Fue idea de Zoya que hiciésemos un último viaje juntos.
Nunca habíamos sido grandes viajeros, pues preferíamos la calidez y la seguridad de nuestro tranquilo piso en Holborn al agotamiento que supone salir de casa. Tras abandonar Rusia nos instalamos en Francia; una vez allí, pasamos unos años viviendo y trabajando en París, donde nos casamos, antes de trasladarnos definitivamente a Londres. Por supuesto, cuando Arina era pequeña nos esforzábamos en salir de la ciudad una semana cada verano, pero solíamos dirigirnos a Brighton, o incluso a Cornualles, para enseñarle el mar y para que jugara en la arena. Para que fuera una niña entre otros niños. Pero una vez que llegamos a la isla, no abandonamos sus orillas. Y creí que nunca lo haríamos.
Zoya anunció su idea una noche en que estábamos sentados junto al fuego en la sala de estar, observando cómo menguaban las llamas y los negros carbones siseaban por última vez. Yo estaba leyendo Jake's Thing, y dejé el libro, sorprendido, cuando ella lo propuso.
Nuestro nieto Michael se había marchado una hora antes tras una conversación difícil. Había venido a cenar y a contarnos cómo le iba su nueva vida de estudiante de arte dramático, pero toda la alegría de la velada se quebró cuando Zoya le dio la noticia de su enfermedad y de cómo el cáncer se había extendido. Dijo que no quería ocultarle nada, aunque tampoco deseaba su compasión. Al fin y al cabo, la vida era así. Se trataba de la vida y nada más.
– Soy tan vieja como las montañas -comentó sonriendo-. Y he tenido mucha suerte, ¿sabes? He estado más cerca de la muerte que ahora.
Por supuesto, siendo joven como era, Michael buscó soluciones y esperanza de inmediato. Insistió en que su padre pagaría los tratamientos necesarios, que él mismo dejaría la Academia de Arte Dramático y encontraría un empleo para pagar lo que hiciese falta, pero Zoya sacudió la cabeza y le cogió las manos para decirle que nadie podía hacer nada, y que desde luego el dinero tampoco. Le dijo que lo que tenía era incurable. Quizá no le quedaran muchos meses de vida, y no quería desperdiciarlos buscando curas imposibles. Michael se tomó muy mal la noticia. Después de tantos años sin madre, era natural que detestase la idea de perder también a su abuela.
Antes de irse, Michael me llevó aparte para preguntarme si había algo que pudiese hacer por Zoya, para contribuir a su bienestar.
– Supongo que tendrá los mejores médicos, ¿no?
– Por supuesto -contesté, emocionado por las lágrimas que anegaban sus ojos-. Pero ya sabes que no es una enfermedad fácil de llevar.
– Pero ella es más dura que la piedra -contestó, lo que me hizo sonreír, y asentí con la cabeza.
– Sí, sí que lo es.
– He oído hablar de gente que consigue superarlo.
– Yo también -repuse, sin desear ofrecerle falsas esperanzas.
Zoya y yo llevábamos semanas discutiendo por su decisión de no seguir tratamiento alguno, sino permitir que la enfermedad continuara su curso y se la llevara cuando por fin se aburriera de ella. Yo lo había intentado todo para disuadirla, pero no sirvió de nada. Zoya simplemente pensaba que le había llegado la hora.
– Llámame si me necesitáis, ¿de acuerdo? -insistió Michael-. A mí o a papá. Aquí estaremos para lo que haga faltas, loque sea. Y pasaré a veros más a menudo, ¿vale? Dos veces por semana, si puedo. Y dile a la abuela que no cocine para mí. Puedo comer antes de venir.
– ¿Y que lo tome como una ofensa? -lo regañé-. Te comerás lo que ella te sirva, Michael.
– Bueno… como quieras -concluyó encogiéndose de hombros, y se pasó la mano por el cabello, que le llegaba a los hombros, con esa escueta sonrisa suya-. Lo que digo es que estoy aquí. No voy a irme a ninguna parte.
Siempre ha sido un buen nieto. Siempre ha hecho que nos sintamos orgullosos de él. Cuando se marchó, Zoya y yo confesamos que nos había emocionado su solícita reacción.
– ¿Un viaje? -repetí, sorprendido por la sugerencia-. ¿Estás segura de que podrás resistirlo?
– Creo que sí. Ahora sí, al menos. Dentro de unos meses… ¿quién sabe?
– ¿No preferirías quedarte aquí y descansar?
– ¿Y morirme, quieres decir? -preguntó, y quizá lamentó sus palabras al captar mi consternación, pues se inclinó para besarme y añadió-: Lo siento. No debería haber dicho eso. Pero piénsalo, Georgi. Puedo quedarme aquí sentada esperando que llegue el final, o puedo hacer algo con el tiempo que me quede.
– Bueno, supongo que podemos coger un tren para pasar un par de semanas en algún sitio -acepté-. Cuando éramos más jóvenes, vivimos días felices en el sur.
– No estaba pensando en Cornualles -contestó ella sacudiendo la cabeza, y entonces me tocó a mí lamentar lo dicho, pues aquel lugar inspiraba recuerdos de nuestra hija, y ése era el camino del dolor y la locura.
– Escocia, quizá -sugerí-. Nunca hemos estado allí. Siempre he pensado que sería bonito ver Edimburgo. ¿O está demasiado lejos? ¿Nos estaremos excediendo?
– Tú nunca podrías excederte, Georgi -repuso con una sonrisa.
– Nada de Escocia, entonces. -Vi mentalmente un mapa de Gran Bretaña y le di vueltas en mi imaginación-. De todos modos, hace demasiado frío en esta época del año. Y Gales… me parece que no. ¿El Distrito de los Lagos, quizá? ¿El condado de Wordsworth? ¿O Irlanda? Podríamos ir en ferry hasta Dublín, si crees que lo soportarías. O viajar hacia el sur, hacia el oeste de Cork. Dicen que aquello es precioso.
– Yo estaba pensando en un sitio más al norte -dijo Zoya, y por su tono supe que no hablaba por hablar, sino que era algo que llevaba algún tiempo considerando, que sabía exactamente adónde quería ir y no se conformaría con otro sitio-. Estaba pensando en Finlandia.
– ¿Finlandia?
– Sí.
– Pero ¿por qué Finlandia, precisamente? -quise saber, sorprendido por su elección-. Es tan… bueno, quiero decir, es Finlandia, ¿no? ¿Hay algo que ver allí?
– Por supuesto que sí, Georgi -respondió con un suspiro-. Es todo un país, como cualquier otro.
– Pero nunca has expresado interés en ver Finlandia.
– Estuve allí de niña. No recuerdo gran cosa, claro, pero me parece… bueno, que está lo más cerca de casa que podemos llegar, ¿no es así? Lo más cerca posible de Rusia, quiero decir.
– Ah. -Asentí con la cabeza, pensativo-. Por supuesto. -Visualicé el mapa del norte de Europa, la larga frontera de más de mil kilómetros que limitaba el país desde Grense-Jacobsely en el norte a Hamina en el sur.
– Me gustaría sentir una vez más que estoy cerca de San Petersburgo -continuó Zoya-. Sólo una vez más en mi vida, eso es todo. Mientras todavía puedo. Me gustaría mirar a lo lejos e imaginarla allí, todavía en pie. Invencible.
Respiré hondo y me mordí el labio mientras contemplaba el fuego, donde los últimos carbones se convertían en brasas, y consideré lo que me estaba pidiendo. Finlandia. Rusia. Era, en el sentido más literal de la frase, su última voluntad. Y confieso que a mí también me emocionaba la idea. Pero, aun así, no estaba seguro de que fuese sensato hacer ese viaje. Y no sólo por el cáncer.
– Por favor, Georgi -insistió al cabo de unos minutos de silencio-. Por favor, sólo eso.
– ¿Estás segura de tener fuerzas suficientes?
– Ahora las tengo. Dentro de unos meses, no lo sé. Pero ahora sí.
– Entonces iremos -concluí.
Hubo una serie de indicios para pronosticar la enfermedad de Zoya; tomados en conjunto, deberían haberme bastado para advertir que no se encontraba bien, pero al estar separados por varios meses e ir unidos a las dolencias típicas le la vejez, fue difícil reconocer las conexiones entra los síntomas. Y hay que añadir el hecho de que mi esposa se guardó los detalles de su sufrimiento el mayor tiempo posible. Si lo hizo porque no quería que yo supiera la agonía que soportaba o por una renuencia a buscar tratamiento para aliviarlo es algo que nunca le he preguntado, por temor a que la respuesta me hiriese.
Sí advertí, sin embargo, que estaba más cansada de lo habitual y se sentaba por las noches junto al fuego con una expresión de absoluto agotamiento, con cierta dificultad para respirar y un poco más pálida. Cuando yo le preguntaba por esa fatiga suya, ella se encogía de hombros y decía que no era nada, que simplemente necesitaba dormir mejor por las noches y que no debería preocuparme tanto. Pero luego empezó a sentir molestias en la espalda, y yo la veía esbozar una mueca de dolor y llevarse una mano a la zona lumbar, y la dejaba allí unos instantes hasta que la agonía pasaba, con el rostro contraído de angustia.
– Tienes que ver a un médico -le dije cuando el dolor pareció durar más de lo soportable-. Quizá te has pinzado una vértebra y debes hacer reposo. Podría recetarte algún antiinflamatorio o…
– O igual es que sencillamente me hago vieja -me interrumpió, con un decidido esfuerzo por no levantar la voz-. Estoy bien, Georgi. No te preocupes.
Al cabo de unas semanas, el dolor empezó a extendérsele al abdomen, y reparé en que no tenía apetito cuando se sentaba a cenar; empujaba la comida por el plato con el tenedor y tomaba sólo pequeños bocados que masticaba con cautela, antes de apartar el plato y declarar que no tenía hambre.
– He comido demasiado en el almuerzo -me decía, y yo quería creerlo, iluso de mí-. No debería comer tanto a mediodía.
Sin embargo, cuando esos síntomas continuaron durante varios meses y no sólo comenzó a perder peso sino también a no poder dormir por la agonía en que la sumía su estado, la convencí por fin para que visitara al médico de cabecera. Al volver, me dijo que iba a hacerle unos análisis, y dos semanas después mis peores temores se vieron confirmados, pues fue enviada a una especialista, la doctora Joan Crawford, que desde entonces forma parte de nuestra vida.
Resulta curioso que yo me tomara la noticia de la enfermedad de Zoya peor que ella. Que Dios me perdone, pero pareció aliviada, casi contenta, cuando llegaron los resultados, y me los comunicó teniendo en cuenta mis sentimientos pero sin temor alguno ni consternación por su estado. No lloró, aunque yo sí. No se mostró enfadada o asustada, dos emociones que a mí me invadieron en los días siguientes. Fue como si hubiese recibido… no una buena noticia exactamente, pero sí una información interesante que no le desagradaba del todo.
Una semana después estábamos sentados en la consulta de la doctora Crawford, esperándola. A Zoya se la veía muy tranquila, pero yo me revolvía inquieto en la silla mientras miraba los certificados enmarcados que colgaban en las paredes, convenciéndome de que alguien con semejante formación oncológica y con tantos títulos sería sin duda capaz de encontrar un modo de combatir la enfermedad.
– Señor y señora Yáchmenev -dijo la doctora al llegar, enérgica, con actitud completamente profesional.
Aunque no fue antipática con nosotros, tuve la inmediata sensación de que le faltaba cierto grado de compasión, cosa que Zoya atribuyó a que trataba todos los días con pacientes afectados por la misma enfermedad y le costaba considerar los casos de la forma trágica en que lo hacían los familiares.
– Siento haberlos hecho esperar. Como pueden imaginar, aquí cada día tenemos más trabajo.
No me tranquilizó demasiado oír eso, pero no dije nada mientras ella estudiaba el dosier que había en su escritorio y observaba a contraluz una radiografía, sin que su expresión revelara nada durante el examen. Por fin cerró la carpeta, puso las manos encima y nos miró a los dos, frunciendo los labios en lo que se me antojó un intento de sonrisa.
– Yáchmenev. Es un apellido poco corriente.
– Es ruso -contesté; no tenía ganas de charlar-. Doctora, ha examinado usted el historial de mi esposa, ¿no?
– Sí, y esta mañana he hablado con su médico de cabecera, el doctor Cross. ¿Ha hablado él con usted sobre su estado, señora Yáchmenev?
– Sí -asintió Zoya-. Me dijo que era cáncer.
– Para ser más específicos, cáncer de ovario -remarcó la doctora Crawford, alisando los papeles que tenía ante sí con ambas manos, un hábito que por alguna razón me recordó a los malos actores que nunca saben qué hacer con las manos en el escenario; quizá ésa fue mi forma de no involucrarme del todo en la conversación-. Supongo que lleva padeciendo cierto tiempo, ¿no es así?
– Ha habido síntomas, sí -afirmó con cautela; su tono dejó entrever que no quería que la regañaran por haber tardado en informar de ellos-. Dolor de espalda, fatiga, ligeras náuseas, pero no les di importancia. Tengo setenta y ocho años, doctora Crawford. Ya hace diez años que despierto cada día con una queja distinta.
La doctora sonrió y asintió con la cabeza, titubeando un instante antes de proseguir con tono más dulce.
– No es algo fuera de lo corriente en mujeres de su edad. Las mujeres mayores corren mayor riesgo de contraer cáncer de ovario, aunque lo más frecuente es que se desarrolle entre los cincuenta y cinco y los setenta y cinco años. El suyo es uno de esos raros casos en que aparece más tarde.
– Siempre he tratado de ser excepcional -repuso Zoya con una sonrisa.
La doctora sonrió a su vez, y ambas se miraron unos instantes, como si conociesen algo de la otra que yo, naturalmente, ignoraba. Éramos tres en la habitación, pero me sentí excluido.
– ¿Puedo preguntarle si hay casos de cáncer en su familia? -quiso saber la doctora Crawford entonces.
– No. Quiero decir que sí, que puede preguntarlo. Pero no, no hay ninguno.
– ¿Y su madre? ¿Murió por causas naturales?
Zoya titubeó sólo un segundo antes de responder:
– Mi madre no tuvo cáncer.
– ¿Y sus abuelas? ¿Alguna hermana, o tía?
– No.
– ¿Y qué me dice de su propia historia médica? ¿Ha sufrido algún trauma importante durante su vida?
Mi esposa vaciló un momento y se echó a reír súbitamente ante la pregunta. Me volví hacia ella, sorprendido. Al ver la cómica expresión en su rostro y que hacía lo posible por no estremecerse con una mezcla de diversión y pesar, no supe si unirme a ella o esconder la cara entre las manos. De pronto deseé estar en otra parte. No quería que todo aquello estuviese pasando. Desde luego, la pregunta había sido desafortunada, pero la doctora se limitó a mirar a Zoya mientras ésta reía, sin hacer comentarios; supuse que presenciaba muchas reacciones estrambóticas en conversaciones como aquélla.
– No he sufrido ningún trauma médico -contestó por fin Zoya, recuperando la compostura y haciendo hincapié en la última palabra-. No he tenido una vida fácil, doctora Crawford, pero he gozado de buena salud.
– Sí, claro -suspiró, como si lo entendiese muy bien-. Las mujeres de su generación han padecido mucho. Estuvo la guerra, para empezar.
– Sí, la guerra -asintió Zoya, pensativa-. En realidad ha habido muchas guerras.
– Doctora -intervine-. ¿El cáncer de ovario es curable? ¿Hay forma de que pueda ayudar a mi esposa?
Ella me miró con cierta lástima, comprendiendo que el marido era el más asustado en aquella habitación.
– Me temo que el cáncer ha empezado a extenderse, señor Yáchmenev -dijo en voz baja-. Y, como seguro que ya saben, en este momento la ciencia no puede ofrecer una cura. Lo único que podemos hacer es aliviar en cierta medida el sufrimiento y dar a nuestros pacientes toda la esperanza de vida posible.
Me quedé mirando el suelo, un poco mareado ante aquellas palabras, aunque lo cierto es que ya sabía que iba a decir eso. Me había pasado semanas en mi mesa habitual de la Biblioteca Británica investigando la enfermedad de la que nos había hablado el doctor Cross, y estaba al tanto de que no había ningún remedio conocido. Sin embargo, siempre quedaba la esperanza, y me aferré a ella.
– Me gustaría someterla a una serie de pruebas, señora Yáchmenev -dijo entonces la doctora, volviéndose de nuevo hacia Zoya-. Hará falta un segundo examen pélvico. Y un análisis de sangre y una ecografía. Un enema de bario nos ayudará a identificar el alcance de la enfermedad. La someteremos a varios TAC, por supuesto. Necesitamos determinar hasta dónde se ha expandido el cáncer más allá de los ovarios, y si ha llegado a la cavidad abdominal.
– Pero respecto al tratamiento, doctora -insistí, inclinándome hacia ella-, ¿qué pueden hacer para que mi esposa mejore?
Se quedó mirándome con cierta irritación, según me pareció, como si estuviese acostumbrada a lidiar con molestos maridos desconsolados; a ella sólo le interesaba su paciente.
– Como he dicho, señor Yáchmenev, los tratamientos sólo pueden enlentecer el progreso del cáncer. La quimioterapia será básica, por supuesto. Recurriremos a la cirugía para extraer los ovarios, y habrá que realizar una histerectomía. Podemos tomar biopsias al mismo tiempo de los ganglios linfáticos, del diafragma, de tejido pélvico, para así determinar…
– ¿Y si no me someto a ningún tratamiento? -preguntó Zoya en voz baja pero decidida, quebrando el frío granito de esa retahíla de términos médicos que aquella médica ya habría pronunciado sin duda mil veces.
– Si no se somete a tratamiento, señora Yáchmenev -contestó, al parecer acostumbrada también a esa pregunta, lo cual me impresionó; qué sencillo era para aquella mujer discutir sobre conceptos tan terribles-, es casi seguro que el cáncer continúe extendiéndose. Usted padecerá los mismos dolores que ahora, aunque podremos darle medicación para eso, pero algún día la pillará desprevenida y su salud se deteriorará con rapidez. Eso sucederá cuando el cáncer alcance la etapa terminal, cuando haya salido del abdomen para atacar otros órganos, como el hígado, los riñones, etcétera.
– Debemos iniciar el tratamiento de inmediato, por supuesto -declaré, y la doctora me sonrió con la tolerancia de una abuela hacia su nieto adorado y tonto, antes de volver a mirar a Zoya.
– Señora Yáchmenev, su esposo tiene razón. Es importante que empecemos lo antes posible. Lo comprende, ¿verdad?
– ¿Cuánto tiempo será?
– No hay un límite. La trataremos hasta que consigamos controlar la enfermedad. Podría ser durante un lapso breve. Podría ser para siempre.
– No. -Zoya negó con la cabeza-. Me refiero a cuánto tiempo me queda si no me someto a tratamiento alguno.
– ¡Por el amor de Dios, Zoya! -exclamé, mirándola como si hubiese perdido la razón-. ¿Qué clase de pregunta es ésa? ¿No has entendido que…?
Ella levantó una mano para hacerme callar, pero no me miró.
– ¿Cuánto tiempo, doctora?
Joan Crawford exhaló y se encogió de hombros, lo que no me dio mucha confianza.
– Es difícil saberlo. Desde luego, habrá que llevar a cabo esas pruebas para determinar exactamente en qué etapa se halla el cáncer. Pero yo diría que un año como mucho. Quizá un poco más, si tiene suerte, pero no hay forma de saber cómo se verá afectada su calidad de vida durante ese tiempo. Podría estar bien casi hasta el final, y que el cáncer ataque entonces con rapidez, o podría empezar a deteriorarse muy pronto. Lo mejor, sin duda, es que actuemos de inmediato. -Abrió una gruesa agenda que reposaba en el centro del escritorio y deslizó el dedo por una página-. Puedo darle hora para el examen pélvico inicial…
No llegó a acabar la frase; se interrumpió al ver que Zoya se levantaba para coger el abrigo del perchero junto a la puerta y marcharse.
En principio no teníamos planeado ir más al este de Helsinki, pero luego, llevados por un antojo, seguimos el viaje hasta el puerto de Hamina, en la costa finesa. Atravesamos lentamente Porvoo en un autobús de la compañía Matkahuolto hasta el norte de Kotka; sesenta años antes, esos nombres me resultaban tan familiares como el mío, pero se habían disuelto poco a poco en mi memoria en las décadas intermedias, reemplazados por las experiencias y los recuerdos de una vida adulta compartida. Sin embargo, volver a leer esos nombres en el horario de autobuses, pronunciar por lo bajo esas sílabas olvidadas, me llevó repentinamente de vuelta a la juventud, con el eco pesaroso y familiar de una canción infantil.
Nos ofrecieron asientos en la parte delantera del autobús debido a nuestra avanzada edad -yo había cumplido ochenta años cuatro días antes de salir de Londres, y Zoya tenía sólo dos menos-, y nos sentamos juntos y en silencio, viendo pasar pueblos y aldeas, en un país que no era nuestro hogar, que nunca lo había sido, pero que nos hacía sentir más cerca de nuestro lugar de nacimiento de lo que habíamos sentido en varias décadas. El paisaje a lo largo del golfo de Finlandia me recordó viajes en barco a través del Báltico largo tiempo olvidados, mis días y noches llenos de juegos, risas y voces de chicas, cada una exigiendo mayor atención que la anterior. Si cerraba los ojos y escuchaba los graznidos de las gaviotas en lo alto, podía imaginar que estábamos anclando una vez más en Tallin, en la costa norte de Estonia, o navegando hacia el norte desde Kaliningrado a San Petersburgo, con suave viento de popa y el sol ardiente incidiendo en la cubierta del Standart.
Hasta las voces de la gente que nos rodeaba nos transmitían cierta sensación de familiaridad; su lengua era distinta, por supuesto, pero reconocíamos algunas palabras, y los ásperos sonidos guturales de las tierras bajas mezclados con el suave lenguaje sibilante de los fiordos me hicieron cuestionarme si no deberíamos haber acudido allí muchos años antes.
– ¿Cómo te sientes? -le pregunté a Zoya, volviéndome hacia ella cuando un letrero indicó que llegaríamos a Hamina en no más de diez o quince minutos.
Estaba un poco pálida y advertí que la emocionaba la desgarradora experiencia de viajar hacia el este, pero su expresión no dejaba traslucir nada. De haber estado solos, quizá habría llorado, presa de una mezcla de pesar y alegría, pero compartíamos el autobús con extraños y no estaba dispuesta a confirmar sus prejuicios permitiéndoles ser testigos de la debilidad de una anciana.
– Me siento como si no quisiera que este viaje acabase nunca -respondió en voz baja.
Llevábamos en Finlandia casi una semana y Zoya gozaba de una salud especialmente buena, por lo que me pregunté si no sería mejor trasladarnos para siempre al clima del norte si eso significaba que su estado mejoraría. Me acordé de las biografías de los grandes escritores cuya vida había estudiado durante mi jubilación en la Biblioteca Británica, de cómo habían abandonado su hogar en busca del aire gélido de las cordilleras europeas para recuperarse de las enfermedades de su época. Stephen Crane permitió que la tuberculosis apagara su genialidad en Badenweiler; Keats contempló la escalinata de la plaza de España en Roma mientras sus pulmones se llenaban de bacterias, oyendo cómo Severn y Clark discutían entre sí mientras consultaban su tratamiento. Acudieron allí en busca de vitalidad, por supuesto. Para vivir más. Pero sólo encontraron sus propias tumbas. Me pregunté si para Zoya sería distinto. ¿Ofrecería el regreso al norte la esperanza y la posibilidad de más años de vida, o la apabullante certeza de que nada podía derrotar al invasor que amenazaba con arrebatarme a mi esposa?
En un pequeño café de la ciudad nos ofrecieron un tradicional lounas, y nos arriesgamos a sentarnos fuera, envueltos en abrigos y bufandas mientras la camarera nos traía platos humeantes de pescado en salazón y patatas, y nos servía más bebida caliente siempre que vaciábamos el vaso. Observamos a un grupo de niños que pasaba corriendo; uno de ellos empujó a una niña más pequeña, que retrocedió dando tumbos hasta caer sobre un montículo de nieve con un grito de miedo. Zoya se irguió, tensa, dispuesta a reprender al muchacho por su crueldad, pero su víctima se recuperó con rapidez y llevó a cabo su propia venganza, con una sonrisa de satisfacción en el rostro. Pasaron varias familias de camino a una escuela cercana y nos arrellanamos de nuevo con nuestros pensamientos y recuerdos, con la paz que da el saber que una relación larga y feliz no necesita la charla constante. Hacía mucho que Zoya y yo habíamos perfeccionado el arte de permanecer en silencio durante horas en mutua compañía, en tanto que nunca nos quedábamos sin cosas que decir.
– ¿Has notado el aroma del aire? -preguntó Zoya por fin cuando apurábamos el té.
– ¿El aroma?
– Sí, hay un… Me cuesta describirlo, pero cuando cierro los ojos e inspiro despacio, no puedo evitar acordarme de la infancia. Londres siempre me ha olido a trabajo. París olía a miedo. Pero el olor de Finlandia me recuerda a una etapa mucho más simple de mi vida.
– ¿Y Rusia? ¿A qué olía Rusia?
– Durante un tiempo olió a felicidad y prosperidad -contestó de inmediato, sin tener que pararse a pensarlo-. Y luego a locura y enfermedad. Y a religión, por supuesto. Y después… -Sonrió y sacudió la cabeza, demasiado avergonzada para acabar la frase.
– ¿A qué? -insistí, sonriendo-. Dímelo.
– Va a parecerte una ridiculez -repuso, encogiéndose de hombros a modo de disculpa-, pero siempre he pensado en Rusia como una especie de granada podrida. Roja y apetitosa por fuera, esconde su hedionda naturaleza, pero pártela en dos y los granos se derramarán ante ti, negros y repugnantes. Rusia me recuerda a esa granada. Antes de que se pudriera.
Asentí con la cabeza, pero no dije nada. Yo no abrigaba sentimientos particulares respecto al olor de nuestro país perdido, pero la gente, las casas y las iglesias que me rodeaban en Finlandia me traían recuerdos del pasado. Tal vez fueran conceptos simples -Zoya siempre había tenido mayor tendencia a la metáfora que yo, quizá porque gozaba de mejor educación-, pero me gustaba la idea de estar cerca de casa otra vez. Cerca de San Petersburgo. Del Palacio de Invierno. Incluso de Kashin.
Pero ¡cómo había cambiado yo desde la última vez que puse los pies en cualquiera de esos lugares! Mirándome en el espejo al lavarme las manos después de comer, vi a un hombre viejo que contemplaba su reflejo, un hombre que antaño había sido apuesto, quizá, y joven y fuerte, pero que ya no era ninguna de esas cosas. Tenía el cabello ralo y pobre, con mechones del blanco más puro en las sienes, revelando una frente llena de manchas de vejez que en nada se parecía a la piel impecable y bronceada de mi juventud. Mi rostro era flaco, con las mejillas hundidas y unas orejas anormalmente grandes, como si fueran lo único de mi fisonomía que no se hubiese rendido. Los dedos se me habían vuelto huesudos; una fina capa de piel cubría mi esqueleto. Tenía la suerte de que mi movilidad no estuviese afectada, como había temido a menudo, aunque al despertar por las mañanas tardaba mucho más en hacer acopio de las fuerzas necesarias para levantarme, lavarme y vestirme. Una camisa, una corbata y un jersey todos los días, pues a partir de los dieciséis años mi vida se había basado en la formalidad. Sentía más y más el frío a medida que transcurrían los meses.
En ocasiones me extrañaba que un hombre tan viejo y deteriorado como yo pudiese ser aún objeto del amor y el respeto de una mujer tan hermosa y juvenil como la mía. Pues ella, me parecía a mí, apenas había cambiado.
– Tengo una idea, Georgi -me dijo cuando volví a la mesa, pensando si sentarme de nuevo o esperar a que ella se levantara.
– ¿Una buena idea? -pregunté, decidiéndome por lo primero, pues Zoya no mostraba indicios de querer levantarse.
– Creo que sí -repuso titubeando un poco-. Aunque no estoy segura de qué vas a pensar tú.
– Piensas que deberíamos mudarnos a Helsinki -dije, riendo un poco ante lo absurdo de la idea-. Vivir nuestros últimos días a la sombra de la catedral de Suurkirkko. Te has enamorado de las costumbres finesas.
– No -contestó, sacudiendo la cabeza y sonriendo-. No, no es eso. No creo que debamos quedarnos aquí. De hecho, creo que deberíamos continuar.
La miré y fruncí el entrecejo.
– ¿Continuar? ¿Continuar hasta dónde? ¿Adentrarnos más en Finlandia? Es posible, por supuesto, pero me preocuparía que el trayecto te…
– No, no se trata de eso -me interrumpió con voz clara y firme, como si no quisiera arriesgarse a obtener una negativa por mostrarse demasiado entusiasta-. Me refiero a que deberíamos volver a casa.
Solté un suspiro. Al salir de Londres me preocupaba que el viaje resultara excesivo para ella, que lamentara la decisión y añorase la calidez y las comodidades de nuestro piso en Holborn. Al fin y al cabo, ya no éramos niños. No nos era fácil pasar tanto tiempo de acá para allá.
– ¿Te encuentras mal? -pregunté, inclinándome para cogerle la mano y estudiar su rostro en busca de indicios de malestar.
– No más que antes.
– Y el dolor… ¿se ha vuelto demasiado insoportable?
– No, Georgi -contestó con una sonrisa-. Me siento perfectamente bien. ¿Por qué dices eso?
– Porque quieres irte a casa. Y podemos irnos, desde luego, si es eso lo que deseas realmente. Pero de todos modos nos quedan sólo cuatro días de viaje. Quizá sería más sencillo regresar a Helsinki y descansar allí hasta que llegue el momento de coger el avión de vuelta.
– No me refiero a volver a Londres -dijo, sacudiendo la cabeza mientras miraba de nuevo a los niños, que jugaban ruidosamente en los montículos de nieve-. No me refiero a esa casa.
– ¿Adónde, entonces?
– A San Petersburgo, por supuesto. Al fin y al cabo, hemos llegado hasta aquí. No nos llevaría muchas horas más, ¿verdad? Podríamos pasar un día allí, sólo un día. Nunca imaginamos que volveríamos a estar en la plaza del Palacio. Nunca creímos que volveríamos a respirar aire ruso. Y si no lo hacemos ahora, cuando estamos tan cerca, jamás lo haremos. ¿Qué opinas, Georgi?
La miré y no supe qué decir. Al decidir emprender el viaje, sin duda una parte de nosotros se había preguntado si surgiría esa conversación, y de ser así, cuál de los dos lo sugeriría primero. La idea era llegar hasta Finlandia, llegar todo lo posible al este, tanto como permitieran el tiempo y nuestra salud, para contemplar la distancia y quizá distinguir las sombras de las islas en el Vyborgski Zaliv una vez más, incluso la punta de Primorsk, y recordar, imaginar y preguntarnos cosas.
Pero ninguno de los dos había hablado de recorrer los últimos centenares de kilómetros hasta la ciudad en que nos habíamos conocido. Hasta entonces.
– Creo que… -empecé, pronunciando despacio; luego moví la cabeza y empecé de nuevo-. Me pregunto si…
– ¿Qué?
– ¿Será seguro hacerlo?