Que acabara como acabó, en un vagón de tren en Pskov, todavía me asombra.
No celebramos la llegada de 1917 con las mismas festividades y la misma alegría con que habíamos recibido años anteriores. Entre el personal de la casa del zar reinaba tal confusión que hasta consideré marcharme de San Petersburgo y regresar a Kashin, o quizá dirigirme hacia el oeste en busca de una nueva vida; sólo el hecho de que Anastasia jamás habría abandonado a su familia -y que nunca me habrían permitido llevarla conmigo- me impidió hacerlo. Pero a todos los que formábamos parte del séquito imperial nos envolvía la tensión. El final estaba a la vista, la única cuestión era cuándo llegaría.
El zar pasó gran parte de 1916 con el ejército, y en su ausencia, la zarina había quedado al mando de los asuntos políticos. Mientras que él mantenía su posición en Stavka, ella dominaba al gobierno con una fortaleza y una determinación tan impresionantes como equivocadas. Pues evidentemente no hablaba con su propia voz, sino con las palabras del stáretz. La influencia de éste había calado en todas partes. Pero ahora había muerto, el zar se hallaba lejos y la zarina estaba sola.
La noticia de la muerte del padre Grigori llegó al Palacio de Invierno un par de días después de aquella terrible noche de diciembre en que su cuerpo, envenenado y lleno de balas, fue arrojado al río Neva. La emperatriz quedó consternada, por supuesto, y se mostró implacable al insistir en que los asesinos pagaran por el crimen, pero al advertir la vulnerabilidad de su posición empezó a interiorizar su dolor. Yo a veces la observaba cuando se sentaba en su salón privado, mirando por la ventana con rostro inexpresivo mientras una de sus damas de compañía parloteaba sin cesar sobre algún cotilleo insignificante que circulaba en palacio, y advertía en sus ojos la determinación de continuar, de gobernar, y la admiraba por ello. Al fin y al cabo, quizá no fuera sólo un títere de Rasputín.
Sin embargo, cuando el zar regresó para una breve visita por Navidad, ella insistió en que Félix Yusúpov fuera llevado ante la justicia, pero como era miembro de la extensa familia imperial, su marido dijo que no podía hacer nada.
– ¡Estás más sometido a esos parásitos y sanguijuelas que a Dios, Nico! -exclamó Alejandra a las pocas horas de su regreso.
Fue una tarde en que todos quedamos impresionados por el mal aspecto del emperador. Era como si hubiese envejecido diez años, quizá quince, desde la última vez que lo habíamos visto, en agosto. Daba la impresión de que, si tenía que enfrentarse a un solo drama más, sería demasiado para él y acabaría con su vida.
– El padre Grigori no era Dios -replicó, masajeándose las sienes y paseando la vista por la habitación en busca de apoyo.
Sus cuatro hijas fingían que aquella discusión no se estaba produciendo; los miembros del séquito habían retrocedido hacia las sombras de la estancia, como yo. Alexis observaba desde su asiento en el rincón; estaba casi tan pálido como su padre, y me pregunté si se habría hecho daño y no se lo había contado a nadie. A veces se podía saber cuándo había empezado la hemorragia interna: la mirada de pánico desesperado en su rostro, el deseo de permanecer perfectamente inmóvil para contener el trauma que se aproximaba, eran síntomas familiares para los que lo conocíamos bien.
– ¡Era el representante de Dios! -exclamó la zarina.
– ¿De veras? -replicó el zar dirigiéndole una mirada colérica, esforzándose por mantener la compostura-. Y yo que pensaba que el representante de Dios en Rusia era yo. Pensaba que el ungido era yo, no un campesino de Pokróvskoie.
– ¡Oh, Nico! -se lamentó Alejandra frustrada, dejándose caer en una silla y ocultando el rostro entre las manos unos segundos, antes de ponerse en pie, acercarse de nuevo hacia él y hablarle como si fuera su madre, la emperatriz viuda María Fédorovna, y no su esposa-: No puedes permitir que los asesinos queden impunes.
– No quiero hacerlo. ¿Crees que eso es lo que quiero de Rusia? ¿De mi propia familia?
– Apenas son tu familia -espetó ella.
– Si los castigo, será como decir que apruebo la influencia del padre Grigori.
– ¡Él salvó a nuestro hijo! -exclamó-. ¿Cuántas veces…?
– Él no hizo tal cosa, Sunny. Por todos los santos, desde luego te tenía bajo su influencia.
– ¿Y por eso lo odiabas tanto? ¿Porque yo creía en él?
– Hubo un tiempo en que creías en mí -repuso él en voz baja, apartando la vista, con tanta desdicha reflejada en el rostro que casi olvidé que se trataba del zar y creí estar viendo a un hombre en absoluto distinto de mí.
Qué aliviado me sentí entonces de que nadie conociera mi participación en la muerte de Rasputín; de haberse sabido, sin duda la ira del zar se habría vuelto hacia mí, y para sofocar la consternación de su esposa me habría enviado de camino a la horca antes del anochecer.
– Pero sigo creyendo en ti, Nico -afirmó ella con cierta ternura, tendiendo los brazos hacia él. Pero creo que el zar malinterpretó el movimiento, pues retrocedió, dejándola en el centro de la estancia con los brazos extendidos-. Todo lo que te pido es…
– Sunny, el pueblo lo odiaba, tú lo sabes.
– Por supuesto que lo sé.
– Y sabes por qué.
La zarina asintió con la cabeza y no dijo nada, quizá consciente por fin de que sus cinco hijos presenciaban la escena, aunque simularan que no ocurría nada fuera de lo corriente. Miré a Anastasia, que estaba sentada en un sofá haciendo ganchillo; sus dedos se movían con rapidez mientras oía discutir a sus padres. Quise correr hacia ella, llevármela de aquel sitio terrible que parecía estar desmoronándose en torno a nosotros. Volvieron a pasarme por la cabeza imágenes de Versalles, pero las aparté; sabía demasiado bien cómo había acabado aquella historia.
– El padre Grigori era mi confesor, nada más -declaró por fin la zarina con tono ofendido-. Y mi confidente. Pero puedo vivir sin él, Nico, tienes que creerme. Puedo ser fuerte. Soy fuerte, de hecho. Ahora que tú estás lejos mientras esta odiosa guerra continúa…
– ¡Y eso también! -resopló él alzando los brazos-. Es demasiado, ¿es que no lo ves? El poder que tienes… Debes permitir que otros…
– La tradición dicta que la zarina esté a cargo de la política cuando el zar no está -repuso ella con altivez, levantando la cabeza con gesto regio-. Hay precedentes. Tu madre lo hizo, al igual que la suya, y la suya antes de ella.
– Pero tú vas demasiado lejos, Sunny. Lo sabes. Trepov me ha dicho…
– ¡Ja! ¡Trepov! -chilló, escupiendo casi el nombre del primer ministro-. Trepov me odia. Todo el mundo lo sabe.
– Sí -exclamó el zar, y soltó una risa amarga-. Sí, te odia. ¿Y por qué?
– No comprende cómo hay que gobernar un país. No comprende de dónde procede la fuerza.
– ¿Y de dónde procede, Sunny? ¿Puedes decírmelo tú? -preguntó el zar, acercándosele de pronto, enfadado. Llevaban meses sin verse, todos conocíamos bien la intensidad de su pasión y su amor, que impregnaba las cartas que se enviaban a diario, pero ahí estaban, aparentemente odiándose, peleando como si el mundo entero hubiese conspirado para separarlos-. ¡Procede del corazón! ¡Y de la cabeza!
– ¿Qué sabes tú de mi corazón? -vociferó la zarina, y todas sus hijas dejaron la labor al oírla gritar y miraron asustadas a sus padres. Le eché un vistazo a Alexis, que parecía al borde de las lágrimas-. ¡Tú, que no tienes corazón! ¡Tú, que sólo eres capaz de pensar con la cabeza! ¿Cuándo fue la última vez que te preocupaste por lo que sentía mi corazón?
El zar se quedó mirándola unos instantes sin hablar; luego dijo, encogiéndose de hombros:
– Trepov insiste en que no puedes seguir al mando cuando yo me haya ido.
– ¡Entonces no debes irte!
– Tengo que hacerlo, Sunny. El ejército…
– Puede sobrevivir sin ti. Puedes restituir al gran duque Nicolás Nikoláievich.
– El zar debe estar a la cabeza del ejército -insistió.
– Entonces yo sigo al mando aquí.
– No puedes.
– ¿Vas a permitir que un hombre como Trepov te dicte qué hacer? -preguntó perpleja-. ¿Vas a permitir que cualquiera te dicte lo que sea? ¿A ti, que aseguras ser el ungido por Dios?
– ¿Que «aseguro» serlo? -inquirió él con los ojos llenos de asombro-. ¿Cómo que «aseguro»? ¿Acaso me estás diciendo que tú no lo crees?
– Te estoy preguntando si así están las cosas ahora, eso es todo. Según tú, no permitirías que un campesino de Pokróvskoie te dijera lo que tienes que hacer, pero te sometes como un perro callejero ante un bastardo de Kiev. Explícame la diferencia, Nico. Explícamela como si fuera una mujik ignorante y sin educación, y no la nieta de una reina, la prima de un káiser y la esposa de un zar.
Nicolás rodeó su escritorio y se sentó; se tapó los ojos con la mano unos segundos, antes de levantar la vista otra vez con el rostro nublado por una expresión funesta.
– La Duma -dijo por fin-. Exigen que se les concedan derechos parlamentarios propiamente dichos.
– Pero ¿cómo puede haber Parlamento en una autocracia? -quiso saber la zarina-. Esos dos términos se excluyen mutuamente.
– Ése, mi querida Sunny -respondió él con una risa amarga-, es precisamente el quid de la cuestión, ¿no te parece? No puede haberlo. Pero yo tampoco puedo librar dos guerras al mismo tiempo. Y no lo haré. No tengo fuerzas suficientes. Y tampoco las tiene el país. No; yo regresaré a Stavka dentro de poco, tú irás a Zarskoie Selo con la familia, y Trepov se ocupará de los asuntos políticos en mi ausencia.
– Si haces eso, Nico -dijo Alejandra en voz baja-, no habrá ningún palacio al que regresar. Puedes creerlo.
– Las cosas… -empezó el zar, desmadejado en la silla-. Las cosas se resolverán por sí mismas. Simplemente llevará su tiempo, eso es todo.
La emperatriz abrió la boca para hablar, pero, dándose por vencida, se limitó a mirar a su marido con lástima. Entonces se volvió hacia la habitación y fijó la vista en sus hijas; su mirada iba ensombreciéndose y endulzándose de un rostro al siguiente, y sus ojos sólo volvieron a llenarse de luz cuando se clavaron en los de su pequeño Alexis.
– Hijos. Venid conmigo, ¿queréis?
Los cinco Romanov se pusieron en pie de inmediato, pero la zarina tendió las manos con las palmas abiertas y negó con la cabeza; fue una de las raras ocasiones en que se dignó reconocer la presencia de simples mortales en la estancia.
– Sólo mis hijos -apostilló con voz enérgica-. El resto quedaos aquí. Con el zar. Quizá él os necesite.
Salió la primera hacia su salón privado y observé cómo sus hijos la seguían. Anastasia se volvió hacia mí y esbozó una sonrisa nerviosa; sonreí a mi vez, confiando en reconfortarla de algún modo. Unos instantes después, las acompañantes de las grandes duquesas abandonaron la habitación, y los guardias ocuparon sus puestos a ambos lados de las puertas, hasta que sólo quedamos allí el zar y yo. Una parte de mí, en mi juvenil insensatez, deseó quedarse y hablar con él, ofrecerle algún consuelo, pero no me correspondía hacer eso. Titubeé sólo un instante antes de darme la vuelta para marcharme. Sin embargo, el zar alzó la vista cuando me alejaba y me llamó.
– Georgi Danílovich.
– Majestad -contesté, girándome para hacerle una profunda reverencia.
Se levantó de la silla y se acercó a mí, despacio. Me impresionó comprobar que le costaba caminar. No tenía ni cincuenta años, pero los acontecimientos de los últimos años lo habían convertido en un anciano.
– Mi hijo -dijo, apenas capaz de mirarme a los ojos después de la escena que había presenciado-. ¿Se encuentra bien?
– Creo que sí, señor. No lleva a cabo ninguna actividad peligrosa.
– Se lo ve pálido.
– La zarina ha insistido en que permanezca dentro del palacio desde el asesinato del stáretz. Creo que ni siquiera ha visto la luz del día.
– Entonces, ¿está prisionero aquí dentro?
– Más o menos.
– Bueno, aquí todos somos prisioneros, Georgi -repuso con un atisbo de sonrisa-. ¿No te parece?
Yo no contesté, y cuando él me dio la espalda, lo tomé como indicativo de que me fuera y me dirigí hacia la puerta.
– No te vayas, Georgi -pidió, volviéndose de nuevo hacia mí-. Por favor. Hay algo que necesito que hagas por mí.
– Lo que sea, señor.
Sonrió.
– Nunca deberías decir eso hasta saber qué se te pide.
– No lo haría, señor -repuse-. Pero usted es el zar. De modo que lo repito: lo que sea, señor.
Se quedó mirándome, se mordió el labio unos instantes de una forma que me recordó a la menor de sus hijas, y sonrió.
– Necesito que dejes a Alexis. Necesito que dejes de ser su protector, durante un tiempo al menos. Necesito que vengas conmigo.
Me pregunté si habría imaginado que alguien llamaba, pero entonces los golpes se repitieron con más urgencia; bajé de un salto de la cama y me dirigí a la puerta para abrir con cautela, de modo que el resquicio no alertara a nadie en el pasillo. Sin decir una palabra, ella empujó la puerta y pasó ante mí, y antes de que me diera cuenta estaba plantada en el centro de mi habitación.
– ¡Anastasia! -exclamé en voz baja, mirando fuera un instante para asegurarme de que no la habían seguido-. ¿Qué haces aquí? ¿Qué hora es?
– Es tarde -contestó con ansiedad-. Pero tenía que venir. Cierra la puerta, Georgi. Nadie puede saber que estoy aquí.
Cerré de inmediato y cogí la vela del alféizar de la ventana. Cuando la mecha prendió, me volví y vi que Anastasia llevaba camisón y bata, un atuendo que bien podría cubrirle todo el cuerpo pero que aun así tenía una clara carga sensual, al sugerir la proximidad de la hora de acostarse y la intimidad. Ella también me miraba con fijeza, y entonces reparé en que yo iba vestido de forma aún más impropia, con sólo unos calzones amplios. Me ruboricé -confié en que no se notara a la luz de la vela- y me puse los pantalones y la camisa mientras Anastasia se daba la vuelta para dejarme un poco de intimidad.
– Ya estoy decente -anuncié cuando me hube vestido.
Ella se volvió hacia mí, pero pareció haber perdido el hilo de sus pensamientos, como me había pasado a mí. No había nada que desease más que volver a quitarme la ropa, quitarle a ella el camisón, y cubrir su cuerpo con el mío en la calidez de las sábanas.
– Georgi… -empezó, al borde de las lágrimas.
– Anastasia, ¿qué tienes? ¿Qué ocurre?
– Tú estabas ahí hoy. Lo has visto. ¿Qué va a pasar? ¿Lo sabes? Corren muchos rumores espantosos.
Le cogí la mano y nos sentamos juntos en el borde de la cama. Después de que la zarina se hubiese llevado a sus hijos del salón, yo había buscado a Anastasia para contarle mi conversación con su padre, pero ella se había pasado la tarde bajo la tutela de monsieur Gilliard y yo no había encontrado una buena excusa para verla al terminar las clases.
– Olga dice que todo va a acabarse -continuó con desesperación-. Tatiana está casi histérica de preocupación. María no ha sido la misma desde que se fue Serguéi Stasyovich. Y en cuanto a mi madre… -Soltó una risita indignada-. La odian, ¿verdad, Georgi? Todo el mundo la odia. El pueblo, el gobierno, Trepov, la Duma. Hasta mi padre parece…
– No lo digas -la interrumpí-. Nunca digas eso. Tu padre la adora.
– Pero no hacen más que discutir. Papá acaba de llegar de Stavka, y ya has visto lo que ha pasado. Y volverá a irse pronto. ¿Terminará alguna vez esta guerra, Georgi? ¿Y por qué se ha vuelto el pueblo contra nosotros de esta manera?
Dudé si responder. Amaba perdidamente a Anastasia, pero se me ocurrían muchas razones por las que la familia imperial se hallaba en esa situación. Por supuesto, el zar había cometido muchos errores en su forma de conducir la agresión contra alemanes y turcos, pero eso no era nada comparado con cómo se trataba a los súbditos que él aseguraba amar. Los miembros de la casa real y sus sirvientes íbamos de palacio en palacio, subíamos a bordo de lujosos trenes, embarcábamos en suntuosos yates; disfrutábamos de la mejor comida, llevábamos los atuendos más exuberantes. Jugábamos, interpretábamos música y cotilleábamos sobre quién se casaría con quién, qué príncipe era el más apuesto, qué muchacha presentada en sociedad, la más coqueta. Las damas se adornaban con joyas que lucían una sola vez y luego desechaban; los hombres engalanaban sus impotentes espadas con brillantes y rubíes, comían caviar y se emborrachaban todas las noches con el mejor vodka y el mejor champán. Entretanto, fuera de los palacios el pueblo necesitaba desesperadamente comida, pan, trabajo, cualquier cosa con que sentirse más humanos. Tiritaban en el frío de nuestro invierno ruso y calculaban los miembros de sus familias que no sobrevivirían hasta la primavera. Enviaban a sus hijos a morir en los campos de batalla, mientras una mujer a la que consideraban más alemana que rusa controlaba sus vidas. Observaban cómo su emperatriz tenía tratos de fulana con un campesino al que despreciaban. Intentaban expresar su ira mediante manifestaciones, disturbios y panfletos, y eran masacrados a cada intento. ¿Con cuánta frecuencia se habían llenado los hospitales con heridos y moribundos después de que el zar y sus hombres pretendieran garantizar la preeminencia de la autocracia? ¿Cuántos viajes habían hecho al cementerio? Ésas eran las cosas que deseaba contarle a Anastasia, las explicaciones que quería darle, pero cómo hacerlo cuando ella no conocía otra vida que la palaciega en que había nacido… Ella, que estaba destinada a casarse algún día con un príncipe y pasarse la vida como objeto de veneración. Además, quién era yo para darle semejantes explicaciones cuando me había pasado cerca de dos años entre los privilegiados, disfrutando de sus lujos, deleitándome en la fantasía de que era uno de ellos y no un simple criado, un guardia prescindible al que podían enviar a cualquier rincón de Rusia por capricho de un autócrata.
– Las cosas se resolverán por sí mismas -susurré, repitiendo las palabras de su padre mientras la estrechaba entre mis brazos sin creer en lo que decía-. Hay un ciclo de desilusión y…
– Oh, Georgi, no lo entiendes -exclamó, apartándose-. Mi padre ha ordenado que toda la familia vayamos a Zárskoie Selo. Dice que él se quedará en Stavka durante el resto de la guerra, que luchará en el frente si es necesario.
– Tu padre es un hombre honorable.
– Pero los rumores, Georgi… ¿sabes a qué me refiero?
Titubeé. Sabía exactamente a qué se refería, pero no quería ser el primero en pronunciar las palabras que reverberaban en cada pared tachonada de oro del palacio y en cada sucia calle de San Petersburgo. La frase que todo ministro, todo miembro de la Duma y todo mujik de Rusia parecían estar deseando oír.
– Dicen… -continuó, tragando saliva- dicen que mi padre… lo que quieren es que él… Georgi, dicen que tendrá que renunciar al trono.
– Eso nunca pasará -contesté de forma maquinal, y ella me miró entornando los ojos, temblorosa.
– Ni siquiera pareces sorprendido. Entonces, ¿tú también lo habías oído?
– Lo he oído. Pero no creo… no puedo imaginar que llegue a ocurrir. Por Dios, Anastasia, ha habido un Romanov en el trono de Rusia durante trescientos años. Nadie puede quitárselo. Es inconcebible.
– Pero ¿y si te equivocas? ¿Y si mi padre deja de ser el zar? ¿Qué será entonces de nosotros?
– ¿Nosotros? -repetí, preguntándome a quién se refería. ¿A ella y a mí? ¿A sus hermanos? ¿A la familia Romanov?-. No puede ocurrirte nada malo -afirmé con una sonrisa tranquilizadora-. Eres una gran duquesa de linaje imperial. ¿Qué demonios crees que…?
– El exilio -susurró, y la palabra sonó como una maldición en sus labios-. Se habla de que nos mandarán al exilio, a todos. A la familia entera. Nos echarán de Rusia como a un grupo de inmigrantes indeseables. Nos enviarán a… quién sabe dónde.
– La cosa no llegará a ese punto. El pueblo de Rusia no lo permitirá. Hay ira, sí, pero también amor. Y respeto. También aquí en esta habitación. Pase lo que pase, tesoro mío, estaré contigo. Te protegeré. Nunca sufrirás ningún daño mientras yo esté cerca.
Anastasia sonrió levemente, pero seguía inquieta; se apartó un poco, como considerando si volver o no a su dormitorio antes de que la descubrieran. Para mi vergüenza, yo me encontraba totalmente excitado por su presencia en un entorno tan íntimo, y tuve que luchar contra los demonios de mi cuerpo para no tenderla sobre el colchón y cubrirle el cuerpo de besos. «Me dejaría hacerlo -pensé-. Si se lo pidiera, me dejaría hacerlo.»
– Anastasia -musité, levantándome y dándole la espalda para que no viera el deseo en mi cara-. Es una suerte que hayas venido aquí esta noche. Hay algo que necesito contarte.
– No deseaba estar en ningún otro sitio -repuso ablandándose un poco-. Al menos en Zárskoie Selo habrá más oportunidades para estar juntos. Eso es bueno.
– Yo no estaré en Zárskoie Selo -respondí, decidiendo que lo más sencillo era decírselo y acabar de una vez-. No puedo ir contigo. El zar me ha dispensado de mis obligaciones con respecto a tu hermano. Desea que vaya a Stavka con él.
El silencio en la habitación pareció durar una eternidad. Finalmente me volví y vi su expresión. Un fino haz azul pálido entraba por la ventana, dividiéndole el rostro en dos.
– No -gimió al fin, negando con la cabeza-. No.
– No puedo hacer nada -respondí, sintiendo que se me llenaban los ojos de lágrimas-. El zar me lo ha ordenado y…
– ¡No! -exclamó entonces, y miré con inquietud hacia la puerta, no fueran a oírla y advirtiesen su presencia allí-. No puedes hablar en serio. No puedes dejarme sola.
– Pero no estarás sola. Tu madre estará allí. Tus hermanos. Monsieur Gilliard, el doctor Féderov.
– ¿Monsieur Gilliard? -inquirió horrorizada-. ¿El doctor Féderov? ¿De qué me sirven ellos? Es a ti a quien necesito, Georgi, a ti. Sólo a ti.
– Y yo te necesito a ti -exclamé, precipitándome hacia ella para cubrirle el rostro de besos-. Tú eres lo único que me importa, ya lo sabes.
– Si eso es verdad, ¿por qué me abandonas? Tienes que decirle que no a mi padre.
– ¿Al zar? ¿Cómo voy a hacer eso? Él ordena, yo obedezco.
– No, no, no -sollozó-. No, Georgi, por favor…
– Anastasia -dije, tragando saliva para recobrar la compostura-, pase lo que pase durante estas semanas, regresaré a ti. ¿Me crees?
– Ya no sé qué creer -contestó con el rostro surcado de lágrimas-. Todo ha salido mal. Todo se está desintegrando a nuestro alrededor. A veces pienso que el mundo se ha vuelto loco.
Oímos un fuerte ruido fuera del palacio y nos sobresaltamos. Corrí a la ventana y vi una multitud de unas quinientas personas, quizá mil, marchando hacia la columna de Alejandro con pancartas que proclamaban la preeminencia de la Duma, profiriendo gritos hacia el Palacio de Invierno con un brillo asesino en los ojos. «No será está noche -me dije entonces-. Pero no tardará. No tardará en ocurrir.»
– Escúchame, Anastasia -dije, regresando a su lado para cogerle ambas manos y mirarla a los ojos-. Quiero que me digas que me crees.
– No puedo -gimió-. Estoy muy asustada.
– Pase lo que pase, dondequiera que vayas, te lleven a donde te lleven, te encontraré. Estaré contigo. No importa cuánto tiempo me cueste. ¿Me crees? -pregunté, y ella movió la cabeza llorando, pero no me bastó con eso, de modo que insistí-: ¿Me crees?
– Sí. Sí, te creo.
– Y que Dios me arrebate la vida si te defraudo -añadí en voz baja.
Se apartó un poco para mirarme una última vez; luego se dio la vuelta y salió de la habitación, dejándome solo, sudando, asustado y atormentado.
Pasarían casi dieciocho meses antes de que volviera a verla.
El tren imperial, antaño tan lleno de vida y emoción, se veía vacío y desolado. La familia imperial no iba a bordo, casi toda la guardia estaba ausente, no había maestros, médicos, chefs o cuartetos de cuerda esmerándose por atraer la atención. El zar, sentado al escritorio de su vagón privado, parecía consumido, inclinado sobre una serie de papeles desplegados ante sí, pero sin leerlos aparentemente. Estábamos en marzo de 1917, dos meses después de haber dejado San Petersburgo.
– Señor. -Di un paso adelante, mirándolo con inquietud-. Señor, ¿se encuentra bien?
Él alzó la vista despacio y me miró como si no supiese quién era. Luego en su rostro apareció una leve y fugaz sonrisa.
– Estoy bien. ¿Qué hora es?
– Casi las tres -respondí, mirando el ornamentado reloj que había detrás de él.
– Pensaba que todavía era por la mañana -murmuró.
Abrí la boca para contestar, pero no se me ocurrió nada apropiado. Deseé que estuviera allí el doctor Féderov, pues nunca había visto al zar tan enfermo. Tenía el rostro macilento y había envejecido considerablemente. La piel de su frente estaba seca y descamada, mientras que el cabello, habitualmente tan brillante, se veía grasiento y lacio. El aire del estudio estaba enrarecido y sentí tanta claustrofobia que me dirigí hacia una ventana para abrirla.
– ¿Qué haces? -quiso saber el zar.
– Iba a abrir para que entre un poco de aire. Quizá se sentirá mejor si…
– Déjala cerrada.
– Pero ¿no le parece agobiante el ambiente? -pregunté, poniendo las manos en la base de la ventana, dispuesto a levantarla.
– ¡Que la dejes cerrada! -espetó, dándome un susto.
Me volví de inmediato.
– Lo siento, alteza -repuse tragando saliva.
– ¿Tanto han cambiado las cosas que tengo que dar una orden dos veces? -inquirió, aguzando la mirada como un zorro dispuesto a atrapar un conejo-. Si digo que la dejes cerrada, la dejas cerrada. ¿Está claro?
– Por supuesto. Discúlpeme, señor.
– Sigo siendo el zar.
– Usted siempre será…
– Antes he tenido un sueño, Georgi -me interrumpió, fijando la vista en un público invisible; su tono había cambiado en un instante de la ira a la nostalgia-. Bueno, no era tanto un sueño como un recuerdo. Del día que me convertí en zar. Mi padre no tenía ni cincuenta años cuando murió, ¿lo sabías? No pensé que me llegaría el turno hasta… -Se encogió de hombros y reflexionó-. Bueno, hasta que pasaran muchos años. Algunos decían que no estaba preparado, pero se equivocaban. Llevaba toda la vida preparándome para ese momento. Qué curioso, Georgi, que uno sólo pueda cumplir su destino cuando pierde a su padre. Yo quedé desconsolado cuando él murió. Era un monstruo, sin duda, pero aun así su muerte fue un golpe muy duro. Tú nunca conociste a tu padre, ¿verdad?
– Sí lo conocí, señor. Le hablé de él una vez.
– Ah, sí -repuso con un ademán indiferente-. No me acordaba. Bueno, pues mi padre era un hombre muy difícil, pero no era nada comparado con mi madre. Dios te libre de tener una madre como la mía.
Fruncí el entrecejo y miré hacia la puerta abierta que daba al pasillo del tren. Seguía vacío, y deseé que apareciera alguien para relevarme. Nunca había oído al zar hablar de aquella manera, y detestaba captar tanta autocompasión, tanta desilusión en su voz. Era como si se hubiese convertido en uno de esos borrachos taciturnos que uno se encuentra en la calle por las noches, llenos de resentimiento hacia quienes consideran culpables de haberles destrozado la vida, desesperados porque alguien escuche sus melancólicas historias.
– Me casé con mi querida Sunny sólo una semana después de que él muriese -continuó, tamborileando con los dedos sobre el escritorio-. Parece que fuera otra época cuando entramos en Moscú para ser coronados, y… Acudieron multitudes de todas partes de Rusia a vernos. Entonces nos amaban, ¿sabes? No da la impresión de que haga tanto tiempo, pero sí que lo hace. Más de veinte años. Cuesta creerlo, ¿verdad?
Sonreí y asentí con la cabeza, aunque lo cierto es que sí me parecía mucho tiempo. Al fin y al cabo, yo sólo tenía dieciocho años y nunca había conocido una Rusia sin Nicolás II a la cabeza. Veinte años eran más que una vida entera, más que la mía al menos.
– No deberías estar aquí -añadió unos instantes después, poniéndose en pie y mirándome-. Siento haberte traído.
– ¿Preferiría que me fuera, señor?
– No, no me refiero a eso. -De pronto hablaba más alto y con voz lastimera-. ¿Por qué la gente malinterpreta constantemente mis palabras? Sólo quería decir que no ha sido justo por mi parte traerte aquí. Sólo lo he hecho porque confío en ti. ¿Eso lo entiendes, Georgi?
Asentí con la cabeza, no muy seguro de qué quería de mí.
– Por supuesto. Y se lo agradezco.
– Pensé que si habías salvado la vida de un Romanov, estarías dispuesto a salvar la de otro. Una fantasía supersticiosa. Pero me equivocaba, ¿no es así?
– Majestad, ningún asesino va a acercarse a usted mientras yo esté presente.
Rió y sacudió la cabeza.
– Tampoco quería decir eso. No me refería a eso en absoluto.
– Pero ha dicho que…
– Tú no puedes salvarme, Georgi. Nadie puede. Debería haberte mandado a Zárskoie Selo. Es un sitio precioso, ¿verdad?
Tragué saliva y estuve a punto de decir que aún podía hacerlo, pero me mordí la lengua. No era momento para abandonarlo. Quizá fuese sólo un muchacho, pero era suficientemente hombre para comprender eso.
– Señor, parece muy preocupado -dije, dando un par de pasos hacia él-. ¿Hay algo que pueda…? Quizá si nos vamos de este sitio… El tren ya lleva dos días detenido aquí. Estamos en medio de la nada, señor.
Rió y movió la cabeza mientras se instalaba en un sofá.
– En medio de la nada -repitió-. En eso tienes razón.
– Podría mandar a uno de los soldados a la población más cercana en busca de un médico.
– ¿Para qué necesito un médico? No estoy enfermo.
– Pero, señor…
– Georgi -me interrumpió, masajeándose las oscuras ojeras con la yema de los dedos-. El general Ruzski va a volver dentro de unos minutos. ¿Conoces el motivo de su visita?
– No, señor.
El general había pasado la mayor parte de la mañana con el zar. Yo no había presenciado sus conversaciones, pero había oído voces airadas a través de los tabiques y luego, finalmente, silencio. El general había salido con una expresión de inquietud y alivio a un tiempo, dejando al zar solo con sus pensamientos durante casi una hora; pero mi preocupación por mi señor había ido en aumento, de forma que había entrado para ver si necesitaba algo.
– Va a traerme unos papeles para que los firme -explicó-. Cuando haya firmado esos documentos, se producirá un gran cambio en Rusia. Algo que nunca imaginé que podría suceder. No mientras yo viviera.
– Sí, señor -respondí, pues incluso cuando el zar hablaba así se consideraba descortés interrogarlo. Había que esperar a que él continuara.
– Te habrás enterado de lo del Palacio de Invierno, imagino.
– No, majestad -repuse.
– Lo han tomado -explicó con una leve sonrisa-. El gobierno. Tu gobierno. Mi gobierno. Me lo han arrebatado. Me han dicho que ahora está bajo el dominio de la Duma. Quién sabe qué será de él. Dentro de unos años quizá sea un hotel. O un museo. Nuestras salas de recepción serán tiendas de recuerdos. Nuestros salones se utilizarán para vender pasteles y panecillos.
– Eso nunca pasará -repliqué, horrorizado al imaginar el palacio bajo el control de alguien que no fuera él-. Es su hogar, señor.
– Yo ya no tengo hogar. En San Petersburgo ya no hay sitio para mí, eso está claro. Si se me ocurriera volver…
Unos golpes lo interrumpieron. Miré hacia la puerta y de nuevo al zar, que soltó un profundo suspiro antes de asentir con la cabeza para que fuese a abrir. El general Ruzski estaba al otro lado con un pesado pergamino en la mano. Era un hombre flaco de cabello cano y espeso bigote negro, que había estado yendo y viniendo desde que el tren se había detenido allí un par de días antes, sin reconocer nunca mi presencia, pese a que yo estaba cerca y disponible durante casi todos sus tratos con el zar. Incluso ahora pasó ante mí sin dirigirme la palabra y entró rápidamente en el estudio, haciéndole una venia al soberano antes de dejar el documento en su mesa. Me volví para marcharme, pero el zar me miró y levantó una mano.
– No te vayas, Georgi. Creo que vamos a necesitar un testigo, ¿no es así, general?
– Bueno… sí, señor -repuso Ruzski con aspereza, mirándome de arriba abajo como si nunca hubiese visto un espécimen humano tan defectuoso-. Pero no creo que un guardaespaldas sea la persona adecuada, ¿usted sí? Puedo llamar a uno de mis tenientes.
– No es necesario. Georgi nos servirá perfectamente. Siéntate -me indicó, y yo tomé asiento en un rincón del vagón, procurando pasar inadvertido-. Bueno, general… -agregó, examinando con atención el documento-. ¿Pone todo lo que hemos acordado?
– Sí, señor -contestó Ruzski sentándose a su vez-. Sólo falta su firma.
– ¿Y mi familia? ¿Estará a salvo?
– En estos momentos están bajo la protección del ejército del gobierno provisional en Zárskoie Selo -respondió con cautela-. No sufrirán ningún daño; se lo prometo.
– ¿Y mi esposa? -añadió el zar con la voz un poco trémula de emoción-. ¿Garantizan su seguridad?
– Por supuesto. Sigue siendo la zarina.
– Sí, lo es -afirmó sonriendo-. Por el momento. General, ha dicho usted que están «bajo la protección del ejército». ¿Se trata de un eufemismo para no decir que son prisioneros?
– Su condición aún está por decidir, señor.
Su respuesta me dejó asombrado. ¿Quién era él para hablarle así al zar? Era un ultraje. Además, no me gustó la idea de que Anastasia fuera vigilada por miembros de ese gobierno provisional. Al fin y al cabo, era una gran duquesa imperial; hija, nieta y bisnieta de ungidos por Dios.
– Hay otra cuestión -dijo el zar tras una larga pausa-. Desde nuestra última conversación, he cambiado de opinión en una cosa.
– Señor, ya hemos discutido sobre esto -repuso el general con tono cansado-. No hay forma de que…
– No, no -lo interrumpió-. No es lo que piensa. Está relacionado con la sucesión.
– ¿La sucesión? Pero ya ha tomado una decisión al respecto. Abdicará en su hijo, el zarévich Alexis.
Me incorporé en el asiento al oír esas palabras y casi se me escapó un grito de horror. ¿Era eso cierto? ¿Estaba el zar a punto de renunciar al trono? De inmediato comprendí que sí, por supuesto. Ya sabía que la cosa acabaría así. Todos lo sabíamos. Sencillamente, no quería afrontarlo.
– Todos nosotros… y con ese «nosotros» me refiero a mi familia inmediata: mi esposa, mis hijos y yo -dijo el zar-, seremos enviados al exilio una vez que se invoque este documento, ¿no es así?
El general titubeó sólo un instante, para luego asentir.
– Sí, señor. Sí; será imposible garantizar su seguridad en Rusia. Sus parientes en Europa quizá…
– Sí, sí -lo cortó con desdén-. El primo Jorge y esa gente. Sé que se ocuparán de nosotros. Pero si Alexis se convirtiera en zar, ¿se vería obligado a quedarse en Rusia? ¿Sin su familia?
– Es lo más probable, en efecto.
El zar asintió con la cabeza.
– Entonces quiero añadir una cláusula al documento. Deseo renunciar no sólo a mi derecho al trono, sino también al de mi hijo. La Corona puede pasar a mi hermano Miguel en su lugar.
El general se arrellanó en la silla y se acarició el bigote unos instantes.
– Majestad, ¿le parece sensato? ¿No merece el niño la oportunidad de…?
– El niño -espetó-, como usted ha dicho claramente, no es más que un niño. Sólo tiene doce años. Y no está bien. No puedo permitir que lo separen de Sunny y de mí. Haga el cambio, general, y firmaré su documento. Entonces quizá disfrute de un poco de paz. Al menos merezco eso después de todos estos años, ¿no está de acuerdo?
El general Ruzski vaciló un segundo antes de asentir con la cabeza y garabatear en la página mientras el zar miraba por la ventana. Clavé mis ojos en él, confiando en que percibiera mi mirada y se volviera para así ofrecerle una pequeña semblanza de apoyo, pero no lo hizo hasta que el general le murmuró algo. Entonces cogió rápidamente el papel, le echó un vistazo y lo firmó.
Todos permanecimos inmóviles después de aquello, hasta que Nicolás se levantó.
– Ya pueden irse -dijo en voz baja-. Los dos, por favor.
El general y yo nos dirigimos a la puerta y la cerramos detrás de nosotros.
Dentro, el último zar se quedó a solas con sus pensamientos, recuerdos y pesares.