Mi jefe parisino, monsieur Ferré, no estaba muy contento con mis continuas ausencias del trabajo, pero esperó a que el último cliente hubiera salido de la tienda para llevarme aparte y dejar claro su malestar. Llevaba todo el día exhibiendo una conducta huraña, haciendo comentarios sarcásticos sobre mi impuntualidad, y me negó el derecho al descanso habitual de la tarde, aduciendo que se había mostrado demasiado benévolo conmigo. Traté de hablar con él a media tarde, pero me despachó con la facilidad con que se espanta una mosca molesta alegando que no podía dedicarme su tiempo en ese momento, que estaba completando las cuentas del mes y que hablaría conmigo más tarde, cuando hubiese cerrado la tienda. No me apetecía tener esa conversación, de modo que, a la hora señalada, me entretuve en la sección de historia de la librería y fingí hallarme tan inmerso en mi trabajo como para no oírlo cuando me llamó. Por fin, él se asomó con decisión, me descubrió colocando en los estantes una serie de volúmenes sobre la historia de los uniformes militares franceses, y prácticamente escupió en el suelo de pura irritación.
– Yáchmenev, ¿no me ha oído llamarlo?
– Disculpe, señor -contesté, incorporándome y sacudiéndome el polvo de los pantalones; me fallaron un poco las rodillas al enderezarme, pues los huecos entre las pilas de libros eran increíblemente estrechos. Monsieur Ferré presumía de tener todas las existencias posibles, pero el resultado era que los libros llenaban en exceso las baldas, y la proximidad entre las estanterías casi imposibilitaba que las examinara más de una persona al mismo tiempo-. Estaba absorto en mi labor, pero había…
– Y si hubiese sido un cliente, ¿qué? -preguntó con tono belicoso-. De haber estado usted solo en la tienda, escondido como un adolescente curioseando un volumen de Bellocq, cualquier vulgar ladrón podría haber salido corriendo con la caja del día, sólo porque es usted incapaz de concentrarse en más de una tarea a la vez.
Sabía por experiencia que de nada servía discutir con él, que más valía dejar que expresara su ira antes de defenderme.
– Lo siento mucho, señor -dije al fin, procurando parecer arrepentido-. Intentaré prestar más atención en el futuro.
– No se trata sólo de prestar atención, Yáchmenev-replicó irritado-. De eso precisamente quería hablar con usted. Admitirá, cómo no, que he sido más que justo en mi relación con usted estas últimas semanas, ¿verdad?
– Ha sido usted extremadamente generoso, señor, y se lo agradezco mucho. Y mi esposa también.
– Le he permitido tomarse todo el tiempo libre que necesitara para superar su… -Titubeó, no muy seguro de cómo expresarlo; advertí que lo incomodaba hablar de eso-. Sus dificultades recientes -concluyó por fin-. Pero no soy una organización benéfica, Yáchmenev, debe comprenderlo. No puedo mantener a un empleado que va y viene como si tal cosa, que no cumple las horas fijadas en su contrato, que me deja solo en la tienda cuando tengo muchos otros asuntos que atender…
– Señor -lo interrumpí, dando un paso adelante, ansioso porque no me despidiera, pues habría supuesto otro duro golpe en una época ya muy difícil-. Señor, sólo puedo disculparme por lo informal que he sido últimamente, pero creo de veras que lo peor ha pasado ya. Zoya está de nuevo al pie del cañón, y este mismo lunes volverá al trabajo. Si le fuera posible darme otra oportunidad, le prometo que no tendrá motivos para reprenderme de nuevo.
Pareció furioso, y apartó la vista un instante para morderse el labio inferior, una costumbre que tenía cuando se enfrentaba a una decisión difícil. Supe que el instinto le decía que me despidiera, supe incluso que ésa era su intención, pero mis palabras lo estaban convenciendo y flaqueaba en su decisión final.
– Estará de acuerdo, señor -añadí-, en que he sido absolutamente formal en los tres años que llevo a su servicio.
– Ha sido usted un ayudante excelente, Yáchmenev -admitió con frustración-. Por eso todo este asunto me ha defraudado tanto. Les he hablado muy bien de usted a ciertos amigos míos, ¿sabe? A otros hombres de negocios de París. Hombres que tienen muy mala opinión de los refugiados rusos en general, que lo sepa. Hombres que los consideran a todos ustedes unos revolucionarios y alborotadores. Les he dicho que usted era uno de los trabajadores más formales que he tenido la suerte de emplear. No quiero que se vaya, joven, pero si ha de quedarse…
– Entonces tiene usted mi palabra de que llegaré puntual todas las mañanas y permaneceré en mi puesto toda la jornada. Otra oportunidad, monsieur Ferré, es cuanto le pido. Le prometo que no le daré motivos para lamentar su decisión.
Reflexionó un poco más, antes de blandir su regordete dedo ante mí.
– Otra oportunidad, Yáchmenev, eso es todo. ¿Me comprende?
– Sí, señor.
– Usted y su esposa cuentan con toda mi compasión, han pasado por algo terrible, pero eso no tiene nada que ver. Si me da motivos para volver a hablarle de esta manera, supondrá el fin de nuestra relación laboral. Entretanto, puede hacer unas horas extraordinarias esta tarde para compensar. Algunas de estas estanterías están hechas un desastre. Me he acercado antes y he advertido que el orden alfabético prácticamente brilla por su ausencia. No he conseguido encontrar nada de lo que buscaba.
– Sí, señor -acepté, inclinando un poco la cabeza, una vieja costumbre mía cuando me hallaba ante una figura de autoridad-. Estaré encantado de arreglarlo. Y gracias. Por la segunda oportunidad, quiero decir.
Él asintió con la cabeza y yo volví aliviado a mi trabajo, pues me gustaba mucho el empleo en la librería y encontraba estimulante verme rodeado por tanta erudición. Lo más importante, sin embargo, era que no podía permitirme perder los pequeños ingresos que nos proporcionaba. Los pocos ahorros que habíamos conseguido reunir desde nuestra llegada a París más de tres años antes se habían visto reducidos considerablemente por los gastos médicos en las últimas cinco semanas, desde el aborto de Zoya, por no mencionar la pérdida temporal de nuestros segundos ingresos, y temía por nuestro futuro si me despedían. Resolví no darle más motivos a monsieur Ferré para tener mala opinión de mí.
La primera noticia que tuve del arresto de Leo me la dio una pálida Zoya, que apareció en la librería una tarde de finales de noviembre, cuando el tiempo se había vuelto muy frío y los árboles ya estaban desnudos. Me hallaba tras el mostrador, examinando una serie de libros de texto sobre anatomía que monsieur Ferré había adquirido inexplicablemente en una subasta unos días antes, cuando sonó la campanilla de la puerta y me estremecí instintivamente, esperando que la gélida brisa penetrara en la tienda y me helara las orejas y la nariz. Al levantar la mirada, me sorprendió ver a mi esposa dirigiéndose hacia mí, ciñéndose el abrigo, al cuello una bufanda que había tejido ella misma.
– Zoya -dije, aliviado porque mi jefe se hubiese marchado ya, pues no le habría gustado ver que recibía visitas personales-. ¿Qué pasa? Estás más blanca que un fantasma.
Ella titubeó un instante mientras recobraba el aliento, y mis pensamientos se llenaron de todas las posibles cosas que podían andar mal. Hacía casi tres meses que había perdido el bebé, y aunque todavía estaba un poco desanimada, había empezado a reencontrar la felicidad en nuestra vida cotidiana. Unas noches atrás habíamos hecho el amor por primera vez desde la pérdida; yo me mostré dulce y cariñoso, y después la estreché entre mis brazos, donde ella permaneció inmóvil, alzando la vista de vez en cuando para besarme con ternura, con las lágrimas reemplazadas al fin por una promesa de esperanza. Me asustó pensar que se sintiera enferma otra vez, pero al ver que la miraba con pánico, se apresuró a aliviar mi preocupación.
– No se trata de mí. Estoy bien.
– Gracias a Dios. Pero pareces angustiada. ¿Qué…?
– Se trata de Leo. Lo han arrestado.
Abrí mucho los ojos, sorprendido, pero no pude evitar que una sonrisa me cruzara el rostro, preguntándome en qué lío se habría metido esta vez nuestro querido amigo, pues no era ajeno al dramatismo y la exaltación.
– ¿Lo han arrestado? Pero ¿por qué? ¿Qué demonios ha hecho?
– Cuesta creerlo -contestó, y por su cara supe que el asunto era serio-. Georgi: Leo ha matado a un gendarme.
Me quedé boquiabierto y sentí que me mareaba un poco. Leo y su novia Sophie eran nuestros más íntimos amigos en París, los primeros compañeros que habíamos encontrado allí. Habíamos compartido incontables cenas, nos habíamos emborrachado juntos en muchas ocasiones, reíamos y bromeábamos y, sobre todo, discutíamos sobre política. Leo era un soñador, un idealista, un romántico, un revolucionario; podía ser ingenioso y frustrante, apasionado e irritable, conquistador y generoso. Los adjetivos para describir a aquel extraordinario hombre no tenían fin; abundaban las ocasiones en que Zoya y yo nos habíamos despedido medio cautivados por él o jurando que no volveríamos a verlo. Era todo lo que entrañaba la juventud: un hombre lleno de poesía, arte, ambición y determinación. Pero no era un asesino. No había un solo ápice de violencia en su ser.
– Pero no es posible -dije, perplejo-. Tiene que haber algún error.
– Hay testigos -repuso ella, sentándose y ocultando la cara entre las manos-. Bastantes, por lo visto. No sé qué ha pasado exactamente, sólo que está retenido en la gendarmería y no hay posibilidad de que lo suelten.
Me agarré al mostrador, pensando. Me costaba creerlo. Esa clase de violencia me resultaba repugnante, y estaba seguro de que a Leo también. Él predicaba un evangelio de pacifismo y comprensión, incluso aunque a veces sus ideas revolucionarias le permitían entusiasmarse con precedentes históricos de salvajismo proletario. Yo tenía la certeza de haber dejado atrás esas cosas, en otro lugar, en otro país.
– Dime qué ha ocurrido -pedí-. Cuéntame todo lo que sepas.
– Sé muy poco -contestó, y su voz temblorosa reveló que ella también había esperado que acontecimientos como aquél no formaran ya parte de nuestra vida-. Ha sido hace sólo una hora. Sophie y yo estábamos trabajando como de costumbre, cosiendo unos adornos de encaje para los cuellos, cuando entró un hombre en la tienda, muy alto y muy serio. No supe qué pensar al verlo. A veces pasa un mes entero, Georgi, sin que entre un solo hombre por la puerta. Me avergüenza admitirlo, pero al ver lo serio que estaba, al ver la determinación en su mirada, pensé… pensé que…
– ¿Que nos habían descubierto?
Asintió con la cabeza, pero no habló más del tema.
– Sorprendida, le pregunté si podíamos ayudarlo en algo, pero se limitó a apuntarme con un dedo, como si fuera una pistola, y casi me desmayo.
»-¿Sophie Tambleau? -preguntó mirándome, y yo no podía ni contestar, tan nerviosa estaba-. ¿Eres Sophie Tambleau? -repitió, y antes de que pudiera decir nada, la propia Sophie se acercó con una mezcla de curiosidad y preocupación.
»-Yo soy Sophie Tambleau -dijo-. ¿En qué puedo ayudarlo?
»-En nada -contestó el hombre-. Me mandan para darte un mensaje, eso es todo.
»-¿Un mensaje? -preguntó Sophie, riendo un poco y mirándome. Yo también sonreí, aliviada, pues la situación era insólita. Nadie nos manda nunca mensajes.
»-¿Eres tú la concubina de Leo Raymer? -preguntó él, y Sophie se encogió de hombros.
»La palabra es ridícula, desde luego, pero ella admitió que lo era.
»-Monsieur Raymer está detenido en la gendarmería de la rué de Clignancourt -dijo entonces el hombre-. Lo han arrestado.
»-¿Arrestado? -exclamó ella, y él explicó que Leo había matado a un gendarme unas horas antes, que estaba detenido a la espera de ser llevado ante al juez, y que había pedido que alguien le comunicara a Sophie lo ocurrido.
– Pero… ¡Leo! -exclamé, asombrado ante lo que me contaba-. ¿Nuestro Leo? ¿Cómo es posible que haya matado a alguien? ¿Por qué iba a hacer algo así?
– No lo sé, Georgi. -Zoya se paseaba presa de los nervios-. Sólo sé lo que acabo de contarte. Sophie ha ido a verlo. Yo le he dicho que vendría a buscarte y que los dos iríamos para allá. He hecho bien, ¿verdad?
– Por supuesto -contesté, cogiendo las llaves de la librería, aunque faltaba al menos una hora para el cierre-. Por supuesto que debemos ir; nuestros amigos tienen problemas.
Salimos a la calle y cerré la tienda, maldiciéndome por haber olvidado los guantes esa mañana, pues el viento soplaba con fuerza y sentía las mejillas coloradas de frío al cabo de sólo unos instantes. Al apresurarnos calle abajo, mis pensamientos estaban con mi querido amigo, encerrado en una celda por un crimen horrible, pero aun así no pude evitar sentir tanto alivio como Zoya porque el caballero buscase a Sophie, no a nosotros.
Habían pasado cuatro años desde que abandonáramos Rusia. Seguía creyendo que, algún día, nos encontrarían.
No nos permitieron visitar a Leo, y ningún gendarme quiso contarnos nada sobre las circunstancias de su arresto. El anciano gendarme de la recepción me miró con desprecio al oír mi acento y pareció renuente a responder mis preguntas, limitándose a gruñir o encogerse de hombros en cada ocasión, como si contestarme lo degradara. Era raro que Zoya o yo encontrásemos hostilidad por motivos raciales en la ciudad -al fin y al cabo, la guerra había llenado París de gente de todas las nacionalidades-, pero de vez en cuando veíamos cierto resentimiento en los franceses de cierta edad, a quienes no agradaba que su capital se hubiese visto invadida por tantos exiliados europeos y rusos.
– No son familiares del detenido -dijo sin apenas levantar la vista del crucigrama que estaba completando-. No puedo decirles nada.
– Pero somos amigos -protesté-. Monsieur Raymer fue testigo en mi boda. Nuestras esposas trabajan juntas. Sin duda podrá…
En ese momento se abrió una puerta a mi izquierda y salió Sophie muy pálida, tratando de contener las lágrimas, seguida por otro gendarme. Pareció sorprendida de vernos esperando, pero también agradecida, e intentó sonreír antes de dirigirse hacia la salida.
– Sophie. -Zoya salió con ella a la oscuridad; había caído la noche y, por suerte, el viento había amainado-. Sophie, ¿qué está pasando? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está Leo?
Sophie parecía incapaz de encontrar las palabras para explicar lo sucedido, de forma que la llevamos a una cafetería que había enfrente, donde pedimos café, y finalmente reunió las fuerzas necesarias para contarnos lo que le habían dicho.
– Es absolutamente ridículo. Ha sido un accidente, un accidente estúpido. Pero dicen lo que dicen porque el muerto es un gendarme…
– ¿Y dicen que lo mató Leo? -inquirí, impresionado por la brutalidad de esas palabras y su desagradable sonido-. ¿Leo? ¡Pero eso es imposible! Dime qué ha ocurrido exactamente.
– Esta mañana se fue como de costumbre -comenzó Sophie con un suspiro, como si no pudiera creer que un día que había empezado de forma tan banal pudiese acabar tan dramáticamente-. Salió de casa temprano, confiando en encontrar un buen sitio para su caballete. Con este tiempo tan espantoso, cada vez hay menos oportunidades para los retratistas. La mayoría de la gente no quiere sentarse en una calle ventosa durante treinta minutos mientras la retratan. Leo se dirigió hacia el Sacre Coeur, seguro de que habría turistas. Últimamente vamos un poco cortos de dinero -admitió-. No lo suficiente para preocuparnos sin necesidad, ya me entendéis, pero no podemos permitirnos perder las ganancias de un día. La cosa está difícil.
– Está difícil para todo el mundo -musité-. Pero siempre puedes recurrir a nosotros si necesitas ayuda; lo sabes, ¿verdad?
No estuvo bien por mi parte decir eso. Lo cierto es que si Leo o Sophie nos hubiesen pedido ayuda, no habríamos estado en posición de ofrecérsela. Insinuar lo contrario era una arrogancia indigna de mí. Zoya lo sabía bien y me miró con leve ceño; yo agaché la cabeza, arrepentido de mi bravata.
– Es muy amable por tu parte, Georgi -repuso Sophie, que seguramente sabía muy bien que nuestra situación económica era casi exacta a la suya-. Pero aún no hemos llegado al punto de depender de la caridad de los amigos.
– Leo -terció Zoya en voz baja, posando una mano sobre la de Sophie, que había empezado a temblar levemente-. Cuéntanos lo de Leo.
– En el Sacré Coeur había más gente de la que esperaba. Unos cuantos artistas habían instalado ya sus caballetes y todos trataban de convencer a algún turista de posar para ellos. Había una anciana sentada en el césped, dando de comer a los pájaros…
– ¿Con este tiempo? -pregunté asombrado-. Se moriría de frío.
– Ya sabes lo fuertes que son esos viejos -repuso encogiéndose de hombros-. En verano o invierno, llueve o truene, se sientan ahí. El tiempo no les importa.
Era cierto. Había observado en más de una ocasión la cantidad de ancianos parisinos que pasaban las mañanas y las tardes sentados en el césped de las laderas, frente a la basílica, arrojando pan duro a los pájaros. Era como si creyesen que, sin su ayuda, el mundo aviario se enfrentaría a la extinción. No hacía ni tres semanas, había visto a un hombre de unos ochenta años, un anciano marchito cuyo rostro era un mapa de arrugas y pliegues, sentado con los brazos extendidos a los lados y con unos cuantos pájaros posados encima. Me quedé mirándolo durante casi una hora, y todo ese tiempo permaneció inmóvil; de no haber tenido los brazos abiertos, lo habría tomado por un cadáver.
– Otro artista -prosiguió Sophie-, alguien nuevo en París, alguien a quien Leo no conocía, llega y decide instalarse exactamente donde está sentada la anciana. Le pide que se mueva y ella se niega. Él le dice que quiere pintar ahí y ella le suelta que se vaya a freír espárragos. Creo que hay unas palabras subidas de tono, y el hombre va y trata de quitar a la anciana de su sitio. La obliga a ponerse en pie sin importarle sus gritos de protesta.
– ¿De dónde era el pintor? -quiso saber Zoya, y me sorprendió su pregunta. Sospeché que esperaba que no procediese de nuestro país.
– Leo cree que de España. O de Portugal, quizá. Sea como fuere, Leo vio semejante tropelía, y ya lo conocéis: no soporta ser testigo de una falta de cortesía así.
Era cierto. Leo era famoso por levantarse el sombrero ante las mujeres mayores en la calle, por conquistarlas con su amplia sonrisa y su simpatía. Les cedía el asiento en los cafés y las ayudaba con las bolsas de la compra cuando iban en la misma dirección que él. Se consideraba un representante de la histórica orden de caballería, uno de los últimos hombres en el París de los años veinte que suscribía los principios de la antigua sociedad.
– Leo se acercó para agarrar al español y reprenderlo por tratar así a la mujer. Hubo bronca, por supuesto, con empujones, insultos y quién sabe cuántas tonterías de crios. Y gritaban mucho. Leo hablaba a voz en cuello, llamando de todo a su oponente, y por lo que me han contado, el español no se quedaba corto. La cosa estaba por llegar más lejos cuando los interrumpió un gendarme para separarlos, lo que enfureció aún más a Leo.
»Acusó al joven policía de ponerse de parte de un extranjero contra un compatriota, y el comentario desató una gran disputa. Y ya sabéis cómo es Leo cuando se ve enfrentado a la autoridad. Sin duda habrá proclamado todas sus opiniones sobre los gardiens de la paix, y antes de que alguien pudiese controlar la situación, le dio un puñetazo al español en la nariz y otro al gendarme en la cara.
– ¡Dios santo! -exclamé, tratando de imaginar a Leo aplastando la nariz de un hombre para luego darle al otro. Era un hombre fuerte; no me habría gustado ser el receptor de ninguno de esos dos golpes.
– Por supuesto, después de eso -añadió Sophie-, al gendarme no le quedaba otra opción que arrestarlo, pero Leo intentó quitárselo de encima dándole un empujón, quizá para luego echar a correr. Por desgracia, el joven resbaló y perdió el equilibrio en la escalera. Unos instantes después rodaba unos quince o veinte peldaños hasta el siguiente rellano, donde cayó pesadamente y se partió el cráneo contra la piedra. Cuando Leo llegó corriendo para ayudarlo, sus ojos miraban fijos al cielo. Estaba muerto.
Guardamos silencio y miré a Zoya, que estaba muy pálida y apretaba los dientes como temiendo su propia reacción si daba rienda suelta a sus emociones. Cualquier mención de un acto violento, de una muerte, del instante en que una vida llegaba a su fin bastaba para perturbarla e inquietarla, para que los terribles recuerdos aflorasen de nuevo. Ninguno de los dos habló. Esperamos a que Sophie, que se veía más tranquila ahora que estaba contando la historia, continuase.
– Leo trató de huir -dijo por fin-. Y, claro, eso sólo empeoró las cosas. Creo que llegó bastante lejos, corriendo por la rué de la Bonne para luego doblar por Saint Vicent y después volver atrás para dirigirse a Saint Pierre de Montmartre…
Contuve el aliento; mi primer hogar en París había estado allí, y el piso que Zoya y yo compartíamos desde nuestra boda estaba en la rué Cortot, no muy lejos de Saint Pierre; me pregunté si Leo habría tenido la esperanza de encontrar refugio con nosotros.
– … pero para entonces ya eran seis o siete los gendarmes que lo perseguían, tocando el silbato en cada calle, y al alcanzarlo lo derribaron. -Tendió una mano hacia su amiga y exclamó-: Oh, Zoya, le dieron una paliza terrible. Tiene un ojo tan hinchado que no se le ve, y la mejilla horrorosamente morada. Casi no lo reconocerías si lo vieras. Dicen que fue necesario para dominarlo, pero no puede ser.
– Todo ha sido un terrible accidente -dijo Zoya con firmeza-. Sin duda lo reconocerán, ¿no? Y por algo tan trivial, además. El español tiene tanta culpa como él.
– Ellos no lo ven así -repuso Sophie, y rompió a llorar otra vez, con un torrente de sollozos que le salió de lo más hondo del corazón; la emoción antes contenida se desataba al comprender lo que estaba ocurriendo-. Lo ven como un asesinato.
Irá a juicio por ello. Podría pasar años en la cárcel, la vida entera, quizá. Desde luego, ya no será joven cuando salga, si es que sale. Y yo no puedo vivir sin él, ¿lo entendéis? -gimió levantando la voz, al borde de la histeria-. No viviré sin él.
El propietario del café nos miró con suspicacia, esperando que nos fuéramos pronto. Se aclaró la garganta de forma audible, y yo asentí con la cabeza; dejé unos francos sobre la mesa y me levanté.
Nos llevamos a Sophie a casa, donde le dimos dos buenas copas de brandy y la mandamos a nuestro dormitorio a descansar. Obedeció sin protestar y no tardó en quedarse dormida, aunque la oímos agitarse en sueños, inquieta.
– No puede ir a la cárcel -dijo Zoya cuando nos quedamos solos. Estábamos sentados a la pequeña mesa de la cocina, buscando una forma de ayudar a nuestro amigo-. Es inconcebible. Tiene que haber alguna forma de salvarlo, ¿no?
Asentí con la cabeza, pero no dije nada. Estaba preocupado por Leo, por supuesto, pero lo que me inquietaba no era la posibilidad de que lo enviaran a la cárcel, sino algo aún peor. Al fin y al cabo, Leo era responsable de la muerte de un policía francés. Fuese o no un accidente, esas cosas no se tomaban a la ligera. El castigo podía ser mucho más severo de lo que mi esposa o Sophie estaban dispuestas a considerar.
El juicio de Leo Raymer empezó tres semanas después, a mediados de diciembre, y duró tan sólo un día y medio. Se inició el martes por la mañana, y a mediodía del miércoles el jurado leyó su veredicto.
Sophie se quedó unos días en nuestro apartamento después del incidente, pero luego se fue a casa, aduciendo que no tenía sentido dormir en nuestro sofá, importunándonos, cuando tenía una cama perfectamente buena, aunque solitaria, a menos de cuatro calles. La dejamos irse con mínimas protestas, pero aun así pasábamos todas las veladas juntos, ya fuera en su casa o en la nuestra o, si podíamos permitírnoslo, en uno de los cafés del vecindario.
Al principio estaba al borde de la histeria; luego pareció más fuerte y optimista, decidida a hacer cuanto pudiera para que liberaran a Leo. Poco después se sumió en una depresión, y entonces pasó a enfadarse con su novio por haber causado todos esos problemas. Para cuando empezó el juicio, estaba agotada emocionalmente y tenía oscuras ojeras por la falta de sueño. Empezó a preocuparme cuál sería su reacción si el juicio no se resolvía felizmente.
Le rogué a monsieur Ferré que me diera libre el martes en que empezaba la vista oral y tuve la mala fortuna de pillarlo en un mal momento. Arrojó en la mesa la pluma, que salpicó tinta en mi dirección y me hizo dar un salto, y me miró fijamente respirando con fuerza por la nariz.
– ¿Un día libre entre semana, Yáchmenev? ¿Otro día libre? Pensaba que habíamos llegado a un acuerdo.
– Así es, señor. -Yo no esperaba que reaccionase con tal violencia ante tan simple petición. Había sido un empleado modélico desde la reprimenda y pensé que accedería sin problemas a darme un día libre-. Lamento pedírselo, sólo…
– Su esposa debe comprender que el mundo no…
– No se trata de mi esposa, monsieur Ferré -interrumpí, molesto porque se atreviera a criticar a Zoya-. No tiene nada que ver con lo que pasó hace meses. Me parece que le he hablado de mi amigo monsieur Raymer, ¿no?
– Ah, el asesino -respondió con un asomo de sonrisa-. Sí, lo recuerdo. Y he leído sobre el caso en los periódicos, por supuesto.
– Leo no es ningún asesino. Fue un terrible accidente.
– En el que murió un hombre.
– Así es.
– Y no uno cualquiera, sino un hombre cuya responsabilidad era proteger a los ciudadanos. Creo que a su amigo le será difícil conseguir que lo liberen. Tiene en contra a la opinión pública.
Asentí con la cabeza y traté de controlar mis emociones; mi jefe sólo repetía lo que yo ya sabía.
– ¿Puedo tomarme el día libre o no? -insistí, clavando mi mirada en la suya, hasta que por fin apartó la vista e hizo un ademán exasperado, rindiéndose.
– De acuerdo, de acuerdo. Puede tomarse un día libre. Sin sueldo, desde luego. Y si hay periodistas en el tribunal, como sin duda sucederá, no les diga que trabaja en este establecimiento. No quiero que mi librería se vea relacionada con tan sórdido asunto.
Accedí, y la mañana en que dio comienzo el juicio acompañé a Zoya y Sophie al tribunal. Nos sentamos en la tribuna, conscientes de que todas las miradas estaban fijas en nosotros. Advertí que eso incomodaba a Zoya, así que le cogí la mano y se la apreté dos veces para que nos diera suerte.
– No me gusta toda esta atención -susurró-. Al entrar, un periodista me ha pedido que me identificase.
– No estás obligada a decirles nada. Ninguno de los dos. Recuerda que en realidad no les interesamos; a quien quieren es a Sophie.
Me sentí cruel al hacer ese comentario, pero era la verdad y quería tranquilizar a mi esposa asegurándole que estábamos a salvo; quizá si ella lo creía, también lo creería yo.
La sala del tribunal estaba llena de espectadores interesados y no tardó mucho en oírse un murmullo colectivo cuando se abrió una puerta y apareció Leo rodeado por varios gendarmes. Recorrió rápidamente la estancia con la mirada, buscándonos, y al encontrarnos esbozó una valiente sonrisa que sin duda ocultaba su ansiedad. Estaba más pálido y flaco que la última vez que lo había visto -la noche anterior al incidente, cuando estuvimos los dos en un bar, bebiendo demasiado vino tinto; la noche en que me contó que planeaba pedirle a Sophie que se casara con él el día de Navidad, cosa que ella aún no sabía-, pero se comportó con valentía, mirando al frente cuando se leyeron los cargos y contestando con claridad cuando se declaró «no culpable».
La mañana transcurrió con una serie de tediosas discusiones legales entre el juez, el fiscal y el abogado de oficio. A media tarde, sin embargo, la cosa se puso más interesante, pues llamaron al estrado a varios testigos, incluida la anciana a la que el español había intentado echar de su sitio. La mujer alabó profusamente a Leo, por supuesto, y culpó al gendarme por el accidente, así como al español, quien fue innecesariamente duro en su condena de Leo, quizá por culpa de su ego herido. Testificaron unas cuantas personas más, hombres y mujeres que estaban en las escalinatas del Sacré Coeur en el momento del incidente y que habían facilitado sus nombres a la policía. Una dama que se hallaba a sólo unos centímetros del muerto cuando éste cayó. El médico que lo había examinado en primer lugar. El forense.
– Ha ido bien, ¿no crees? -me preguntó Sophie por la noche, y yo asentí con la cabeza, pensando que no tenía nada que perder con esa mentira piadosa.
– Algunos testimonios han sido útiles -admití, aunque estuve a punto de añadir que la mayoría describía a un Leo impetuoso y bravucón, cuya impulsiva conducta había causado la muerte de un joven honrado e inocente.
– Todo irá bien mañana -dijo Zoya, abrazándola al despedirse-. Estoy segura.
Más tarde nos peleamos; fue la primera vez que Zoya y yo nos levantamos la voz. Aunque yo pensaba acudir al tribunal, cometí el error de mencionar que probablemente monsieur Ferré se enfadaría conmigo por tomarme un segundo día libre, y ella confundió mi preocupación por nuestro futuro con egoísmo y desconsideración hacia nuestros amigos, acusación que me irritó y ofendió.
Esa misma noche, tras habernos reconciliado -me resulta extraño recordar que ambos lloramos, tan poco acostumbrados estábamos a discutir-, tumbados juntos en la cama, le pedí a Zoya que se preparara para lo que pudiera pasar, pues aquello podía no acabar como deseábamos.
Ella se limitó a ponerse de costado para dormir, pero supe que no era tan ingenua como para no reconocer la verdad en mi advertencia.
Al día siguiente ocupamos los mismos asientos, y en esa ocasión la sala estaba a rebosar para oír el testimonio de Leo. Nuestro amigo empezó con nerviosismo, pero no tardó en recuperar su fuerza habitual, y dio todo un espectáculo de habilidad oratoria que me hizo pensar que tal vez sería capaz de salvarse. Se describió como un héroe anónimo, un joven que no soportaba quedarse mirando cómo un invitado en su país insultaba y maltrataba a una anciana, una anciana francesa, puntualizó. Habló de lo mucho que admiraba la labor de los gendarmes, dijo haber visto cómo el joven agente perdía pie y que había tendido la mano para salvarlo, no para empujarlo, pero era demasiado tarde. Había caído. Toda la sala permaneció en silencio mientras hablaba. Al bajar del estrado, Leo miró brevemente a Sophie, que le sonrió con ansiedad; él le contestó con otra sonrisa antes de volver a sentarse entre los guardias que lo custodiaban.
Sin embargo, el último testigo fue la madre del joven policía, que le relató al tribunal los movimientos de su hijo aquella mañana y lo describió, quizá no sin razón, como un santo varón. Habló con orgullo y dignidad, dejándose vencer por el llanto una sola vez, y cuando concluyó su testimonio, supe que había pocas esperanzas.
Una hora más tarde, el jurado regresó para anunciar el veredicto de culpable de asesinato. Al prorrumpir la sala en espontáneos aplausos, Sophie se puso en pie de un salto y se desmayó. Zoya y yo tuvimos que sacarla de allí.
– No puede ser, no puede ser -gimió aturdida al volver en sí en uno de los fríos bancos de piedra adosados a las paredes exteriores-. Leo es inocente. No pueden arrebatármelo.
Zoya también lloraba; las dos se abrazaron, sacudidas por temblores espasmódicos. Yo también me sentí al borde de las lágrimas, y eso fue demasiado para mí. Me levanté, pues no deseaba que me vieran derrumbarme.
– Vuelvo a entrar -me apresuré a decir dándoles la espalda-. Voy a averiguar qué pasa ahora.
De nuevo en la sala, tuve que abrirme paso hasta llegar a un sitio desde donde ver el espectáculo. Leo estaba de pie, con un gendarme a cada lado, muy pálido y con todo el aspecto de no poder creer aquella pesadilla, seguro de que en cualquier momento sería puesto en libertad con las disculpas del tribunal. Pero no iba a ser así.
El juez dejó caer el mazo para pedir silencio y dictó sentencia.
Cuando salí de la sala unos segundos después, creí que iba a vomitar. Corrí al exterior para llenarme los pulmones con todo el aire posible, y entonces asimilé de golpe el absoluto espanto de lo que acababa de oír y tuve que apoyarme en la pared para mantener el equilibrio y no desplomarme.
Zoya y Sophie, a un par de metros de distancia, dejaron de llorar un instante, mirándome.
– ¿Qué pasa? -preguntó Sophie corriendo hacia mí-. Georgi, ¡dímelo! ¿Qué ha ocurrido?
– No puedo.
– ¡Dímelo! -repitió a voz en grito-. ¡Dímelo, Georgi!
Me abofeteó una, dos, tres veces, muy fuerte. Apretó los puños y me golpeó en los hombros, pero no sentí nada; sólo me quedé ahí mientras Zoya la apartaba.
– ¡Dímelo!-siguió exclamando, pero la palabra surgía empapada de tanta desdicha y tantos sollozos que resultaba casi ininteligible.
– ¿Georgi? -me preguntó Zoya tragando saliva-. Georgi, ¿qué pasa? Tenemos que saberlo. Tienes que decírselo.
Asentí con la cabeza y la miré, sin saber muy bien cómo expresar algo así, algo tan atroz, con palabras.
La ejecución se llevó a cabo a primera hora de la mañana siguiente. Ni Zoya ni yo la presenciamos, pero a Sophie le permitieron pasar media hora con su amante antes de que lo llevaran al patio para guillotinarlo. Me dejó horrorizado -más que horrorizado- saber que un instrumento de muerte que yo asociaba con la Revolución francesa siguiera utilizándose, más de un siglo después, con los condenados a la pena capital. Me pareció una barbaridad. Nos resultaba inconcebible que pudieran imponerle un castigo así a nuestro joven, apuesto, divertido, vibrante e incorregible amigo. Pero no hubo forma de evitarlo. La sentencia se cumplió antes de que transcurriesen veinticuatro horas.
Después de eso, París ya no tuvo belleza alguna para nosotros. Presenté mi renuncia por escrito a monsieur Ferré, que la rompió en pedazos sin leerla y me dijo que no importaba qué le contara, que estaba despedido de todos modos.
Me dio igual.
Sophie acudió a vernos una sola vez antes de marcharse del país; nos agradeció lo que habíamos hecho por ayudarla y prometió escribir cuando llegara a donde fuera que se dirigiese.
Y Zoya y yo decidimos dejar París para siempre. La decisión fue de ella, pero yo accedí encantado.
La última noche en la ciudad nos sentamos en el piso vacío, mirando por la ventana las agujas de las muchas iglesias que salpicaban las calles.
– Fue culpa mía -declaró Zoya.