Fue un instante que jamás había concebido en mi imaginación. Yo, Georgi Danílovich Yachmenev, hijo de un siervo, un don nadie, agazapado en un bosquecillo en la penumbra de una gélida noche en Ekaterimburgo, estrechando entre mis brazos a la mujer que amaba, la gran duquesa Anastasia Nikoláevna Romanova, hija menor de su majestad imperial el zar Nicolás II y la zarina Alejandra Fédorovna Romanova. ¿Cómo había llegado a eso? ¿Qué extraordinario destino me había llevado de las cabañas de troncos de Kashin al abrazo de una ungida por Dios? Tragué saliva con nerviosismo, y mi estómago llevó a cabo sus propias revoluciones mientras trataba de comprender qué había sucedido.
En la distancia, las luces de la casa Ipátiev se encendían y apagaban, y en su interior se oían los contradictorios sonidos de gritos airados y risas histéricas. Entornando los ojos, vi al cabecilla bolchevique ante una de las ventanas de arriba; la abrió, se asomó y estiró el cuello de forma casi obscena para observar el panorama de derecha a izquierda, antes de estremecerse de frío, volver a cerrarla y desaparecer de la vista.
– Anastasia -musité, apartándola unos centímetros de mi cuerpo para verla mejor; ella había pasado los últimos minutos aferrada a mí, como si tratara de horadarme el pecho para llegar al corazón y encontrar allí su escondrijo-. Anastasia, amor mío, ¿qué ha ocurrido? He oído disparos. ¿Quién ha sido? ¿Los bolcheviques? ¿El zar? ¡Háblame! ¿Hay alguien herido?
No dijo una palabra; se quedó mirándome como si yo no fuera un hombre, sino una figura de una pesadilla que se disolvería en una miríada de fragmentos en cualquier instante. Parecía no reconocerme, ella, que me había hablado de amor, que me había prometido su devoción eterna. Le cogí las manos y a punto estuve de soltárselas. Si hubiese ido camino de la tumba no las habría tenido más frías. En ese instante perdió la compostura y empezó a temblar espasmódicamente; un sonido gutural de respiración torturada le brotó de la garganta, anticipando un grito inminente.
– Anastasia -repetí, cada vez más alarmado-. Soy yo, tu Georgi. Cuéntame qué ha pasado. ¿Quién estaba disparando? ¿Dónde está tu padre? ¿Y tu familia? ¿Qué les ha ocurrido? -Pero no hubo respuesta-. ¡Anastasia!
Empecé a experimentar el horror que sigue al reconocimiento de una matanza. De niño, había presenciado el sufrimiento y la muerte de gente de Kashin, con el cuerpo devastado por el hambre o la enfermedad. Al unirme a la Guardia Imperial había visto cómo conducían hombres a la muerte, unos impasibles, otros aterrados, pero jamás había visto tanto espanto contenido como el que reflejaba el cuerpo tembloroso de mi amada. Era obvio que había presenciado algo tan terrible que aún no podía asimilarlo, pero en mi juventud e inocencia no supe cuál era la mejor forma de ayudarla.
Las voces procedentes de la casa se tornaron más audibles, y yo atraje a Anastasia hacia el abrigo de la espesura. Aunque estaba seguro de que allí no podían vernos, me preocupó que ella recobrara de pronto el juicio y nos delatara; deseé haber llevado un arma encima, por si acaso.
Tres bolcheviques salieron por las altas puertas rojas de la casa y encendieron cigarrillos, hablando en voz baja. Vi el brillo de las cerillas al encenderse una y otra vez y me pregunté si ellos también estaban nerviosos o era que la brisa apagaba los fósforos. Estaba demasiado lejos para oír su conversación, pero al cabo de unos instantes uno de ellos, el más alto, soltó un grito de angustia y oí las siguientes palabras quebrando la paz de la noche:
– Pero si se descubre que ella ha…
Nada más. Siete simples palabras sobre las que he reflexionado muchas veces en el transcurso de mi vida.
Agucé la vista, tratando de descifrar el semblante de aquellos hombres, si era alegre, exaltado, nervioso, arrepentido, conmocionado, homicida, pero me resultó difícil saberlo. Miré a Anastasia, que me aferraba tan fuerte que me hacía daño. Ella alzó la vista en ese mismo instante, y su expresión de absoluto terror me hizo pensar que lo ocurrido en aquella maldita casa la había trastornado gravemente. Abrió la boca para inspirar hondo y yo, temiendo que empezara a gritar y revelara nuestra presencia, se la tapé con la mano, como había hecho con su hermana dos noches antes. La mantuve así, con todas las fibras de mi ser rebelándose ante semejante ofensa, hasta que por fin sentí que su cuerpo se desmadejaba contra el mío y apartaba la mirada, como si su voluntad de seguir luchando se hubiese agotado.
– Perdóname, tesoro mío -le susurré al oído-. Perdona mi brutalidad. Por favor, no tengas miedo. Los soldados están ahí fuera, pero yo velaré por ti. Debes seguir en silencio, amor mío. Si nos descubren, vendrán por nosotros. Nos quedaremos aquí hasta que vuelvan dentro.
La luna salió por detrás de una nube y bañó el rostro de Anastasia con su pálido resplandor. Parecía casi serena y tranquila, como siempre la imaginaba en mis fantasías cuando surgía ante mí en la quietud de la noche. Cuántas veces había soñado que me daba la vuelta en la cama para encontrármela ahí, que me incorporaba para observarla, la única belleza que había conocido en mis diecinueve años de vida. Cuántas veces había despertado empapado en sudor, avergonzado, con su imagen desvaneciéndose de mis sueños. Pero esa serenidad suya estaba tan reñida con nuestra precaria situación que me asustó. Era como si hubiera perdido la razón. En cualquier momento podía ponerse a gritar o reír, o echar a correr entre los árboles, rasgándose la ropa, si yo cometía la imprudencia de soltarla.
De modo que la sostuve con fuerza contra mí y, como era joven, imprudente y lujurioso, no pude evitar excitarme al sentir su cuerpo pegado al mío. «Ahora podría poseerla», pensé, y me odié por mi lascivia. Nos encontrábamos en una encrucijada terrible, en la que ser descubiertos podía significar la muerte, y sin embargo mis pulsiones instintivas surgían abyectamente. Me sentí asqueado de mí mismo. Aun así, no la solté.
Escudriñé entre los árboles, esperando que los soldados se fueran.
Y seguí sin soltarla.
Lo único que sabía con certeza era que teníamos que huir de allí. Lo que pretendía ser una cita romántica de dos jóvenes amantes se había convertido en algo muy distinto, y aunque mi alarma era menos visible que la de Anastasia, no era menos real. Yo había imaginado que ella llegaría a mis brazos sonriente y radiante; la misma chica cálida, atolondrada y afectuosa de quien me había enamorado en un lugar privilegiado, una chica a la que el tiempo transcurrido en Ekaterimbugo apenas habría apagado un poco. En su lugar, tenía entre mis brazos a una muda conmocionada, y cómo música de fondo el restallido de los disparos. Algo terrible había ocurrido en la casa Ipátiev, era obvio, pero Anastasia había conseguido librarse. Supuse que, si nos descubrían, no sobreviviríamos para ver la mañana.
Aunque la noche era oscura y fría, el instinto me dijo que debíamos emprender el camino hacia el este sin demora y, con suerte, buscar refugio en algún granero o carbonera. Ayudé a Anastasia, que parecía reacia a soltarme, a ponerse en pie, y le levanté la barbilla para que me mirara a los ojos. Intenté que se concentrara en mi mirada, transmitiéndole confianza, y sólo hablé cuando tuve la certeza de que me escuchaba.
– Anastasia -dije en voz baja pero resuelta-, no sé qué ha pasado esta noche y éste no es momento para explicaciones. Sea lo que sea, es irreparable. Pero tienes que decirme una cosa. Sólo una, amor mío. ¿Podrás hacerlo? -pregunté, pero ella siguió mirándome sin muestras de haberme entendido; confié en que una parte de su cerebro aún permaneciera receptiva y proseguí-: Tienes que decirme algo. Quiero llevarte lejos de aquí, que abandonemos este sitio ahora mismo, no mandarte de nuevo con tu familia. Anastasia, ¿es eso lo que debo hacer? ¿Hago bien si te llevo lejos de aquí?
En ese momento reinó tanta quietud entre nosotros que no me atreví a respirar. Yo la agarraba de los antebrazos, tan fuerte que en cualquier otra circunstancia ella habría chillado de dolor, pero no lo hizo. Examiné su rostro, ansioso por hallar algún indicio de respuesta, y entonces, con alivio, advertí que asentía casi imperceptiblemente con la cabeza y la volvía un poco hacia el este, como queriendo indicar que sí, que ésa era la dirección que debíamos tomar. Eso me dio la esperanza de que la verdadera Anastasia seguía estando tras aquel extraño semblante, aunque el esfuerzo de ese minúsculo gesto fue excesivo para ella y se derrumbó de nuevo contra mi pecho. Yo ya había tomado la decisión.
– Partimos ahora. Antes de que salga el sol. Debes encontrar fuerzas para caminar conmigo.
A lo largo de mi vida he pensado a menudo en ese momento, y me imagino inclinándome para levantarla del suelo y llevarla en brazos para intentar salvarla, aunque no lo consiguiera. Ése habría sido quizá el gesto heroico, el detalle que habría retratado adecuadamente tan dramático instante. Pero la vida no es poesía. Si bien Anastasia era una muchacha joven y ligera de peso, la dureza del clima, el frío pertinaz mordía cada parte expuesta de nuestro cuerpo de un modo que me recordaba al odioso cachorro de la emperatriz. Parecía que la sangre hubiese dejado de fluir para convertirse en hielo. Teníamos que caminar, movernos de forma constante aunque sólo fuera para que nuestra circulación sanguínea no se detuviera.
Yo llevaba tres capas de ropa debajo del abrigo, de modo que me lo quité y se lo puse a Anastasia, bien abrochado, antes de echar a andar. Me concentré en mantener un ritmo que pudiésemos seguir los dos. No hablábamos, y el sonido de mis pisadas acabó por hipnotizarme mientras intentaba no aflojar el paso para no perder ímpetu.
Todo ese tiempo me mantuve alerta por si oía a los bolcheviques detrás de nosotros. Algo había ocurrido esa noche dentro de la casa, algo terrible. No sabía qué, pero mi mente bullía de posibilidades. Lo peor era inconcebible, un crimen contra el mismísimo Dios. Pero si eso que no me atrevía a expresar con palabras había acontecido en efecto, entonces Anastasia y yo no éramos los únicos que se alejaban de Ekaterimburgo; habría soldados siguiéndonos, siguiéndola a ella, desesperados por recuperarla. Y si nos atrapaban… no me atreví a pensar en eso y apreté el paso.
Para mi sorpresa, Anastasia no parecía encontrar difícil aquella marcha. De hecho, no sólo acompasaba su ritmo al de mis constantes zancadas, sino que en ocasiones me rebasaba, como si pese a su silencio estuviera más ansiosa que yo por poner la mayor distancia posible entre ella y su antigua prisión. Su resistencia fue sobrehumana aquella noche; creo que podría haberle propuesto ir andando hasta San Petersburgo y ella habría accedido sin pedir descanso.
Sin embargo, al cabo de dos o tres horas supe que debíamos detenernos. Mi cuerpo protestaba a cada paso. Teníamos una gran distancia que cubrir y había que dosificar energías. El sol no tardaría en salir y yo no quería que estuviéramos a campo descubierto, aunque para mi sorpresa no había señales evidentes de que nos siguieran. Vislumbré un pequeño cobertizo para animales a unos centenares de metros y decidí que nos refugiaríamos allí para dormir.
Dentro, el hedor era terrible, pero estaba vacío, las paredes eran sólidas y había suficiente paja en el suelo para descansar con razonable comodidad.
– Dormiremos aquí, amor mío -anuncié. Ella asintió con la cabeza y se tumbó sin protestar, mirando al techo con aquella expresión inquietante y vacía-. Y no hace falta que me cuentes nada -añadí, pasando por alto el hecho de que había pronunciado una única palabra, mi nombre, y no daba muestras de querer contarme lo ocurrido-. Todavía no. Sólo duerme, nada más. Necesitas dormir.
De nuevo asintió brevemente, pero sus dedos apretaron un poco más los míos, como si reconociera lo que le decía. Me tendí a su lado, pegando mi cuerpo al suyo para darle calor, y supe que el sueño sólo tardaría unos segundos en vencerme. Intenté permanecer despierto para velar por ella, pero verla mirar tan fijamente el techo del cobertizo me dejó como absorto, y el agotamiento me ganó la batalla.
Transcurrieron dos días antes de que Anastasia volviera a hablar.
La mañana que despertamos en el cobertizo, tuvimos la suerte de encontrar un carro que se dirigía a Izevsk; el viaje duró un día entero, pero el granjero que nos llevó no quiso más que unos copecs por su amabilidad y por el camino nos ofreció pan y agua, que aceptamos agradecidos porque ninguno de los dos había comido nada desde la tarde anterior. Dormimos de manera intermitente en la parte trasera, tendidos sobre los tablones de madera; cada bache del camino nos hacía despertar sobresaltados, y yo rogaba que aquella tortura acabase pronto. Cada vez que Anastasia despertaba, tardaba unos instantes en recordar dónde estaba y cómo había acabado allí. Su rostro aparecía relajado y tranquilo unos segundos para luego nublarse en un súbito eclipse de su esplendor, y cerraba los ojos con fuerza otra vez, como si quisiera que el sueño, o algo peor, se la llevara. El granjero no nos dio conversación y no reconoció a la princesa de sangre imperial que iba de espaldas a él. Me sentí agradecido por el silencio de aquel hombre, pues pensaba que no soportaría fingirme amistoso o sociable en aquellas circunstancias.
En Izevsk, nos detuvimos a comer en una pequeña taberna antes de dirigirnos a la estación de tren, que estaba más llena de lo que esperaba, cosa que me alegró, pues podríamos mezclarnos con la multitud sin dificultad. Me preocupó que hubiese soldados buscándonos, buscándola a ella, pero no percibí nada fuera de lo corriente. Anastasia llevaba la cabeza gacha en todo momento, y cubría su cabello caoba con una capucha oscura, de forma que parecía una joven campesina más de las que pululaban por allí. Yo todavía tenía casi todos los rublos que había encontrado y tomé la decisión de gastarme casi el doble de lo necesario para disponer de un compartimento privado a bordo del tren. Adquirí dos billetes con destino a Minsk, un trayecto de más de mil quinientos kilómetros. No se me ocurrió otro sitio más lejos al que dirigirnos. Desde Minsk, no tenía ni idea de adonde iríamos.
Hay curiosos momentos de gozo en la vida, placeres inesperados, y uno de ellos sucedió cuando el tren se disponía a partir. El jefe de estación tocó su penetrante silbato, se oyeron gritos que instaban a los últimos pasajeros a embarcar, y entonces empezó a ponerse en marcha la locomotora lanzando vapor. Unos instantes después, el tren aceleraba hasta adquirir una velocidad adecuada, dirigiéndose hacia el este, y miré a Anastasia, cuyo rostro era una súbita imagen del alivio más absoluto. Me incliné hacia ella y le cogí la mano. Pareció sorprendida por aquella inesperada intimidad, como si hubiese olvidado incluso que yo iba a su lado, pero luego me miró y sonrió. No la había visto sonreír en dieciocho meses, y le devolví el gesto, agradecido. Su sonrisa me llenó de esperanza y supe que no tardaría en volver a ser ella misma.
– ¿Tienes frío, amor mío? -pregunté, cogiendo una manta de la rejilla que había sobre los asientos-. Tápate las piernas con esto. Te mantendrá caliente.
Aceptó la manta y luego observó por la ventanilla el inhóspito paisaje. La tierra, los cultivos, los mujiks, los revolucionarios. Poco después volvió a mirarme, y yo contuve el aliento, expectante. Sus labios se separaron. Tragó saliva con cautela. Abrió la boca para hablar. Vi cómo se movía su garganta en el pálido cuello mientras el cerebro le daba a la lengua la orden de hablar, pero justo cuando estaba a punto de empezar, la puerta del compartimento se abrió violentamente. Me giré asustado, pero sentí un alivio inmediato al ver al revisor.
– Sus billetes, señor -pidió.
Antes de dárselos miré a Anastasia, que había apartado la vista para clavarla de nuevo en el paisaje, aferrando el cuello de mi abrigo bajo la barbilla, temblorosa. Alargué una mano, no muy seguro de dónde posarla.
– Dusha… -musité.
– Billetes, señor-repitió el revisor, más insistente esta vez.
Me volví, y mi rostro expresó una furia tan repentina que él retrocedió un poco. Abrió la boca para decir algo, pero lo pensó mejor y permaneció en silencio mientras yo sacaba despacio los billetes del bolsillo y se los tendía.
– ¿Viajan hasta Minsk? -preguntó, examinando los billetes con atención.
– Exacto.
– Tienen que hacer transbordo en Moscú. La última parte del viaje se hace en otro tren.
– Sí, ya lo sé -repuse, deseando que nos dejara en paz.
Pero quizá no lo había intimidado tanto como pensaba, porque en lugar de devolverme los billetes y marcharse, los conservó como rehenes de su curiosidad y miró fijamente a Anastasia.
– ¿Se encuentra bien la señorita? -me preguntó.
– Sí, está bien.
– Parece preocupada.
– Está bien -repetí sin titubear-. ¿Todo en orden con los billetes?
– ¿Señorita? -dijo, haciendo caso omiso de mi pregunta-. Señorita, ¿viaja usted con este caballero?
Anastasia se limitó a seguir mirando por la ventanilla, negándose incluso a reconocer la presencia del revisor.
– Señorita -insistió el hombre con tono más áspero-. Señorita, le he hecho una pregunta.
Parecieron transcurrir unos segundos muy largos, y por fin, como si jamás le hubiesen dirigido un insulto mayor, Anastasia se giró y lo miró con frialdad.
– Señorita, ¿puede confirmar que viaja usted con este caballero?
– Por supuesto que viaja conmigo, hombre -espeté-. ¿Por qué si no íbamos a ir sentados juntos? ¿Por qué si no iba a tener los billetes de los dos en mi bolsillo?
– Señor, la joven dama parece alterada. Desearía tener la certeza de que no la han traído aquí por la fuerza.
– ¿Por la fuerza? -repetí, riéndome en su cara-. ¿Está loco o qué? Simplemente está cansada, eso es todo. Llevamos viajando…
Antes de que pudiese acabar la frase, Anastasia me puso una mano en el brazo. La miré sorprendido, y entonces ella retiró la mano y, ya sin temblar, miró al revisor con expresión desafiante.
Advertí que el hombre se había quedado desconcertado por dos cosas: por la súbita compostura de Anastasia y por su digna belleza.
– No me han secuestrado, si es eso lo que insinúa -declaró ella, y su voz sonó un poco cascada por el tiempo que llevaba sin hablar.
– Discúlpeme, señorita -repuso el revisor, avergonzado-. No pretendía insinuar nada semejante. Parecía usted incómoda, eso es todo.
– Éste es un tren incómodo -replicó Anastasia-. Me pregunto por qué su gobierno del pueblo no invierte una parte de su dinero en mejorarlo. Tiene bastante dinero, ¿no es así?
Contuve el aliento, no muy seguro de la conveniencia de aquel comentario. No sabíamos quién era aquel revisor, ni ante quién respondía o cuáles eran sus filiaciones. Anastasia, acostumbrada a no responder ante otro hombre que su padre, había redescubierto su fuerza interior a través de su insolencia. El silencio imperó en el compartimento unos instantes. Si el revisor insistía en indagar, la cosa podía acabar mal para nosotros, pero por fin me devolvió los billetes y apartó la mirada.
– Hay un vagón comedor al final del tren, si tienen hambre -dijo con aspereza-. La próxima parada es Nizni Nóvgorod. Que tengan un viaje agradable.
Asentí con la cabeza y él nos dirigió una última ojeada -Anastasia seguía mirándolo desafiante- antes de cerrar la puerta y dejarnos a solas. Solté un resoplido, sintiendo una gran tensión en el pecho, y me volví hacia Anastasia, que esbozaba una débil sonrisa.
– Has recuperado la voz.
Asintió.
– Georgi -susurró con tristeza.
Le cogí la mano.
– Tienes que contármelo -dije, pero sin que mi tono revelara urgencia, sólo cariño y comprensión-. Tienes que contarme qué pasó.
– Sí. Te lo contaré. Y sólo a ti. Pero primero has de decirme una cosa.
– Lo que sea.
– ¿Me amas?
– ¡Por supuesto que sí!
– ¿Nunca me abandonarás?
– Sólo la muerte podrá separarme de ti, amor mío.
Su rostro se contrajo y supe que no habían sido las palabras más indicadas. Le apreté las manos entre las mías y volví a pedirle que me lo contara todo. Todo lo que había sucedido en la casa Ipátiev.
Los guardias no nos trataban como si fuéramos prisioneros. De hecho, nos permitían salir cuando queríamos, incluso dar largos paseos por el campo que rodeaba la casa, siempre que volviéramos. Por supuesto, obedecíamos. Al fin y al cabo, no teníamos adónde ir. No habríamos podido escondernos en ninguna ciudad o pueblo de Rusia. Decían que en Ekaterimburgo estábamos a salvo, que ellos nos protegían, ocultando nuestro paradero a un país lleno de gente que nos odiaba. Decían que había gente que quería vernos muertos.
Además se mostraban cordiales, lo que siempre me sorprendió. Nos hablaban como si no controlaran nuestra vida. Actuaban como si tuviéramos la libertad de quedarnos o marcharnos, y nunca nos interrogaban sobre nuestras salidas, pero los fusiles que llevaban al hombro nos contaban una historia distinta. Yo me preguntaba si un día me acercaría a la puerta y ellos levantarían la mano para detenerme.
María me contó que habías venido a buscarme. Al principio no podía creerlo. Fue como un milagro. Ella juró que era cierto, que te había visto y hablado contigo, y casi enloquecí de felicidad, pero mi madre insistió en que debía seguir con mis clases y no me permitió salir de la casa. Por supuesto, yo no podía decirle por qué quería salir. De haberlo sabido, mamá no me habría dejado poner un pie fuera nunca más. Sin embargo, la idea de que estuvieras tan cerca me hizo feliz, en especial cuando al día siguiente María me contó que regresarías otra vez esa noche. Apenas podía esperar, Georgi.
Cuando estuvo oscuro, bajé con sigilo. Oí a los guardias hablando en el salón de la planta baja. Me llamó la atención que se hubieran reunido de aquella manera, pues casi siempre había uno apostado en la puerta. Los alrededores de la casa estaban desiertos, pero anduve despacio. Me daba miedo que mis pisadas sobre la gravilla alertaran a alguien. Es extraño pensar en eso ahora, Georgi, pero lo que me preocupaba no era que los guardias descubrieran adónde iba, sino que mis padres se enteraran de con quién iba a reunirme.
Me agaché al pasar ante la ventana del salón y algo me hizo titubear unos instantes. Los soldados parecían estar discutiendo. Agucé el oído; una voz se elevó por encima de las demás, que callaron para escuchar. En ese momento no le di mayor importancia y me dirigí deprisa hacia el portón; en mis pensamientos sólo estabas tú. Ansiaba hallarme entre tus brazos. Hasta imaginaba, soñaba, que me llevarías lejos de Ekaterimburgo, que le revelarías nuestro amor a mi padre y que él nos abrazaría a los dos y te llamaría hijo, y que volveríamos a ser todo lo que éramos antes. Quizá María tenía razón; dijo que era una locura pensar que podríamos estar juntos alguna vez.
Cuando llegué al portón tenía mucho frío. Mi corazón me decía que corriera en tu busca, que tus brazos no tardarían en darme calor, pero mi cabeza me decía que regresara por un abrigo. Había uno colgado en el vestíbulo junto a la puerta; el de Tatiana, creo, y ella no iba a echarlo de menos. Volví sobre mis pasos y advertí que el salón ya estaba vacío. Me pareció raro y vacilé, preguntándome si por querer coger el abrigo acabarían descubriéndome. Esperé que en cualquier momento saliera uno de los soldados afumar un cigarrillo. Pero no salió nadie. Yo no quería que aparecieran, Georgi, y sin embargo me inquietó que no lo hicieran.
Después oí ruido de botas en la escalera, muchas botas, y eché a correr siguiendo la fachada, doblé la esquina y me agazapé bajo una ventana lateral. Una luz se encendió encima de mi cabeza y un montón de gente entró en la habitación. Oí la voz de mi padre preguntando qué ocurría, y alguien contestó que ya no estábamos a salvo en Ekaterimburgo, que la orden de proteger a la familia real era primordial y que seríamos trasladados a otro sitio de inmediato.
– Pero ¿adónde?-quiso saber mi madre-. ¿No pueden esperar a mañana?
– Por favor, aguarden aquí-repuso el soldado, y entonces todas aquellas botas salieron de nuevo de la habitación, donde sólo quedó mi familia.
Para entonces, yo me debatía entre mi obligación y el amor. Si iban a trasladarnos a una ciudad distinta, sin duda debía ir con ellos. Pero tú me estabas esperando, Georgi. Estabas muy cerca. Quizá podría verte una vez más y decirte adónde nos dirigíamos, y así podrías seguirnos y encontrar un modo de salvarme. Intentaba decidir qué era lo mejor cuando un soldado entró de nuevo en la habitación e hizo una pregunta que no logré oír, y mi padre contestó:
– No lo sé, esta noche no la he visto.
Supuse que hablaban de mí, que los soldados me andaban buscando, pero no me moví y al cabo de unos segundos la habitación volvió a quedar en silencio.
Finalmente me incorporé. La ventana era alta, de modo que para cualquiera que estuviese dentro yo sólo sería visible de la boca para arriba. Observé la estancia que tantas veces había visto. Siempre estaba vacía, pero ahora había dos sillas junto a la pared. Mi padre estaba sentado en una de ellas, con Alexis en las rodillas. Mi hermano estaba medio dormido en sus brazos. Mi madre estaba junto a ellos; parecía inquieta y sus dedos toqueteaban el largo collar de perlas que llevaba al cuello. Olga, Tatiana y María estaban de pie detrás de ellos y me sentí culpable por no estar allí también. Poco después, quizá captando la intensidad de mi mirada, María se giró hacia la ventana, me vio y pronunció mi nombre:
– Anastasia.
Mis padres se volvieron y mi mirada se cruzó con la de ellos unos instantes. Mi madre pareció asombrada, como si no pudiera creer que yo estuviese fuera, pero mi padre me dirigió una mirada de feroz intensidad, llena de decisión y fuerza. Levantó la mano, Georgi, con la palma abierta, indicándome que me quedara exactamente donde estaba. Lo consideré una orden, la orden de un zar. Abrí la boca para decir algo, pero antes de que pudiese articular palabra, la puerta se abrió de par en par y mi familia se giró rápidamente hacia los guardias.
Los soldados formaron una hilera, y nadie habló durante unos segundos. Entonces el cabecilla sacó un papel del bolsillo. Dijo que lo lamentaba, pero que nuestra familia no podía salvarse, y antes de que yo entendiera el significado de esas palabras, sacó un revólver y le disparó a mi padre en la cabeza. Le disparó al zar, Georgi. Mi madre se santiguó, mis hermanas chillaron y se abrazaron, pero no tuvieron tiempo de hablar o sentir pánico, pues en ese momento cada soldado apuntó su arma y los acribillaron a todos. Les dispararon como a animales. Los mataron. Vi cómo caían. Vi cómo sangraban y cómo morían.
Y entonces me di la vuelta.
Y eché a correr.
No recuerdo otra cosa que el deseo de llegar a los árboles, de dejar atrás la casa, y me concentré en el bosque, donde sabía que estabas esperándome. Y al correr tropecé con algo y caí. Caí y aterricé en tus brazos.
Te encontré. Me estabas esperando.
Y el resto… el resto, Georgi, ya lo sabes.
Tardamos casi dos días en llegar, agotados, a Minsk. En la estación examinamos los horarios y la lista de destinos, temiendo pasar más tiempo en un vagón de tren, pero sabedores de que no teníamos alternativa. No podíamos quedarnos en Rusia. Jamás estaríamos a salvo allí.
– ¿Adónde vamos? -preguntó Anastasia mientras mirábamos la lista de ciudades con las que podíamos enlazar.
Roma, Madrid, Viena, Ginebra. Copenhague, quizá, donde su abuelo era rey.
– A donde tú quieras, Anastasia. Donde te sientas a salvo.
Señaló una ciudad y yo asentí con la cabeza, pues me gustó su romanticismo.
– A París, entonces -anuncié.
– Georgi… -Me cogió del brazo, inquieta-. Una cosa más.
– Sí.
– Mi nombre. No debes volver a llamarme así. No podemos arriesgarnos a que nos descubran. A ti no te estarán buscando, nadie sabía de nuestra relación excepto María, y ella… -Titubeó, pero recuperó la compostura y continuó-: A partir de hoy ya no puedes llamarme Anastasia.
– Por supuesto. Pero ¿cómo he de llamarte, entonces? No se me ocurre ningún nombre mejor que el tuyo.
Ella agachó la cabeza y reflexionó unos instantes. Cuando alzó la vista, fue como si se hubiera convertido en una persona distinta, una joven que se embarcaba en una nueva vida para la que no tenía expectativas.
– Llámame Zoya -contestó en voz baja-. Significa «vida».