El Neva

El sobre pasó por debajo de mi puerta, y se deslizó tanto por el suelo que casi desapareció bajo la cama. Sólo llevaba escrito mi nombre, «Georgi Danílovich», en elegante cirílico. Era raro que recibiese comunicaciones de esa forma; lo habitual era que el conde Charnetski transmitiese cualquier cambio en las instrucciones de la Guardia Imperial a los oficiales superiores, que a su vez informaban a los hombres a su mando. Sentí curiosidad, pero al abrirlo no encontré más que una dirección y una hora escritas en la tarjeta interior. Ni instrucciones ni indicios de quién mandaba la nota. Tampoco se detallaba por qué se requería mi presencia. Todo el asunto era un misterio que, al principio, atribuí a Anastasia, pero luego recordé que esa noche debía asistir a una cena en casa del príncipe Rogeski con su familia, de modo que difícilmente podría haber organizado un encuentro secreto. Aun así, sentí curiosidad; esa noche estaba libre y me sentía animado, así que fui a los baños y me lavé a fondo, antes de ponerme mi mejor ropa de paisano y salir de palacio para dirigirme al sitio indicado.

La noche era oscura y fría y en las calles se amontonaba la nieve, tanto que me veía obligado a pasar sobre los montículos levantando mucho los pies y avanzando lentamente. Me resultaba imposible pasar por alto los carteles de propaganda pegados en paredes y farolas del centro de la ciudad. Dibujos de Nicolás y Alejandra, imágenes vergonzosas que los acusaban de saqueadores de la patria, tiranos, déspotas. Retratos de la zarina representada como una fulana o una loba: en unos estaba rodeada por un harén de hombres jóvenes y excitados; en otros, tendida boca abajo y semidesnuda ante la lujuriosa mirada del stáretz de ojos oscuros. Los carteles se habían convertido en un rasgo habitual de la ciudad y las autoridades los arrancaban a diario, pero reaparecían con la misma rapidez con que los quitaban. Que te descubrieran en posesión de uno era arriesgarse a la muerte. Me pregunté cómo soportarían los zares verse representados de manera tan obscena cuando pasaban por las calles. Ese hombre que había invertido meses y había sacrificado su salud en liderar al ejército para proteger nuestras fronteras. Esa mujer que acudía al hospital todos los días, a ocuparse de los enfermos y moribundos. La zarina no era una María Antonieta, y su esposo ningún Luis XVI, pero los mujiks parecían considerar el Palacio de Invierno un segundo Versalles, y sentí congoja al preguntarme dónde acabaría toda esa discordia.

La dirección de la tarjeta me condujo a una parte de la ciudad que rara vez visitaba, una de esas curiosas zonas que no albergaba palacios para príncipes ni casuchas para campesinos. Había calles anodinas, pequeñas tiendas, tabernas; nada indicaba que allí sucediera algo que requiriese mi presencia. Me pregunté si la nota iría dirigida a mí. Quizá alguien pretendía colarla bajo la puerta de un tipo involucrado en una de las numerosas sociedades secretas que infestaban la ciudad. Alguien que tuviera que ver con la política. Quizá me estaban conduciendo a una reunión encubierta con el objeto de aumentar la agitación contra los Romanov, y todo el mundo me tomaría por un traidor. Casi consideré dar la vuelta y regresar al palacio, pero antes de que pudiera decidirme, la casa que buscaba apareció ante mí. Observé con cautela la imponente puerta negra, detrás de la cual alguien esperaba mi visita.

Titubeé, sorprendido ante mi propia ansiedad, y golpeé brevemente con los nudillos. Me habían invitado a acudir. La nota iba dirigida a mí. Sin embargo, no hubo respuesta de inmediato, de forma que me quité el guante derecho para llamar más fuerte. Pero en ese preciso instante la puerta se abrió y me vi cara a cara con una figura vestida de oscuro, que se quedó mirándome un momento mientras trataba de identificarme en la penumbra, antes de esbozar una espantosa sonrisa.

– ¡Has venido! -bramó, extendiendo ambas manos para posarlas sobre mis hombros-. ¡Sabía que vendrías! Qué fácil es dirigir a los jóvenes, ¿no crees? Podría haberte dicho que te arrojaras a las profundidades del Moika y ahora yacerías muerto en el lecho del río.

Me retorcí bajo el peso de aquellas manazas y traté de zafarme, sin conseguirlo; el hombre me oprimía con tanta determinación como si estuviese poniendo a prueba sus fuerzas y mi resistencia.

– Padre Grigori -dije, pues era él quien me había abierto la puerta; el monje, el hombre de Dios, el mujik que había convertido en fulana a la emperatriz rusa-. No sabía que la invitación fuese suya.

– ¿Acaso habrías venido más rápido de haberlo sabido? -preguntó con una amplia sonrisa-. ¿O quizá no habrías venido? ¿Qué habrías hecho, Georgi Danílovich? Sin duda no habría sido lo segundo, estoy seguro.

– Me sorprende, eso es todo. -Y era cierto, pues por muy incómodo que me sintiera y por mucho que me repugnara, era imposible no sentirse fascinado a la vez por su persona, pues la suya era una presencia hechizante. Siempre que lo veía, me sumía en un estado cercano a la parálisis. Y no me pasaba sólo a mí. Todo el mundo lo odiaba, pero nadie conseguía apartar la vista de él.

– Has venido, y eso es lo único que importa -concluyó haciéndome pasar-. Entra, que ahí fuera hace frío y no podemos permitir que caigas enfermo. Te presentaré a mis amigos.

– Pero ¿qué hago yo aquí? -quise saber; lo seguí por un pasillo a oscuras hacia la parte trasera de la casa, donde se vislumbraba una habitación iluminada con velas rojas-. ¿Por qué me ha invitado?

– Porque disfruto con la compañía de gente interesante, Georgi Danílovich -exclamó, encantado al parecer con el sonido de su propia voz-. Y a ti te considero una persona muy interesante.

– No sé por qué.

– ¿No? Pues deberías saberlo. -Se detuvo un momento y se volvió para sonreírme, revelando dos hileras de dientes amarillentos-. Me gusta cualquiera que tenga algo que ocultar, y tú, mi joven encanto, estás lleno de secretos, ¿no es así?

Miré sus ojos azul marino y tragué saliva con nerviosismo.

– Yo no tengo secretos -declaré-. Ninguno en absoluto.

– Por supuesto que los tienes. Sólo un zopenco no tiene secretos, y no creo que tú lo seas. Además, todos ocultamos algo. Todos nosotros. Los mejores, nuestros iguales y también aquellos que no han tenido nuestras ventajas. A nadie le gusta revelar su yo auténtico: caeríamos unos sobre otros si lo hiciéramos. Pero tú eres un poco diferente de la mayoría, en eso estoy de acuerdo contigo, pues pareces absolutamente incapaz de ocultar tus secretos. No puedo creer que yo sea el único que se ha dado cuenta. Pero, por favor, no te he traído aquí por eso -añadió, echando a andar de nuevo-. Esta conversación puede esperar. Ven a conocer a mis amigos. Creo que disfrutaréis con la mutua compañía.

Me dije que debía dar la vuelta y marcharme, pero para entonces él había desaparecido en el interior de la habitación de las velas rojas y ninguna fuerza en la tierra podría haberme impedido seguirlo. No sabía qué iba a encontrar cuando cruzara el umbral. Una pandilla de stáretz como él, quizá. O a la zarina. Era imposible adivinarlo. Y por mucho que traté de imaginarlo, la visión que me aguardaba cuando entré fue extraña, inesperada e inmediatamente embriagadora.

La sala estaba llena de sofás bajos -todos tapizados en oscuros tonos de escarlata y púrpura- y dominada por alfombras y tapices caros que parecían salidos de los bazares de Delhi. Repartidas por la estancia, tendidas en los sofás y chaises longues, había unas doce personas, cada una con un atuendo más provocativo que la anterior. Una condesa y antigua amiga íntima de la emperatriz, que se había granjeado su hostilidad tras una problemática visita a Livadia en que osó darle una patada al malévolo terrier de la zarina, Eira. Un príncipe de sangre real. La hija de uno de los más conocidos sodomitas de San Petersburgo. Cuatro o cinco jóvenes, de mi edad o quizá algo mayores, a los que no había visto nunca. Unas cuantas prostitutas. Un muchacho de belleza extraordinaria con el rostro embadurnado de colorete y lápiz de labios. La mayoría estaban semidesnudos, con la camisa abierta, los pies descalzos; otros llevaban tan sólo la ropa interior. Una de las prostitutas, visible a través de la bruma que nublaba la habitación e invadía mis sentidos, provocándome modorra y anhelo de inhalar más, se hallaba en el sofá con la cabeza de un chico en el regazo; él estaba completamente desnudo y le lamía el cuerpo como un gato un platillo de leche. Me quedé mirando aquel cuadro vivo, con los ojos muy abiertos y una mezcla de repugnancia y deseo, la una instándome a salir corriendo, el otro insistiendo en que me quedara.

– ¡Amigos! -bramó el padre Grigori, abriendo los brazos y sumiendo la habitación en el silencio-. Mis más queridos amigos, íntimos y allegados, permitid que os presente a un delicioso joven al que he tenido la suerte de conocer. Georgi Danílovich Yáchmenev, antaño residente en la aldea de Kashin, un mísero agujero en el centro de nuestro bendito país. Mostró gran lealtad hacia la familia real, aunque no, en honor a la verdad, hacia su más antiguo amigo. Ya lleva algún tiempo en San Petersburgo, pero tengo entendido que no ha aprendido a divertirse. Pretendo cambiar eso esta noche.

Sus invitados me miraron con una mezcla de aburrimiento y desinterés, sin dejar de beber de sus copas de vino y dar profundas chupadas a las burbujeantes pipas de cristal que se pasaban unos a otros, y reanudaron su conversación en susurros. Tenían una expresión moribunda, todos y cada uno de ellos. Excepto el padre Grigori; él estaba ferozmente vivo.

– Georgi, ¿no te alegras de que te haya invitado? -me preguntó en voz baja, rodeándome los hombros con el brazo para atraerme hacia sí mientras observaba cómo la mujer y el muchacho empezaban a moverse a ritmo acompasado entre gemidos-. Se está mucho mejor aquí que en ese espantoso palacio, ¿no te parece?

– ¿Qué quiere de mí? -pregunté volviéndome hacia él-. ¿Por qué me ha invitado?

– Pero, mi querido Georgi, si eras tú quien deseaba venir. -Se rió en mi cara como si fuera un imbécil-. Yo no te he cogido de la mano para guiarte por las calles, ¿verdad?

– Yo ignoraba quién había enviado la tarjeta. De haberlo sabido…

– Lo sabías perfectamente, pero no te ha importado -me interrumpió con una sonrisa-. Mentirse a uno mismo es una tontería. Tienes que mentirles a los demás, por supuesto, pero no a ti mismo. Bueno, ven conmigo, mi joven amigo, no te enfades. Toma una copa de vino. Relájate. Déjate entretener. Quizá te guste este sitio, Georgi Danílovich, si olvidas quién crees ser y te comportas como quien realmente quieres ser. ¿O debería llamarte Pasha? ¿Lo preferirías?

Lo miré con los ojos como platos. Hacía mucho tiempo que nadie me llamaba así, e incluso entonces ese apelativo sólo lo usaban en Kashin.

– ¿Cómo conoce ese nombre? ¿Quién se lo ha contado?

– ¡Yo oigo muchas cosas! -exclamó, elevando de pronto la voz, pero ninguno de sus invitados mostró temor o sorpresa-. Oigo las voces de los campesinos, que piden a gritos justicia e igualdad. Oigo llorar por las noches a la matushka sobre el cuerpo de su hijo enfermo. Yo lo oigo todo, Pasha -añadió, con tono lastimero y el rostro contraído muy cerca del mío-. Oigo su respingo cuando se vuelve y ve el vehículo dispuesto a arrollarla, a acabar con su vida. Oigo los gritos de los pecadores en el infierno, implorando que los liberen. Oigo la risa de los salvados cuando nos dan la espalda desde el paraíso. Oigo el retumbar de las botas de los soldados cuando entran en la habitación, listos para disparar, matar, martirizar… -Se interrumpió y ocultó la cara entre las manos-. Y te oigo a ti, Georgi Danílovich Yáchmenev -prosiguió, asiendo mis frías mejillas con dedos cálidos y suaves-. Oigo las cosas que dices, las cosas que intentas desesperadamente no oír.

– ¿Qué cosas? -pregunté con una voz que fue poco más que un murmullo-. ¿Qué digo? ¿Qué es eso que oye?

– Oh, mi querido muchacho -repuso-. Tú dices: «¿Qué ha pasado? ¿Quién ha disparado?»

– Toma, bebe un poco de esto -nos interrumpió una voz a mi derecha, y al girarme vi al príncipe con una copa de vino tinto en la mano.

No se me ocurrió ninguna buena razón para rechazarla, y me la llevé a los labios para apurarla de un solo trago.

– Muy bien -aprobó el padre Grigori sonriendo, y me acarició la mejilla de una forma que me dieron ganas de apretujarme contra su mano y dormir-. Muy bien, Pasha. Ahora, siéntate, ¿quieres? Deja que te presente a mis amigos. Creo que aquí hay algunos que pueden darte placer. -Mientras hablaba, cogió una pipa de un estante y la sostuvo sobre una llama; su mano no pareció notar la quemadura. Luego añadió, tendiéndomela-: Tú también participarás de esto, Georgi. Te relajará. Confía en mí -susurró-. Confías en mí, Pasha, ¿verdad? ¿Confías en tu amigo Grigori?

Sólo había una respuesta posible. Estaba hechizado por todo aquello. Sentí unas manos tendidas desde el sofá que tenía detrás para acariciarme el cuerpo. La prostituta. El muchacho. Invitándome a unirme a ellos en sus juegos. Desde el otro extremo de la sala, la condesa me miraba y se acariciaba los pechos, mostrándolos sin la menor vergüenza. Delante de ella, el príncipe se había dejado caer de rodillas. Los demás jóvenes hablaban en susurros, fumaban y bebían, me observaban y luego apartaban la vista; y sentí que mi cuerpo flotaba como si fuera un estorbo innecesario al tiempo que me dejaba caer, que me fundía con la habitación, me unía al alegre grupo, y cuando mi voz brotó, no me pareció la mía en absoluto, sino el suspiro de otro, de una persona que no conocía y que hablaba desde una tierra distante.

– Sí -contesté-. Sí, confío en usted.


Cuando 1916 se acercaba a su fin, San Petersburgo semejaba un volcán a punto de entrar en erupción, pero el palacio y sus habitantes permanecían felizmente ajenos al malestar que circulaba por las calles, y todos proseguimos con nuestras rutinas y costumbres como si nada anduviese mal. A principios de diciembre, el zar regresó de Stavka durante unas semanas y sobre la familia real pendió una atmósfera de alegría e incluso frivolidad; es decir, hasta la tarde en que el zar descubrió que su adorada hija mantenía una relación ilícita con uno de sus guardias imperiales más leales.

Y entonces pareció que la guerra se hubiese trasladado desde las fronteras alemanas, rusas, bálticas y turcas para concentrar por completo su furia en la primera planta del Palacio de Invierno.

Ni Anastasia ni yo supimos jamás con certeza quién reveló al zar aquel secreto largamente guardado. Se rumoreó que algún entrometido había dejado una nota anónima sobre el escritorio del zar. También se dijo que la zarina se había enterado por una doncella chismosa, que lo había visto con sus propios ojos. La tercera teoría, absolutamente falsa, especulaba con que Alexis había presenciado un beso clandestino y se lo había contado a su padre, aunque yo sé que el niño jamás habría hecho algo así; lo conocía demasiado bien.

La primera noticia que tuve del descubrimiento me llegó una noche en que salía de la habitación del zarévich y oí avecinarse una tormenta pasillo abajo, donde estaba el estudio del zar. En cualquier otra ocasión me habría detenido para escuchar a hurtadillas el motivo de aquel alboroto, pero estaba cansado y hambriento y proseguí mi camino, y entonces me vi repentinamente agarrado del brazo por alguien que me arrastró a un salón y cerró la puerta con llave. Me volví en redondo, asustado, y me encontré cara a cara con mi secuestrador.

– Anastasia -dije, encantado de verla, convencido en mi arrogancia de que, llena de deseo, había esperado allí a que yo pasara-. Esta noche estás aventurera.

– Calla, Georgi -ordenó-. ¿No sabes lo que ha pasado?

– ¿Lo que ha pasado? ¿A quién?

– A María. A María y Serguéi Stasyovich.

Parpadeé y reflexioné. Esa noche estaba muy cansado, mi mente no funcionaba todo lo bien que debería, y no comprendí de inmediato.

– María, mi hermana -explicó al ver que no la entendía-.

Y Serguéi Stasyovich Póliakov.

– ¿Serguéi? -pregunté arqueando una ceja-. Bueno, ¿y qué ocurre con él? Esta noche no lo he visto, si te refieres a eso. ¿No tenía que formar parte del séquito de tu padre esta tarde, para asistir a la catedral de San Pedro y San Pablo?

– Escúchame, Georgi -exclamó Anastasia, impaciente con mi estupidez-. Mi padre ha descubierto lo suyo.

– ¿Lo de María y Serguéi Stasyovich?

– Sí.

– No lo entiendo. ¿Qué ha descubierto? Entre María y Serguéi Stasyovich no hay nada, ¿verdad? -Oí mi propia frase y de pronto lo vi con claridad-. ¡No! -exclamé anonadado-. ¿No querrás decir que…?

– Hace meses que dura.

– Pero no puedo creerlo… -repuse asombrado-. Tu hermana es una gran duquesa de sangre real. Y Serguéi Stasyovich… bueno, es un tipo simpático y apuesto, supongo, para el que aprecie esas cosas, pero difícilmente iba ella a… -Titubeé y decidí no completar la frase. Anastasia enarcó una ceja y, pese a su inquietud, no pudo evitar sonreír un poco, de modo que añadí-: Claro que es posible, tonto de mí.

– Alguien se lo contó a mi padre. Y está furioso. Sencillamente furioso, Georgi. Creo que nunca lo había visto tan enfadado.

– Es sólo que… no puedo creer que Serguéi no me lo contara. Pensaba que éramos amigos. En realidad, es el mejor amigo que tengo aquí. -Al decirlo, de pronto mi mente se llenó de imágenes del último muchacho al que había considerado mi mejor amigo. El chico con el que me había criado desde la infancia. El amigo cuya sangre seguía manchándome las manos.

– Bueno, ¿tú le has contado lo nuestro? -preguntó ella, apartándose para pasearse de aquí para allá, preocupada.

– No, por supuesto que no. Nunca le confiaría una cosa tan íntima.

– Entonces él debe de sentir lo mismo con respecto a ti.

– Supongo -admití, y pese a la hipocresía del asunto, me sentí un poco ofendido-. ¿Y qué me dices de ti? ¿Sabías lo que estaba pasando?

– Desde luego, Georgi -contestó como si la respuesta fuera obvia-. María y yo nos lo contamos todo.

– Pero no me lo habías dicho.

– No; era un secreto.

– No sabía que tuviéramos secretos -murmuré.

– ¿No lo sabías?

– Todos ocultamos algo -musité para mí, apartando la vista un instante. Ella me miró a los ojos con tanta intensidad como el stáretz aquella terrible noche de unas semanas atrás. La asociación, el recuerdo, fue como un cuchillo que me atravesara el corazón, y esbocé una mueca, avergonzado-. ¿Y qué pasa con nosotros? -pregunté por fin, tratando de recobrar la compostura-. ¿Sabe María lo nuestro?

– Sí. Pero te aseguro que no se lo dirá a nadie. Es nuestro secreto.

– Lo de María y Serguéi también era vuestro secreto. Y ha salido a la luz.

– Bueno, no soy yo quien se lo ha dicho a mi padre -puntualizó, enfadada-. Jamás haría una cosa así.

– ¿Y qué me dices de Olga y Tatiana? ¿Sabían ellas lo de María y Serguéi? ¿Saben lo nuestro?

– No. Son cosas de las que María y yo hablamos en la cama. Son los secretos que compartimos sólo la una con la otra.

Asentí con la cabeza, creyéndole. Pese a que había cientos de habitaciones en cada palacio de la familia imperial, las dos hermanas mayores, Olga y Tatiana, siempre compartían una, al igual que María y Anastasia. No era de extrañar que cada par de hermanas tuviese sus propios secretos e intimidades.

– Bueno, ¿y qué ha sucedido? -inquirí, recordando los gritos procedentes del estudio del zar-. ¿Sabes qué está pasando ahí?

– Hace una hora, mi madre ha llevado a María a rastras al estudio de mi padre. Al salir, estaba llorando, histérica. Casi no podía hablar conmigo, Georgi, apenas era capaz de hablar. Ha dicho que van a mandar a Serguéi al exilio en Siberia.

– ¿Siberia? -repetí con un respingo-. Pero no puede ser.

– Se marcha esta noche. Nunca volverán a verse. Y María dice que ha tenido suerte. De haber llegado más lejos la relación, podrían haberlo ejecutado.

Entrecerré los ojos y ella se ruborizó. Pese a que llevábamos unidos mucho tiempo, aún no había habido nada sexual entre nosotros, salvo nuestros románticos besos interminables.

– Han llamado al doctor Féderov -añadió en voz baja, enrojeciendo aún más al mencionar ese nombre.

– ¿Al doctor Féderov? Nunca he visto que lo llamen como no sea para proteger la salud de tu hermano. ¿Para qué lo necesitaban?

– Para examinar a María. Mis padres le ordenaron que averiguara si… si la habían desflorado o no.

Me quedé boquiabierto; me costó imaginar el espanto de la escena. María había cumplido diecisiete años unos meses atrás. Verse sometida a tan humillante examen a manos del viejo Féderov, y con sus padres en la habitación contigua -supuse-, sería una experiencia tan horrible que me resultó insoportable pensar en ella.

– ¿Y estaba…? -empecé, titubeante.

– Es inocente -afirmó Anastasia con una mirada feroz, decidida a no apartar los ojos de los míos.

Asentí y pensé un poco en todo aquello antes de consultar el reloj.

– Y Serguéi… ¿dónde está? ¿Se ha marchado ya?

– Creo que sí… No estoy segura, Georgi, pero no puedes ir en su busca. No será bueno para ti que te vean mostrándole compasión.

– Pero es mi amigo -dije, posando una mano en el picaporte de la puerta-. Tengo que hacerlo.

– No es tan amigo tuyo si no te contó lo que estaba ocurriendo.

– Eso no importa. Ahora mismo lo estará pasando mal. No puedo dejar que se vaya sin hablar con él. Traicioné a un amigo una vez, y apenas puedo sobrellevar esa vergüenza. No lo repetiré, no importa lo que me digas.

Anastasia se quedó mirándome como si fuera a protestar, pero supo reconocer una determinación como la suya en mi rostro y finalmente asintió, aunque con expresión de ansiedad.

– Debemos tener cuidado a partir de ahora -dijo cuando yo iba a abrir la puerta-. No soportaría que nos descubrieran. Que te enviaran lejos de mí… Nadie puede saberlo nunca.

Fui hacia ella y la estreché en mis brazos; ella se echó a llorar, en parte por nosotros, supuse, y en parte por el corazón destrozado de su hermana.

– Nadie lo sabrá -aseguré, aunque preocupado porque ya había alguien que lo sabía.

Encontré a Serguéi Stasyovich justo cuando abandonaba el palacio custodiado por dos jóvenes oficiales, amigos suyos y míos, con quienes nos habíamos emborrachado muchas noches de permiso. Parecían muy desdichados con la tarea que les habían encomendado. Les rogué que me dejaran unos minutos a solas con él y accedieron, alejándose un poco para que pudiéramos despedirnos.

– No puedo creerlo, Serguéi.

Observé su rostro cansado y triste; su expresión era angustiada, como si tampoco él acabase de creer los acontecimientos de las últimas horas.

– Pues ya ves, Georgi -respondió con una sonrisa.

– Pero ¿de verdad tienes que irte? -Eché un vistazo a nuestros amigos, sus guardias-. ¿No te dejarán libre en algún sitio por el camino? Podrías ir a cualquier parte y empezar una nueva vida.

– No pueden hacerlo -explicó encogiéndose de hombros-. Con eso pondrían en peligro sus vidas. Habrá alguien al final del camino para recibirme y escribirle al zar. Es lo que les han ordenado. Y yo tampoco puedo desobedecer. Siento tener que decirte adiós, Georgi -añadió, y la voz le flaqueó un poco, tan triste es taba-. No sé si he sido un buen amigo para ti…

– O yo para ti.

– Quizá los dos teníamos los pensamientos en otro sitio, ¿verdad? -Me sonrió y yo palidecí. Él sabía lo mío, por supuesto. El lo sabía y yo no había sido lo bastante astuto para adivinar lo suyo-. Pero ten mucho cuidado -agregó bajando la voz y mirando alrededor con nerviosismo-. Esperará el momento apropiado. Y acabará contigo, como ha hecho conmigo.

Fruncí el entrecejo.

– ¿Quién?

– ¡Rasputín! -siseó, dándome un gran abrazo-. El autor de mis desdichas. Rasputín lo sabe todo, Georgi -me susurró al oído-. Trata a todos como si no fuéramos más que fichas en sus juegos interminables. Desde el zar y la zarina hasta la gente más insignificante como nosotros. Ha jugado conmigo durante meses.

– ¿De qué forma? -pregunté cuando nos separamos.

Sacudió la cabeza y soltó una risa amarga.

– No importa cómo. Me avergüenza pensar en ello. Pero no es un hombre al que te convenga revelar tus secretos. Creo que ni siquiera es un hombre. Es un demonio. Debería haberlo matado cuando tuve la oportunidad.

– Pero no podrías haber hecho semejante cosa -repuse, atónito-. No sin un motivo.

– ¿Y por qué no? ¿Qué va a ser ahora de mi vida sin ella? ¿Qué va a ser de la suya sin mí? Rasputín está ahí arriba ahora mismo, riéndose de los dos. En mi estupidez, creí que no nos traicionaría si… si…

– ¿Si qué, Serguéi?

– Si hacía lo que él me pidiera. Debería haberlo matado, Georgi. Haberle rebanado el cuello de oreja a oreja.

Alcé la mirada hacia las ventanas de palacio, casi esperando captar la sombra oscura que había visto allí en más de una ocasión, pero no había ni rastro del padre Grigori. Deseé poder ver la nota que le había dejado al zar, examinar el sobre, el papel, la letra. La imaginaba con claridad.

Aquella perfecta letra en cirílico.

– Debo irme -suspiró Serguéi mirando a los guardias, que traían consigo tres caballos-. No volveremos a vernos. Pero piensa en lo que te he dicho. Mi vida está acabada. La mía y la de María. Pero la tuya y la de Anastasia… aún os queda tiempo.

Abrí la boca dispuesto a protestar, pero como ignoraba a qué se refería, no dije nada y me limité a observar cómo se alejaba cabalgando del palacio hacia su desesperante futuro.

El padre Grigori. El monje. El stáretz. Rasputín. Llámenlo como quieran. Su mano estaba en ese asunto, desde luego que sí. Había manipulado a Serguéi, a saber de qué formas. Y finalmente mi amigo había dicho que no y se había vuelto contra él. Y ésa era su recompensa.

Yo había intentado, sin éxito, apartar de mi mente los sucesos de aquella noche. Lo cierto es que recordaba bien poco. El alcohol. Las drogas. Las pociones que Rasputín me dio. Los otros intérpretes de su cuadro vivo. Ni siquiera recordaba todo lo que había hecho, excepto que me avergonzaba de ello, que lo lamentaba, que deseaba fervientemente no haber recogido aquel sobre del suelo de mi dormitorio.

Lo único importante ahora era Anastasia. No podía permitir que el monje nos hiciera lo mismo que les había hecho a Serguéi y María. No podía permitir que nos separara. Así pues, lo admito, lo confieso ahora, de una vez por todas: me convertí en el hombre que nunca creí llegar a ser. Decidí que él no nos destruiría.


Encontrar enemigos del padre Grigori no fue difícil: los tenía a cientos. Su influencia sobre todos los sectores de la sociedad era extraordinaria. Durante los años que llevaba en San Petersburgo, se había hecho con el poder suficiente para privar de su cargo tanto a ministros como a primeros ministros. Su lujuria incontrolable lo había situado en el centro de incontables rupturas matrimoniales. Se había granjeado la enemistad de las clases dirigentes por volver al pueblo contra la autocracia, pues mientras que las grandes damas de la sociedad, incluida la mismísima zarina, estaban bajo su hipnótico y seductor control, no sucedía lo mismo con los mujiks de los pueblos y aldeas de Rusia.

Lo increíble no era que hubiese tanta gente deseando matarlo, sino que aún siguiese con vida.

Los días posteriores al descubrimiento de la aventura de María y Serguéi Stasyovich estuvieron llenos de angustia. Me volví medio loco de inquietud ante la posibilidad de que el stáretz encontrara un motivo para informar al zar de mi relación con la menor de sus hijas. Además, me entristecía la pérdida de mi amigo y me preocupaba Anastasia, que atendía a su desolada y deshonrada hermana y parecía estar sufriendo igual que ella.

Se me antojó imposible continuar con aquella existencia, constantemente aterrorizado ante cualquier llamada a mi puerta, temeroso de recorrer los pasillos de palacio, no fuera a tropezar con mi torturador. Así pues, unos días después del exilio de Serguéi, y sin pararme a considerar las consecuencias de mis actos, fui a la armería, cogí una pistola de los estantes y esperé a que oscureciera para dirigirme a la casa que había visitado no hacía ni tres semanas, la noche en que me degradé para el placer del stáretz. Me inquietaba que me vieran, de modo que me disfracé bien, con un pesado abrigo que había comprado en un puesto la noche anterior, sombrero y bufanda. Nadie me habría reconocido ni me habría tomado por otra cosa que por un ajetreado comerciante que recorría a toda prisa las calles con el único objetivo de llegar a casa y refugiarse del frío. Incluso caminar por esas calles otra vez y el sonido de mi mano golpeando el marco de madera negra me llenaron de vergüenza y remordimiento; sentí náuseas ante el recuerdo de lo que había hecho y tan desesperadamente había tratado de olvidar. Había perdido la inocencia y ya no sabía si era digno siquiera del amor de Anastasia.

Me temblaban las manos, no sólo por el gélido aire sino también de temor ante lo que planeaba hacer, y aferré la pistola que llevaba oculta en el abrigo mientras esperaba a que apareciese mi enemigo. Me pregunté si le dispararía ahí mismo. Si le permitiría rezar una última plegaria, pedir perdón, suplicarle al dios que venerase, como él había hecho que tantos le suplicaran.

Capté unas pisadas cada vez más audibles en el interior y el corazón me palpitó con furia; los dedos sudorosos se me pegaban al gatillo de la pistola, y me dije que, si iba a hacerlo, tenía que ser en cuanto lo viese, antes de que él advirtiera mis intenciones y me engatusara para que tuviera piedad de él. Sin embargo, para mi sorpresa, no fue él quien abrió la puerta, sino la prostituta de cuyos placeres yo había disfrutado unas semanas antes. Su rostro lucía una expresión ausente y al principio no me reconoció; supuse que estaba borracha o que había perdido la razón por culpa de Dios sabía qué brebaje.

– ¿Dónde está? -pregunté con tono profundo y amenazador, decidido a llevar a cabo mi propósito.

– ¿Dónde está quién? -quiso saber, impasible ante mi aspecto o mi determinación. Yo sólo era uno más de los muchos que el stáretz había llevado allí. Docenas, probablemente. Centenares.

– Ya sabes quién. El monje. Ese al que llaman Rasputín.

– No está aquí -contestó con un suspiro; se encogió de hombros, soltó una carcajada ebria y añadió con tono soñoliento-: Me ha dejado sola.

– ¿Dónde está? -espeté, sacudiéndola por los hombros; ella se enfadó y me miró con odio, pero luego lo pensó mejor y sonrió.

– El príncipe ha venido a buscarlo -explicó.

– ¿El príncipe? ¿Qué príncipe? ¡Dime su nombre!

– Yusúpov. Hace varias horas. No sé adónde han ido.

– Por supuesto que lo sabes -repuse, apretando el puño y mostrándoselo sin tapujos-. Dime adónde han ido o juro que te…

– No lo sé -espetó-. No me lo han dicho. Podrían estar en cualquier parte. -Y agregó con tono burlón-: De todos modos, ¿qué vas a hacer, Pasha? ¿Crees que puedes hacerme daño? ¿De verdad quieres hacérmelo?

Me quedé mirándola, impresionado porque me hubiese reconocido, pero no dije nada; me limité a girar en redondo para no tener que verla.

– El palacio de Moika -mascullé, recordando dónde vivía Félix Yusúpov.

Era el lugar más probable; al fin y al cabo, el Moika tenía muy mala fama por sus fiestas y su depravación. Era un sitio donde el padre Grigori se sentiría como en casa. Miré a la fulana una última vez, y ella volvió a provocarme, pero no escuché sus palabras, pues me alejé en dirección al río.

Fui hasta la ribera del Moika y lo crucé en Gorojovaya Ulitsa, pasando ante las brillantes luces del palacio de Marinski de camino a la casa de Yusúpov. El río estaba congelado, y los muros de las orillas comprimían y resquebrajaban el hielo, que se elevaba aquí y allá en grandes capuchones de blancas cumbres; visto desde arriba semejaba una cordillera nevada. No me topé con un alma en la larga y gélida caminata; mucho mejor, pues mis actos sólo podrían resultar en mi propia muerte, en particular si la zarina se enteraba. Muchos me aplaudirían por lo que pretendía hacer, por supuesto, pero formarían una mayoría silenciosa y nada inclinada a apoyarme si me llevaban a juicio. Y si me declaraban culpable, terminaría mi historia como la última víctima de Rasputín, colgado de un árbol en los bosques de las afueras de San Petersburgo.

Finalmente, el palacio Moika se alzó ante mí. Me alegró ver que no había guardias patrullando alrededor. Diez o quince años antes, habría habido docenas desfilando en el patio, pero ya no. Era un indicio de hasta dónde llegaba el declive de las clases dirigentes. Se decía que los propios palacios no durarían ni un año más. Entretanto, los ricos seguían con su depravada vida, bebiendo vino, atiborrándose de carne y sodomizando a sus fulanas. Su fin se acercaba y lo sabían, pero estaban demasiado ebrios para preocuparse.

Me dirigí a la parte posterior del palacio, e iba a intentar abrir una de las puertas cuando oí un disparo en el interior. Asustado, me quedé allí como si me hubiese convertido en piedra. ¿Había sido realmente un disparo o imaginaba cosas? Tragué saliva con nerviosismo y miré alrededor, pero no había nadie a la vista. Oí voces que gritaban y reían dentro del edificio, luego que alguien pedía silencio, y después, para mi espanto, otro disparo. Y otro. Y otro más. Cuatro en total. Miré alrededor, y justo en ese momento me iluminó una súbita luz al abrirse la puerta; un hombre se arrojó sobre mí para rodearme el cuello con un brazo y pegarme la hoja de un cuchillo a la garganta.

– ¿Quién eres? -siseó-. Dímelo rápido o morirás.

– Un amigo -balbucí sin moverme lo más mínimo, no fuera a clavárseme el cuchillo.

– ¿Un amigo? -repitió-. Ni siquiera sabes con quién estás hablando.

– Soy… -Titubeé. ¿Debería identificarme como un hombro del zar? ¿O como un amigo de Rasputín? ¿Como un enemigo, quizá? ¿Cómo saber de quién era el cuerpo que controlaba ese brazo?

– ¡Dimitri, no! -ordenó una segunda voz, y otro hombre emergió del palacio; lo reconocí de inmediato: era el príncipe Félix Yusúpov-. Deja que se vaya. Conozco a ese chico.

Aunque me soltaron, me quedé donde estaba, palpándome el cuello en busca de heridas, pero estaba ileso.

– ¿Qué haces aquí? -me preguntó el príncipe-. Te conozco, ¿verdad? Eres el guardaespaldas del zarévich.

– Georgi Danílovich.

– Bueno, ¿y qué quieres? Es tarde. ¿Te ha enviado el zar?

– No -me apresuré a responder-. No me manda nadie. He venido por voluntad propia.

– Pero ¿por qué? ¿A quién andas buscando?

El hombre que me sujetaba un momento antes se plantó ante mí, y yo le dirigí una mirada asesina. Lo había visto unas cuantas veces; era un tipo alto y de aspecto desdichado. Un gran duque, supongo, o quizá un conde. Me miró con furia, desafiante.

– Contesta -espetó-. ¿A quién buscabas?

– Al stáretz. He ido a buscarlo a su casa y no estaba. Pensé que podía estar aquí.

El príncipe Yusúpov me miró sorprendido.

– ¿A Rasputín? ¿Y para qué lo buscas?

– Para matarlo -exclamé, sin importarme ya quién lo supiera. No estaba dispuesto a seguir siendo un títere en sus malditos juegos-. He venido a asesinarlo, y lo haré, aunque tenga que matarlos a ustedes primero.

El príncipe y su acompañante intercambiaron miradas, y se volvieron hacia mí antes de echarse a reír. Tuve ganas de dispararles a los dos allí mismo. ¿Por quién me habían tomado, por un niño con una pataleta? Estaba allí para matar al stáretz, y por nada del mundo iba a irme sin hacerlo.

– ¿Y por qué, Georgi Danílovich, quieres hacer algo así? -preguntó Yusúpov.

– Porque es un monstruo. Porque, si no es aniquilado, todos los demás lo seremos.

– Todos los demás seremos aniquilados igualmente -replicó con una sonrisa desafecta-. Nadie puede evitarlo. Pero, con respecto al monje loco… bueno, me temo que llegas tarde.

No supe si sentir alivio o consternación.

– ¿Se ha ido? -pregunté; lo imaginé huyendo por las calles de vuelta a los brazos de sus fulanas.

– Oh, sí.

– Pero ¿ha estado aquí?

– Así es. Lo he traído aquí esta noche. Le he dado vino. Le he ofrecido pasteles. Los había rociado con el cianuro suficiente para matar a una docena de hombres, no digamos ya a un apestoso mujik de Pokróvskoie.

Lo miré con los ojos muy abiertos.

– Entonces… ¿está muerto? -pregunté, atónito-. ¿Ya lo han matado?

Ambos hombres intercambiaron otra mirada y se encogieron de hombros, casi excusándose.

– Lo lógico sería pensar que sí -contestó Yusúpov con una sonrisa. No se comportaba como alguien que hubiese cometido un asesinato, y me pregunté si él también estaría borracho o habría perdido el juicio-. Pero no le ha hecho efecto. Verás, es que Rasputín no es humano -añadió, como si se tratara de un dato obvio, algo que toda persona civilizada conocía-. Es una criatura del demonio. El cianuro no lo ha matado.

– ¿Qué lo ha matado, entonces? -pregunté, y un escalofrío me recorrió las venas.

– Esto -respondió el príncipe sonriendo, y sacó de la túnica una pistola cuyo cañón aún humeaba.

Recordé los disparos que casi me habían impulsado a alejarme del Moika no hacía ni diez minutos.

– Le ha disparado… -declaré simplemente, estremecido ante esas palabras pese a que también era ésa mi intención.

– Por supuesto. Te lo enseñaré, si quieres.

Entré tras él en el palacio y recorrimos una corta distancia hasta un pasillo oscuro, iluminado tan sólo a ambos lados por altas velas blancas. En el centro, boca arriba, yacía la inconfundible figura del padre Grigori, con la capa negra desparramada alrededor, los brazos extendidos como una caricatura y las hebras de su largo y sucio cabello sobre el suelo de mármol.

– He decidido que, si el veneno no funcionaba, las balas sí funcionarían -dijo el príncipe cuando me acerqué al cuerpo para observarlo-. Le he metido una en el pecho, dos en los riñones y otra más en el estómago. Debería haberlo hecho alguien hace años. Quizá así no estaríamos ahora metidos en todo este desastre.

Yo apenas lo escuchaba, sino que miraba fijamente el cuerpo. Me alegraba que otra persona hubiese hecho aquello por mí, y me pregunté un instante si yo habría tenido la fortaleza suficiente para cometer un crimen tan horrendo. Sin embargo, no sentí gozo ni satisfacción porque Rasputín ya no estuviera vivo, sólo náusea y repugnancia, y comprendí que no deseaba otra cosa que estar a salvo en mi cama de palacio durante todo el tiempo que me quedase. No; puestos a elegir, habría preferido hallarme en los brazos de mi amada, mi Anastasia, pero por el momento eso era imposible.

– Me alegro de que lo haya hecho -le dije al príncipe, volviéndome para tranquilizarlo, no fuera a matarme a mí también por conocer el crimen-. Rasputín merecía todo lo que…

No llegué a acabar la frase, pues en ese momento brotó un sonido del cuerpo del padre Grigori, quien abrió los ojos desmesuradamente, se echó a reír y luego emitió un alarido que fue más animal que humano. Yo solté un grito ahogado cuando su boca esbozó una espantosa sonrisa y sus labios revelaron los dientes amarillentos y la lengua oscura. Sentí deseos de gritar o echar a correr, pero no pude hacerlo. Al cabo de un segundo, el príncipe le descerrajó un tiro en el corazón. El cuerpo dio un brinco y volvió a derrumbarse, desmadejado.

Ahora sí estaba muerto.


Antes de que pasara una hora, había desaparecido. Entre los tres lo llevamos hasta la ribera del Neva y lo arrojamos al agua. Se hundió con rapidez, mirándonos con su horrible rostro mientras descendía a las negras profundidades; cuando lo vimos por última vez aún tenía los ojos abiertos.

Esa noche fue una de las más frías que recuerdo, y el río estuvo congelado durante más de una semana.

Cuando empezó a deshelarse un poco y se descubrió el cuerpo de Rasputín, tenía los dedos crispados como garras y las uñas blancas de virutas de hielo. Había tratado de salir. Todavía no estaba muerto cuando cayó al agua. Había arañado la gruesa capa de hielo, quién sabía durante cuánto tiempo. El cianuro no lo había matado, ni cinco balas del príncipe, ni ahogarse. Nada de eso había funcionado.

No sé qué se lo llevó al final. Lo único que importaba era que ya no estaba.

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