El príncipe de Moguiliov

Aun semanas después de mi llegada a San Petersburgo, mis pensamientos seguían volviendo a Kashin, a la familia que había dejado atrás y el amigo cuya muerte tanto me pesaba en la conciencia. Por las noches, tendido en mi fino jergón, se me aparecía el rostro de Kolek, con los ojos desorbitados y el cuello morado y marcado por la cuerda. Imaginaba su terror cuando los guardias lo condujeron hacia el árbol del que colgaba la soga; pese a todas sus bravuconadas, yo no creía que se hubiese enfrentado a la muerte con otra cosa que temor en el corazón y pesar por la vida que no iba a vivir. Rezaba por que no me hubiese culpado demasiado de ello; pero difícilmente podría compararse con lo mucho que me culpaba yo mismo.

Y cuando no estaba pensando en Kolek, era mi familia la que dominaba mi mente, en particular mi hermana Asya, que habría dado lo que fuera por vivir donde yo vivía ahora. De hecho, era en Asya en quien estaba pensando una tarde cuando me topé por primera vez con la sala de lectura del Palacio de Invierno. Las puertas estaban abiertas y yo me volví, con intención de irme, pero un instinto me hizo cambiar de opinión y entré, encontrándome solo en la serenidad de una biblioteca por primera vez en mi vida.

Tres paredes estaban llenas de libros del suelo al techo, y en cada una de ellas había una escalera sujeta a un raíl, de forma que el interesado pudiera desplazarse con ella. En el centro había una pesada mesa de roble sobre la que reposaban dos grandes volúmenes, abiertos en una serie de mapas. Había grandes butacas de cuero situadas en varios puntos de la estancia, y me imaginé sentado allí una tarde, ensimismado en la lectura. En mi vida había leído un libro, por supuesto, pero me atraían, como si las cubiertas interminables me susurraran, y me puse a sacar uno tras otro para examinar las portadas, leer párrafos enteros lo mejor que podía y dejar luego los que no quería sobre la mesa, detrás de mí, sin pensarlo dos veces.

Tan absorto estaba en mi examen que no oí una puerta que se abría a mis espaldas, y sólo cuando unas pesadas botas cruzaron con decisión la sala, regresé a la realidad y comprendí que no estaba solo. Me volví, soltando en el aire el libro que sujetaba de pura sorpresa. Cayó al suelo, abierto a mis pies, y el sonido reverberó en las paredes mientras me arrodillaba e inclinaba la cabeza ante el ungido.

– Majestad -dije, sin atreverme a levantar la vista-. Majestad, debo expresarle mis más sinceras disculpas. Verá, es que me había perdido y…

– Incorpórate, Georgi Danílovich -ordenó el zar, y yo me puse en pie despacio: hacía un rato echaba de menos a mi familia, ahora temía que me mandaran de nuevo con ella-. Mírame.

Levanté la cabeza lentamente y nuestras miradas se encontraron. Sentí que se me arrebolaban las mejillas, pero el zar no parecía enfadado o disgustado.

– ¿Qué haces aquí?

– Me he perdido. No tenía intención de entrar aquí, pero cuando los he visto…

– ¿Los libros?

– Sí, señor. Me han interesado, eso es todo. He querido ver qué contenían.

Él inspiró profundamente, como si decidiera la mejor forma de hacer frente a la situación, antes de soltar un suspiro y alejarse de mí para rodear la mesa de roble y observar los libros de mapas; pasó las páginas y habló sin mirarme.

– No te habría tomado por un lector -comentó en voz baja.

– No lo soy, señor. Quiero decir que nunca lo he sido.

– Pero ¿sabes leer?

– Sí, señor.

– ¿Quién te enseñó? ¿Tu padre?

Negué con la cabeza.

– No, señor. Mi padre no habría sabido hacerlo. Fue mi hermana Asya. Ella tenía algunos libros que había comprado en un puesto. Me enseñó las letras… la mayoría, al menos.

– Ya veo. ¿Y quién le enseñó a ella?

Lo pensé, pero tuve que admitir que no lo sabía. Quizá, en su deseo de escapar de nuestra aldea natal, Asya se había educado a sí misma para, en el lapso de las pocas páginas de un relato, poder huir a mundos más luminosos.

– Pero ¿te gustaba? -quiso saber el zar-. Me refiero a que algo te habrá hecho entrar aquí.

Miré la habitación y reflexioné unos segundos antes de darle una respuesta franca.

– Hay algo… interesante, sí, señor. Mi hermana me contaba historias, y yo disfrutaba escuchándolas. He pensado que quizá aquí encontraría algunas que me la recordaran.

– Supongo que empiezas a añorar a tu familia. -Retrocedió hacia la ventana, de forma que la suave luz que entraba por ella iluminó su contorno-. Yo extraño mucho a la mía cuando paso cierto tiempo lejos de ella.

– No he tenido tiempo para pensar en ellos, señor -repliqué-. Intento trabajar todo lo duro que puedo. Con el conde Charnetski, quiero decir. Y el resto del tiempo tengo el honor de pasarlo con el zarévich.

El zar sonrió cuando mencioné a su hijo y asintió con la cabeza.

– Sí, desde luego. ¿Y os lleváis bien?

– Sí, señor. Muy bien.

– Por lo visto le gustas. Le he preguntado sobre ti.

– Me complace mucho oírlo, señor.

Volvió a asentir y apartó la vista; los mapas atrajeron su atención unos instantes, y se inclinó decidido sobre ellos, acariciándose la barba mientras los contemplaba.

– Estos dibujos… -musitó-. Todo está en estos dibujos, ¿comprendes lo que te digo, Georgi? Las tierras. Las fronteras. Los puertos. Cómo ganar. Ojalá fuera capaz de verlo. Pero no puedo -siseó, más para sí mismo que para mí.

Decidí que debía dejarlo solo con sus estudios, de manera que retrocedí, sin darle la espalda, hacia la puerta.

– Quizá deberíamos darte unas clases -dijo el zar antes de que me fuera.

– ¿Unas clases, señor?

– Para mejorar tu lectura. Estos libros deben leerse; le digo a todo el personal que pueden leer los que quieran, siempre y cuando cuiden los volúmenes y los devuelvan en el mismo estado en que los encontraron. ¿Te gustaría, Georgi?

En ese momento no supe muy bien si me gustaría o no, pero no quise decepcionarlo, de modo que le di la respuesta que me pareció que esperaba,

– Sí, majestad. Me gustaría muchísimo.

– Bueno, me ocuparé de que el conde te mande a algunas clases a las que asisten los muchachos del cuerpo de pajes. Si vas a pasar mucho tiempo con Alexis, lo adecuado es que tengas cierta cultura. -Y añadió-: Ya puedes retirarte.

Me volví y salí de la habitación, cerrando la puerta detrás de mí, sin saber que aquella conversación con el zar supondría el inicio de toda una vida rodeado de libros.

Antes de intercambiar una sola palabra con la gran duquesa Anastasia Nikoláievna, la besé.

La había visto en tres ocasiones: una en el puesto de castañas junto a la ribera del Neva, y otra esa misma noche mientras esperaba a que el zar me recibiera en mi primera jornada en el Palacio de Invierno, cuando miré hacia el río y vi descender a las cuatro grandes duquesas del barco de recreo.

La tercera ocasión llegó dos días después, cuando volvía de una tarde de entrenamiento con la Guardia Imperial. Exhausto, preocupado por no llegar nunca a alcanzar sus niveles de energía o de fuerza y verme devuelto rápidamente a Kashin, regresaba a mi habitación ya avanzada la tarde y me perdí en el laberinto de palacio; abrí una puerta creyendo que me llevaría de nuevo a mi pasillo, pero me condujo en cambio a una suerte de aula, que crucé a medias antes de levantar mis cansados ojos del suelo y percatarme de mi equivocación.

– ¿Puedo ayudarte, jovencito? -preguntó una voz a mi izquierda.

Al girarme descubrí a monsieur Gilliard, el maestro suizo de las hijas del zar, de pie detrás de su escritorio, mirándome con una mezcla de irritación y diversión.

– Discúlpeme, señor -contesté, sonrojándome un poco ante mi estupidez-. Pensaba que por esta puerta llegaría a mi habitación.

– Bueno, pues como ves -repuso, extendiendo los brazos para indicar los mapas y retratos que cubrían las paredes, retratos de los famosos novelistas y grandes músicos que formaban parte de la educación de las muchachas-, no es así.

– No, señor.

Le dediqué una educada inclinación de cabeza antes de darme la vuelta. Al hacerlo, vi a las cuatro hermanas sentadas en dos filas de pupitres individuales, observándome con una mezcla de curiosidad y aburrimiento. Ésa era la primera vez que estaba ante ellas, pues apenas habían reparado en mi existencia en el puesto de castañas, y me sentí un poco cohibido, pero también enormemente privilegiado por hallarme en su presencia. Era todo un logro para un mujik como yo estar en la misma habitación que las hijas del zar, un honor indescriptible.

La mayor, Olga, alzó la vista de su libro con expresión de lástima.

– El muchacho parece agotado, monsieur Gilliard -comentó-. Sólo lleva aquí unos días y ya está exhausto.

– Estoy bien, gracias, alteza -respondí con una reverencia.

– Es el chico al que dispararon en el hombro, ¿no? -preguntó su hermana Tatiana, una muchacha alta y elegante con el cabello de su madre y ojos grises.

– No, no puede ser él; he oído que quien salvó la vida del primo Nicolás era alguien guapísimo -intervino con una risita la tercera, María.

Le dirigí una mirada de irritación, pues podía sentirme sobrecogido todavía por mi nueva vida en palacio, pero estaba demasiado cansado de justas y combates de esgrima y boxeo con los hombres del conde Charnetski para permitir que me acosara un grupo de chicas, por elevada que fuera su condición.

– Sí, es él -dijo una voz más dulce, y entonces vi a la gran duquesa Anastasia, mirándome.

Tenía casi quince años, algo menos que yo, unos brillantes ojos azules y una sonrisa que me devolvió el vigor de inmediato.

– ¿Cómo lo sabes, shvipsik? -preguntó María volviéndose hacia su hermana menor, la cual no dio muestras de vergüenza o timidez.

– Porque tienes razón -repuso ella encogiéndose de hombros-. Yo también he oído decir lo mismo. Un joven muy guapo salvó la vida de nuestro primo. Su nombre era Georgi. Tiene que ser él.

Las otras se deshicieron en risitas ante la descarada naturaleza de su comentario, pero ella y yo continuamos mirándonos, y al cabo de un instante vi que se le alzaban un poco las comisuras de los labios y aparecía una sonrisa en su rostro. Para mi asombro, cometí la impertinencia de brindarle a mi vez el mismo cumplido.

– ¡Nuestra hermana se ha enamorado! -exclamó Tatiana.

Al oírlo, monsieur Gilliard golpeó el escritorio con el canto de madera del borrador, lo que a Anastasia y a mí nos hizo dar un respingo y quebró la conexión que habíamos establecido. Me volví hacia el maestro, avergonzado.

– Lo siento muchísimo, señor -me apresuré a decir-. He interrumpido su clase.

– Desde luego que sí, jovencito. ¿Tienes una opinión que compartir con nosotros sobre los actos del conde Vronski?

Me quedé mirándolo, sorprendido.

– No. No conozco a ese caballero.

– ¿Sobre la infidelidad de Stepán Arkádievich, entonces? ¿La búsqueda de la plenitud de Levin? ¿Quizá querrías hacer algún comentario sobre la reacción de Alexis Alexándrovich al enterarse de la traición de su esposa?

Yo no tenía ni idea de a qué se refería, pero al ver una novela abierta sobre el escritorio de cada gran duquesa, supuse que no se trataba de gente real, sino de personajes de ficción. Le eché una ojeada a Anastasia, que miraba a su maestro con expresión decepcionada.

– El chico no entiende nada -dijo Tatiana, percatándose de que yo parecía no saber qué hacer-. ¿Os parece que es un simplón?

– Cállate, Tatiana -espetó Anastasia, mirando a su hermana con desprecio-. Se ha perdido, eso es todo.

– Es verdad -dije mirando a monsieur Gilliard, sin atreverme a dirigirme a la gran duquesa-. Me he perdido.

– Bueno, pues aquí dentro no vas a encontrarte -repuso el maestro, sin saber hasta qué punto era incierto ese comentario-. Por favor, vete.

Asentí e hice otra rápida reverencia antes de precipitarme hacia la puerta. Cuando me giré para cerrarla, mi mirada se cruzó de nuevo con la de Anastasia. Ella aún me observaba y detecté un rubor en sus mejillas. Fui tan vanidoso que me pregunté si sería incapaz de concentrarse en la lección; sabía que mi propia velada se había ido al traste.


Pasé la tarde siguiente entrenándome una vez más con los soldados. El conde Charnetski, que se oponía a mi designación y no perdía oportunidad de recordármelo, había insistido en que pasara un mes aprendiendo las habilidades más básicas que sus hombres llevaban años adquiriendo, y la necesidad de hacerlo deprisa me dejaba agotado y débil al final de cada jornada. Acababa de pasar casi siete horas a lomos de un brioso caballo de batalla, aprendiendo a controlarlo con la mano izquierda mientras blandía una pistola en la derecha para abatir a un supuesto asesino, y al cruzar la plaza del Palacio mis cansadas piernas y mis brazos temblorosos no me conducían a otro sitio que al consuelo de mi lecho.

Me detuve en la pequeña columnata que servía de pasaje entre la plaza y el palacio y miré hacia el jardín que se extendía ante mí. Los árboles que bordeaban el corto sendero a la entrada estaban despojados de sus hojas y, pese a lo gélido del aire, vi a la hija pequeña del zar de espaldas a mí, sentada en el borde de la fuente central, perdida en sus pensamientos, tan inmóvil como una de las estatuas de alabastro que flanqueaban escalinatas y vestíbulos en el palacio.

Captando quizá mi presencia, enderezó un poco la espalda y, con cautela y sin mover el cuerpo, giró la cabeza hacia la izquierda, de modo que pude observarla de perfil. Brotó un rubor en sus mejillas, sus labios se abrieron, las manos se separaron del borde de la fuente como necesitadas de acción y luego volvieron a bajar. La vi parpadear con sus perfectas pestañas en el aire frío; sentí cada movimiento de su cuerpo.

Y entonces susurré su nombre.

Anastasia.

Ella se volvió en ese preciso momento. Era imposible que me hubiese oído, pero lo supo; su cuerpo permaneció rígido, pero su rostro buscó el mío. La capa azul oscuro que llevaba le resbaló un poco por los hombros, y se la ciñó de nuevo, se puso en pie y vino hacia mí. Nervioso, me refugié tras una de las doce columnas de seis secciones que rodeaban el pórtico y la observé avanzar con decisión, los ojos fijos en los míos.

No supe qué hacer o decir cuando, plantada ante mí, me observó con una mezcla de deseo e incertidumbre; aún no habíamos intercambiado una sola palabra. Su pequeña y rosácea lengua asomó un poco para lamer los labios, soportando unos instantes el aire gélido antes de volver a la cálida caverna de la boca. Qué tentadora me pareció aquella suave lengua. Cómo despertó mi imaginación y desató unos pensamientos que me llenaron de una mezcla de vergüenza y excitación.

Me quedé donde estaba, tragando saliva con nerviosismo y deseándola desesperadamente. Lo correcto habría sido hacerle una profunda reverencia y saludarla antes de proseguir mi camino, pero no logré comportarme como exigía el protocolo. En cambio, retrocedí hacia la oscuridad de la columnata, observándola, sin dejar que mi mirada se apartase de su rostro mientras se acercaba. Sentía la boca seca y me había quedado sin habla. Nos miramos en silencio hasta que otro miembro de la Guardia Imperial, que vigilaba la plaza del Palacio, pasó galopando junto a Anastasia de forma tan inesperada que ella dio un salto y soltó un pequeño grito, temiendo verse pisoteada por los cascos del caballo. Entonces se precipitó en mis brazos.

Y en ese momento, como dos amantes inmersos en la más elegante de las danzas, la hice girar de forma que acabó con la espalda contra la alta puerta de roble que se alzaba detrás de nosotros. Permanecimos así en las sombras, en un sitio en que nadie podía vernos, y nos miramos a los ojos hasta que los suyos empezaron a cerrarse; entonces me incliné para posar mis labios fríos y agrietados contra los suyos, cálidos, suaves y rosados. Mis brazos la envolvieron, uno asiéndola con firmeza por la espalda, el otro perdido en la preciosa suavidad de su cabello color caoba.

Sólo podía pensar en cuánto la deseaba. Que aún no hubiésemos cruzado palabra no importaba en absoluto. Y tampoco el hecho de que ella fuera una gran duquesa, una hija del linaje imperial, mientras que yo era un simple criado, un mujik recién llegado para ofrecer una pizca de seguridad a su hermano pequeño. No me importó que alguien pudiera vernos; supe que ella deseaba aquello tanto como yo. Nos besamos largamente, no sé cuánto, y luego, al separarse sólo un instante para recobrar el aliento, ella me puso una mano en el pecho y me miró, asustada y embriagada a partes iguales, antes de volverse y bajar la vista al suelo, sacudiendo la cabeza, como si no pudiera creer lo que estaba sucediendo.

– Lo siento -dije; las primeras palabras que le dirigía.

– ¿Por qué?

– Tienes razón -admití, encogiéndome de hombros-. No lo siento en absoluto.

Ella titubeó sólo un instante, y luego me sonrió.

– Yo tampoco.

Nos miramos, y me sentí avergonzado por no saber qué se esperaba que hiciese.

– Tengo que entrar -musitó ella-. La cena es dentro de poco.

– Alteza -dije, tratando de cogerle la mano. Intenté formar una frase, sin tener la menor idea de qué pretendía decirle; sólo sabía que quería que se quedase allí conmigo un poco más.

– Por favor -pidió, sacudiendo la cabeza-. Me llamo Anastasia. ¿Puedo llamarte Georgi?

– Sí.

– Me gusta ese nombre.

– Significa «campesino» -respondí encogiéndome de hombros, incómodo, y ella sonrió.

– ¿Es eso lo que eres? ¿Lo que eras?

– Lo que mi padre es.

– ¿Y tú? -preguntó en voz baja-. ¿Qué eres tú?

Lo pensé; nunca me había hecho esa pregunta, pero allí, en la fría columnata con aquella muchacha delante, me pareció que sólo había una respuesta.

– Soy tuyo -declaré.


Era todavía un recién llegado cuando subí al tren imperial para viajar a Moguiliov, la pequeña ciudad ucraniana cercana al mar Negro en que se hallaba el cuartel general del ejército ruso. Sentado frente a mí, emocionado ante la perspectiva de cambiar el encorsetado mundo de palacio por el ambiente más recio de una base militar, había un chico de once años, Alexis Nikoláievich, el heredero, zarévich y gran duque de la casa Romanov.

En momentos como aquél, todavía me costaba asumir hasta qué punto había cambiado mi vida. Poco más de un mes antes, era un mujík como cualquier otro, que cortaba leña en Kashin, dormía en un tosco suelo, padecía hambre y agotamiento, temía el gélido invierno que no tardaría en llegar para sofocar cualquier posibilidad de ser feliz. Ahora iba ataviado con el ajustado uniforme de la Guardia Imperial y me disponía a emprender un cálido y confortable viaje, con la certeza de una comida y una cena espléndidas y con el ungido por Dios sentado a un par de metros de mí.

Era la primera vez que viajaba en el tren imperial y, aunque me había ido acostumbrando al lujo desmedido y el gasto ostentoso desde mi llegada a San Petersburgo, la opulencia de cuanto me rodeaba aún tuvo el poder de dejarme asombrado. Había diez vagones en total, que incluían un comedor, una cocina, dependencias privadas para el zar y la zarina, así como cabinas para cada uno de sus hijos, el servicio y el equipaje. Un segundo tren más pequeño lo seguía a una hora de camino, con un gran séquito de consejeros y criados. Lo habitual era que en el principal fuera sólo la familia real, acompañada por dos médicos, tres jefes de cocina, un pequeño ejército de guardaespaldas y quienquiera que el zar decidiese honrar con una invitación. Como yo ya llevaba tres semanas junto al zarévich, actuando como su protector y confidente, mi sitio en el tren fue una cuestión de protocolo.

Como es natural, cada suelo, pared y techo estaba recubierto con los materiales más lujosos que habían logrado encontrar los diseñadores del tren. Las paredes eran de teca de la India, con tapicería de cuero troquelado e incrustaciones de seda dorada. Bajo nuestros pies, una alfombra suntuosa y suave recorría todos los vagones, mientras que todos los muebles eran de haya o satín finísimo y estaban forrados con una deslumbrante cretona inglesa, con grabados o dorados. Era como si el Palacio de Invierno entero se hubiera transportado a una plataforma móvil para que ningún viajero tuviera que pensar que más allá de las ventanillas había pueblos y aldeas donde vivía gente en mísera pobreza y cada vez más desilusionada con su zar.

– Casi me da miedo moverme, no vaya a estropear algo -le comenté al zarévich cuando pasábamos ante campos de jornaleros y pequeños caseríos, de donde la gente salía a saludar y proferir vítores, aunque parecían desdichados; los labios esbozaban muecas de desagrado, los cuerpos estaban maltrechos por la falta de comida. Casi no había hombres jóvenes entre ellos, por supuesto; la mayoría estaban muertos, escondidos o luchando en el frente por nuestra curiosa forma de vida.

– ¿Qué quieres decir, Georgi? -preguntó el zarévich.

– Bueno, es que todo es tan magnífico… -Contemplé las brillantes paredes azules y los cortinajes de seda que pendían a ambos lados de la ventanilla-. ¿No te has dado cuenta?

– ¿No son todos los trenes así? -inquirió con expresión de sorpresa.

– No, Alexis -respondí con una sonrisa, pues a mí lo que me asombraba era la vida cotidiana del hijo del zar-. No; éste es especial.

– Lo construyó mi abuelo -me dijo, con el aire de quien supone que cualquier abuelo es un gran hombre-. Alejandro III. Le fascinaban los ferrocarriles, según me han contado.

– Sólo hay una cosa que no entiendo. Y es la velocidad a la que viaja.

– ¿Por qué? ¿Qué tiene de raro?

– Es sólo que… no sé mucho de estas cosas, por supuesto, pero sin duda un tren como éste puede ir mucho más rápido, ¿no? -Hice ese comentario porque, desde la salida de San Petersburgo, el tren no superaba los cuarenta kilómetros por hora. Mantenía casi invariable esa velocidad, sin ir más rápido ni más lento a medida que el viaje proseguía, volviéndolo extremadamente regular pero también un poco frustrante-. He conocido caballos que podían ir más deprisa que este tren.

– Siempre va así de despacio. Cuando yo voy a bordo, claro. Mi madre dice que no podemos arriesgarnos a sacudidas inesperadas.

– Cualquiera diría que estás hecho de porcelana -bromeé, olvidando mi sitio un instante, y lamenté de inmediato mis palabras, pues Alexis me miró entrecerrando los ojos y con una expresión que me heló la sangre; me dije que sí, que ese niño podría ser zar algún día-. Lo siento, señor -añadí, pero él pareció olvidar mi transgresión pues volvió a su libro, un volumen sobre la historia del ejército ruso que su padre le había dado varias noches antes y que ocupaba su atención desde entonces.

Era un niño muy inteligente, ya me había percatado de ello, y le importaban tanto sus lecturas como las actividades al aire libre, de las que sus protectores padres trataban de apartarlo.

Mi presentación al zarévich se produjo la mañana siguiente a mi llegada al Palacio de Invierno, y el heredero me gustó de inmediato. Aunque estaba pálido y ojeroso, tenía una confianza en sí mismo que atribuí al hecho de que era el centro de la atención de cuantos lo rodeaban. Alargó una mano para saludarme y se la estreché con orgullo, inclinando la cabeza en señal de respeto.

– Y tú vas a ser mi nuevo guardaespaldas -dijo en voz baja.

Miré al conde Charnetski, que me había conducido a la real presencia; asintió rápidamente con la cabeza.

– Sí, señor. Pero confío también en ser su amigo.

– Mi último guardaespaldas huyó con una de las cocineras para casarse, ¿lo sabías?

Negué con la cabeza y sonreí un poco, divertido por la seriedad con que él se tomaba la supuesta ofensa. Bien podría haber dicho que trató de asfixiarlo mientras dormía.

– No, señor -contesté-. No lo sabía.

– Debía de estar muy enamorado para abandonar un puesto así, pero era una unión inapropiada, pues él era primo del príncipe Hagurov, y ella, una prostituta reformada. Sus familias debieron de sentirse muy avergonzadas.

– Sí, señor -repuse, titubeando un instante mientras me preguntaba si ésas eran palabras suyas o las habría oído de sus mayores. Sin embargo, su ceño me sugirió que había tenido una relación estrecha con aquel guardia y que lamentaba su pérdida.

– Mi padre cree en la conveniencia de un matrimonio equitativo -continuó-. No tolerará que nadie establezca una unión por debajo de su condición. Antes que ese guardaespaldas, hubo otro que no me gustaba nada. Le olía el aliento, para empezar. Y no podía controlar sus funciones corporales. Considero vulgares esas cosas, ¿tú no?

– Supongo que sí -respondí, dispuesto a no llevarle la contraria.

– Sin embargo -prosiguió, mordiéndose un poco el labio al sopesar la cuestión-, a veces también las encuentro divertidas. Como aquella ocasión en que el tío Guille vino a alojarse aquí, y cuando nos llevaron a mis hermanas y a mí a saludarlo a la mañana siguiente, hacía unos ruidos terribles. Fue cómico, la verdad. Pero lo despidieron a causa de ello. Me refiero al guardaespaldas, no a mi tío.

– No me parece una conducta muy apropiada, alteza -declaré, impresionado ante el hecho de que alguien pudiera referirse al káiser Guillermo, con el que nuestro país estaba en guerra, como el tío Guille.

– No, no lo era. Lo degradaba a mis ojos, pero a mis hermanas y a mí nos dijeron que pasásemos por alto su vulgaridad. Y hubo otro guardaespaldas antes que ése. Me gustaba mucho.

– ¿Y qué le pasó? -quise saber, esperando otra curiosa historia de amores ilícitos o desagradables hábitos personales.

– Lo mataron -respondió Alexis sin inmutarse-. Fue en Zárskoie Selo. Un asesino arrojó una bomba al carruaje en que iba yo, pero el cochero lo vio a tiempo y azuzó los caballos antes de que me aterrizara en el regazo. El guardia iba sentado en el carruaje que seguía al mío, y la bomba le cayó a él. Lo hizo volar por los aires.

– Qué terrible -exclamé, horrorizado ante la violencia de aquel acto y súbitamente consciente del peligro que podía correr mi propia vida si velaba por tan ilustre protegido.

– Sí. Aunque mi padre dijo que se habría sentido orgulloso de morir de esa manera. Al servicio de Rusia, quiero decir. Al fin y al cabo, habría sido mucho peor que muriera yo.

Viniendo de cualquier otro niño, aquel comentario habría sonado desconsiderado y arrogante, pero el zarévich lo dijo con tanta compasión por el hombre muerto y tan profunda conciencia de su propio puesto que no lo desprecié por ello.

– Bueno, yo no tengo planes de fugarme, tirarme pedos o volar por los aires -aseguré con una sonrisa, imaginando en mi ingenuidad que podía hablarle sinceramente, teniendo en cuenta sólo su edad, no su condición-. Así que esperemos que pueda estar aquí para protegerlo un tiempo.

– ¡Yáchmenev! -me reprendió el conde Charnetski, y me volví para mirarlo, listo para disculparme, pero antes advertí cómo me miraba el zarévich, boquiabierto.

Por espacio de un instante no supe si iba a echarse a reír o llamar a los guardias para que me sacaran de allí encadenado, pero por fin se limitó a sacudir la cabeza, como si la gente corriente fuera una fuente de interés y diversión continua para él, y de esa forma iniciamos nuestra nueva relación.

En las semanas siguientes, se estableció entre nosotros una agradable informalidad. Él me indicó que lo llamara Alexis y lo tuteara, lo cual me agradó, pues pasarme el día llamando «alteza» o incluso «señor» a un niño de once años habría sido demasiado para mí. Él me llamaba Georgi, un nombre que le gustaba porque tuvo un perrito que se llamaba así, hasta que lo atropelló uno de los carruajes de su padre, cosa que me pareció de mal agüero.

El zarévich tenía unos pasatiempos regulares, y adondequiera que él iba, iba yo también. Por las mañanas asistía a misa con sus padres y luego iba derecho a desayunar y a las clases privadas con el maestro suizo monsieur Gilliard. Por las tardes salía a los jardines, aunque advertí que sus padres, pese a lo ocupados que estaban, lo tenían bien vigilado y no le permitían llevar a cabo ninguna actividad que pudiese considerarse demasiado agotadora; yo lo achacaba a su preocupación constante porque no le sucediera nada que hubiese que lamentar. Por las noches cenaba con su familia, y después se sentaba a leer un libro, o quizá a jugar conmigo al backgamon, un juego que me había enseñado en nuestra primera velada juntos y en el que aún tenía que conseguir ganarle.

Y luego estaban sus cuatro hermanas, Olga, Tatiana, María y Anastasia, en cuyas habitaciones irrumpía a la menor oportunidad, y cuyas vidas atormentaba tanto como ellas lo adoraban y mimaban. Como guardaespaldas de Alexis, yo me hallaba en compañía de las grandes duquesas gran parte del día, pero la mayoría me ninguneaba, por supuesto.

Excepto una de ellas, de la que me había enamorado.

– Olvídate de los caballos -le dije a Alexis mientras miraba por la ventanilla-. Hasta yo podría correr más rápido que este tren.

– Entonces, ¿por qué no lo haces, Georgi Danílovich? Estoy seguro de que el maquinista parará y te dejará intentarlo.

Esbocé una mueca y él soltó una risita, un claro indicio de que podía ser muchas cosas -educado, de habla refinada, inteligente, heredero de un trono, futuro líder de millones de personas-, pero que en el fondo seguía siendo lo que todo ruso había sido en un momento de su vida.

Un niño pequeño.

La zarina Alejandra Fédorovna se había opuesto a ese viaje desde el principio.

De todos los miembros de la familia imperial, era ella con quien menos contacto había tenido desde mi llegada a San Petersburgo. El zar siempre se mostraba amistoso y afable conmigo, hasta se acordaba de mi nombre la mayoría de las veces, cosa que yo consideraba un gran honor. Sin embargo, el soberano sufría mucho con el proceso de la guerra, y eso se le veía en la cara, macilenta y ojerosa. Pasaba los días en su estudio, conferenciando con sus generales, de cuya compañía disfrutaba, o con los líderes de la Duma, cuya mera existencia parecía detestar. Pero nunca permitía que sus sentimientos personales asomaran en el trato con quienes lo rodeaban. Siempre que me veía, me saludaba con cortesía y me preguntaba qué tal me iba en mi nuevo puesto. Desde luego, yo no dejaba de sentirme sobrecogido ante su figura, pero también era lo suficiente atrevido para que me agradara como persona, y me enorgullecía hallarme cerca de él.

Alejandra era distinta. Una mujer alta y atractiva, de nariz afilada y ojos inquisitivos, consideraba que una habitación estaba vacía si en ella sólo había sirvientes o guardias, y en esas ocasiones se comportaba, tanto en lo que concernía a sus actos como a sus palabras, como si estuviera sola.

– Nunca hables con ella -me dijo una noche Serguéi Stasyovich Póliakov, un guardia imperial con quien había trabado amistad debido a la proximidad de nuestros cuartos, uno junto al otro; nuestras camas estaban separadas tan sólo por un fino tabique a través del cual lo oía roncar por las noches. Me llevaba dos años, pero a sus dieciocho seguía siendo uno de los miembros más jóvenes del regimiento de élite del conde Charnetski, y me halagaba que me tuviera por amigo, pues parecía mucho más desenvuelto y cómodo en el palacio que yo-. Consideraría una enorme falta de respeto por tu parte que intentaras entablar conversación con ella.

– Ni se me ocurriría -le aseguré-. Pero a veces nuestras miradas se cruzan en una habitación y no sé si debo saludarla o inclinarme ante ella.

– Tú puedes mirarla a los ojos, Georgi -rió-, pero créeme si te digo que ella no va a mirarte a ti. La zarina ve a través de personas como tú y yo. Somos fantasmas, todos nosotros.

– Yo no soy ningún fantasma -repliqué, sorprendido al sentirme insultado-. Soy un hombre.

– Sí, sí -repuso, apagando un cigarrillo con el tacón de la bota cuando se levantaba para irse; guardó la parte que no se había fumado en el bolsillo de la guerrera, para después-. Pero debes recordar cómo fue educada la zarina. Su abuela era la reina inglesa, Victoria. Semejante educación no te convierte en una persona sociable. Ella nunca habla con ningún criado si puede evitarlo.

Por supuesto, todo aquello me pareció perfectamente razonable. Yo no tenía reyes o príncipes en mi genealogía-ni siquiera sabía el nombre de algunos de mis abuelos-, así pues, por qué iba a dignarse conversar conmigo la emperatriz de Rusia. De hecho, yo sentía tal nerviosismo ante la familia imperial que nunca esperaba que ninguno de ellos reparara siquiera en mi presencia, pero al advertir lo gentiles que eran su esposo y sus hijos, me preguntaba a veces qué habría hecho para ofender a la zarina.

La había visto en mi primera noche en el palacio, por supuesto, aunque entonces ignoraba quién era la dama arrodillada en el reclinatorio de espaldas a mí. Aún recordaba sus rezos febriles y cuánta devoción parecía sentir por su Dios. Y no había olvidado aquella aterradora y tenebrosa visión que se alzó ante mí, el sacerdote que me miró esbozando una malévola sonrisa. Aunque nuestras sendas todavía tenían que volver a cruzarse, esa imagen me obsesionaba desde entonces.

El inconveniente de que la emperatriz se negase a reconocer mi presencia era que no le importaba esgrimir una conducta poco regia cuando me hallaba en la habitación, algo que en ocasiones me avergonzaba, como sucedió dos días antes de subir al tren imperial, cuando el zar propuso llevarse a Alexis al cuartel general del ejército.

– ¡Nico! -exclamó la zarina, entrando en uno de los salones de la planta superior del palacio cuando su marido estaba perdido en sus pensamientos, trabajando en sus papeles.

Yo me había sentado en un rincón oscuro, pues mi protegido Alexis estaba tendido en el suelo, entretenido con un tren de juguete cuyas vías había montado allí. Cómo no, los vagones estaban chapados en oro y las vías eran de fino acero. Padre e hijo no me hacían ningún caso, por supuesto, y mantenían una conversación intermitente. Pese a estar concentrado en su trabajo, había advertido que el zar parecía más cómodo cuando tenía cerca a Alexis, y que alzaba la vista con ansiedad siempre que el niño abandonaba la habitación por algún motivo.

– Nico, dime que lo he entendido mal.

– ¿Que lo has entendido mal? -repitió el zar, levantando la vista de sus papeles con ojos cansados, y por un instante me pregunté si se habría quedado dormido.

– Ana Vírubova dice que vas a viajar el jueves a Moguiliov para visitar al ejército, ¿no es así?

– En efecto, Sunny -repuso él; el zar la llamaba así, pero aquel alegre nombre no parecía encajar con la conducta muchas veces hosca de la zarina. Me pregunté si la juventud y el idilio de ambos se habrían desarrollado de manera muy distinta de la que vivían ahora-. Le escribí al primo Nicolás hace una semana y le dije que pasaría unos días allí para animar a las tropas.

– Sí, sí -repuso ella con desdén-. Pero no vas a llevarte a Alexis, ¿verdad? Me han dicho que…

– Tenía la intención de llevármelo, sí -la interrumpió en voz baja, apartando la mirada, como si fuera consciente de la discusión que se avecinaba.

– Pero no puedo permitirlo, Nico -exclamó la zarina.

– ¿Que no puedes permitirlo? -repitió él con un dejo divertido en su tono amable-. ¿Y por qué no?

– Ya sabes por qué. No es un lugar seguro.

– Ningún sitio es seguro ya, Sunny, ¿o no te habías dado cuenta? ¿No sientes las nubes de tormenta que se forman a nuestro alrededor? -Titubeó un instante y las comisuras del bigote se le levantaron un poco cuando trató de sonreír-. Yo sí.

Ella abrió la boca para protestar, pero el comentario del zar pareció confundirla y se giró hacia su hijo, sentado en el suelo a unos metros de allí, que había alzado la vista de sus trenes y observaba la escena. La dama esbozó una breve sonrisa, una sonrisa ansiosa, y se frotó las manos con nerviosismo antes de volverse otra vez hacia su marido.

– No, Nico. No; insisto en que se quede conmigo. El viaje será extenuante. Y luego quién sabe qué condiciones lo aguardan allí. En cuanto a los peligros en Stavka, ¡no necesito explicártelos! ¿Y si un bombardero alemán localiza vuestra posición?

– Sunny, nos enfrentamos a esos peligros a diario -expuso él con tono agotado-. Y en ningún sitio es más fácil localizarnos que aquí, en San Petersburgo.

– Tú te enfrentas a esos peligros, sí. Y yo me enfrento a ellos. Pero Alexis no. No nuestro hijo.

El zar cerró los ojos un segundo antes de ponerse en pie y dirigirse a la ventana, donde miró hacia el río Neva.

– Debe ir -declaró al fin, volviéndose para mirar a su esposa-. Ya le he dicho al primo Nicolás que me acompañará. Se lo habrá comunicado a las tropas.

– Entonces dile que has cambiado de opinión.

– No puedo hacer eso, Sunny. Su presencia en Moguiliov les dará muchos ánimos. Ya sabes cuán desalentados se han sentido últimamente, cómo ha ido decayendo la moral. Lees tantos despachos como yo, te he visto con ellos en tu gabinete. Cualquier cosa que podamos hacer para animar a los hombres…

– ¿Y crees tú que un niño de once años puede lograrlo? -preguntó ella con una risa amarga.

– Pero no es tan sólo un niño de once años, ¿verdad? Es el zarévich. Es el heredero del trono de Rusia. Es un símbolo…

– ¡Oh, cómo detesto que hables así de él! -espetó Alejandra, caminando de aquí para allá, furiosa, pasando ante mí como si no fuera otra cosa que una tira de papel pintado en la pared o un sofá de adorno-. Para mí no es un símbolo. Es mi hijo.

– Sunny, es más que eso, y tú lo sabes.

– Pero mamá, yo quiero ir -dijo una vocecita desde la alfombra, la voz de Alexis, que se quedó mirando a su madre con franqueza y adoración en los ojos. Unos ojos como los de ella, según advertí. Se parecían mucho.

– Ya sé que quieres ir, cariño. -Se inclinó para besarlo en la mejilla-. Pero no es un sitio seguro para ti.

– Tendré cuidado, te lo prometo.

– Tus promesas me parecen estupendas. Pero ¿y si tropiezas y te caes? ¿Y si te explota una bomba cerca? O, que Dios no lo quiera, ¿y si te explota una bomba encima?

Sentí la necesidad desesperada de sacudir la cabeza y soltar un suspiro, pensando que era la madre que más sobreprotegía a su retoño. ¿Y qué si se caía? Vaya idea tan ridícula. El zarévich tenía once años. Debería caerse una docena de veces al día. Sí, y volver a levantarse.

– Sunny, el niño necesita verse expuesto al mundo real -declaró el zar con tono más firme, como si su decisión estuviese tomada y no fuera a permitir mayor debate-. Ha estado toda la vida metido en palacios y envuelto entre algodones. Piensa una cosa: ¿y si mañana mismo me ocurre algo y él tiene que ocupar mi puesto? No sabe nada de lo que supone ser zar. Yo mismo apenas sabía nada cuando perdimos a nuestro querido padre, y era un hombre de veintiséis años. ¿Qué esperanza tendría Alexis en semejantes circunstancias? Se pasa la vida aquí, contigo y las chicas. Ya va siendo hora de que aprenda algunas de sus responsabilidades.

– Pero el peligro que hay, Nico… -imploró ella, precipitándose hacia su esposo para asirle las manos-. Tienes que ser consciente de eso. He consultado con la mayor cautela sobre este asunto. Le he preguntado al padre Grigori qué opina del plan, antes de acudir aquí. De modo que ya ves, no he sido tan impetuosa como podrías pensar. Y él me ha dicho que era una idea poco sensata. Que deberías reconsiderar…

– ¿El padre Grigori me dice qué debo hacer? -exclamó el zar, perplejo-. El padre Grigori piensa que sabe gobernar este país mejor que yo, ¿no es eso? ¿Que sabe ser mejor padre para Alexis que el hombre que lo engendró?

– Es un hombre de Dios -protestó la zarina-. Habla con alguien más poderoso que el zar.

– ¡Oh, Sunny! -bramó él con ira y frustración, apartándose de su mujer-. No puedo mantener de nuevo esta conversación. ¡No puedo tenerla todos los días! Ya basta, ¿me oyes? ¡Basta!

– Pero… ¡Nico!

– ¡Nada de peros! Sí, soy el padre de Alexis, pero también soy el padre de millones de personas más y también tengo responsabilidades con respecto a su protección. El niño irá conmigo a Moguiliov. Estará bien cuidado, te lo aseguro. Derevenko y Féderov nos acompañarán, de modo que si ocurre algo habrá médicos para atenderlo. Gilliard también vendrá, para que no se retrase en sus estudios. Habrá soldados y guardaespaldas para ocuparse de él. Y Georgi no se apartará de su lado ni un minuto.

– ¿Georgi? -inquirió la zarina con el rostro contraído por la sorpresa-. ¿Y quién es Georgi, si puedo preguntarlo?

– Sunny, ya lo conoces. Lo has visto al menos diez o doce veces.

El zar hizo un gesto con la cabeza en mi dirección, y yo tosí suavemente y me incorporé para emerger de las sombras. La emperatriz me miró como si no tuviera la menor idea de qué hacía yo allí o por qué reclamaba su atención, antes de apartar de nuevo la vista y dirigirse hacia su marido.

– Si le ocurre algo, Nico…

– No va a ocurrirle nada.

– Pero si le ocurre algo, te prometo…

– ¿Me prometes qué, Sunny? -repuso él secamente-. ¿Qué me prometes?

La zarina titubeó, con el rostro muy cerca del de su esposo, pero no dijo nada. Derrotada, se volvió para mirarme con frialdad antes de bajar la vista hacia su hijo y esbozar otra sonrisa de felicidad, como si no hubiese una visión más hermosa en ningún lugar del mundo.

– Alexis -dijo con voz dulce, tendiendo una mano-. Alexis, deja esos juguetes y ven con tu madre, ¿quieres? Ya debe de ser tu hora de cenar.

El niño asintió y se incorporó para darle la mano y seguirla.

– ¿Y bien? -espetó entonces el zar con tono gélido y colérico, mirándome-. ¿A qué estás esperando? Ve con él. Asegúrate de que esté a salvo. Para eso estás aquí.

El cuartel general del ejército ruso, Stavka, estaba situado en lo alto de una colina, en la que fuera la residencia del gobernador provincial antes de que éste se viese obligado a trasladarse para conservar al menos una región que administrar cuando la guerra concluyera. La enorme mansión ocupaba varias hectáreas de terreno, con las suficientes cabañas alrededor para albergar a todo el personal militar que estuviese de paso.

El gran duque Nicolás Nikoláievich, emplazado de forma casi permanente en Stavka, ocupaba la segunda mejor alcoba del edificio, una habitación tranquila en la primera planta que daba al jardín en que el gobernador había intentado sin éxito cultivar hortalizas en la tierra congelada. La mejor habitación, sin embargo, una gran suite en la última planta con despacho y cuarto de baño privados, estaba libre en todo momento para cuando el zar acudía a inspeccionar las tropas. Desde las ventanas de celosía se contemplaba una vista apacible de montañas distantes, y en las noches tranquilas se oía fluir el agua en los riachuelos cercanos, ofreciendo la ilusión de que el mundo estaba en paz y de que llevábamos vidas inocentes y rurales en la serenidad de la Bielorrusia oriental. Durante nuestra visita, el zar compartió esa habitación con Alexis, mientras que a mí me facilitaron una litera en un saloncito de la planta baja, que compartía con tres guardaespaldas más -entre ellos mi amigo Serguéi Stasyovich-, cuya responsabilidad se limitaba a la protección del zar.

Fue un verdadero placer ver juntos al zar y el zarévich durante ese tiempo, pues nunca había observado a un padre y un hijo que disfrutaran tanto de su mutua compañía. En Kashin, todo el mundo habría fruncido el entrecejo ante esa clase de afecto; entre nosotros, lo más cercano al cariño filial era el respeto que mi viejo amigo Kolek le mostraba a su padre Borís. Pero ahora presenciaba una calidez y un cariño naturales entre padre e hijo que me hacían envidiar su relación y que aumentaban al verse alejados del rigor de la vida de palacio. En esos momentos pensaba con frecuencia en Danil, con pesar.

El zar insistió desde el principio en que no trataran a Alexis como a un niño, sino como al heredero del trono ruso. Ninguna conversación se consideraba demasiado privada o seria para sus oídos. No había imagen alguna que no pudiesen ver sus ojos. Cuando Nicolás salía a caballo a visitar a las tropas, Alexis cabalgaba a su lado mientras Serguéi, los demás guardaespaldas y yo los seguíamos muy de cerca. Cuando pasaba revista, los soldados se mantenían firmes y contestaban a las preguntas del emperador mientras el niño esperaba en silencio junto a su padre, educado y atento, escuchando cuanto se decía y asimilando cada palabra.

Y cuando visitábamos los hospitales de campaña, algo que hacíamos con frecuencia, Alexis no mostraba indicios de aprensión o espanto, pese a las terribles escenas que teníamos delante.

En un campamento en particular, el séquito entero entró en una tienda gris abovedada donde un grupo de médicos y enfermeras atendían a unos cincuenta o sesenta soldados heridos, que yacían en camastros tan cerca unos de otros que casi parecían formar un gran colchón sobre el que todos pudiesen morir. El olor a sangre, a miembros en descomposición y carne podrida pendía en el ambiente; cuando entramos, ansié volver a salir al aire fresco y mi rostro se contrajo de asco mientras mi garganta luchaba contra las arcadas. El zar no dio muestras de sentir una repugnancia similar; tampoco Alexis permitió que aquellos horrores sensoriales lo abrumaran. De hecho, cuando tosí me miró y percibí una inconfundible desaprobación en su cara, que me avergonzó, pues él no era más que un niño, cinco años menor que yo, y sin embargo actuaba con mayor dignidad. Humillado, luché contra mi repugnancia y seguí al grupo imperial que se movía de un lecho a otro.

El zar habló con todos los hombres, inclinándose hacia ellos para que la conversación tuviese alguna semblanza de intimidad. Algunos eran capaces de contestarle en susurros; otros, no tenían ni fuerzas ni serenidad para hablar. Todos parecieron abrumados por el hecho de que el zar en persona se hallase entre ellos; quizá, presas de la fiebre, pensaron que simplemente lo imaginaban. Fue como si el mismísimo Jesucristo hubiese entrado en la tienda para ofrecerles su bendición.

A mitad de recorrido, Alexis soltó la mano de su padre, avanzó entre los camastros hasta el extremo opuesto y empezó a hablar con los hombres, imitando al zar. Se sentó a su lado, y lo oí decir que había recorrido todo ese camino desde San Petersburgo para estar con ellos. Les contó que su montura era un caballo de batalla, pero que habíamos cabalgado despacio para que él no sufriera ningún daño. Habló de cuestiones sin demasiado interés, de cosas intrascendentes que para él debían de revestir una importancia tremenda, pero los pacientes apreciaron la sencillez de sus palabras y quedaron cautivados. Cuando llegaron al final de la hilera, advertí que el zar se giraba para observar a su hijo, el cual le ponía un pequeño icono en las manos a un hombre que había quedado ciego en un ataque. Volviéndose hacia uno de sus generales, el emperador hizo un rápido comentario que no oí, y el otro asintió con la cabeza y observó cómo el zarévich acababa su conversación.

– ¿Ocurre algo, padre? -quiso saber Alexis al descubrir que todas las miradas estaban fijas en él.

– Nada en absoluto, hijo mío -repuso el zar, y tuve la certeza de captar una nota de emoción en sus palabras, tan abrumado estaba por la mezcla de compasión hacia el sufrimiento de aquellos hombres y el orgullo ante la resistencia de su hijo-. Pero ven, ya es hora de que nos marchemos.


No vi al gran duque Nicolás Nikoláievich, cuya vida había salvado y cuyo agradecimiento me había conducido a esa nueva vida, hasta más de una semana después de nuestra llegada a Stavka. Cuando nos reencontramos, él acababa de regresar del frente, donde había liderado a las tropas con distintos grados de éxito, y había vuelto a Moguiliov para consultar a su primo el zar y planear la estrategia de otoño.

Yo había entrado en la casa procedente del jardín, donde Alexis estaba construyendo un fuerte entre unos árboles, cuando vi que aquel hombretón recorría el pasillo a grandes zancadas hacia mí. Mi impulso inicial fue darme la vuelta y echar a correr de nuevo hacia el jardín, pues su gran estatura y su corpulencia indicaban una presencia muy intimidante, casi más que la del propio zar, pero fue demasiado tarde para huir, pues me había visto y me saludaba con un ademán.

– ¡Yáchmenev! -bramó al acercarse, tapando prácticamente la luz que entraba por las puertas abiertas-. Eres tú, ¿verdad?

– Sí, señor, soy yo -admití, ofreciéndole una respetuosa reverencia-. Me alegra verlo de nuevo.

– ¿Te alegra? -preguntó, aparentemente sorprendido-. Bueno, pues yo me alegro de oírlo. De modo que aquí estás -añadió, mirándome de arriba abajo para decidir si aún contaba con su aprobación-. Pensé que podía funcionar. Le dije al primo Nico: «Conocí a un muchacho en un pueblucho de mala muerte, un chaval muy valiente. No es gran cosa, la verdad. No le irían mal unos centímetros más de altura y un poco más de músculo, pero aun así no es mal tipo. Podría ser lo que andas buscando para ocuparse del pequeño Alexis.» Me alegra comprobar que me escuchó.

– Tiene usted toda mi gratitud, señor, por el gran cambio que ha habido en mis circunstancias.

– Sí, sí -repuso con un gesto despreciativo-. Esto es un poco distinto de… ¿dónde nos conocimos?

– En Kashin, señor.

– Ah, sí, Kashin. Un sitio espantoso. Tuve que colgar al chiflado que pretendía pegarme un tiro. En realidad no quería hacerlo, porque sólo era un crío, pero no hay excusa para semejante diablura. Había que convertirlo en ejemplo para los demás. Lo entiendes, ¿verdad?

Asentí con la cabeza, pero no dije nada. Intentaba no pensar demasiado en mi participación en la muerte de Kolek, pues me sentía tremendamente culpable por la forma en que me había beneficiado de ella. Además, echaba de menos su compañía.

– Era amigo tuyo, ¿no? -preguntó el gran duque al cabo de unos instantes, captando mi reticencia.

– Crecimos juntos. A veces él tenía ideas extrañas, pero no era mala persona.

– No estoy tan seguro -replicó encogiéndose de hombros-. Al fin y al cabo, me apuntó con una pistola.

– Sí, señor.

– Bueno, todo eso ha quedado atrás. La supervivencia de los mejores y todas esas cosas… Por cierto, ¿dónde está el zarévich? ¿No se supone que tienes que estar a su lado en todo momento?

– Está fuera, ahí mismo. -Indiqué con la cabeza el bosquecillo en que el niño arrastraba unos troncos por la hierba para construir su fuerte.

– Estará bien ahí solo, ¿no? -quiso saber el gran duque, y no pude evitar un suspiro de frustración.

Llevaba casi dos meses ocupándome del zarévich, y nunca me había encontrado con un niño tan criado entre algodones. Sus padres se comportaban como si pudiera partirse en dos en cualquier instante. Y ahora el gran duque insinuaba que no podía quedarse solo, no fuera a hacerse daño. «No es más que un niño -deseaba gritarles a veces-. ¡Un niño! ¿Acaso no fuisteis niños alguna vez?»

– Puedo volver con él si lo prefiere. Sólo había entrado un momento a…

– No, no -se apresuró a decir, sacudiendo la cabeza-. Seguro que sabes lo que haces. No me corresponde a mí decirle al criado de otro hombre cómo ha de llevar a cabo su trabajo.

Me irritó un poco semejante caracterización. El criado del zar. ¿Eso era yo? Bueno, por supuesto que sí. Difícilmente era un hombre libre. Pero, aun así, fue desagradable oírlo en voz alta.

– ¿Y te has adaptado bien a tus nuevas obligaciones? -inquirió.

– Sí, señor -respondí con sinceridad-. La verdad es que… bueno, quizá sea una forma inadecuada de decirlo, pero disfruto mucho con ellas.

– No me parece nada inadecuado, muchacho. -Soltó un leve bufido y luego se sonó la nariz con un pañuelo blanco-. No hay nada mejor que un tipo que disfruta con lo que hace. Así el día pasa mucho más rápido. ¿Y qué tal tienes ese brazo? -añadió, dándome un puñetazo tan fuerte donde había penetrado la bala que hube de contenerme para no gritar de agonía o devolverle el golpe, un acto que habría tenido consecuencias nefastas para mí.

– Mucho mejor, señor -contesté apretando los dientes-. Tengo una cicatriz, como usted predijo, pero…

– Un hombre debe tener cicatrices -declaró-. Yo tengo por todas partes, ¿sabes? Mi cuerpo está lleno. Desnudo, parece que me haya arañado un gato rabioso. Algún día te las enseñaré.

Me quedé boquiabierto, perplejo ante aquel comentario. Lo último que deseaba era que me ofrecieran un recorrido por las cicatrices del gran duque.

– No hay un solo hombre en este ejército que no tenga cicatrices -continuó, ajeno a mi sorpresa-. Tómatelo como una marca de honor, Yáchmenev. Y en cuanto a las mujeres… Bueno, cuando la vean, te prometo que les gustará más de lo que imaginas.

Me ruboricé, como el inocente que era, y miré al suelo en silencio.

– Por todos los santos, muchacho -dijo el duque riendo un poco-. Te has puesto como un tomate. Ya has estado enseñándoles esa cicatriz a todas las fulanas del Palacio de Invierno, ¿no es así?

No dije nada. La verdad es que no había hecho nada semejante, pues seguía siendo tan inocente respecto a los placeres carnales como el día que nací. No me interesaban las fulanas, aunque tenía acceso a ellas porque eran un ingrediente básico de la vida en palacio. Tampoco eran objeto de mi interés las mujeres que no requerían compensación por sus encantos. Sólo una muchacha me interesaba, pero era imposible decir su nombre, pues se trataba de un afecto tan inapropiado que revelarlo podría costarme la vida. Lo último que iba a hacer era admitirlo ante Nicolás Nikoláievich.

– Bueno, pues me alegro por ti, muchacho -dijo entonces, volviendo a golpearme en el brazo-. Eres joven. Haces bien en buscar tus placeres donde… ¡Dios santo!

Su repentino cambio de tono me hizo alzar la vista. Él ya no me miraba a mí, sino a través de la ventana hacia el jardín, donde progresaba el fuerte del zarévich. Sin embargo, no había ni rastro de Alexis, y al seguir la dirección de la mirada del gran duque lo vi por fin, a unos cinco metros del suelo, encaramado en la gruesa rama de un roble.

– Alexis -susurró el gran duque con temor.

– ¡Eh, hola! -exclamó el niño desde su mirador, y por su tono supimos que estaba encantado de haber trepado tan alto-. Primo Nicolás, Georgi, ¿no me veis?

– ¡Alexis, quédate donde estás! -bramó el gran duque y corrió hacia el jardín-. No te muevas, ¿me oyes? Quédate exactamente donde estás. Voy a buscarte.

Lo seguí rápidamente al exterior, asombrado de que se tomase la cosa tan en serio. El chico se las había apañado para trepar al árbol, así que bajar no le sería mucho más difícil. Sin embargo, Nicolás Nikoláievich corría hacia el roble como si nuestra vida y el destino de la propia Rusia dependieran de rescatarlo.

Pero ya era tarde. Ver a aquel hombre monstruoso cargando hacia él fue demasiado para el niño, que intentó incorporarse y descender por el tronco, convencido quizá de que había infringido alguna norma desconocida y lo más sensato sería huir antes de que lo pillaran y castigaran, pero se le enredó el pie en una rama, y al cabo de un instante brotó un gritito de sus labios mientras trataba de afianzarse en una de las ramas más pequeñas, antes de caer ruidosamente al suelo. Entonces se incorporó hasta sentarse, se frotó la cabeza y el codo, y nos sonrió como si todo el episodio hubiese supuesto una gran sorpresa para él, no del todo desagradable.

Le devolví la sonrisa. Al fin y al cabo, el chico estaba bien. Había sido una travesura infantil y no había sufrido ningún daño.

– Rápido -dijo el gran duque, girándose hacia mí con el semblante pálido-. Ve a buscar a los médicos. Tráelos de inmediato, Yáchmenev.

– Pero si está bien, señor -protesté, sorprendido ante la seriedad con que se tomaba el asunto-. Mírelo, sólo…

– ¡Tráelos ahora mismo, Yáchmenev! -rugió con una ira que casi me derribó, y esa vez no titubeé.

Eché a correr en busca de ayuda.

Y al cabo de unos minutos la vida de la casa entera se detuvo con absoluto dramatismo.

Llegó el anochecer, y pasó sin que se sirviera la cena; la velada transcurrió sin distracción alguna. Finalmente, poco después de las dos de la madrugada, encontré una excusa para salir de la habitación en que los demás guardias imperiales se habían reunido, cada uno mirándome con mayor desprecio que el anterior, y me dirigí a mi litera, donde sólo deseaba cerrar los ojos, dormirme y dejar atrás los acontecimientos de aquel día espantoso.

En el tiempo transcurrido entre el accidente y la madrugada, había abrigado sentimientos como la confusión, la ira y la autocompasión, pero seguía ignorando por qué se consideraba tan terriblemente desastrosa la caída de Alexis, pues el niño no mostraba ningún indicio de estar herido aparte de pequeñas magulladuras en el codo, la pierna y el torso. Pero sí había empezado a comprender que toda aquella preocupación por el zarévich no era únicamente por su proximidad al trono, sino que había una razón más seria. Al mirar atrás, recordé conversaciones con el zar, con algunos guardias, incluso con el propio Alexis, en que se insinuaban cosas sin declararlas del todo, y maldije mi estupidez por no haber procurado averiguar más.

Mientras recorría los pasillos, cada vez más abatido, se abrió una puerta a mi izquierda, y antes siquiera de que pudiese ver de quién se trataba, una mano me asió de la solapa para levantarme prácticamente del suelo y meterme en la habitación.

– ¿Cómo has podido ser tan estúpido? -me increpó Serguéi Stasyovich, cerrando la puerta y haciéndome girar para mirarme a la cara.

Para mi gran sorpresa descubrí que, aparte de él, la única persona en la habitación era una de las hermanas de Alexis, la gran duquesa María, que estaba de espaldas a una ventana, con la cara pálida y los ojos enrojecidos por las lágrimas. Uno de los guardias había mencionado antes que la zarina Alejandra había llegado ya de San Petersburgo, y al oírlo sentí una súbita oleada de esperanza al pensar que quizá no habría acudido sola.

– ¿Por qué no estabas vigilándolo, Georgi?

– Sí que estaba vigilándolo, Serguéi -repliqué, molesto ya porque el mundo entero pareciese haber decidido que todo lo ocurrido era culpa de un pobre mujik de Kashin-. Me encontraba con él en el jardín, y él no estaba haciendo nada peligroso. Entré en la casa sólo unos instantes y me distraje con…

– No deberías haberlo dejado solo -intervino María dando un paso hacia mí.

Le hice una profunda reverencia, que ella despreció con un ademán como si fuera un insulto. Tenía la misma edad que yo, pues ambos habíamos cumplido diecisiete años unos días antes, y era una belleza de porcelana que hacía girarse a los hombres siempre que entraba en una habitación. Algunos la consideraban la hija más hermosa del zar. Pero yo no.

– Esto es lo que pasa cuando se permiten aficionados en nuestras filas -dijo Serguéi, y con gesto de frustración se puso a caminar de aquí para allá-. Oh, lamento decir eso, Georgi; no es precisamente culpa tuya, pero no tienes la experiencia necesaria para tanta responsabilidad. Fue una ridiculez por parte de Nicolás Nikoláievich recomendarte. ¿Sabes cuánto tiempo me he entrenado yo para proteger al zar?

– Bueno, sólo tienes dos años más que yo, así que no acabo de ver la diferencia -espeté, pues malditas las ganas que tenía de que me hablara con ese tono de superioridad.

– Y lleva ocho años en palacio -adujo la gran duquesa, acercándoseme, furiosa por mi comentario-. Serguéi ha pasado su juventud en el cuerpo de pajes. ¿Sabes siquiera qué es? -Me miró con desdén y negó con la cabeza. Y contestó a su propia pregunta-: Por supuesto que no lo sabes. Serguéi fue uno de los ciento cincuenta niños reclutados entre la nobleza de la corte para adiestrarlos según los métodos de la Guardia Imperial. Y sólo los mejores miembros de ese cuerpo son designados para proteger a mi familia. Ha aprendido a diario qué debe vigilar, dónde reside el peligro, cómo impedir que suceda cualquier tragedia. ¿Tienes idea de cuántos de mis antepasados y parientes han sido asesinados? ¿No te das cuenta de que la muerte nos pisa los talones a mis hermanos y a mí en cada instante del día? Sólo podemos confiar en nuestras plegarias y nuestros guardias. Serguéi Stasyovich es la clase de hombro que necesitamos cerca de nosotros. Y no alguien como tú.

Sacudió la cabeza y me miró con lástima. Encontré extraordinario que su ira pareciese dividida entre lo ocurrido a su hermano y lo que yo había dicho de Serguéi. ¿Qué era éste para María, al fin y al cabo, aparte de un guardia imperial? Por su parte, el objeto de su defensa estaba ahora echando chispas junto a la ventana, y observé que María se le acercaba para hablarle en voz baja, tras lo cual Serguéi movió la cabeza y dijo que no. Me pregunté si María no estaría un poco enamorada de él, pues era un joven alto y apuesto, con penetrantes ojos azules y una melena rubia que le daba más aspecto de ario que de ruso.

– No sé qué se espera de mí -dije al fin, tan disgustado que estaba al borde de las lágrimas-. He velado por el zarévich cuanto he podido desde que me encomendaron su vigilancia. Fue un accidente, ¿por qué es tan difícil de entender? Los niños pequeños tienen accidentes.

– Ve a dormir un poco, Georgi -dijo Serguéi en voz baja, y me dio unas compasivas palmaditas en el hombro. Le aparté la mano, pues no quería que se mostrara condescendiente conmigo-. Mañana va a ser un día movido, sin duda. Querrán hablar contigo. No ha sido culpa tuya, en realidad no. La verdad es que deberían habértelo contado antes. Quizá si lo hubieses sabido…

– ¿Si lo hubiese sabido? -pregunté frunciendo el entrecejo, confuso-. ¿Si hubiese sabido qué?

– Vete -insistió, abriendo la puerta para empujarme al pasillo.

Iba a protestar, pero Serguéi hablaba de nuevo con la gran duquesa en voz baja. Sintiéndome de más, y frustrado ante la situación, me alejé con rapidez, no hacia mi lecho como había planeado al principio, sino de vuelta al jardín en que se habían iniciado los acontecimientos.

Esa noche había luna llena, y me dirigí al mismo sitio en que había hablado con el gran duque aquella tarde, satisfecho de estar a solas con mis pensamientos y remordimientos. Fuera soplaba una leve brisa; cerré los ojos ante las puertas abiertas y dejé que la brisa me envolviera, imaginando que me hallaba lejos de allí, en un lugar donde no se esperaba tanto de mí. En la oscuridad, en la sombría soledad de aquel pasillo en Stavka, encontré cierta paz, un pequeño respiro del drama que nos había asolado a lodos durante la tarde y la noche.

Oí pisadas por el pasillo antes de que se me ocurriera siquiera volverme. Había cierta urgencia en ellas, una determinación que me puso nervioso.

– ¿Quién anda ahí? -pregunté. Pese a lo que pudiesen pensar Serguéi y la gran duquesa María, esos últimos meses me habían enseñado formas cada vez más ingeniosas de enfrentarme a un supuesto asesino, pero sin duda no habría ninguno allí, nada menos que en el cuartel general del ejército-. ¿Quién anda ahí? -repetí, más alto esta vez, preguntándome si tendría oportunidad de redimirme a los ojos de la familia imperial antes de que saliera el sol-. Date a conocer.

Cuando dije eso, la figura emergió por fin al resplandor de la luna y, antes de que pudiera contener el aliento, estaba frente a mí, levantando una mano en el aire para, con un movimiento rápido y decidido, darme una sonora bofetada. La fuerza y el inesperado gesto me pillaron tan por sorpresa que retrocedí, tropecé y caí al suelo, aterrizando dolorosamente sobre un codo, pero no grité, sino que me quedé allí sentado, perplejo y acariciándome la dolorida mandíbula.

– ¡Imbécil! -me espetó la zarina dando otro paso hacia mí, y yo retrocedí un poco, como un cangrejo en la playa, aunque no parecía que tuviese intención de pegarme de nuevo-. ¡Maldito imbécil! -repitió, con la voz transida de rabia y temor.

– Majestad -dije, poniéndome en pie. Había una expresión de absoluto espanto en sus ojos, un pánico como el que yo no había visto hasta entonces-. No paro de decirle a todo el mundo que fue un accidente. No sé cómo…

– No podemos permitirnos accidentes -me interrumpió-. ¿Qué sentido tienes tú si no velas por mi hijo, si no lo mantienes a salvo?

– ¿Qué sentido tengo yo? -repetí, sabiendo que no me gustaba esa expresión, aunque viniese de la emperatriz de Rusia-. No puedo tenerlo controlado cada instante del día. Es un niño. Va en busca de aventura.

– Se cayó de un árbol, es lo que me han contado. ¿Qué hacía en un árbol, para empezar?

– Se subió a él. El zarévich estaba construyendo un fuerte. Supongo que buscaba más madera y…

– ¿Por qué no estabas con él? ¡Deberías haber estado con él!

Sacudí la cabeza y aparté la vista, sin entender que pretendiera que estuviese siempre junto a su hijo. Era un niño activo y se me escapaba continuamente.

– Georgi… -La zarina se llevó las manos a las mejillas, soltando un profundo suspiro-. Georgi, no lo comprendes. Le dije a Nico que deberíamos habértelo explicado.

– ¿Explicado? -repetí, levantando la voz pese a nuestra diferencia de rango, pues, fuera lo que fuese, ya no podían ocultármelo más-. ¿El qué? ¡Dígamelo, por favor!

– Escucha -indicó ella, llevándose un dedo a los labios.

Miré alrededor, esperando oír algo que lo explicara todo.

– ¿Qué? No oigo nada.

– Ya lo sé. Ahora todo está en silencio. No se oye nada. Pero dentro de una hora, quizá menos, los gritos de mi hijo resonarán en estos pasillos cuando dé comienzo su agonía. La sangre en torno a sus heridas no se coagulará. Y entonces empezará el sufrimiento. Y quizá te parezca que nunca has oído unos gritos tan angustiados, pero… -Soltó una carcajada breve y amarga mientras sacudía la cabeza-. Pero no serán nada, nada, en comparación con lo que vendrá después.

– No fue una caída grave -protesté con escasa convicción, pues empezaba a comprender que había un motivo para aquel exceso de protección.

– Unas cuantas horas después comenzará el dolor de verdad -continuó-. Los médicos no podrán contener el flujo de sangre, pues todas sus heridas son internas, y resulta imposible operarlo porque no podemos permitir que sangre aún más. Como no tendrá forma natural de liberarse, la sangre invadirá sus músculos y articulaciones, intentando ocupar espacios que ya están llenos, expandiendo aún más esas zonas dañadas. Entonces él empezará a padecer de un modo inimaginable. Se lamentará y luego gritará. Se pasará una semana gritando, quizá más. ¿Puedes imaginar esa clase de sufrimiento, Georgi? ¿Puedes imaginar cómo ha de ser gritar durante tanto tiempo?

Me quedé mirándola sin decir nada. Por supuesto que no podía imaginarlo. La idea misma era inconcebible.

– Y durante todo ese tiempo perderá y recobrará el conocimiento, pero en general estará despierto para experimentar el dolor -prosiguió la zarina-. Todo su cuerpo será presa de ataques, y delirará. Se debatirá entre pesadillas, aullidos de dolor y ruegos de que su padre o yo lo ayudemos, de que aliviemos su sufrimiento, pero no habrá nada que podamos hacer. Nos sentaremos junto a su lecho, le hablaremos, le cogeremos la mano, pero no lloraremos, porque no podemos mostrarnos débiles delante de él. Y todo eso durará hasta quién sabe cuándo. Y entonces, ¿sabes qué podría ocurrir, Georgi?

– ¿Qué? -quise saber.

– Pues que podría morir -contestó con frialdad-. Mi hijo podría morir. Rusia podría quedarse sin heredero. Y todo porque le permitiste trepar a un árbol. ¿Lo comprendes ahora?

No supe qué decir. El niño tenía lo que llamaban «la enfermedad real», una dolencia sobre la que había oído cotillear a los criados pero a la que no había prestado mucha atención; sólo más adelante supe que se llamaba hemofilia. La difunta reina de Inglaterra, Victoria, abuela de la zarina, la padecía, y como había casado a la mayoría de sus hijos y nietos con los príncipes y princesas de Europa, la enfermedad era un vergonzoso secreto en muchas cortes reales. Incluida la nuestra. Pensé con amargura que deberían habérmelo contado. Deberían haber confiado en mí. Porque, al fin y al cabo, habría preferido clavarme un cuchillo en el corazón a causarle algún sufrimiento al zarévich.

– ¿Puedo verlo? -pregunté, y la zarina sonrió un instante, lo que suavizó levemente su expresión, antes de darse la vuelta y desaparecer de nuevo en las sombras del largo pasillo, en dirección a los aposentos del zarévich-. ¡Quiero verlo! -exclamé entonces, sin considerar siquiera lo impropio de mi conducta-. ¡Por favor, debe permitirme verlo!

Pero mis gritos cayeron en saco roto. Al contrario que antes, las pisadas de la zarina se alejaron con rapidez, cada vez menos audibles, hasta que se desvanecieron en la distancia y volví a quedarme solo contemplando el jardín, desesperado y lamentando mis actos.

Y en ese momento Anastasia vino a mí.

Había estado escuchando la conversación entre su madre y yo. Debía de haber llegado antes en los carruajes, como yo esperaba. Había acudido por su hermano.

«Y por mí», me dije.

– Georgi -llamó, con una voz que fue poco más que un susurro pero rebasó setos y matorrales para llegar como música a mis oídos. Me volví y vi ondear su vestido blanco tras las plantas verde oscuro-. Georgi, estoy aquí.

Miré rápidamente alrededor para asegurarme de que nadie nos observaba y salí corriendo al jardín. Anastasia me estaba esperando detrás de un seto, y al advertir la ansiedad en su rostro tuve ganas de llorar. Su hermano estaba en la cama, aterrorizado, preparándose para semanas de agonía, pero de pronto nada de eso pareció importarme y me sentí avergonzado. Porque ella estaba delante de mí.

– Confiaba en que vinieras -dije.

– Nos ha traído mi madre -explicó, arrojándose en mis brazos-. Alexis está…

– Ya lo sé. Y es culpa mía. Todo ha sido culpa mía. Debería… debería haber tenido más cuidado. De haber sabido que…

– No tenías por qué saber los riesgos -aseguró-. Estoy asustada, Georgi. Abrázame, ¿quieres? Abrázame y dime que todo va a salir bien.

No vacilé. La estreché entre mis brazos y apoyé su cara contra mi pecho, para besarle la coronilla y dejar que mis labios reposaran ahí, inhalando el dulce aroma de su perfume.

– Anastasia -dije, cerrando los ojos y preguntándome cómo habría llegado a encontrarme en esa situación-. Anastasia, mi amada.

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