Las noches blancas

La guerra no nos favorecía.

Cuando los disturbios callejeros se convirtieron en ataques a depósitos de grano y almacenes municipales, la atmósfera de confianza arrogante que rodeaba a la familia imperial y su séquito empezó a ser reemplazada por frustración e inquietud. Sin embargo, durante todo el proceso los zares continuaron dividiendo el tiempo entre los palacios de San Petersburgo, Livadia y Zarskoie Selo, y los viajes de placer a bordo del Standart, como si el mundo fuera como había sido siempre; y sus pobres seguidores recogíamos nuestras pertenencias para ir tras ellos a donde fuesen.

En ocasiones parecían absolutamente inconscientes de lo que sentía el pueblo al que gobernaban, pero a medida que iban llegando más noticias del frente sobre la cifra de bajas rusas, el zar decidió abandonar el Palacio de Invierno y sustituir a su primo, el gran duque Nicolás Nikoláievich, al mando de las fuerzas armadas. Para mi sorpresa, la zarina apenas se opuso a semejante decisión, aunque lo cierto es que en esa ocasión su marido no planeaba permitir que Alexis lo acompañara.

– Pero ¿es totalmente necesario? -quiso saber Alejandra cuando la familia se reunió en una de sus suntuosas comidas.

Yo permanecía de pie en la hilera que formaban mayordomos y criados contra la pared del comedor; no nos estaba permitido respirar demasiado sonoramente, no fuéramos a perturbarla imperial digestión. Como es natural, me había situado frente a Anastasia para observarla mientras comía; cuando ella se atrevía, me miraba y esbozaba una dulce sonrisa que me hacía olvidar el cansancio en las piernas.

– No debes ponerte en peligro, Nico. Al fin y al cabo, llevas demasiadas responsabilidades a tus espaldas.

– Sí, lo sé, pero es importante hacer algunos cambios -respondió el zar, tendiendo una mano hacia un elaborado samovar que había en la mesa para llenarse de nuevo la taza; entrecerró los ojos mientras vertía el té, como si éste pudiera hipnotizarlo y transportarlo por arte de magia a un lugar más feliz.

Un instante después se masajeaba las sienes con la yema de los dedos, con gesto de agotamiento. Advertí que había perdido mucho peso en esos últimos meses y que el cabello espeso y negro estaba veteado de gris. Parecía llevar sobre sus hombros una carga enorme y terrible, una carga que no iba a soportar mucho tiempo más.

– Inglaterra teme que retiremos nuestras tropas del frente -prosiguió con tono cansado-. El primo Jorge me lo ha contado en una carta. Y en cuanto a Francia…

– Le habrás dicho que no vamos a hacer tal cosa, ¿verdad? -lo interrumpió la zarina, horrorizada ante semejante idea.

– Por supuesto, Sunny -contestó irritado-. Pero cada vez es más difícil aportar un argumento convincente. La mayoría de los territorios polacos rusos están controlados ahora por el primo Guille y sus matones alemanes, por no mencionar las regiones bálticas.

Puse los ojos en blanco al oírlo; me resultaba extraordinario que los líderes de esos países mantuvieran una relación familiar tan cercana. Era como si todo el asunto se redujera a un juego de niños: Guille, Jorge y Nico corriendo por un jardín, disponiendo sus fuertes y soldados de juguete, disfrutando de una tarde de gran diversión hasta que uno de ellos llegaba demasiado lejos y un adulto responsable tenía que separarlos.

– No; ya he tomado una decisión -prosiguió el zar con tono firme-. Si me coloco al frente del ejército, será una muestra tanto para nuestros aliados como para nuestros enemigos de la seriedad de mis intenciones. Y también será bueno para la moral de los hombres. Es importante que me vean como un zar guerrero, un gobernante que combatirá junto a ellos.

– Entonces debes ir -aprobó la zarina, encogiéndose de hombros mientras retiraba la cáscara a una langosta y examinaba su carne en busca de imperfecciones, antes de concederle el honor de comérsela-. Pero mientras estés fuera…

– Tú quedarás, por supuesto, a cargo de nuestras obligaciones constitucionales -dijo él anticipándose a su pregunta-, tal como dicta la tradición.

– Gracias, Nico -repuso con una sonrisa, alargando una mano para posarla unos instantes sobre la de su esposo-. Me complace que tengas tanta fe en mí.

– Claro que la tengo -afirmó él, sin parecer muy convencido de la sensatez de su decisión, pero sabedor de que sería imposible colocar a nadie en una posición superior a la de su esposa. Aparte de ella, la única persona adecuada era un niño de once años.

– Además -añadió la zarina en voz queda, apartando la vista de su marido-, tendré cerca a mis consejeros en todo momento. Prometo escuchar atentamente a tus ministros, incluso a Stürmer, a quien detesto.

– Es un primer ministro eficiente, Sunny.

– Es un petimetre y un pusilánime -espetó ella-. Pero tú lo has elegido, y recibirá todas las atenciones, como corresponde a su cargo. Y el padre Grigori nunca se apartará de mi lado, desde luego. Su consejo será muy valioso para mí.

Advertí que el zar se quedaba helado ante la mención del stáretz, y un temblor en la mandíbula reveló su hostilidad a la influencia que pudiera ejercer tan malévola criatura, pero si tenía preocupaciones o argumentos que exponer, se los guardó para sí y se limitó a asentir resignado.

– Entonces estarás bien atendida -concluyó en voz baja tras una pausa respetable, y no se dijo más sobre el tema.

– Aunque lo cierto es que no podré dedicar todo mi tiempo a los asuntos constitucionales -continuó la zarina poco después, con cierto tono de ansiedad; y yo me volví ligeramente para mirarla, al igual que su esposo, que dejó la taza y frunció el entrecejo.

– ¡Oh! ¿Y puede saberse por qué, Sunny?

– He tenido una idea. Y confío en que te parezca buena.

– Bien, no puedo decidirlo hasta que me la cuentes, ¿no crees? -replicó el zar sonriendo, aunque su voz revelaba cierta impaciencia, como si temiera lo que hubiese ideado su esposa.

– He pensado que yo también podría hacer algo por ayudar al pueblo -anunció ella-. Sabes que visité el hospital que está frente a la catedral de San Isaac la semana pasada, ¿no?

– Sí, lo mencionaste.

– Bueno, pues fue horrible, Nico, espantoso. No tienen médicos ni enfermeras suficientes para atender a los heridos, que llegan a centenares, durante todo el día. Y no sólo allí, sino en toda la ciudad. Me han dicho que hay más de ochenta hospitales diseminados por San Petersburgo en estos momentos.

El zar frunció el entrecejo y apartó la vista un instante; no le gustaba afrontar las realidades de la guerra que se estaba librando. No le gustaba la imagen de los jóvenes que llegaban en camillas.

– Estoy seguro de que se está haciendo cuanto se puede por ellos, Sunny -declaró al fin.

– Pero de eso se trata precisamente -adujo ella, con el rostro encendido por la emoción-. Siempre se puede hacer algo más. Y he pensado que podía ser yo quien lo hiciera. He pensado que podría colaborar como enfermera.

Por primera vez, que yo recordara, se hizo un silencio absoluto en el comedor imperial. Todos los miembros de la familia parecían haberse convertido en piedra, con los tenedores y cuchillos suspendidos en el aire, mirando a la zarina como si no diesen crédito a sus oídos.

– Bueno, ¿por qué me miráis todos así? -quiso saber-. ¿De verdad es tan extraordinario que quiera ayudar a esos muchachos que tanto sufren?

– No, claro que no, Sunny -contestó el zar recobrando la voz-. Es sólo que… bueno, tú no tienes formación como enfermera, eso es todo. Puede que no seas más que un obstáculo para la buena labor que se está realizando allí.

– Pero de eso se trata precisamente, Nico -repitió ella-. Hablé con uno de los médicos, y él me dijo que sólo costaría unos días formar a una persona lega como yo para ayudar en las tareas básicas de enfermería. Oh, no es que vayamos a realizar operaciones ni nada parecido. Sólo estaremos allí para ayudar un poco. Para curar heridas, cambiar vendajes, incluso limpiar un poco. Me siento… Verás, este país ha sido muy bueno conmigo desde que me trajiste aquí hace ya muchos años. Y por cada bellaco irrespetuoso que deshonra mi nombre, hay un millar de rusos leales que aman a su emperatriz y darían su vida por mí. Ésta es mi forma de demostrarles que soy digna de ellos. Di que puedo hacerlo, Nico, por favor.

Él tamborileó con los dedos sobre el mantel unos instantes, sopesando la petición, tan sorprendido como todos por el súbito ataque de filantropía de su mujer. Sin embargo, la zarina parecía sincera, y por fin el zar se encogió de hombros y esbozó una sonrisa nerviosa antes de asentir con la cabeza.

– Creo que es una idea maravillosa, Sunny. Y por supuesto cuentas con mi permiso. Pero ten cuidado; es todo lo que te pido. Habrá que disponer ciertas medidas de seguridad, pero si es eso lo que quieres, ¿quién soy yo para interponerme en tu camino? El pueblo comprobará hasta qué punto nos preocupa a ambos su bienestar y el éxito del esfuerzo de guerra. Sólo he de preguntarte una cosa. Has hablado en plural, no en singular. ¿A qué te referías?

– Bueno, no me gustaría acudir sola a esos sitios -explicó la zarina volviéndose hacia el resto de la familia-. He pensado que Olga y Tatiana podrían acompañarme. Al fin y al cabo, ya son mayores de edad. Y pueden ser útiles.

Miré a las dos hijas mayores de los zares, que habían palidecido un poco ante la mención de sus nombres. Al principio no dijeron nada; se limitaron a mirar a su madre, luego a su padre, y después la una a la otra con consternación.

– ¿Padre? -inquirió Tatiana, pero él ya asentía con la cabeza, como si estuviese decidido.

– Es una idea magnífica, Sunny. Hijas mías, no puedo deciros cuan orgulloso me siento de que queráis contribuir ayudando de esta manera.

– Pero, padre -intervino Olga, perpleja con la idea-, ésta es la primera vez que oímos hablar de…

– Haces que me sienta muy orgulloso de ti, mi querida Sunny-la interrumpió el zar, inclinándose para cogerle la mano a su esposa-. Todos lo hacéis. ¡Qué gran familia tengo! Y si con esto los mujiks no dejan de envilecer nuestro nombre, no sé qué lo logrará. Son actos como éste los que ganan las guerras, no la lucha. La lucha, nunca. Lo comprendéis, hijos míos, ¿verdad?

– ¿Y yo, padre? -intervino de pronto Anastasia-. ¿Puedo ayudar también?

– No, no, shvipsik-respondió el zar, riendo-. Eres todavía demasiado joven para ver esas cosas.

– ¡Tengo dieciséis años!

– Pues cuando tengas dieciocho, como Tatiana, podremos reconsiderarlo. Si es que la guerra no ha terminado para entonces, Dios no lo quiera. Pero no te preocupes, que encontraremos otras formas de que tú y María seáis de utilidad. Todos ayudaremos. La familia entera.

Solté un suspiro de alivio porque no permitiesen a Anastasia unirse a su madre y sus hermanas, pues todo el asunto se me antojaba, aunque generoso, un poco insensato. Un puñado de enfermeras sin formación y rodeadas por guardaespaldas, metidas en un hospital, más me parecía un método para estorbar que una ayuda. Sin embargo, quizá mi suspiro fue demasiado audible, pues la zarina se giró para mirarme, algo que detestaba, con los ojos muy abiertos por la irritación.

– Y tú, Georgi Danílovich, ¿tienes algo que decir en este asunto?

– Le ruego me disculpe, majestad -repuse sonrojándome-. Me picaba la garganta, nada más.

La zarina enarcó una ceja con expresión de desagrado antes de volver a su comida, y advertí que Anastasia me sonreía como siempre.

– Qué horrible es todo esto -se lamentó la gran duquesa Tatiana semanas después, sentada con María, Anastasia y Alexis en su salón privado, al final de una jornada especialmente agotadora.

Se la veía pálida y había perdido peso desde que empezara como enfermera; las profundas ojeras atestiguaban que se levantaba temprano y se acostaba tarde, mientras que la incomodidad de su postura sugería que comenzaba a dolerle la espalda de pasarse largas horas inclinada sobre las camas de soldados heridos. Como el zarévich estaba presente, yo también lo estaba, y Serguéi Stasyovich completaba el grupo, no de pie y en posición de firmes como correspondía, sino descansando en el brazo de uno de los sofás junto a la gran duquesa María, liando un cigarrillo con gesto despreocupado, como si no fuera un criado de la familia imperial sino un amigo íntimo.

– Los hospitales están a rebosar -continuó Tatiana- y los hombres tienen heridas terribles; a algunos les falta un miembro, o un ojo. Hay sangre por todas partes, y gemidos y lamentos constantes. Los médicos corren de aquí para allá gritando órdenes, sin tener en cuenta el rango de nadie, y su lenguaje raya en lo blasfemo. Hay mañanas en que desearía caer enferma para no tener que ir allí.

– ¡Tatiana! -exclamó María, escandalizada, pues compartía el sentido del deber de su padre hacia los soldados y envidiaba la nueva responsabilidad de sus hermanas mayores. Le había rogado a su madre que le permitiera ir con ellas, pero, al igual que a Anastasia, se lo había negado-. No deberías decir esas cosas. Piensa en la agonía que están soportando nuestros soldados.

– María Nikolaevna tiene razón -intervino Serguéi, participando en la conversación por primera vez y mirando a Tatiana con desagrado, una expresión que probablemente ella no había visto antes en el rostro de nadie-. El asco que sientes al ver sangre no es nada comparado con el sufrimiento que padecen esos hombres. ¿Y qué es un poco de sangre, al fin y al cabo? Todos estamos llenos de ella, no importa de qué color sea.

Me volví hacia él, sorprendido. Una cosa es que estuviésemos presentes en conversaciones como aquélla e incluso que hiciésemos un comentario de vez en cuando, pero criticar abiertamente a una de las grandes duquesas era una impertinencia intolerable.

– No estoy diciendo que yo sufra más que ellos, Serguéi Stasyovich -replicó Tatiana con las mejillas arreboladas por el enfado-. Jamás insinuaría nada parecido. Sólo quiero decir que es un espectáculo que nadie debería presenciar.

– Por supuesto, Tatiana -convino María-. Eso es obvio. Pero ¿no lo ves? Para nosotros está muy bien discutir sobre estas cuestiones, abrigados y todos juntos aquí, en el Palacio de Invierno, pero piensa en los jóvenes que están muriendo para asegurar la continuidad de nuestra forma de vida. Piensa en ellos y dime que no te dan muchísima pena.

– Pero, hermana, claro que me dan pena -protestó Tatiana levantando la voz, exasperada-. Y me ocupo de sus heridas, les leo, les susurro al oído, y hago cuanto puedo para que se sientan cómodos. ¡Oh, qué más da! Me habéis malinterpretado por completo. En cuanto a ti, Serguéi Stasyovich -añadió, mirándolo iracunda-, quizá no hablarías con tanta arrogancia si estuvieses en el frente en lugar de aquí.

– ¡Tatiana! -exclamó María, horrorizada.

– Bueno, pues es verdad -insistió Tatiana, echando la cabeza atrás de una forma que me recordó a su madre-. Además, ¿quién es él para hablarme de esa manera? ¿Qué sabe él de la guerra, cuando se pasa el día siguiéndonos y practicando pasos cruzados y ataques en flecha?

– Algo sé de la guerra -respondió Serguéi aguzando la mirada, furioso-. Al fin y al cabo, tengo seis hermanos luchando por la continuidad de tu familia. O los tenía, al menos. Tres han acabado muertos, uno desaparecido en combate, y de los otros dos no tengo noticias desde hace más de siete semanas.

Tatiana tuvo el buen criterio de ruborizarse un poco ante el comentario y quizá de sentirse un poco avergonzada. Advertí que, al mencionar Serguéi a sus hermanos, la gran duquesa María se había erguido en el asiento, como si quisiera acercarse a él y ofrecerle consuelo. Tenía lágrimas en los ojos; se la veía muy hermosa en ese momento, con las sombras que proyectaba el fuego bailando trémulas sobre su piel pálida. Serguéi también advirtió sus lágrimas, y las comisuras de su boca se elevaron en un asomo de sonrisa. Me sorprendió observar tanta intimidad entre ellos, y también me emocionó.

– No digo que desee encontrar una forma de no ir -declaró Tatiana, mirándonos de uno en uno para asegurarse de que comprendíamos hasta qué punto hablaba en serio-. Sólo deseo que la guerra acabe pronto, eso es todo. Sin duda es lo que todos deseamos. Así, las cosas podrán volver a ser como antes.

– Pero las cosas nunca volverán a ser como antes -me oí decir, y entonces me tocó ser el destinatario de su gélida mirada.

– ¿Por qué dices eso, Georgi Danílovich?

– Sólo digo, alteza, que hay tiempos y estilos de vida que se han perdido para siempre. Cuando la guerra haya acabado, cuando la paz se restablezca, el pueblo va a exigirles más a sus líderes que en el pasado. Es obvio. Apenas habrá familias en este país que no hayan perdido un hijo en la lucha. ¿No cree que pedirán alguna compensación por sus pérdidas?

– ¿Una compensación? ¿A quién? -preguntó con frialdad.

– Bueno, pues a vuestro padre, por supuesto.

La gran duquesa abrió la boca para contestar, pero debía de estar demasiado impresionada por mi impertinencia para encontrar las palabras. El silencio duró sólo unos instantes, hasta que ella apartó la mirada haciendo aspavientos de frustración.

– Mi hermana sólo desea que todo vuelva a ser como antes -intervino María interpretando el papel de conciliadora-. No me parece un deseo tan terrible. Éste era un país maravilloso en que crecer. Había bailes en palacio todas las noches, y magníficas fiestas. A todos nos gustaría que las cosas hubiesen seguido así para siempre.

No respondí, pero le dirigí a Serguéi una mirada divertida, con la intención de burlarme de la inocencia y la ingenuidad de María. Mas, para mi sorpresa, él no me devolvió la sonrisa sino que me miró furibundo, como si le ofendiese que yo lo incluyera en alguna broma particular contra la gran duquesa María.

– Deberías sentirte afortunada, Tatiana -dijo Anastasia, hablando por primera vez-. Supone un gran honor para ti ayudar así a las tropas. Estás salvando vidas.

– Oh, pero lo hago fatal -dijo entre suspiros-. ¡Y sólo ver todos esos miembros cercenados…! No puedes entenderlo, shvipsik, a menos que lo veas. ¿Sabes que ayer mismo nuestra madre ayudó en una operación en que a un chico de diecisiete años le amputaron las dos piernas? Ella tuvo que quedarse allí y ser testigo de aquello, ayudando en lo que pudo. Pero los gritos del muchacho… Juro que volveré a oírlos cuando me llegue la hora.

– Yo sólo desearía tener un par de años más para poder ayudar -dijo Anastasia con firmeza, poniéndose en pie para dirigirse a la ventana y asomarse al patio.

Oí el murmullo del agua que caía en la fuente, e imaginé que Anastasia miraba hacia la arcada cercana, donde yo la había estrechado entre mis brazos por primera vez y nos habíamos besado. Ansié que se volviese y me mirara a los ojos, pero permaneció allí, silenciosa y firme, mirando más allá de los muros de palacio.

– Bueno, pues puedes ocupar mi sitio cuando quieras -repuso Tatiana, levantándose y alisándose la falda-. Me siento absolutamente desdichada y tengo la intención de darme un largo baño. Buenas noches -concluyó, y salió de la habitación como si hubiese sido víctima de una gran ofensa, seguida por María, que miró atrás como si tuviese un último comentario que hacer, pero se marchó sin decir palabra.

Instantes después, Serguéi se fue también, aduciendo una tarea olvidada, y la velada finalizó. Mientras Anastasia acompañaba a Alexis a su habitación, yo me quedé unos minutos en el saloncito, apagando algunas luces hasta dejar sólo unas pocas velas encendidas, previendo el momento en que ella regresaría, cerraría las puertas detrás de sí y se refugiaría en mis brazos.


Nunca había experimentado las noches blancas, y fue idea de Anastasia que las viese por primera vez con ella. Lo cierto es que ni siquiera había oído hablar antes del fenómeno y pensé que me volvía loco cuando, al despertar inquieto en plena noche, abrí los ojos y vi la luz del día brillando en mi habitación. Creyendo que se me habían pegado las sábanas, me lavé y vestí rápidamente. Crucé corriendo el pasillo hacia el cuarto de juegos, donde solía encontrarse Alexis a esas horas, leyendo uno de sus libros militares o entreteniéndose con algún juguete nuevo.

Pero la habitación estaba desierta, y al recorrer los distintos salones y zonas de recepción, cada uno tan vacío como el anterior, empecé a sentir pánico y me pregunté si habría ocurrido alguna calamidad durante la noche, mientras yo dormía. Sin embargo, no estaba lejos del dormitorio del zarévich, y cuando me precipité en su interior, me alivió comprobar que el niño estaba profundamente dormido en su cama, tumbado sobre la colcha y con una pierna colgando.

– Alexis -dije, sentándome a su lado y sacudiéndolo con suavidad por un hombro-. Alexis, amigo mío. Vamos, deberías haberte levantado ya.

Él gruñó y murmuró algo indescifrable antes de girarse de costado; no pude sino imaginar qué diría su madre si aparecía para darle un beso de despedida antes de salir hacia el hospital y lo encontraba todavía acostado, y lo sacudí de nuevo para impedir que volviera a dormirse.

– Alexis, despierta ya. Deberías estar en clase.

Abrió lentamente los ojos y me miró como si no supiera dónde estaba, antes de dirigir la vista a la ventana, donde la luz penetraba a través de las cortinas.

– Es plena noche, Georgi -protestó haciendo un mohín, y luego bostezó exageradamente, estirando los brazos-. Todavía no tengo que levantarme.

– No, no es de noche. Mira cuánta luz hay. Deben de ser ya… -Eché un vistazo al reloj que colgaba en la pared de su habitación y me sorprendió comprobar que eran poco más de las cuatro. Sin embargo, no era posible que todos hubiésemos dormido hasta la tarde, de modo que sólo podían ser las cuatro de la mañana.

– Vuelve a la cama, Georgi -musitó Alexis, volviéndose de lado para dormirse de inmediato con la facilidad de quien tiene la conciencia tranquila.

Desorientado, regresé a mi habitación y me metí otra vez en la cama, aunque tan confundido que me resultó imposible dormir.

A la mañana siguiente me encontré a solas con Anastasia cuando ella acababa el desayuno, y me explicó el fenómeno.

– Lo llamamos las noches blancas. ¿Nunca lo habías oído mencionar?

– No.

– Yo pienso que debe de ser propio de San Petersburgo. Tiene algo que ver con que la ciudad esté situada muy al norte. Monsieur Gilliard nos lo explicó hace poco. En esta época del año, durante unos días el sol no desciende por debajo del horizonte, de forma que el cielo no se oscurece. Da la impresión de que sea de día todo el tiempo, aunque supongo que de madrugada hay cierta sensación de crepúsculo.

– Qué extraordinario. Estaba seguro de que había dormido más de la cuenta.

– Oh, no te permitirían dormir más de la cuenta -replicó encogiéndose de hombros-. Alguien iría en tu busca, seguro.

Asentí con la cabeza, algo irritado por el comentario, sensación que sólo se vio aliviada cuando Anastasia se acercó y, tras asegurarse de que no había nadie observándonos, me besó levemente en los labios.

– ¿Sabes una cosa? Es tradicional que los jóvenes amantes recorran juntos las riberas del Neva durante las noches blancas -añadió con una sonrisa coqueta.

– ¿De verdad? -pregunté sonriendo de oreja a oreja.

– Sí. Incluso se sabe de algunos que han hecho allí planes de matrimonio. Es un fenómeno tan curioso como el de las propias noches blancas.

– Bueno -contesté liberándome de sus brazos, juguetón, como si la idea de semejante compromiso me repugnara-, entonces más vale que me vaya.

– ¡Georgi! -exclamó, riendo.

– Lo digo en broma -dije, estrechándola de nuevo entre mis brazos, aunque con cierto nerviosismo. De los dos, yo era siempre el que más temía que nos descubrieran, quizá porque sabía que el castigo sería mucho más severo para mí que para ella-. Pero me parece un poco pronto para comprometernos, ¿no crees? Prefiero no imaginar qué diría tu padre.

– O mi madre.

– O tu madre -coincidí con una mueca, pues, aunque la idea de que me permitieran casarme con una hija de los zares era absurda, una pequeña parte de mí creía que el zar vería una unión por amor con mejores ojos que la zarina. Nada de eso venía al caso, desde luego. Nunca podría celebrarse tan inapropiado enlace, y ése era un hecho sobre el que tanto Anastasia como yo tratábamos de no pensar.

– Aun así -dijo para evitar tan incómodo momento-, no puedes estar en San Petersburgo y no experimentar las noches blancas. Iremos esta noche.

– ¿Iremos? -repetí-. ¿Te refieres a nosotros dos?

– Bueno, ¿por qué no? Al fin y al cabo, puede que haya luz, pero seguirá siendo de noche. El palacio entero estará durmiendo. Podemos escaparnos, bien disfrazados, y nadie lo sabrá nunca.

Fruncí el entrecejo.

– ¿No es un poco arriesgado? ¿Y si nos ve alguien?

– No nos verán. Siempre y cuando no llamemos la atención, claro.

Yo no estaba muy seguro de que fuera un plan sensato, pero el entusiasmo de Anastasia me convenció, así como la idea de los dos solos recorriendo la ribera del río de la mano, como las demás parejas que paseaban por las noches. Por una vez seríamos gente corriente. No una gran duquesa y un miembro de la Guardia Imperial. No una princesa ungida y un mujik. Sólo dos personas.

Georgi y Anastasia.

Como siempre, la familia imperial se fue a la cama temprano, en particular ahora que el zar se encontraba en Stavka y la zarina y sus dos hijas mayores se levantaban a las siete para estar en el hospital una hora más tarde. Así pues, decidimos encontrarnos en la columna de Alejandro, en la plaza del Palacio, a las tres de la madrugada, cuando tuviésemos la seguridad de que no habría nadie despierto para vernos. Me fui a la cama a medianoche como siempre, pero no pude dormir. Leí unos capítulos de un libro que había cogido de la biblioteca, un volumen de la poesía de Pushkin que estaba leyendo con el propósito de educarme un poco; no entendía gran cosa, pero me esforzaba al máximo en concentrarme. Cuando llegó la hora de irme, me puse unos pantalones, una camisa y un abrigo, no el uniforme de guardia, y bajé con sigilo la escalera para salir a aquella peculiar y luminosa noche.

Nunca había visto la plaza tan tranquila, pero aún quedaba gente cruzándola, animada por la extraña iluminación nocturna. Grupos de soldados que volvían de alguna aventura pasaban sin prisas y armando alboroto. Dos prostitutas jóvenes y maquilladas me lanzaron miradas lascivas y me propusieron placeres sensuales que yo aún desconocía pero deseaba ardorosamente. Borrachos que regresaban de algún exceso cantaban viejas tonadas, desafinando, olvidando la letra. Sin embargo, no hablé con nadie, hice caso omiso a todo el que se dirigía a mí, y esperé en silencio en el sitio acordado hasta que mi amada asomó por detrás de una columna y levantó una mano enguantada en mi dirección. Iba ataviada de la manera más insólita. Un vestido sencillo, con un dusegrei encima, el chaleco forrado de piel que lleva la gente corriente bajo el letnik. Un par de zapatos baratos. Un pañuelo en la cabeza. Nunca la había visto llevar nada tan desprovisto de pedrería.

– ¡Dios santo! -exclamé sacudiendo la cabeza, mientras trataba de contener la risa-. ¿De dónde demonios has sacado esas cosas?

– Del armario de una de mis criadas -respondió con una risita-. Se las devolveré por la mañana; ni se dará cuenta.

– Pero ¿por qué? Es indigno de ti llevar esas…

– ¿Indigno de mí? -me interrumpió, sorprendida-. Pero, Georgi, no me conoces en absoluto si crees que pienso así.

– No -me apresuré a replicar-. No quería decir eso. Es sólo que…

– Puede haber gente que me reconozca -explicó, mirando alrededor y ciñéndose más el pañuelo-. No es probable, pero más vale no correr ese riesgo. Esta ropa me ayudará a pasar inadvertida entre la multitud.

Le cogí la mano y posé los labios sobre los de ella, adaptando el cuerpo a los contornos del suyo, con un deseo que ansiaba el reconocimiento.

– Tú jamás podrás pasar inadvertida entre la multitud, ¿aún no lo sabes?

Ella sonrió y se mordió el labio de esa forma que tanto me divertía, negando con la cabeza, pero advertí que el cumplido le había gustado.

Unos minutos después nos hallábamos en camino, bordeando el palacio hacia el sendero que discurría por la ribera del río. La noche era más cálida que la mayoría: respirábamos sin ver nubecillas de palabras no pronunciadas que se disolvían ante nosotros en el aire, y los pantalones no se me pegaban a las piernas con esa húmeda sensación que caracterizaba tantas veladas en San Petersburgo. Lo primero que vimos fue la imagen de la obra inacabada del puente del Palacio, cuya construcción se había iniciado incluso antes de mi llegada a la ciudad, pero que la guerra había interrumpido; se alzaba como un patente recordatorio del frenazo de nuestro progreso en esos últimos años. Extendiéndose desde el Hermitage hacia la isla de Vasilievski, los enormes pilares de ladrillo y acero se elevaban a ambos lados del Neva, pero no había indicios de que fueran a encontrarse nunca; parecían inclinarse como dos amantes separados por una gran extensión de agua. Advertí que Anastasia los miraba con cierto desánimo, y me dio lástima.

– ¿Estás mirando el puente? -pregunté.

Asintió con la cabeza, pero permaneció en silencio, imaginando cómo habría podido ser.

– Sí -dijo por fin-. ¿Crees que lo terminarán algún día?

– Por supuesto -contesté, y mi tono confiado ocultó mi incertidumbre-. Algún día. No puede quedarse así para siempre.

– Cuando lo empezaron, yo tenía once o doce años -recordó con una leve sonrisa-. La edad de Alexis ahora. La ley decretó que no se podría trabajar en él entre las nueve de la noche y las siete de la mañana, el espacio de tiempo que podría considerarse más apropiado para un proyecto como ése.

– ¿De veras? -repuse, sorprendido de que supiera esas cosas.

– Sí. ¿Y sabes por qué lo hicieron?

– No.

– Porque no me habría dejado dormir. A mí y a mis hermanas. Y a Alexis.

La miré y me reí, convencido de que bromeaba, pero su expresión me dijo que no era así, y no pude sino volver a reír, asombrado ante la vida tan extraordinaria que llevaba.

– Bueno, ahora puedes dormir todo lo que quieras -dije por fin-. No habrá obreros disponibles, ni acero, hasta que acabe la guerra.

– Estoy deseando que llegue ese día -declaró cuando seguimos andando.

– ¿Echas de menos a tu padre?

– Sí, mucho. Pero hay más que eso. Y no son las razones por las que mi hermana quiere que acabe la guerra. A mí no me interesan los bailes, los vestidos bonitos o las demás frivolidades que la sociedad de San Petersburgo valora por encima de otras cosas.

– ¿De verdad? -inquirí sorprendido-. Pensaba que disfrutabas de esas diversiones.

– No. No es que me desagraden exactamente, Georgi, la cosa no es tan simple. A veces pueden ser divertidas. Pero no tienes ni idea de cómo era la vida aquí antes de la guerra. Mis padres acudían a una fiesta distinta cada día de la semana. Olga acababa de ser presentada en sociedad. No habrían tardado en encontrarle marido. Algún príncipe inglés, seguramente. Y lo harán, una vez que la guerra acabe, sin duda. Siguen hablando de comprometerla con el primo David, el príncipe de Gales.

– Vaya -me asombré, pues no se me había ocurrido que Olga pudiese estar comprometida-. ¿Desde cuándo están enamorados?

– ¿Enamorados? -repitió ella, enarcando una ceja-. No seas ridículo, Georgi, no están enamorados.

– Entonces, ¿cómo es que…?

– No seas ingenuo. Seguro que sabes cómo funcionan estas cosas. Olga es una joven muy guapa, ¿no estás de acuerdo?

– Bueno, sí, por supuesto. Aunque tiene una hermana todavía más guapa.

Anastasia sonrió y apoyó la cabeza contra mi brazo mientras seguíamos con nuestro paseo. La estatua del jinete de bronce quedaba a mi izquierda, con todo el aspecto de estar a punto de cargar hacia la orilla del río.

– Pues le hará falta un marido -continuó ella-. Al fin y al cabo, es la primogénita del zar. No puede casarse con cualquiera.

– No, claro, ya entiendo.

– Y siempre se ha dicho que ella y el primo David formarían una pareja perfecta. Él será rey algún día, cuando muera el tío Jorge. Puede que falten muchos años para eso, por supuesto, pero entonces el trono será suyo. Y Olga será reina de Inglaterra, como nuestra bisabuela la reina Victoria.

Sacudí la cabeza, confuso por las asociaciones con las familias reales de Europa.

– ¿Hay alguien con quien no estéis emparentados?

– No lo creo -respondió con seriedad-. Nadie que no sea importante, en cualquier caso. El tío Jorge es rey de Inglaterra. El tío Alfonso es rey de España. El tío Cristian, de Dinamarca. Y está también el tío Guille, claro, el káiser de Alemania, aunque nos han dicho que ya no nos refiramos a él como «tío», ahora que estamos en guerra. Pero es nieto de la reina Victoria, al igual que mi madre. Quizá todo esto sea un poco extraño. ¿Te parece raro, Georgi?

– No estoy seguro de qué pensar -admití-. No consigo aprenderme todos esos nombres y los países que gobiernan. Pensaba que el príncipe de Gales era el príncipe Eduardo.

– Es la misma persona. David es su nombre de pila. Eduardo es su nombre real.

– Ya veo -afirmé, sin verlo en absoluto-. Y si Olga va a casarse con el príncipe de Gales y convertirse en reina de Inglaterra, ¿no tendrán Tatiana y María destinos similares?

– Por supuesto -contestó, ciñéndose más el abrigo, pues la noche se había vuelto más fría pese a que el sol consintiera aún en darnos su luz-. Encontrarán algún estúpido príncipe para cada una de ellas, estoy segura. No serán tan ilustres como el primo David, quizá. Supongo que Tatiana podría casarse con el primo Alberto. Mi madre propuso la idea el año pasado, y mi padre le dio su aprobación. Así podrían ser dos hermanas en la corte inglesa, lo que resultaría muy conveniente.

– ¿Y qué será de ti? -pregunté en voz baja, deteniéndome y cogiéndola del brazo para situarla delante de mí.

Las corrientes del río fluían suavemente hacia la ribera. Cuando Anastasia se giró, el viento le apartó el cabello de la frente; ella entrecerró los ojos y se llevó una mano al cuello para ajustarse el pañuelo.

– ¿De mí, Georgi?

– Sí. ¿Con quién vas a casarte tú? ¿Voy a perderte por culpa de algún príncipe inglés? ¿O de uno griego? ¿O danés? ¿Un italiano, quizá? Al menos revélame la nacionalidad de mi rival.

– Oh, Georgi -suspiró con tristeza, intentando apartarse, pero yo no pensaba dejarla ir con tanta facilidad.

– Dímelo -insistí, atrayéndola hacia mí-. Dímelo ahora; así estaré preparado cuando me rompas el corazón.

– Pero eres tú, Georgi -dijo, y los ojos se le llenaron de lágrimas cuando se inclinó para besarme-. Es contigo con quien pretendo casarme. Con nadie más.

– Pero ¿qué puedo ofrecerte yo? -repuse, con un amor y un deseo desesperados-. No tengo un reino que darte, ¿comprendes? Ni un principado. Ni tierras sobre las que reinar. Vengo sin títulos ni origen, sin dinero o expectativas. Soy simplemente yo. Sólo soy Georgi. No soy nadie.

Ella titubeó y me miró a los ojos. Vi tristeza en los suyos. Angustia. Supe que no le importaba que yo no tuviese perspectivas en el mundo, que no le hacía falta que fuese de sangre real para amarme. Aun así, aquella cuestión se interponía entre nosotros y nos dividía, como las corrientes del Neva, que separaban los dos extremos inacabados del puente del Palacio. La guerra concluiría, ese día llegaría al fin, y el zar decidiría entonces. Otro joven llegaría a San Petersburgo. Le presentarían a Anastasia, y los dos bailarían una mazurca en el palacio de Marinski ante la atenta mirada de toda la sociedad, y a ella no le quedaría otra opción que obedecer. Y ése sería el fin del asunto. La comprometerían con otro. Y yo estaría perdido.

– Hay una posibilidad… -empezó, pero antes de que pudiera decir más nos interrumpieron, sobresaltándonos. Tan inmersos estábamos en nuestra conversación que habíamos permanecido ajenos a cuanto nos rodeaba, y el sonido de una voz masculina a mi lado nos devolvió al mundo real.

– Disculpad -dijo un joven, más o menos de mi edad y con un atuendo parecido al mío-. ¿Tendríais por casualidad una cerilla?

Eché un vistazo al cigarrillo que me mostraba y me palpé los bolsillos del abrigo en busca de fuego. Anastasia se apartó y retrocedió un poco por el sendero, cruzando los brazos para protegerse del frío mientras contemplaba el agua. Encontré una cajita de cerillas y, mientras el chico la cogía, advertí que su acompañante, una joven campesina, miraba fijamente a Anastasia. Tendría la misma edad que mi amada, dieciséis años como mucho, y unas facciones bonitas, estropeadas tan sólo por una cicatriz que le recorría la mejilla izquierda desde debajo del ojo hasta más allá del pómulo. El joven, apuesto, de cabello rubio y sonrisa espontánea, encendió el cigarrillo y me dio las gracias.

– Todos vamos a tener sueño mañana por la tarde -comentó, mirando hacia el luminoso horizonte.

– Es probable -respondí-. No dejo de pensar que debería sentir cansancio, y sin embargo no es así. La luz me está jugando una mala pasada.

– El año pasado permanecí despierto los tres días enteros -explicó, y dio una buena calada al cigarrillo-. Se suponía que debía volver con mi regimiento inmediatamente después, pero me quedé dormido. Casi me fusilan por ello.

– ¿Eres soldado?

– Lo era. Me dispararon en un hombro y ya no puedo mover este brazo. -Indicó con la cabeza el costado izquierdo-. Así que me dejaron marchar.

– Qué suerte -dije con una sonrisa.

– No tanta -replicó sacudiendo la cabeza-. Debería estar allí, no aquí. Quiero luchar. ¿Y tú? -preguntó, mirándome de arriba abajo para asegurarse de que estaba sano-. ¿Estás en el ejército?

– Estoy de permiso -mentí-. He de volver a finales de semana.

Él asintió con la cabeza y pareció apenado.

– Te deseo lo mejor, entonces -dijo, mirando hacia Anastasia y sonriendo-. Os deseo lo mejor a los dos.

– Lo mismo digo.

– Bueno, que disfrutéis de la velada -concluyó, volviéndose para cogerle la mano a su amada.

Pero ella miraba a Anastasia con asombro en el rostro, como si la Virgen María en persona hubiese descendido del cielo para pasear entre nosotros por las riberas del río. La había reconocido, por supuesto. Era obvio. Y como la mayoría de los mujiks, consideraba que el mismísimo Dios la había designado para la posición que ocupaba. Contuve el aliento, preguntándome si se pondría a gritar y nos delataría, pero prevaleció su sumisión y, sacudiendo la cabeza para salir de su estupor, lo que hizo fue tender una mano para coger la derecha de Anastasia, dejarse caer de rodillas en los adoquines mojados y llevarse la mano a los labios un instante. Observé a esa hermosa joven, cuyo rostro había sufrido una herida terrible, quién sabría cómo, con los labios contra la mano pálida y sin mácula de la muchacha que yo amaba, y sentí una súbita oleada de asombro por el hecho de hallarme en semejante situación. La joven se incorporó al cabo de un momento e inclinó la cabeza.

– ¿Puede darme su bendición? -preguntó, y Anastasia abrió mucho los ojos, sorprendida.

– ¿Mi…? -empezó.

– Por favor, alteza.

Anastasia titubeó, pero no se movió.

– Tienes mi bendición -dijo con una dulce sonrisa mien tras se inclinaba para abrazar a la joven-. Y, por poco que valga, confío en que te proporcione paz.

La muchacha sonrió y asintió con la cabeza; cogió de la mano a su soldado herido y ambos se alejaron sin decir una palabra más. Anastasia se volvió hacia mí sonriendo, con lágrimas en los ojos.

– Está haciendo frío, Georgi.

– Sí.

– Ya es hora de volver.

Asentí y la tomé de la mano. Regresamos al palacio en silencio, sin mencionar la conversación sobre sus perspectivas de matrimonio. Habíamos nacido en dos mundos distintos, era así de simple. Tan imposible era cambiar quiénes éramos como alterar el color de nuestros ojos.

Nos separamos al llegar a la plaza del Palacio con un último y afligido beso, y me dirigí hacia las puertas que daban a la escalera, hacia mi habitación. Al levantar la vista hacia las ventanas sin iluminar, advertí que una figura oscura me observaba desde la segunda planta, pero cuando parpadeé, tratando de distinguir quién era, el agotamiento me invadió por fin y la visión pareció disolverse, como si sólo hubiese sido una ilusión. No le di mayor importancia en ese momento, y me fui derecho a la cama.

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