguien un edificio tan extraordinario, y sin embargo me pareció que yo era el único anonadado ante su esplendor.

– ¿Es esto? -pregunté a uno de los guardias-. ¿Es aquí donde vive el zar?

– Por supuesto -contestó malhumorado, con la misma falta de interés en hablar conmigo que él y su compañero habían mostrado durante todo el trayecto. Sospeché que consideraban indigno que les hubieran encomendado una tarea tan nimia como escoltar a un muchacho hasta la capital, mientras sus compañeros continuaban con el séquito del gran duque.

– ¿Yo también voy a vivir aquí? -quise saber, tratando de no reír ante una idea tan extravagante.

– Quién sabe. Nuestras órdenes son llevarte ante el conde Charnetski, y después de eso te las arreglarás por tu cuenta.

Pasamos ante la columna de Alejandro, de granito rojo y casi el doble de alta que el palacio, y me quedé mirando el ángel que presidía su cima, aferrando una cruz. Tenía la cabeza gacha, como un vencido, pero su pose era triunfal, un grito a sus enemigos para que se dieran a conocer, pues el poder de la fe garantizaría su seguridad. Siguiendo a los guardias, traspuse un arco de entrada que conducía directamente al cuerpo del palacio, y allí se llevaron mi caballo. Me recibió un caballero corpulento que me miró de arriba abajo mientras yo me enderezaba, entumecido por el largo viaje, y no pareció muy impresionado por lo que veía.

– ¿Eres Georgi Danílovich Yáchmenev? -inquirió cuando me acerqué.

– Así es, señor -contesté con educación.

– Soy el conde Vladímir Vládiavich Charnetski -anunció, al parecer disfrutando del sonido de las palabras que su lengua pronunciaba-. Tengo el honor de estar al mando de la Guardia Imperial. Me han dicho que llevaste a cabo un acto heroico en tu pueblo natal y que te han recompensado con un puesto en las dependencias del zar, ¿es cierto eso?

– Eso dicen. La verdad es que los acontecimientos de esa tarde transcurrieron con tanta rapidez que…

– Eso no importa -me interrumpió, y me indicó que lo siguiera hacia otra puerta que llevaba al cálido interior del palacio-. Has de saber que esa clase de heroicidades forman parte de las responsabilidades cotidianas de aquellos que protegen al zar y su familia. Vas a trabajar junto a hombres que han arriesgado su vida en incontables ocasiones, así que no pienses que eres especial. Eres un simple guijarro en una playa, nada más.

– Por supuesto, señor -repuse, sorprendido por su hostilidad-. Nunca me he creído más que eso. Y le aseguro que…

– Por lo general, no me gusta que me impongan nuevos guardias -afirmó, resoplando al ascender una serie de escalinatas alfombradas en púrpura, a un ritmo que me obligaba a correr para seguirlo, un hecho inesperado considerando nuestra gran diferencia tanto en edad como en peso-. Me preocupo en especial cuando me obligan a vigilar a jovencitos carentes de instrucción y que nada saben de nuestra forma de hacer las cosas aquí.

– Por supuesto, señor -repetí, corriendo tras él y esforzándome en parecer adecuadamente respetuoso y sumiso.

Al subir por las escaleras de palacio, contemplé sobrecogido los gruesos marcos dorados de espejos y ventanas. Estatuas de blanco alabastro sobresalían de las paredes y se alzaban triunfales sobre pedestales, de espaldas a las enormes columnatas grises que iban del suelo al techo. A través de puertas abiertas que daban a una serie de antecámaras, se vislumbraban magníficos tapices y cuadros, la mayoría de los cuales representaban grandes hombres a lomos de caballos conduciendo sus soldados a la batalla, y el suelo de mármol hacía reverberar nuestros pasos. Me sorprendió que un hombre de la corpulencia del conde Charnetski -y era una corpulencia extraordinaria- pudiese moverse por los pasillos con semejante destreza. Años de práctica, supuse.

– Pero al gran duque se le meten esas cosas en la cabeza de vez en cuando -continuó-, y cuando eso sucede, todos debemos actuar según sus deseos, sean cuales sean las consecuencias.

– Señor -dije, deteniéndome un instante, decidido a dar muestras de mi hombría, una aspiración que se vio algo deslucida por el tiempo que me costó recobrar el aliento, pues estaba doblado en dos con las manos en las caderas, jadeando-. Debe saber que, aunque nunca me pasó por la cabeza que iba a encontrarme en tan encumbrada posición, haré cuanto esté en mi mano por actuar con fortaleza y corrección, ateniéndome a las mejores tradiciones de sus hombres. Y ansío aprender lo que deba saber un guardia. Además, descubrirá que soy bastante aplicado, se lo prometo.

Él se detuvo unos pasos por delante y se dio la vuelta, mirándome con tal asombro que durante un instante no supe si pretendía abofetearme o simplemente arrojarme por una de las altas ventanas de vitrales que recorrían las paredes. Por fin no hizo ninguna de las dos cosas; se limitó a negar con la cabeza y continuar, exclamando por encima del hombro que lo siguiera, y rápido.

Unos minutos después nos encontramos en un largo pasillo, donde Charnetski me dijo que me sentara en un exquisito sillón, y yo me sentí agradecido por el descanso. El conde asintió con la cabeza, satisfecho por haber llevado a cabo su tarea, y se volvió para alejarse, pero, antes de que desapareciera de la vista, hice acopio de valor para llamarlo.

– ¡Señor! -exclamé-. ¡Conde Charnetski!

– ¿Qué quieres, chico? -me preguntó con una mirada furiosa, como si no pudiese creer que hubiese tenido la audacia de dirigirme a él.

– Bueno… -Miré alrededor encogiéndome de hombros-. Y ahora ¿qué tengo que hacer?

– ¿Que qué tienes que hacer? -repitió, acercándose unos pasos y riendo un poco, pero creo que con amargura, no con diversión-. ¿Que qué tienes que hacer? Esperarás. Hasta que te llamen. Y entonces te darán instrucciones.

– ¿Y después?

– Después -contestó, alejándose de nuevo hacia la oscuridad del pasillo-, harás lo que todos hemos venido a hacer aquí, Georgi Danílovich. Obedecerás.

Los minutos que pasé allí sentado se alargaron de forma interminable, y empecé a temer que se hubiesen olvidado de mí. No había movimiento en el pasillo, y, exceptuando la sensación de que tras cada puerta rondaba una comunidad entera de criados diligentes, había pocos indicios de vida. Quienquiera que debiese darme instrucciones sobre mis obligaciones no daba señales de aparecer, y experimenté una creciente inquietud, preguntándome qué hacer o adónde ir si nadie acudía a hacerse cargo de mí. Deseaba una comida caliente, una cama, algún sitio donde quitarme el polvo del viaje, pero no parecía probable que fuera a disfrutar de semejantes lujos.

El conde Charnetski, molesto por mi presencia, había regresado al núcleo del laberinto. Me pregunté si el gran duque Nicolás Nikoláievich estaría esperando para entrevistarme, pero supuse que a esas alturas habría vuelto a Stavka, el cuartel general del ejército. Mi estómago empezó a rugir, pues hacía casi veinticuatro horas que no comía nada, y bajé la vista frunciendo el entrecejo, como si con una severa reprimenda fuera a callar. El sonido, como el chirriar de una puerta sin lubricar que se abriera despacio, reverberó en el pasillo, rebotando contra paredes y ventanas para crecer en intensidad y avergonzarme más a cada instante. Tosiendo un poco para enmascararlo, me levanté para estirar las piernas y sentí un dolor tremendo de los tobillos a los muslos, provocado por la larga cabalgata desde Kashin.

El corredor en que me hallaba no daba a la plaza del Palacio, sino que estaba situado en el extremo de la ciudadela con vistas al río Neva, iluminado en sus riberas por una serie de farolas eléctricas. Pese a lo tarde que era, todavía había algunos barcos de recreo, y eso me sorprendió, porque la noche era fría y supuse que la temperatura cerca del agua sería bajísima. Sin embargo, era obvio que esa gente pertenecía a las clases más acomodadas, pues incluso a tanta distancia advertí que iba envuelta en pieles, sombreros y guantes caros. Imaginé las cubiertas a rebosar de comida y bebida, una generación de príncipes y duquesas que reían y chismorreaban, como si no tuvieran una sola preocupación en el mundo.

Nadie que contemplara semejante escena habría supuesto que nuestro país llevaba en guerra más de dieciocho meses y que millares de jóvenes rusos estaban muriendo en los campos de batalla de Europa. No era como Versalles justo antes de la llegada de las carretas, pero la atmósfera era de evasión, como si las clases terratenientes de San Petersburgo no acabaran de creer que en los pueblos y aldeas de más allá de la ciudad estuviesen aumentando la desdicha y el descontento.

Observé cómo amarraba directamente delante del palacio uno de esos barcos, quizá el más espléndido; dos guardias imperiales saltaron de la cubierta al paseo, mientras la embarcación se deslizaba suavemente en su atracadero, para asir una pasarela que permitiera a sus ocupantes descender con seguridad. Una mujer fornida bajó primero y esperó a un lado mientras cuatro jovencitas, todas ataviadas con idénticos vestidos, abrigos y sombreros grises, la seguían hablando entre sí. Estiré el cuello para ver mejor y me admiró comprobar que se trataba del mismo grupo del puesto de castañas. Su carruaje debía de haberlas llevado hasta el barco para un breve paseo con que poner fin a una agradable salida, pero desde donde me hallaba, en la segunda planta del palacio, estaba demasiado alto para verlas más de unos breves instantes. Sin embargo, me pregunté si tenían la sensación de ser observadas, pues justo antes de desaparecer de la vista, una de ellas -la menor, la chica cuyas castañas habían caído al suelo y cuya mirada me había dejado embelesado- titubeó y luego levantó la cabeza y me vio -incluso pareció haberme reconocido-, como si esperase que yo estuviera allí. La vi sonreír sólo un segundo antes de desaparecer; tragué saliva con nerviosismo y fruncí el entrecejo, confundido ante la emoción desconocida que me recorrió.

Había posado la mirada en la muchacha sólo unos segundos, y ni siquiera habíamos hablado en el puesto de castañas, pero había una calidez, una amabilidad en sus ojos, que me dieron ganas de echar a correr en su busca, para hablar con ella y descubrir quién era. Mis emociones eran tan absurdas que casi me hicieron reír. «No seas ridículo, Georgi», me dije, sacudiendo la cabeza para librarme de esas imágenes, y como seguía sin haber rastro de alguien que me dijera qué hacer, eché a andar pasillo abajo, alejándome de las peligrosas ventanas y de la soledad de mi exquisito asiento.

Y en ese momento empecé a oír voces en la distancia.

Cada puerta cerrada estaba tan ornamentada como la anterior y tenía unos cinco metros de altura, con un friso semicircular sobre las intrincadas molduras doradas que adornaban la superficie. Me pregunté cuántas horas de artesanía se habrían invertido en su elaborada y minuciosa manufactura. ¿Cuántas puertas como ésas habría en el palacio? ¿Mil? ¿Dos mil? Mi cerebro fue incapaz de considerar siquiera semejante idea, y me mareé un poco al pensar en la cantidad de gente que debía de haberse esforzado en completar toda esa decoración tan refinada, la cual existía para complacer a una sola familia. ¿Se fijaban siquiera en lo hermoso que era todo? ¿O les pasaba completamente inadvertido aquel delicado esplendor?

Titubeando sólo un instante, doblé una esquina, donde me esperaba un pasillo mucho más corto. Hacia la izquierda no había luces, y la creciente oscuridad me recordó algunas de las aterradoras historias que Asya me contaba de niño para provocarme pesadillas; me estremecí levemente y me di la vuelta. Sin embargo, a mi derecha había una serie de velas encendidas en el alféizar de las ventanas, y avancé con espíritu explorador pero con cautela, despacio, para que mis botas no resonasen contra el suelo.

Una vez más todas las puertas estaban cerradas, pero no tardé mucho en oír voces en una habitación un poco más allá. Intrigado, fui apoyando la oreja contra cada puerta, pero al otro lado sólo había silencio. Me pregunté qué ocurriría detrás de cada una de ellas. ¿Quién vivía, trabajaba, daba órdenes allí? El sonido se tornó más audible y al final del pasillo encontré una puerta entornada, pero vacilé antes de acercarme. Las voces eran más claras ahora, aunque hablaban quedamente; cuando me asomé, vi una habitación sencilla, con un reclinatorio justo en el centro.

Había una mujer arrodillada en él, con la cabeza hundida en el cojín. Y estaba llorando.

La observé unos instantes, intrigado por su pesar, antes de que mi mirada se desplazara hacia el otro ocupante de la habitación, un hombre que estaba de cara a la pared, frente a un gran icono colocado sobre un tapiz luminiscente. Tenía un cabello oscuro y extraordinariamente largo que le caía por la espalda, espeso y enmarañado, como si no lo llevara muy limpio, e iba vestido con sencillas prendas de campesino, la clase de túnica y pantalones que no habría estado fuera de lugar en Kashin. Me pregunté qué diantre estaría haciendo allí con un atuendo tan ordinario. ¿Habría entrado por la fuerza? ¿Sería un ladrón? Pero no, no era posible, pues la dama arrodillada ante él iba ataviada con el vestido más magnífico que había visto en mi vida y era obvio que tenía motivos para estar en palacio; de tratarse de un intruso, el hombre no llamaría la atención de la dama tan deliberadamente.

– Debes rezar, matushka -dijo de pronto, con voz grave y cavernosa, como salida de las mismísimas profundidades del infierno. Extendió los brazos en una postura que recordó a la de Cristo crucificado en el Calvario-. Debes tener fe en un poder mayor que el de príncipes y palacios. No eres nada, matushka. Y yo no soy más que un canal a través del cual puede oírse la voz de Dios. Debes suplicar Su gracia. Debes entregarte a Dios, sin importar con qué disfraz se presente ante ti. Debes hacer todo lo que te pida. Por el bien del muchacho.

La mujer no dijo nada. Se limitó a hundir aún más la cabeza en el cojín delantero del reclinatorio. Sentí un escalofrío y cierto nerviosismo al observar aquella escena. Sin embargo, estaba hipnotizado y no podía marcharme. Contuve el aliento, esperando que el hombre volviese a hablar, pero al cabo de un instante él se giró en redondo, consciente de mi presencia, y nuestras miradas se encontraron.

Aquellos ojos. Los recuerdo incluso ahora… Eran como círculos de carbón, arrancados del fondo de una mina enferma.

Se me dilataron las pupilas mientras nos observábamos, y sentí el cuerpo entumecido de miedo. «Corre -me dije-. Vete de aquí.» Pero mis piernas se negaron a obedecer y continuamos mirándonos, hasta que por fin el hombre ladeó un poco la cabeza, como si sintiera curiosidad, y esbozó una sonrisa, una sonrisa horrible, una exhibición de dientes amarillos contra una cavernosa oscuridad, y el espanto de su expresión bastó para romper el hechizo; me volví y eché a correr por donde había llegado, hasta encontrarme de nuevo en el cruce de pasillos, titubeando y sin saber muy bien qué dirección me llevaría de nuevo a donde el conde Charnetski me había indicado que esperara.

Corriendo, convencido de que aquel hombre me perseguía para matarme, di vueltas y más vueltas, precipitándome por pasillos desconocidos y en direcciones opuestas, perdido ya en el palacio; asustado, jadeando y con el corazón palpitante, me pregunté cómo diablos iba a explicar mi desaparición, y si debía descender por todas las escaleras que encontrase hasta hallarme de nuevo fuera del palacio, momento en que podría huir a Kashin, fingiendo que todo aquello nunca había sucedido.

Y entonces, como por arte de magia, volví a encontrarme en el pasillo del que había partido. Me detuve doblado en dos para recuperar el aliento, y al alzar la vista me percaté de que ya no estaba solo.

Había un hombre en el extremo del pasillo, junto a una puerta abierta por la que se derramaba una luz brillante que lo iluminaba casi como a un dios. Me quedé mirándolo, preguntándome qué otros horrores me esperaban. ¿Quién era ese hombre bañado en una gloria blanca? ¿Por qué lo habían enviado en mi busca?

– ¿Eres Yáchmenev? -preguntó con calma, avanzando hacia mí con soltura.

– Sí, señor.

– Por favor -dijo entonces, indicando la puerta abierta-. Pensaba que te habías esfumado.

Dudé sólo un segundo antes de seguirlo. Nunca había visto a ese hombre, por supuesto; mis ojos jamás se habían posado en él. Pero supe de inmediato quién era.

Su majestad imperial el zar Nicolás II, emperador y autócrata de todas las Rusias, gran duque de Finlandia, rey de Polonia.

Mi patrón.

– Siento haberte hecho esperar -me dijo cuando entré en la habitación y cerré la puerta-. Como podrás imaginar, tengo muchos asuntos de Estado de que ocuparme. Y ha sido un día largo, muy largo. Esperaba… -Se interrumpió al darse la vuelta, y se quedó mirándome con asombro-. ¿Qué diantre haces, muchacho?

Estaba a la izquierda de su escritorio, sorprendido sin duda al verme arrodillado a unos tres metros de él, en actitud suplicante, con las manos tendidas ante mí sobre la rica alfombra y la frente tocando el suelo.

– Oh, la más imperial de las majestades -empecé, y mis palabras quedaron amortiguadas por el tejido púrpura y rojo en que tenía apoyada la nariz-. Permítame demostrar mi más sincera apreciación por el honor de…

– ¡Por todos los santos, haz el favor de ponerte en pie, muchacho, para que pueda verte y oírte!

Alcé la mirada y vislumbré un asomo de sonrisa en sus labios; debía de estar ofreciéndole un espectáculo inusitado.

– Discúlpeme, majestad. Estaba diciendo que…

– Levántate de una vez -insistió-. Pareces un perro apaleado, tirado en mi alfombra de esa manera.

Me puse en pie y me arreglé la ropa, tratando de encontrar alguna dignidad en mi pose. Sentí que la sangre se me había subido a la cabeza, dejándome la cara roja; seguramente daba la impresión de estar avergonzado por hallarme en su presencia.

– Discúlpeme -repetí.

– Para empezar, puedes dejar de disculparte -dijo, rodeando el escritorio para sentarse a él-. Todo lo que hemos hecho en los últimos dos minutos ha sido pedirnos disculpas. Hay que ponerle fin a eso.

– Sí, majestad -acepté, asintiendo con la cabeza.

Me atreví a mirarlo mientras él me examinaba, y me sorprendió un poco su aspecto. No era un hombre alto -medía poco más de un metro setenta-, lo que significaba que yo le sacaría una buena cabeza. Pero era bastante apuesto, de complexión compacta, delgado y al parecer atlético, con unos penetrantes ojos azules, barba bien recortada y un bigote con los extremos encerados pero aIgo caídos, quizá porque era ya muy tarde. Imaginé que se ocupaba de él una vez al día, por la mañana, o dos si tenía una recepción por la noche, para recibir a sus invitados. La cosa no era tan importante cuando tenía una visita humilde como yo.

A diferencia de lo que esperaba, el zar no iba ataviado con algún extravagante atuendo imperial, sino con la sencilla ropa de un mujik: una simple camisa de color vainilla, unos pantalones holgados y unas botas de piel oscura. Por supuesto, sin duda aquellas prendas eran de las telas más finas, pero se veían cómodas y sencillas, y empecé a sentirme más a gusto en su presencia.

– De modo que tú eres Yáchmenev -dijo por fin, y su voz clara no reveló ni aburrimiento ni interés; fue como si yo supusiera una tarea más en su jornada.

– Sí, señor.

– ¿Cuál es tu nombre completo?

– Georgi Danílovich Yáchmenev. De la aldea de Kashin.

– ¿Y tu padre? ¿Quién es?

– Danil Vládiavich Yáchmenev. También es de Kashin.

– Ya veo. ¿Y está entre nosotros?

Lo miré, sorprendido.

– Él no me ha acompañado, señor. Nadie dijo que debía hacerlo.

– Me refiero a si sigue vivo, Yáchmenev -suspiró.

– Oh. Sí. Así es.

– ¿Y qué posición ocupa en la sociedad?

– Es agricultor, señor.

– ¿Tiene tierras propias?

– No, señor. Es jornalero.

– Has dicho que era agricultor.

– Me he explicado mal, señor. Me refería a que cultiva la tierra. Pero no es su tierra.

– ¿De quién es, entonces?

– De su majestad.

Sonrió al oír eso y enarcó una ceja unos instantes, como sopesando mi respuesta.

– Es mía, en efecto. Pero hay quienes piensan que todas las tierras de Rusia deberían distribuirse equitativamente entre los campesinos. Mi anterior primer ministro, Stolipin, introdujo esa reforma particular -añadió, y su tono reveló que no había estado de acuerdo con ella-. ¿Te suena de algo Stolipin?

– No, señor -respondí con franqueza.

– ¿Nunca has oído hablar de él? -preguntó extrañado.

– Me temo que no, señor.

– Bueno, supongo que no importa -dijo, frotándose con cautela una mancha en la camisa-. Ahora está muerto. Le dispararon en la ópera de Kiev, mientras yo lo veía desde lo alto, en el palco imperial. Es lo más cerca que pueden llegar esos asesinos. Era un buen hombre ese Stolipin. Lo traté mal.

Permaneció en silencio unos instantes, con expresión de estar perdido en recuerdos del pasado; sólo llevaba unos minutos con el zar, pero empecé a sospechar que para él el pasado era un peso tremendo. Y que el presente difícilmente ofrecía mayor consuelo.

– Tu padre… -prosiguió al fin, alzando de nuevo la vista-. ¿Crees que habría que concederle sus propias tierras?

Lo pensé, pero el concepto mismo me confundió y no supe expresarlo con palabras; me encogí de hombros para indicar mi ignorancia.

– Me temo que no sé nada de esas cuestiones, señor. Pero estoy seguro de que lo que usted decida será lo correcto.

– ¿Tienes confianza en mí, entonces?

– Sí, señor.

– Pero ¿por qué? No me conocías hasta ahora.

– Porque usted es el zar, señor.

– ¿Y qué importancia tiene eso?

– ¿Que qué importancia tiene?

– Sí, Georgi Danílovich -repuso con calma-. ¿Qué más da que yo sea el zar? ¿El simple hecho de que sea el zar te inspira confianza?

– Bueno… pues sí -contesté, volviendo a encogerme de hombros, y él suspiró moviendo la cabeza.

– No debes encogerte de hombros en presencia del ungido por Dios -dijo con firmeza-. Es una falta de educación.

– Disculpe, señor -respondí, notando que me ruborizaba-. No pretendía faltarle al respeto.

– Ya estás disculpándote otra vez.

– Es que estoy nervioso, señor.

– ¿Nervioso?

– Sí.

– Pero ¿por qué?

– Porque usted es el zar.

Él soltó una carcajada, una larga carcajada que duró casi un minuto, dejándome en un estado de absoluto desconcierto. La verdad es que yo no había previsto conocer al emperador esa noche, si es que esperaba conocerlo alguna vez, y nuestro encuentro se había producido con tan pocos preparativos y tan escasa formalidad que aún me sentía confuso. Por lo visto el zar quería interrogarme a conciencia para un puesto que yo aún no conocía, pero se mostraba prudente y cauteloso en sus preguntas, escuchando mis respuestas antes de proseguir, tratando de pescarme en una equivocación. Y ahora se estaba riendo como si yo hubiese dicho algo divertido, sólo que no se me ocurría qué diantre podía ser.

– Pareces confundido, Georgi Danílovich -dijo al fin, brindándome una agradable sonrisa cuando las carcajadas remitieron.

– Lo estoy, un poco -admití-. ¿Ha sido una grosería lo que acabo de decir?

– No, no. -Negó con la cabeza-. Es que la coherencia de tus respuestas me divierte, eso es todo. «Porque usted es el zar.» En efecto soy el zar, ¿no es así?

– Pues sí, señor.

– Y vaya puesto tan curioso es ése, además -comentó, cogiendo un abrecartas de acero engastado de brillantes del escritorio para balancearlo sobre la yema de un dedo-. Algún día te lo explicaré, tal vez. Por el momento, tengo entendido que te debo mi gratitud.

– ¿Su gratitud, señor? -pregunté, perplejo ante la idea de que pudiese deberme algo.

– Mi primo, el gran duque Nicolás Nikoláievich. Él te recomendó. Me contó cómo lo salvaste de un intento de asesinato.

– No estoy seguro de que fuese algo tan serio, señor. -Semejantes palabras me parecieron increíblemente inexactas, incluso de labios del zar.

– ¿No? ¿Cómo lo llamarías, entonces?

Consideré la cuestión.

– Aquel muchacho, Kolek Boriávich… Yo lo conocía desde que éramos niños. Era… bueno, fue un error estúpido por su parte. Su padre es un hombre de opiniones contundentes, y a Kolek le gustaba impresionarlo.

– Mi padre también era un hombre de opiniones contundentes, Georgi Danílovich, y yo no trato de asesinar a la gente por esa causa.

– No, señor; tiene a todo un ejército a su disposición que lo hace por usted.

Él levantó de golpe la cabeza y me miró sorprendido, con los ojos muy abiertos ante mi impertinencia; hasta yo mismo quedé horrorizado por mis palabras.

– ¿Qué has dicho? -preguntó, cuando hubo transcurrido lo que se me antojó una eternidad.

– Señor… -Intenté rectificar-: Me he expresado mal. Sólo quería decir que Kolek estaba sometido a su padre, eso es todo. Intentaba complacerlo.

– Entonces, ¿era su padre quien quería asesinar a mi primo? ¿Crees que debería enviar soldados a arrestarlo a él?

– Sólo si se puede arrestar a un hombre por sus pensamientos y no por sus actos -respondí, pues era responsable de la muerte de mi mejor amigo, y desde luego no iba a tener también la sangre de su padre en la conciencia.

– En efecto -aprobó él tras reflexionar-. Y no, mi joven amigo, no arrestamos a hombres por esa clase de cosas. A menos que sus pensamientos conduzcan a planes concretos. El asesinato es algo terrible. Es la forma más cobarde de protesta.

No respondí; no se me ocurrió nada que decir.

– Yo sólo tenía trece años cuando mi propio abuelo fue asesinado, ¿sabes? Alejandro II. El zar Libertador lo llamaron en cierto momento. El hombre que emancipó a los siervos; y luego lo asesinaron por su generosidad. Un cobarde arrojó una bomba a su carruaje cuando transitaba por las calles no muy lejos de aquí, y salió ileso. Cuando bajó del carruaje, otro hombre corrió hacia él e hizo explotar una segunda bomba. Lo trajeron aquí, a este mismo palacio. Nuestra familia se reunió para ver morir al zar. Observé cómo lo abandonaba la vida. Lo recuerdo como si fuera ayer. La explosión le había arrancado una pierna. La otra estaba prácticamente destrozada. Tenía el vientre expuesto y jadeaba. Fue obvio que sólo viviría unos minutos. Y sin embargo se aseguró de hablarnos a todos de uno en uno, de ofrecernos su bendición definitiva; así de fuerte era, incluso en situaciones extremas. Consagró a mi padre. Me cogió la mano. Y entonces murió. Debió de pasar por una agonía tremenda. Así que ya ves; conozco las consecuencias de esa clase de violencia y estoy decidido a que ningún miembro de mi familia vuelva a ser víctima de un asesinato.

Asentí con la cabeza, conmovido por su relato. Aparté la mirada para posarla en las hileras de libros que cubrían la pared a mi derecha y agucé la vista, tratando de distinguir los títulos.

– No vuelvas la cabeza en mi presencia -dijo el zar, aunque hubo más curiosidad que ira en su tono-. Soy yo quien ha de volverla primero.

– Lo siento, señor. -Lo miré de nuevo-. No lo sabía.

– Más disculpas -suspiró-. Ya veo que te llevará un tiempo aprender nuestras costumbres. E imagino que pueden parecerte… curiosas. ¿Te interesan los libros? -preguntó entonces, indicando con la cabeza las estanterías.

– No, señor. Quiero decir… sí, majestad. -Me lamenté por dentro, pues quería parecer menos ignorante-. Me refiero a que… sólo me interesa lo que dicen.

El zar sonrió un momento, como a punto de reír, pero luego se le ensombreció el rostro y se inclinó hacia mí.

– Mi primo es muy importante para mí, Georgi Danílovich. Pero es más importante aún para el desarrollo de la guerra, de una importancia extrema. La magnitud de su pérdida habría sido incalculable. Cuentas con la gratitud del zar y de todo el pueblo de Rusia por tus actos.

Me dio la sensación de que sería indigno por mi parte protestar más, así que me limité a inclinar la cabeza, antes de alzar de nuevo la mirada.

– Debes de estar cansado, muchacho -dijo entonces el zar-. Toma asiento, ¿quieres?

Miré alrededor y advertí que tenía detrás un sillón similar al que había en el pasillo, aunque no tan ornamentado, de modoque me acomodé y me sentí más relajado. Eché una rápida ojeada a la habitación, no fijándome en los libros, sino en los cuadros de las paredes, los tapices, los objetos de arte que reposaban en cada superficie disponible. Jamás había visto semejante opulencia. Era impresionante. Detrás del zar, justo sobre su hombro izquierdo, vi la más extraordinaria pieza ornamental y, pese a lo grosero del gesto, no conseguí apartar los ojos de ella. El zar, advirtiendo mi interés, se volvió para averiguar qué había captado mi atención.

– ¡Ah! -exclamó, volviéndose de nuevo para sonreírme-. Y ahora has descubierto uno de mis tesoros.

– Lo siento, señor -dije, haciendo un gran esfuerzo para no encogerme de hombros-. Es sólo que… jamás había visto algo tan hermoso.

– Sí, es bonito, ¿verdad? -Tomó con ambas manos el objeto de forma oval y lo depositó en el escritorio, entre ambos-. Acércate un poco, Georgi. Puedes examinarlo más detenidamente si lo deseas.

Acerqué la silla y me incliné. La pieza no medía más de veinte centímetros de altura y quizá la mitad de ancho; era un huevo esmaltado en oro y blanco, adornado con minúsculos retratos, y asentado en un soporte de tres patas con forma de águila sobre una base roja y engastada de gemas.

– Es lo que se conoce como un huevo de Fabergé -explicó el zar-. Es tradición que el artista regale uno cada Pascua a mi familia, un nuevo diseño cada año, con una sorpresa en su interior. Es increíble, ¿no crees?

– Jamás había visto algo semejante -aseguré, ansioso por tender la mano y tocarlo, pero temiendo hacerlo, no fuera a dañarlo de algún modo.

– Éste nos lo regalaron a la zarina y a mí hace dos años, para celebrar el tricentenario del reinado de los Romanov. Verás, los retratos son de los zares anteriores. -Giró un poco el huevo para mostrarme a algunos de sus antepasados-. Miguel Fiódorovich, el primer Romanov. -Señaló a un hombre menudo y arrugado, nada imponente, con un sombrero de pico-. Y éste es Pedro el Grande, de un siglo después. Y Catalina la Grande, otros cincuenta años más tarde. Mi abuelo, del que te he hablado antes, Alejandro II. Y mi padre -añadió, indicando a un hombre casi exacto al que se sentaba ante mí-, Alejandro III.

– Y usted, señor -agregué, señalando el retrato central-. El zar Nicolás II.

– En efecto. -Pareció complacido de que me hubiese fijado en él-. Sólo lamento que no se añadiera un retrato al huevo.

– ¿De quién, señor?

– De mi hijo, por supuesto. El zarévich Alexis. Creo que habría sido bastante adecuado ver su rostro ahí. Un testimonio de nuestras esperanzas en el futuro. -Consideró sus palabras unos segundos antes de proseguir-. Y si hago esto… -Posó la mano en la parte superior del huevo y levantó con cuidado una tapa con bisagras-. Mira qué sorpresa contiene.

Me incliné aún más, de forma que quedé casi tendido sobre el escritorio, y solté un grito ahogado al ver un globo terráqueo en su interior, con los continentes revestidos de oro y los océanos trazados en acero azul fundido.

– El globo está compuesto de dos hemisferios norte. -Por su tono, supe que estaba encantado de tener un público interesado-. Aquí están los territorios de Rusia en mil seiscientos trece, cuando mi antepasado Miguel Fiódorovich subió al trono. Y aquí -añadió, girando el globo-, nuestros territorios trescientos años después, en mi propio reinado. Bastante distintos, como ves.

Moví la cabeza, pues me había quedado sin habla. Los detalles del huevo eran tan hermosos, tan exquisito su diseño, que podría haber permanecido allí sentado todo el día y toda la noche sin cansarme de su belleza. Pero no pudo ser, pues después de contemplar unos instantes más las tierras que gobernaba, el zar volvió a cerrar el huevo y lo dejó en su sitio.

– Bueno, pues aquí estamos. -Juntó las palmas echando un vistazo al reloj de la pared-. Se está haciendo tarde. Quizá debería revelarte el otro motivo por el que quería hablar contigo.

– Por supuesto, señor.

Me observó unos instantes, como si estuviera decidiendo cuáles serían las palabras correctas. Su mirada me penetró de tal forma que me vi obligado a apartar la vista, y mis ojos se toparon con una fotografía enmarcada sobre su escritorio. Él siguió mi mirada.

– Ah. Supongo que ése es tan buen punto de partida como cualquiera. -Cogió la fotografía y me la tendió-. Imagino que conoces a la familia imperial, ¿no?

– Conozco su existencia, desde luego, señor. No he tenido el honor de…

– Las cuatro jóvenes damas de la fotografía -prosiguió, sin prestarme atención- son mis hijas, las grandes duquesas Olga, Tatiana, María y Anastasia. Debo señalar que se están convirtiendo en bellas mujeres. Estoy orgullosísimo de ellas. La mayor, Olga, tiene ahora veinte años. Quizá deberíamos casarla pronto; es una posibilidad. Hay muchos buenos partidos en las familias reales de Europa. Aunque en este momento es imposible. No con esta maldita guerra. Pero creo que pronto lo será, cuando todo haya terminado. Esa que ves ahí, la más joven, es mi amor particular, la gran duquesa Anastasia, que no tardará en cumplir quince años.

Contemplé su rostro en el retrato. Era joven, desde luego, pero yo no le llevaba ni dos años. La reconocí de inmediato. Era la muchacha que había conocido en el puesto de castañas esa misma tarde; la joven dama que había alzado la vista hacia mí y sonreído al bajar del barco una hora antes. La que me había hecho volverme, presa de la confusión, desconcertado ante aquella repentina oleada de pasión.

– Hubo momentos… creo que puedo hacerte esta confidencia, Georgi… en que pensé que nunca me vería bendecido con un varón. Pero, felizmente, la zarina y yo tuvimos a nuestro Alexishará unos once años. Es un buen muchacho. Algún día será un zar estupendo.

Me fijé en el alegre semblante del niño de la fotografía, pero me sorprendió un poco que estuviera tan flaco y luciera unas profundas ojeras.

– No dudo de que lo será, señor.

– Como es natural, muchos miembros de la Guardia Imperial lo protegen a diario -prosiguió, y me pareció que le costaba elegir las palabras, como si no supiera cuánto revelar-. Y cuidan bien de él, por supuesto. Pero he pensado… que quizá podría tener como compañero a alguien de una edad más cercana a la suya. Alguien suficientemente mayor y a su vez valiente, para protegerlo de ser necesario. ¿Cuántos años tienes, Georgi?

– Dieciséis, señor.

– Dieciséis, eso está bien. Un chico de once siempre admirará a un muchacho de tu edad. Creo que podrías ser un buen modelo de comportamiento para él.

Exhalé con nerviosismo. El gran duque me había mencionado algo parecido cuando estaba herido en Kashin, pero yo dudaba que pudiera encomendársele semejante tarea a un mujik. Todo parecía tan por encima de mis expectativas que tuve la certeza de que despertaría en cualquier momento para descubrir que había sido un sueño, y que el zar, el Palacio de Invierno con todas sus glorias, hasta el precioso huevo de Fabergé, se disolverían ante mis ojos y volvería a encontrarme en el suelo de nuestra cabaña en Kashin, con Danil despertándome a patadas, exigiendo el desayuno.

– Sería un honor para mí, señor -respondí al fin-. Si me cree digno de ese puesto.

– Desde luego, el gran duque piensa que lo eres -afirmó él poniéndose en pie, y yo lo imité-. Y a mí me pareces un joven muy respetable. Creo que puedes cumplir bien ese papel.

Nos dirigimos a la puerta, y al hacerlo, el zar me apoyó una imperial mano en el hombro, provocándome una sacudida eléctrica en todo el cuerpo. El zar, el ungido por Dios, me estaba tocando. Era la mayor bendición que había recibido en mi vida. Me apretó con fuerza, y yo me sentí tan sobrecogido y honrado que no me importó el dolor atroz que me recorrió el brazo desde la herida de bala que él oprimía tan despreocupadamente.

– Bueno, ¿puedo confiar en ti, Georgi Danílovich? -quiso saber entonces, mirándome a los ojos.

– Por supuesto, majestad.

– Espero que así sea. -Hubo un dejo de desesperación y desdicha en su voz-. Si vas a asumir esa responsabilidad, hay algo que… Georgi, lo que voy a decirte ahora no debe salir nunca de esta habitación.

– Señor, sea lo que sea, me lo llevaré a la tumba.

Él tragó saliva y titubeó. El silencio se alargó más de un minuto, pero yo ya no me sentía incómodo; tenía más bien la sensación de que era el centro de un gran secreto, de algo que el señor de nuestra tierra iba a confiarme. Pero, para mi decepción, el zar pareció cambiar de opinión, pues, en lugar de confiar en mí, se limitó a apartar la mirada; me soltó el hombro y abrió la puerta que daba al pasillo.

– Quizá no sea éste el momento. Veamos primero qué tal se te da la tarea. Todo lo que te pido es que cuides al máximo de mi hijo. Él es nuestra gran esperanza. Es la esperanza de todos los rusos leales.

– Haré cuanto esté en mi mano por mantenerlo a salvo -aseguré-. Mi vida le pertenece a partir de ahora.

– Es cuanto necesito saber -repuso él, sonriendo un instante antes de cerrarme la puerta en las narices y dejarme de nuevo solo en el pasillo frío y desierto, preguntándome si alguien vendría a buscarme y adónde demonios debía dirigirme.

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