Llevaba varios días con la extraña sensación de que me seguía alguien. Al salir del palacio para dar un paseo por el Moika al atardecer, titubeaba, me detenía y me volvía para examinar a la gente que pasaba caminando, convencido de que una de esas personas me observaba. Era una sensación curiosa e inquietante, que al principio atribuí a la paranoia que me había provocado el cambio en mis circunstancias.
Por entonces me sentía tan feliz con mi nuevo puesto con la familia imperial que apenas podía recordar mi pasado sin temer regresar a él. Cuando pensaba en mi hogar me remordía la conciencia, pero rechazaba ese sentimiento y me lo quitaba rápidamente de la cabeza.
Sin embargo, no estaba pensando en Kashin cuando éste se manifestó una vez más delante de mí. Estaba pensando en la gran duquesa Anastasia, en los momentos que nos encontrábamos en los oscuros pasillos, cuando podía llevármela a una de las muchas habitaciones vacías del palacio para besarla y abrazarla, para confiar en que surgiera una intimidad mayor con que saciar mi lujuria adolescente. La noche anterior había perdido el control, y le cogí la mano mientras nos abrazábamos para deslizaría despacio por mi blusón, descendiendo hacia el cinturón, con el corazón desbocado de deseo, previendo el instante en que ella se apartaría y diría: «No, Georgi… no podemos… no podemos…»
Iba tan absorto en esos pensamientos y con un deseo tan urgente de regresar cuanto antes a la soledad de mi habitación, que apenas miré a la joven envuelta en un grueso chal que estaba de pie junto al Almirantazgo. Dijo algo, una frase que el viento me impidió oír, y en mi egoísmo le contesté con irritación que no tenía dinero para darle y que si buscaba alimento y cobijo, debería dirigirse a uno de los comedores de beneficencia que había en San Petersburgo.
Para mi sorpresa, corrió tras de mí, y me volví en redondo justo cuando me agarraba del brazo, preguntándome si de verdad pensaba que podía robarme el poco dinero que llevaba; ni siquiera entonces la reconocí, hasta que pronunció mi nombre.
– Georgi.
– ¡Asya! -exclamé atónito, encantado al principio, contemplando a mi hermana como si fuese una aparición y no una persona de carne y hueso-. No puedo creerlo. ¿De verdad eres tú?
– Sí -contestó, y las lágrimas afloraron a sus ojos-. Por fin te he encontrado.
– Estás aquí -dije sacudiendo la cabeza-. ¡Aquí, en San Petersburgo!
– Donde siempre he querido estar.
La abracé, y entonces pensé algo que me produjo mucha vergüenza: «¿Qué está haciendo aquí? ¿Qué quiere de mí?»
– Ven -dije, indicándole con un ademán el abrigo que ofrecía la columnata-. Resguárdate del frío, que pareces helada. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
– No mucho. -Se sentó a mi lado en un banco de piedra protegido del ruidoso viento, donde nos oíamos mejor-. Unos días, nada más.
– ¿Unos días? -repetí sorprendido-. ¿Y sólo ahora acudes a mí?
– No sabía cómo abordarte, Georgi. Cada vez que te veía, estabas con otros soldados y temía interrumpir. Sabía que tarde o temprano te encontraría solo.
Asentí con la cabeza, recordando la molesta sensación de ser observado.
– Ya veo. Bueno, pues ya me has encontrado.
– Por fin -dijo con una sonrisa-. Y qué buen aspecto tienes. Se nota que comes.
– Pero también hago ejercicio -me apresuré a aclarar-. Mi trabajo aquí no se acaba nunca.
– Lo que quiero decir es que se te ve sano. La vida en palacio te sienta bien.
Me encogí de hombros y miré hacia la plaza y la columna de Alejandro, unas de mis primeras imágenes de aquel nuevo mundo, consciente de que mi hermana estaba muy delgada y pálida.
– Casi me desmayé la primera vez que lo vi -dijo, siguiendo mi mirada.
– ¿El palacio?
– Es precioso, Georgi. Jamás había visto nada semejante.
Asentí, pero procuré no parecer impresionado. Quería darle la sensación de que yo pertenecía a ese lugar, que mi vida entera me había conducido hasta allí.
– Es un hogar como cualquier otro.
– ¡Qué va!
– Quiero decir desde dentro, cuando estás con la familia; ellos lo consideran su hogar. Uno se acostumbra enseguida a todos esos lujos -mentí.
– ¿Ya los has conocido?
– ¿A quiénes?
– A sus majestades.
Me eché a reír.
– Pero, Asya, si los veo todos los días. Soy el compañero del zarévich Alexis. Ya sabes que ése fue el motivo de que me trajeran aquí.
Asintió con la cabeza y pareció no saber muy bien qué decir.
– Es sólo que… no creía que fuera cierto.
– Bueno, pues lo es -repuse con irritación-. De todos modos, ¿por qué estás aquí?
– Georgi…
– Lo siento. -Lamenté mi tono desagradable, y me asombró desear que se marchara. Era como si creyese que había venido para llevarme a casa. Ella representaba una parte de mi vida ya concluida, un tiempo que deseaba no sólo superar, sino olvidar por completo-. Sólo quería saber qué buena fortuna te ha traído a esta ciudad.
– Ninguna, todavía. Verás, es que no soportaba estar en Kashin sin ti. No soportaba que me hubieses dejado allí. Así que vine aquí creyendo… creyendo que a lo mejor podrías ayudarme.
– Por supuesto -respondí con nerviosismo-. Pero ¿cómo? ¿Qué puedo hacer por ti?
– He pensado que quizá… bueno, deben de necesitar criadas en el palacio. A lo mejor hay trabajo para mí. Si hablas con alguien…
– Sí, sí -dije, frunciendo el entrecejo-. Estoy seguro de que lo hay. Podría intentar averiguarlo. -Reflexioné al respecto, preguntándome a quién consultar. Imaginé a mi hermana con uniforme de criada, y por un instante me pareció buena idea. Allí podría colmar sus aspiraciones tanto como yo. Y yo tendría una persona amiga; no una cuyo respeto ansiara, como Serguéi Stasyovich. No una persona cuyo afecto deseara, como Anastasia-. ¿Dónde te alojas, por cierto?
– Encontré una habitación. No es gran cosa, y no puedo permitirme quedarme mucho tiempo. ¿Crees que podrías averiguarlo por mí, Georgi? Podríamos volver a encontrarnos. Aquí mismo, quizá.
Moví afirmativamente la cabeza y sentí la repentina necesidad de librarme de ella, de volver al mundo irreal de palacio en lugar de estar allí, conversando con el pasado. Me odié por mi egoísmo pero fui incapaz de vencerlo.
– Dentro de una semana, entonces -dije, levantándome-. Dentro de una semana a partir de hoy, a la misma hora. Vuelve aquí y tendré una respuesta para ti. Desearía poder quedarme más rato, pero mis obligaciones…
– Por supuesto -contestó, y pareció triste-. Pero ¿y esta misma noche, más tarde? Podría regresar y…
– Imposible. La semana que viene sí. Te lo prometo. Te veré entonces.
Asintió con la cabeza y me abrazó una vez más.
– Gracias, Georgi. Sabía que no me fallarías. Sólo me queda eso o volverme a casa. No tengo otro sitio al que ir. Harás lo que puedas, ¿verdad?
– Sí, sí. Ahora tengo que irme. Hasta la semana que viene, hermana.
Dicho eso, me apresuré a cruzar la plaza en dirección al palacio, maldiciendo a Asya por haber venido, trayendo consigo el pasado a un lugar al que no pertenecía. Sin embargo, cuando llegué a mi habitación sentía más ternura hacia ella, y resolví que a la mañana siguiente haría lo posible por ayudarla. Pero cuando cerré la puerta, Asya ya se había borrado de mis pensamientos, que volvían a centrarse en la única muchacha cuya existencia me importaba.
De las tres principales residencias imperiales -el Palacio de Invierno en San Petersburgo, la ciudadela en lo alto del acantilado en Livadia y el palacio de Alejandro en Zárskoie Selo-, la última era mi favorita. Una villa real entera situada a unos veinticinco kilómetros de la capital, adonde la corte viajaba en tren con regularidad; despacio, por supuesto, para no sufrir sacudidas repentinas que pudiesen ocasionar otro episodio de hemofilia al zarévich.
A diferencia de San Petersburgo, donde estaba acuartelado en una angosta celda en un pasillo poblado por otros miembros de la Guardia Imperial, en Zárskoie Selo tenía un minúsculo alojamiento cerca del dormitorio del zarévich, dominado a su vez por un gran kiot sobre el que su madre había dispuesto una cantidad extraordinaria de iconos religiosos.
– Dios santo -dijo Serguéi Stasyovich, asomando la cabeza una noche al pasar por el pasillo-. Bueno, Georgi Danílovich, de modo que aquí es donde te han metido, ¿eh?
– Por el momento -contesté, avergonzado de que me encontrara tendido en la cama, medio dormido, cuando el resto de la casa estaba en plena actividad. El propio Serguéi tenía las mejillas sonrosadas y se lo veía lleno de energía; cuando le pregunté dónde había pasado la tarde, sacudió la cabeza y apartó la vista para observar las paredes y el techo como si contuvieran asuntos de gran importancia.
– En ningún sitio -respondió con desgana-. He dado una vuelta por ahí, eso es todo. Un paseo hasta el palacio de Catalina.
– Deberías habérmelo dicho -lamenté, pues era lo más parecido a un amigo que tenía y había momentos en que pensaba que podía confiarle mis secretos-. Te habría acompañado. ¿Has ido solo?
– Sí. -Y al cabo de un instante rectificó-: No. Bueno, sí, he ido solo. ¿Importa acaso?
– No, claro que no importa -repuse, sorprendido-. Sólo me preguntaba…
– Tienes suerte de que te hayan dado esta habitación -interrumpió, cambiando de tema.
– ¿Suerte? Es tan pequeña que creo que en el pasado era un armario para las escobas.
– ¿Pequeña? -repitió con una risotada-. No te quejes. En uno de los grandes dormitorios de la primera planta estamos hacinados veinte de nosotros. Intenta dormir allí una noche con todo el mundo tosiendo, tirándose pedos y llamando a sus novias en sueños.
Sonreí y me encogí de hombros, contento de no tener que unirme a los guardias en ese ambiente. Mi habitación apenas tenía espacio para un catre y una mesilla con una jarra y una jofaina para lavarme, pero Alexis y yo estábamos muy unidos para entonces y a él le gustaba tenerme cerca, de modo que el zar decretó que así fuera, y así era por tanto.
La zarina Alejandra parecía menos contenta con la solución. Desde el incidente en Moguiliov, cuando Alexis se hizo daño al caer del árbol, yo no contaba con el favor de la emperatriz. Ella se cruzaba conmigo en los pasillos sin dirigirme la palabra, incluso si le hacía una profunda y humilde reverencia. Cuando entraba en una habitación en que estábamos su hijo y yo, me ninguneaba por completo y sólo hablaba con Alexis. Eso no era raro, pues quienes no fuesen parientes o miembros de una familia ilustre eran invisibles para ella, pero la forma en que sus labios esbozaban una leve mueca cuando me hallaba cerca revelaba hasta dónde llegaba su desprecio. Creo que le habría encantado que me despidieran del servicio a la familia imperial y me mandaran de vuelta a Kashin -o más allá quizá, al exilio en Siberia-, pero el zar seguía apoyándome y logré conservar mi puesto. De no haber sido por la fe que él tenía en mí, mi vida podría haber tomado un rumbo muy distinto.
Transcurrieron tres noches antes de que volviera a tener compañía en mi cuarto, pero en esa ocasión mi visitante no fue tan bienvenido como Serguéi Stasyovich. Me disponía a dormir cuando alguien llamó a la puerta, tan suavemente que al principio no lo oí. Cuando llamaron de nuevo fruncí el entrecejo, preguntándome quién querría algo de mí a esas horas. No podía ser Alexis, pues nunca se molestaba en llamar. Quizá… Casi no pude respirar al pensar si sería Anastasia. Me senté en la cama, tragué saliva con nerviosismo y fui a abrir. Me asomé con cautela a la oscuridad del pasillo.
Al principio me pareció que mis oídos me habían engañado y que allí fuera no había nadie. Pero entonces, cuando estaba a punto de cerrar otra vez, un hombre salió de las sombras, un hombre de largo cabello oscuro y una túnica negra que se fundía en la penumbra, de manera que por un instante sólo fue visible el blanco de sus ojos.
– Buenas noches, Georgi Danílovich -saludó con voz clara, mostrando unos dientes amarillentos en lo que semejó una sonrisa.
– Padre Grigori -contesté, pues, aunque nunca había hablado con él, había advertido su presencia en muchas ocasiones, entrando y saliendo de los aposentos de la zarina. Lo había visto aquella primera noche en el Palacio de Invierno entonando una bendición sobre la cabeza de la emperatriz, y al mirarme me atrapó en el terror que irradiaban sus ojos.
– Confío en que no sea demasiado tarde para venir a verte.
– Estaba en la cama -dije, consciente de pronto de que había abierto la puerta ataviado tan sólo con el jubón holgado y los calzones que constituían mi pijama-. Quizá pueda esperar a mañana, ¿no?
– Creo que no -contestó sonriendo aún más, como si fuera una broma estupenda, y dio un paso adelante, no empujándome exactamente pero sí haciendo ademán de entrar, de modo que tuve que apartarme para permitírselo.
Se quedó de espaldas a mí, inmóvil mientras observaba mi cama, antes de mirar la estrecha ventana que daba al patio y permanecer ahí como si se hubiese vuelto de piedra. Sólo se giró hacia mí cuando hube cerrado la puerta y encendido una vela, pero su luz parpadeante era tan tenue que no pude distinguirlo mucho mejor.
– Me sorprende verlo aquí -dije, decidido a no parecer intimidado, pese a que su presencia resultaba amenazadora-. ¿Hay algún mensaje del zarévich?
– No; y si lo hubiera, ¿crees que te lo traería yo? -repuso, mirándome despacio de arriba abajo. Empecé a sentirme cohibido en ropa interior y cogí los pantalones, que me puse mientras él seguía observándome, sin apartar la mirada en ningún momento-. Tú y yo tenemos mucho en común, y sin embargo nunca hablamos. Es muy triste, ¿no crees? Podríamos ser buenos amigos.
– No se me ocurre el motivo. La verdad, padre Grigori, es que nunca he sido un hombre espiritual.
– Pero todos llevamos dentro el espíritu.
– No estoy tan seguro.
– ¿Por qué?
– Me crié sin una buena educación. Mis hermanas y yo teníamos que trabajar duro. No había tiempo para venerar iconos o rezar.
– Y sin embargo me llamas padre Grigori -replicó, pensativo-. Respetas mi posición.
– Por supuesto.
– Sabes cómo suelen llamarme, ¿verdad?
– Sí -admití, resuelto a no mostrar emoción alguna, ni temor ni admiración-. Lo llaman el stáretz.
– Así es. -Asintió con la cabeza y esbozó una leve sonrisa-. Un maestro venerado, que lleva una vida por completo honorable. ¿Te parece apropiado ese nombre, Georgi Danílovich?
– No estoy seguro -contesté tragando saliva-. No lo conozco bien, padre.
– ¿Te gustaría?
No tenía respuesta a esa pregunta, y me quedé inmóvil, deseando alejarme de su presencia pero sintiendo que mis piernas eran dos grandes pesos que me sujetaban al suelo.
– Tienen otro nombre para mí -dijo al cabo de un largo silencio, y su tono fue entonces grave y profundo-. Imagino que lo habrás oído también.
– Rasputín -respondí.
– Eso es. ¿Y sabes qué significa?
– Significa un hombre de poca virtud. -Traté de que mi voz sonara firme, pues aquellos ojos oscuros que no parpadeaban estaban clavados en los míos y me producían una inquietud tremenda-. Un hombre que tiene tratos con mucha gente.
– Qué educado eres, Georgi Danílovich. -Esbozó una leve sonrisa-. «Que tiene tratos con mucha gente.» Una frase muy curiosa. Lo que quieren decir es que tengo relaciones con todas las mujeres que me encuentro.
– Sí.
– Mis enemigos aseguran que he violado a la mitad de la población de San Petersburgo, ¿no es eso?
– Lo he oído decir.
– Y no sólo a mujeres, sino a niñas también. Y a chicos. Dicen que sacio mis apetitos donde sea que hallo el modo.
Tragué saliva con nerviosismo y aparté la mirada.
– Hay quienes han tenido incluso la temeridad de insinuar que me he llevado al lecho a la zarina. Y que he penetrado a las grandes duquesas una tras otra, como un toro en celo. ¿Qué opinas de eso, Georgi Danílovich?
Volví a mirarlo con una mueca de repulsión. Tuve ganas de pegarle, de echarlo de mi habitación, pero me sentí impotente bajo aquella oscura mirada. Un escalofrío me recorrió la espalda y pensé huir pasillo abajo, cualquier cosa para alejarme de aquel hombre. Sin embargo, no lo hice. Pese a lo mucho que me desagradaban sus palabras, estaba cautivado por él, como si las piernas no fueran a obedecerme cuando les ordenase echar a correr. Hubo un largo silencio y él pareció disfrutar con mi desasosiego, pues sonrió y luego soltó una leve risa mientras movía la cabeza.
– Mis enemigos son unos mentirosos, por supuesto -dijo al fin, extendiendo los brazos como si quisiera abrazarme-. Unos fantasiosos, todos y cada uno de ellos. Unos infieles. Yo soy un hombre de Dios, nada más, pero ellos me describen como un sujeto sumido en el libertinaje. Además son unos hipócritas, pues tú mismo lo has dicho: un instante soy un hombre honorable y al siguiente un hombre de poca virtud. Nadie puede ser un stáretz y Rasputín a la vez, ¿no estás de acuerdo? No permito que esa clase de gente me injurie, desde luego. ¿Sabes por qué?
Negué con la cabeza.
– Porque me han puesto en esta tierra con un propósito más importante que el de ellos. ¿Te da alguna vez esa sensación, Georgi Danílovich? ¿La de que hay una razón por la que te han enviado aquí?
– A veces -musité.
– ¿Y cuál crees tú que es esa razón?
Lo pensé y abrí la boca para responder, pero volví a cerrarla. Había contestado «a veces», pero lo cierto es que nunca había considerado esa cuestión; sólo cuando él me hizo la pregunta entendí que sí, que creía haber sido conducido hasta ese lugar por una razón que todavía no comprendía. La sola idea bastó para inquietarme aún más, y cuando alcé la vista, el stáretz esbozaba de nuevo esa horrible sonrisa suya, tan extraña que, por mucho que me repugnara, no podía apartar los ojos de ella.
– Antes he dicho que tú y yo tenemos mucho en común -dijo, y los charcos oscuros que rodeaban sus pupilas giraron a la luz de la vela, tan malévolos y destructivos como el Neva en lo más crudo del invierno.
– A mí no me lo parece.
– Pero tú eres el protector del chico, y yo el guardián de la madre. ¿Acaso no lo ves? ¿Y por qué nos importan tanto? Porque amamos a nuestro país. ¿No es cierto? No puedes permitir que el chico sufra daño alguno, o el zar habrá de gobernar sin un heredero de su propia sangre. Y en estos tiempos de crisis, además. La guerra es algo terrible, Georgi Danílovich, ¿no estás de acuerdo?
– Yo no permito que Alexis sufra daño alguno -protesté-. Daría mi vida por él si tuviese que hacerlo.
– ¿Y cuántas semanas sufrió en Moguiliov? ¿Cuántas semanas sufrieron todos: el niño, las hermanas, la madre, el padre? Creyeron que iba a morir, ya lo sabes. Tú permaneciste despierto por las noches oyendo sus gritos, como todos. ¿A qué te sonaban: a ruido o a música?
Tragué saliva. Todo lo que decía era cierto. Los días y semanas siguientes a la caída del zarévich fueron de pesadilla. Jamás había visto a nadie padecer de esa manera. Cuando me permitieron entrar en su alcoba a hablar con él, no vi al chico alegre y vivaz con quien había establecido una relación casi fraternal. Me encontré en cambio con un niño esquelético, con los miembros retorcidos y crispados sobre el lecho, la cara amarillenta y la piel empapada en sudor, por muchas compresas frías que le aplicaran. Vi a un niño que me miraba con unos ojos que no reconocían a nadie y sin embargo rogaban que lo ayudara, un inocente que tendió una mano con la poca fuerza que le quedaba y me gritó, me imploró que hiciera algo, lo que fuera, para acabar con su tormento. Jamás había presenciado un sufrimiento como aquél, jamás había creído siquiera que semejante agonía pudiese existir. No sé cómo sobrevivió. Cada día y cada noche esperé que sucumbiera al dolor y se nos fuera. Pero eso no sucedió. Hizo gala de una fortaleza inesperada. Fue la segunda vez que sentí que aquel niño podía convertirse efectivamente en zar.
Y todo ese tiempo, durante aquellas tres semanas de tortura, la zarina, esa buena mujer, casi nunca se apartó de su lado. Estuvo sentada junto a él, cogiéndole la mano, hablándole, susurrándole, animándolo. Ella y yo no éramos amigos, pero por Dios que yo sabía reconocer a una madre devota y cariñosa cuando la veía, sobre todo porque no la había tenido. Cuando todo terminó y el alivio llegó por fin, cuando Alexis empezó a mejorar y recobrar las fuerzas, la zarina había envejecido visiblemente. Tenía el cabello veteado de gris y la piel manchada por la angustia. Aquel incidente, del que yo era el único responsable, la había alterado de manera irreparable.
– Si hubiese podido ayudarlo, lo habría hecho -le dije al stáretz-. No pude hacer nada.
– Por supuesto que no -coincidió, extendiendo las manos y sonriendo-. Pero no debes culparte por lo que ocurrió. De hecho, por eso he venido a visitarte esta noche, Georgi. Para darte las gracias.
Fruncí el entrecejo y me quedé mirándolo.
– ¿Para darme las gracias?
– Por supuesto. Su majestad la zarina ha estado muy ocupada últimamente con la salud de su hijo. Le inquieta haberse mostrado quizá… desagradable contigo.
– No pienso nada parecido, padre Grigori -mentí-. Ella es la emperatriz. Puede tratarme como quiera.
– Sí, pero pensamos que es importante que comprendas que te valoran.
– ¿Pensamos?
– La zarina y yo.
Enarqué una ceja, sorprendido de que lo formulara así.
– Bueno, pues no es necesario que me agradezcan nada -repuse por fin, algo confuso y nada convencido de que la zarina hubiese dicho algo semejante o le hubiese encargado aquella misión-. Y, por favor, transmítale a su majestad que haré cuanto esté en mi mano por asegurarme de que no vuelva a ocurrir un incidente así.
– No eres sólo un chico guapo, ¿verdad? -preguntó entonces en voz baja, dando un paso hacia mí, de forma que sólo nos separaron unos centímetros y me vi con la espalda contra la pared-. Además, eres muy leal.
– Eso espero -contesté, deseando que se marchara.
– Los chicos de tu edad no siempre son tan leales -añadió, acercándose aún más.
Capté su mal aliento y sentí su cuerpo rozando el mío. Se me revolvió el estómago; tuve el convencimiento de que lo habían mandado a asesinarme, pero él se limitó a ladear un poco la cabeza y sonreír con expresión agorera y espectral, mirándome fijamente con aquellos terribles ojos.
– Eres leal a la familia entera -ronroneó, deslizándome un dedo por el brazo, desde el hombro-. Y serías capaz de dejarte pegar un tiro por el niño. -Apoyó la palma de la mano contra mi pecho; y el corazón se me desbocó al sentirla-. Pero ¿dónde estarás en el futuro cuando lleguen los disparos?
– Padre Grigori, por favor -musité, desesperado por que se fuera-. Por favor… se lo ruego.
– ¿Dónde estarás, Georgi, cuando se abran las puertas y entren los hombres con sus revólveres? ¿Te interpondrás entonces en el camino de las balas o te ocultarás como un cobarde entre los árboles?
– No sé de qué está hablando -exclamé, confuso-. ¿Qué hombres? ¿Qué balas?
– Te dejarías pegar un tiro por la muchacha, ¿no es así?
– ¿Qué muchacha?
– Ya sabes cuál, Georgi -contestó, con la mano contra mi abdomen, y esperé que apareciese un cuchillo, que me lo hundiera en las entrañas y lo retorciera.
Lo sabía, era obvio. Había descubierto la verdad sobre Anastasia y yo, y lo habían enviado a matarme por mi imprudencia. No iba a negarlo: la amaba, y si ése tenía que ser mi destino, adelante. Cerré los ojos, esperando sentir cómo me laceraba la carne y la sangre se derramaba para empaparme los pies descalzos con su pegajosa calidez, pero transcurrió un segundo tras otro, y un minuto tras otro, y no pasó nada, ninguna hoja me abrió en canal, y cuando volví a abrir los ojos, el hombre había desaparecido. Fue como si se hubiese disuelto en el ambiente, sin dejar huella alguna de su presencia.
Sudando, temblando de miedo, me derrumbé en el suelo y me tapé la cara con las manos. El stáretz lo sabía todo, por supuesto que sí. Pero ¿a quién se lo habría contado? Y cuando lo descubrieran, ¿qué sería de mí?
La duquesa Rajisa Afónovna estaba a cargo del personal doméstico en el Palacio de Invierno, y se había mostrado sorprendentemente simpática conmigo desde nuestro primer encuentro, el día siguiente a mi llegada a la ciudad. Nuestros caminos se cruzaban de vez en cuando, puesto que era íntima de la zarina, y en esas ocasiones siempre me saludaba con cordialidad y se detenía a conversar, algo que muchos de su categoría nunca se dignarían hacer. De modo que a ella acudí a la mañana siguiente a preguntar por un posible empleo para Asya.
La duquesa tenía un despacho relativamente pequeño en la planta baja del palacio. Llamé a la puerta y esperé a que contestara antes de asomar la cabeza y saludarla.
– Georgi Danílovich -dijo con una sonrisa-. Adelante. Qué sorpresa tan agradable.
– Buenos días, excelencia -saludé y, tras cerrar la puerta, me senté donde me indicaba, junto a ella en un pequeño sofá. Habría preferido la butaca que había un poco más allá, pero implicaba una posición de superioridad y no me atreví-. Espero no molestarla.
– En absoluto -contestó, recogiendo unos papeles que tenía delante para dejarlos con cuidado en una mesilla cercana-. La verdad es que agradezco la distracción.
Asentí con la cabeza, sorprendido una vez más de que me tratase tan bien, en marcado contraste con su amiga la zarina Alejandra, que hacía caso omiso de mi persona.
– Bueno, ¿cómo estás, Georgi? ¿Te vas adaptando bien?
– Muy bien, excelencia. Creo que empiezo a comprender mis obligaciones.
– Y tus responsabilidades también, espero. Pues las tienes, y muchas. He oído decir que te has ganado la confianza del zarévich.
– Así es. -Sonreí con cariño ante la mención de Alexis-. Me tiene bastante ocupado, si se me permite decirlo.
– Se te permite -repuso sonriendo-. Es un chico enérgico, de eso no hay duda. Algún día será un gran zar, si todo va bien -agregó, y yo fruncí el entrecejo, sorprendido por sus palabras; me pareció que se ruborizaba levemente antes de corregirse-: Será un gran zar, sin duda. Pero debe de resultarte extraño estar aquí, ¿no?
– ¿Extraño? -repetí, sin saber muy bien a qué se refería.
– Estar tan lejos de casa, de tu familia. Yo misma echo mucho de menos a mi hijo Lev.
– ¿Él no vive en San Petersburgo?
– Habitualmente sí. Pero ahora está… -Suspiró, moviendo la cabeza-. Es soldado, por supuesto. Está luchando por su país.
– Entiendo. -Tenía sentido. La duquesa no llegaba a los cuarenta años; era lógico que tuviese un hijo en el ejército.
– Lev tendrá un par de años más que tú. Me recuerdas a él en ciertos aspectos.
– ¿De veras?
– Un poco. Tienes su misma altura. Y su cabello. Y su constitución. -Rió un poco y añadió-: En realidad, podríais ser hermanos.
– Debe de estar preocupada por él.
– A veces consigo dormir toda la noche -contestó con una media sonrisa-. Pero no muy a menudo.
– Lo siento -dije, pues percibí que podía entristecerse-. No debería hablar de esas cosas con usted.
– No pasa nada -sonrió-. Unas veces tengo miedo por él, otras me siento orgullosa. Y otras siento rabia.
– ¿Rabia? -me asombré-. ¿Por qué?
Ella titubeó y apartó la mirada. Pareció contenerse para no decir lo que quería decir.
– Por la dirección en que nos está llevando -masculló-. Por la locura que supone todo esto. Por su absoluta incompetencia en cuestiones militares. Hará que nos maten a todos.
– ¿Su hijo? -pregunté, pues sus palabras no tenían mucho sentido para mí.
– No, no me refiero a mi hijo, Georgi. Él no es más que un títere. Pero ya he dicho demasiado. Has venido a verme. ¿En qué puedo ayudarte?
Vacilé, sin saber muy bien si proseguir con aquella conversación, pero decidí que no.
– Sólo me preguntaba si por casualidad necesitaría alguien más en el personal doméstico.
– Confío en que no estés pensando en cambiar la Guardia Imperial por un delantal y una cofia.
– No -contesté con una leve risita-. Se trata de mi hermana, Asya Danilovna. Tiene la aspiración de servir aquí.
– ¿De veras? -preguntó la duquesa con interés-. Supongo que será una muchacha con buen carácter, ¿no?
– Irreprochable.
– Bueno, pues aquí siempre hay trabajo para muchachas de carácter irreprochable -contestó con una sonrisa-. ¿Está en San Petersburgo o en…? Lo siento, Georgi, he olvidado de dónde procedes.
– Kashin. En el gran ducado de Moscovia. Y no, no está allí, sino que ya… -Titubeé y me corregí-: Discúlpeme; sí, todavía está allí. Pero le gustaría marcharse.
– Bueno, yo creo que puede llegar aquí en unos días si la mandamos llamar. Escríbele, Georgi, cómo no. Invítala a venir, y cuando llegue comunícamelo. Podremos encontrarle un puesto aquí.
– Gracias -concluí, poniéndome en pie, no muy seguro de por qué había mentido sobre el paradero de Asya-. Es usted muy amable conmigo.
– Ya te lo he dicho… -Sonrió y volvió a coger sus papeles-. Me recuerdas a mi hijo.
– Encenderé una vela por él.
– Gracias.
Le hice una profunda reverencia, salí de la habitación y me quedé parado unos instantes en el pasillo. Una parte de mí se alegraba muchísimo de poder llevarle esa noticia a mi hermana, de volver a ser un héroe a sus ojos. Y otra parte estaba enfadada por que Asya fuera a entrar en ese mundo que me pertenecía, que quería sólo para mí.
– Pareces confuso, Georgi Danílovich -dijo el stáretz, el padre Grigori, apareciendo ante mí de forma tan repentina e imprevista que solté un grito de sorpresa-. Tranquilízate -añadió en voz baja, tendiendo una mano para cogerme el hombro, acariciándolo levemente.
– Llego tarde a mi encuentro con el conde Charnetski -dije para librarme de él.
– Un hombre odioso -declaró con una sonrisa que mostró sus dientes amarillentos-. ¿Por qué vas con él? ¿Por qué no te quedas conmigo?
Una parte de mí, inesperada y absolutamente incomprensible, sintió el deseo de contestarle: «Sí, de acuerdo.» Pero me zafé y me alejé por el pasillo sin decir una palabra.
– ¡Tomarás la decisión adecuada al final! -exclamó, y su voz resonó en las paredes de piedra y en mi cabeza-. Antepondrás tus propios placeres a los deseos de los demás. Eso es lo que te hace humano.
Eché a correr, y en unos instantes el ruido de mis botas por el pasillo ahogó la verdad que contenían aquellas palabras.
Durante todo el invierno y el inicio de la primavera de 1916, me aseguré de que el zarévich no llevara a cabo actividades que pudieran ocasionarle algún daño; no fue tarea fácil, pues era un travieso chico de once años que no veía motivo para que le negaran los mismos juegos y ejercicios de que disfrutaban sus hermanas. En muchas ocasiones perdía los estribos con sus guardaespaldas y se arrojaba en la cama para golpear la almohada con los puños, irritado por tanta protección. Quizá su frustración se veía exacerbada por tener sólo hermanas, y por no poder hacer las cosas que más deseaba pese a ser el zarévich.
A finales del invierno, la familia imperial fue de excursión a patinar en un lago helado cerca de Zárskoie Selo. El zar y sus cuatro hijas, junto al maestro Gilliard y el doctor Féderov, pasaron la tarde surcando el grueso hielo, mientras, a salvo en la orilla del lago y envueltos en pieles, guantes y gorros, permanecían sentados la zarina y su hijo.
– ¿No puedo ir ahí al menos unos minutos? -rogó Alexis cuando la luz empezó a declinar y fue obvio que el entretenimiento no tardaría en terminar.
– Ya sabes que no, cariño -respondió su madre, alisándole el cabello de la frente-. Si te pasara algo…
– Pero no va a pasarme nada -protestó-. Te lo prometo, tendré mucho cuidado.
– No, Alexis -repuso ella con un suspiro.
– Pero es muy injusto -espetó él, con las mejillas encendidas de resentimiento-. No veo por qué tengo que quedarme parado al borde del lago, mientras mis hermanas están ahí divirtiéndose. Mira a Tatiana. Está casi azul por culpa del frío. Y sin embargo nadie le dice que venga aquí a calentarse, ¿no? Y fíjate en Anastasia. No para de mirarme. Está claro que quiere que vaya a jugar con ellas.
Yo estaba de pie detrás del regio grupo, y sonreí un poco al oír eso, pues sabía que no era a su hermano a quien miraba Anastasia, sino a mí. No dejaba de asombrarme que hubiésemos logrado mantener nuestro romance en secreto durante casi un año. Por supuesto, era todo muy inocente. Organizábamos encuentros clandestinos, nos escribíamos notas privadas con una clave propia, y cuando estábamos seguros de hallarnos a solas, nos cogíamos de la mano, nos besábamos y nos decíamos que nuestro amor duraría siempre. Sólo teníamos ojos el uno para el otro y nos aterrorizaba que alguien pudiese enterarse de nuestro idilio, pues eso significaría sin duda la separación.
– No paras de pedir cosas, Alexis -se quejó la zarina con un suspiro de agotamiento, mientras llenaba una taza de peltre con chocolate caliente de un termo-. Pero seguro que no he de recordarte la agonía que padeces cuando sufres una de tus caídas.
– Pero no voy a sufrir ninguna caída -se obstinó él-. ¿Vais a tratarme así el resto de mi vida? ¿Voy a estar siempre envuelto entre algodones y nunca podré ser feliz?
– No, Alexis, por supuesto que no. Cuando seas un hombre podrás hacer lo que quieras, pero por el momento soy yo quien toma las decisiones, y las tomo por tu bien, puedes confiar en ello.
– Padre. -Alexis se volvió hacia el zar, que había patinado con Anastasia hasta la orilla del lago, donde oyó la discusión. Padre e hija tenían el rostro arrebolado de frío, pero habían estado riendo y disfrutando, pese a las bajas temperaturas. Anastasia me sonrió y yo la correspondí, procurando que nadie lo advirtiera-. Padre, por favor, déjame patinar un poquito, ¿quieres?
– Alexis… -dijo, apenado-. Ya hemos hablado de esto.
– Pero ¿y si no voy solo? -sugirió el niño-. ¿Y si patino con alguien? ¿Y si me cogen de la mano y vigilan que no me pase nada?
El zar reflexionó unos instantes. A diferencia de su esposa, tenía conciencia de las demás personas que formaban el grupo -criados, parientes, príncipes de familias nobles-, y en momentos como ése siempre le inquietaba que fueran a considerar a su hijo un debilucho que debía abstenerse de las actividades más normales. Al fin y al cabo, era el zarévich. Para mantener la seguridad de su posición, era importante que lo consideraran fuerte y masculino. Captando la vacilación de su padre, el niño se aferró a esa flaqueza.
– Sólo estaré diez minutos, quince como mucho. Quizá veinte. Y patinaré muy despacio. No iré más rápido que si caminara, si quieres.
– Alexis, no puede ser… -empezó la zarina, antes de verse interrumpida por su marido.
– ¿Me das tu solemne palabra de que no irás más rápido que andando? ¿Y de que no soltarás la mano de quien te acompañe?
– ¡Sí, padre! -exclamó Alexis encantado, levantándose de un salto de la silla y tropezando casi con sus propios pies, para sobresalto de todos, cuando se disponía a coger un par de patines. Yo me precipité hacia él para evitar la caída, pero el niño se enderezó a tiempo y se quedó quieto, un poco avergonzado por el traspié.
– ¡Nico, no! -exclamó la zarina, levantándose también y mirando furiosa a su marido-. No puedes permitírselo.
– Su espíritu debe tener un poco de libertad -respondió el zar, evitando la mirada de su esposa. Advertí que detestaba que hubiese una escena así delante de otros-. Al fin y al cabo, Sunny, no puedes esperar que se quede ahí sentado toda la tarde y no se sienta frustrado.
– ¿Y si se cae? -preguntó con voz trémula, al borde de las lágrimas.
– No voy a caerme, mamá -intervino Alexis y la besó en la mejilla-. Te lo prometo.
– ¡Si casi te has caído al levantarte de la silla! -gimió.
– Ha sido un accidente. No volverá a pasar.
– Nico -rogó de nuevo la zarina, pero su marido negó con la cabeza.
Percibí que el zar quería ver a su hijo en el lago. Y que todos los demás lo viésemos allí también, sin importar las consecuencias. Marido y mujer se miraron fijamente, compitiendo en una lucha de poder. En el palacio se decía que su matrimonio, veinte años antes, había sido por amor; la unión se había celebrado contra los deseos del padre del zar, Alejandro III, y de su madre, la emperatriz María Fiódorovna, a quien no le gustaba la ascendencia anglo-germana de Alejandra. En todos los años que llevaban juntos, el zar no la había tratado con otra cosa que adoración, incluso cuando ella concebía una hija tras otra y un varón se volvía una posibilidad distante. Sólo en esos últimos años, desde que a Alexis le diagnosticaran hemofilia, su relación había empezado a resquebrajarse.
Por supuesto, otro rumor que corría por todo el país era que el zar se había visto reemplazado en el afecto y el lecho de Alejandra por el stáretz, el padre Grigori, pero si era verdad o calumnia, yo no lo sabía.
– Yo lo acompañaré, padre -propuso una voz tranquila, y miré a Anastasia, que esbozaba su dulce e inocente sonrisa-. Y lo llevaré de la mano todo el rato.
– Ya está, ¿lo ves? -le dijo Alexis a su madre-. Todo el mundo sabe que Anastasia es la mejor patinadora de la familia.
– Pero tú sola no -repuso la zarina, intuyendo la derrota pero deseosa de formar parte de la toma de decisiones-. Georgi Danílovich -añadió volviéndose, y me sorprendió que supiera exactamente dónde encontrarme-, tú acompañarás también a los niños. Alexis, te quedarás entre los dos y los cogerás de la mano, ¿entendido?
– Sí, madre -aceptó encantado.
– Y si veo que te sueltas una sola vez, te ordenaré que vuelvas, y no me desobedecerás.
El zarévich aceptó sus condiciones y acabó de atarse los cordones mientras yo me dirigía a la orilla y me cambiaba las pesadas botas de nieve por los ligeros patines. Miré a Anastasia, que me sonrió con coquetería; vaya plan tan perfecto había urdido. Podríamos patinar juntos en el lago a la vista de todos sin despertar la más leve sospecha.
– Es una gran patinadora, alteza -declaré cuando los tres nos deslizábamos lentamente hacia el centro del lago, donde los demás patinadores y las grandes duquesas se apartaron para dejarnos sitio.
– Gracias, Georgi -contestó ella con altanería, como si yo no fuera más que un criado para ella-. Pues a ti se te ve sorprendentemente inseguro en el hielo.
– ¿De verdad? -pregunté con una sonrisa.
– Sí. ¿No habías patinado antes?
– Lo he hecho muchas veces.
– ¿En serio? -inquirió mientras recorríamos el lago, deslizándonos de derecha a izquierda, aumentando la velocidad de vez en cuando hasta que los gritos de la zarina desde la orilla nos hacían aminorar de nuevo-. No sabía que tuvieras suficiente tiempo libre en palacio para semejantes frivolidades. Quizá tus obligaciones no son tan pesadas como creía.
– Aquí no, alteza -me apresuré a responder-. Quiero decir en Kashin, mi pueblo natal. En invierno, cuando los lagos se helaban, nos deslizábamos sobre la superficie. Sin patines, por supuesto. No teníamos dinero para tales lujos.
– Ya veo -dijo, disfrutando con el coqueteo-. Patinabas solo, supongo.
– No siempre, no.
– ¿Con tus amigos, entonces? ¿Los otros chicos torpes y cortos de entendederas con que te criaste?
– En absoluto, alteza -respondí con una sonrisa-. Las familias en Kashin, como en cualquier lugar del mundo, se ven bendecidas con hijas además de con varones. No; patinaba con las chicas de mi pueblo.
– Parad ya de pelearos vosotros dos -intervino Alexis, que se concentraba en conservar el equilibrio, pues la verdad es que no patinaba muy bien. Además, era demasiado pequeño para comprender que aquello no era una pelea, sino un coqueteo.
– Ya veo -repitió Anastasia al cabo de un momento-. Bueno, pues te ha sido útil lo de deslizarte en vuestros lagos con esas muchachas robustas y trabajadoras. Yo misma llevo años patinando muy bien.
– Ya me he dado cuenta.
– ¿Conoces al príncipe Eugeni Iliavich Símonov?
– Lo he visto en alguna ocasión -contesté, recordando al joven y apuesto vástago de una de las familias más acaudaladas de San Petersburgo; un afortunado que lucía una piel de color tostado, una espesa mata de cabello rubio y los dientes más blancos que había visto en un ser vivo. Era bien sabido que la mitad de las jovencitas de la sociedad estaban enamoradas de él.
– Pues él me enseñó todo lo que sé -declaró Anastasia con una dulce sonrisa.
– ¿Todo?
– Casi todo -concedió al cabo de unos instantes, haciendo un mohín mientras me miraba, que era lo más cerca que podíamos llegar de un beso en público.
– Probemos a hacer un círculo -propuse, bajando la vista hacia Alexis.
– ¿Un círculo?
– Sí, girar sobre nosotros mismos -expliqué, y añadí mirando a Anastasia-: Alteza, cójame la mano a mí también para formar un anillo.
Ella así lo hizo, y unos instantes después patinábamos en un pequeño círculo, una agradable danza que se vio interrumpida tan sólo cuando la zarina empezó a hacer aspavientos de frustración en la orilla del lago e insistió en que volviéramos. Con un suspiro, deseando que el momento durara para siempre, sugerí que regresáramos, pero en cuanto Alexis estuvo de nuevo a salvo en los brazos de su madre, Anastasia me agarró de nuevo de la mano y, más rápido ahora, se deslizó por el hielo mientras yo procuraba no quedarme atrás y mantener el equilibrio.
– ¡Anastasia! -exclamó la zarina, más que consciente de lo impropio que era que patinásemos de aquella manera, pero las estentóreas risas del zar cuando estuve a punto de caerme bastaron para convencerme de que se nos permitía la escapada, al menos durante unos instantes.
Así pues, patinamos. Y el patinaje se convirtió en danza. Nos situamos uno junto al otro para movernos y avanzar al unísono. No duró más de unos minutos, pero me pareció una eternidad. Cuando pienso en Zarskoie Selo y en el invierno de 1916, es esa escena la que recuerdo con mayor viveza.
La gran duquesa Anastasia y yo, solos en el hielo, cogidos de la mano, bailando al son de nuestro propio ritmo, mientras el rojo sol descendía y se oscurecía ante nuestros ojos, y sus padres y hermanos nos observaban desde lejos, ignorando nuestra pasión, ajenos a nuestro romance. Bailando acompasados, en una perfecta combinación de dos, deseando que aquel momento no acabase nunca.
Y ahora he de relatar el momento de mayor vergüenza de mi vida. Vivo con ese recuerdo, diciéndome que era joven, que estaba enamorado, no sólo de Anastasia sino de la familia imperial entera, del Palacio de Invierno, de San Petersburgo, de toda esa nueva vida que se me había impuesto de forma tan inesperada. Me digo que estaba ebrio de egoísmo y orgullo, que no quería que nadie más formase parte de mi nueva existencia, que sólo deseaba volver a empezar. Me digo todas esas cosas, pero no basta. Fue un pecado.
Asya me estaba esperando a la hora acordada; sospeché que llevaba allí gran parte de la tarde.
– Lo siento -dije, mirándola a los ojos mientras la traicionaba-. Aquí no hay nada para ti. Lo he preguntado, pero no pueden hacer nada.
Ella asintió con la cabeza y aceptó sin quejas mis palabras. Cuando desapareció en la noche, me dije que estaría mejor en Kashin, donde tenía amigos y familia, un hogar. Y luego la aparté de mis pensamientos como si no fuese más que una conocida lejana, no una hermana que me quería.
Jamás volví a verla ni a saber de ella. He de vivir con ese recuerdo, con esa deshonra.