1981

Son casi las once de la noche cuando suena el teléfono. Estoy sentado en una butaca ante nuestra pequeña chimenea de gas, con una novela sin abrir en las manos y los ojos cerrados, pero no estoy dormido. El teléfono está cerca, mas no descuelgo de inmediato, permitiéndome un instante final de optimismo antes de contestar y enfrentarme a la noticia. Suena seis, siete, ocho veces. Por fin alargo una mano y levanto el auricular.

– ¿Sí?

– ¿Señor Yáchmenev?

– Al habla.

– Buenas noches, señor Yáchmenev -dice una voz de mujer en el otro extremo de la línea-. Siento llamarlo tan tarde.

– No se preocupe, doctora Crawford -contesto, pues la he reconocido de inmediato; al fin y al cabo, ¿quién si no va a llamar a estas horas?

– Me temo que no tengo buenas noticias, señor Yáchmenev. A Zoya no le queda mucho.

– Según usted, aún podían ser semanas -replico, pues es lo que me dijo ese mismo día, poco antes de marcharme del hospital para pasar la noche en casa-. Ha dicho que no había motivo inminente de preocupación. -No estoy enfadado con la doctora, sólo confuso. Cuando un médico te dice algo, escuchas y lo crees. Y te vas a casa.

– Ya lo sé -admite con tono un poco contrito-. Y es lo que pensaba en ese momento. Por desgracia, su mujer ha empeorado esta noche. Señor Yáchmenev, es su decisión, por supuesto, pero creo que sería mejor que viniera.

– No tardaré en llegar -replico, y cuelgo.

Por suerte, aún no me he puesto el pijama, así que sólo tardo unos instantes en coger la cartera, las llaves y el abrigo para dirigirme hacia la puerta. Se me ocurre una cosa y titubeo, preguntándome si puede esperar, pero decido que no; vuelvo a la salita y telefoneo a mi yerno Ralph para informarle.

– Michael está aquí -me dice, y me alegro, porque no tengo otra forma de contactar con mi nieto-. Nos vemos dentro de un rato.

Una vez en la calle, me cuesta unos minutos localizar un taxi, pero por fin se acerca uno; levanto la mano y el vehículo se detiene junto al bordillo. Abro la puerta de atrás, y antes de cerrarla ya le he dado el nombre del hospital al taxista, que empieza a arrancar. Siento la brisa en el rostro y cierro la puerta con firmeza.

A esas horas de la noche las calles están menos tranquilas de lo que esperaba. Grupos de jóvenes emergen de los bares blandiendo dedos ante los demás, decididos a hacerse oír. Más allá, una pareja se pelea y una joven trata de detenerlos interponiéndose entre los golpes; sólo los veo unos instantes al pasar, pero sus caras de odio resultan inquietantes.

El taxi gira de pronto a la izquierda, luego a la derecha, y antes de que me dé cuenta estamos pasando ante el Museo Británico. Miro los dos leones que flanquean la entrada, y me veo allí titubeando antes de entrar a ver al señor Trevors la mañana que me entrevistó, la misma mañana que Zoya empezó a trabajar como operaria en la fábrica de costura Newsom. Fue hace mucho tiempo, yo era muy joven y la vida era difícil; habría dado lo que fuera por estar ahí de nuevo y comprender lo afortunado que era. Por tener juventud y a mi esposa, nuestro amor y nuestra vida por delante.

Cierro los ojos y trago saliva. No voy a llorar. Ya habrá tiempo para las lágrimas esta noche. Pero todavía no.

– ¿Le va bien aquí, señor? -pregunta el taxista deteniéndose en la entrada de visitantes, y le digo que sí, que va bien, y le tiendo el primer billete que encuentro; es demasiado, ya lo sé, pero no me importa.

Salgo al frío aire nocturno y vacilo un momento ante las puertas del hospital; sólo entro cuando oigo que el taxi se aleja.

– Su esposa ya no está en el ala de oncología -me dice en recepción una joven pálida y cansada-. La han trasladado a una habitación privada en la tercera planta.

– Su acento. Usted no es inglesa, ¿verdad?

– No -contesta, alzando la vista un segundo para luego volver a su trabajo.

Ha decidido no decirme de dónde procede, pero estoy seguro de que es algún lugar de Europa del Este. De Rusia no, eso sí lo sé. Yugoslavia, quizá, o Rumania. Uno de esos países.

Subo al ascensor y pulso el 3; aunque la llamada telefónica no haya sido muy explícita, sé lo que significa que trasladen a un paciente a una habitación privada en esta etapa de la enfermedad. Me alegra que el ascensor esté vacío. Me permite pensar, recobrar la compostura. Pero no mucho rato, pues no tardo en salir a un largo pasillo blanco con un mostrador al final. Cuando me dirijo despacio hacia allí, oigo dos voces enzarzadas en una conversación: la de un hombre joven y una mujer algo mayor. Él habla de una entrevista que tiene dentro de poco, al parecer para que lo asciendan en el hospital. Se calla al verme ante él, y una expresión irritada le cruza el rostro ante la interrupción, aunque todavía no he dicho nada. Me pregunto si me toma por uno de los enfermos ancianos de las muchas salas que se despliegan como las patas de un pulpo desde ese pasillo. Quizá cree que me he perdido, o que no puedo dormir, o que he mojado la cama. Es ridículo, por supuesto. Voy completamente vestido. Sólo soy viejo.

– Señor Yáchmenev -dice detrás de él la doctora Crawford, cogiendo una tablilla con documentación-. Ha llegado rápido.

– Sí. ¿Dónde está Zoya? ¿Dónde está mi esposa?

– Está aquí mismo -responde con suavidad, cogiéndome del brazo.

Le aparto la mano, quizá con más brusquedad de la necesaria. No soy un inválido y no voy a permitir que me trate como si lo fuera.

– Lo siento -dice en voz baja.

Pasamos ante una serie de puertas detrás de las cuales están… ¿quiénes? Los muertos, los moribundos y los dolientes, tres estados que yo mismo conoceré antes de que transcurra mucho tiempo.

– ¿Qué ha ocurrido? -pregunto-. Esta noche, quiero decir. Después de que me fuera. ¿Cómo es que ha empeorado?

– Ha sido inesperado. Pero es algo corriente, si he de serle franca. Un paciente puede estar estable, ni mejor ni peor, durante semanas, incluso meses seguidos, y de pronto un día se pone muy enfermo. Hemos trasladado a Zoya a esta habitación para que tengan un poco de intimidad.

– Pero ella podría… -Me interrumpo; no quiero engañarme ni dejarme engañar. Aun así, tengo que saberlo-. Aún podría mejorar, ¿no cree? Con la misma rapidez con que ha empeorado, podría mejorar, ¿no?

La doctora Crawford se detiene ante una puerta cerrada y esboza una media sonrisa al tiempo que me toca el brazo.

– Me temo que no, señor Yáchmenev. Creo que sólo debería concentrarse en pasar con ella el tiempo que les quede. Verá que Zoya sigue conectada a un monitor cardíaco y un gotero, pero aparte de eso no hay más máquinas. Nos parece que así es más agradable. Proporciona mayor dignidad al paciente.

Sonrío, y estoy a punto de echarme a reír. Como si ella o cualquiera pudiese saber hasta qué punto es digna Zoya. «Mi esposa fue educada con dignidad. Es la hija del último zar y mártir de Rusia, bisnieta de Alejandro II, el zar libertador que liberó a los siervos. La madre de Arina Georgievna Yáchmenev. No hay nada que usted pueda hacer para rebajarla.»

Deseo decir eso, pero desde luego no lo hago.

– Estaré en el puesto de enfermería si me necesita -concluye abriendo la puerta-. Por favor, vaya a buscarme cuando quiera.

– Gracias -digo, y ella se aleja, dejándome solo en el pasillo.

Empujo la puerta para abrirla del todo. Me asomo. Y entro.


– ¿Será seguro? -le pregunté cuando estábamos sentados en la terraza de la cafetería en Hamina, en la costa oriental finlandesa, mirando las islas de Vyborgski Zaliv en la distancia, mirando hacia San Petersburgo.

Zoya lo tenía planeado desde el principio, era obvio. Aquél iba a ser nuestro último viaje juntos. Era ella quien había elegido Finlandia, quien había sugerido que viajáramos más al este de lo previsto originalmente, y quien insistía en hacer ese último trayecto juntos.

– Es seguro, Georgi -respondió, y yo le dije que si eso era lo que quería, entonces lo haríamos.

Iríamos a nuestra tierra. No demasiado tiempo. Un par de días como mucho. Sólo para verla. Sólo para estar allí una última vez.

Nos hospedamos cerca de la catedral de San Isaac. Llegamos al hotel a media tarde y nos sentamos junto a la ventana a contemplar la plaza, delante de dos tazas de café; nos costaba hablar, tan emocionados estábamos por haber regresado.

– Cuesta creerlo, ¿verdad? -preguntó Zoya, mientras observaba a la gente que recorría aprisa la calle, procurando no ser atropellada por los coches que pasaban en todas direcciones-. ¿Pensaste alguna vez que volverías a estar aquí?

– No, nunca lo imaginé. ¿Tú sí?

– Oh, sí. Siempre supe que volvería. Y que no sería hasta ahora, al final de mi vida…

– Zoya…

– Oh, lo siento, Georgi. -Sonrió con ternura y puso una mano sobre la mía-. No pretendo ser morbosa. Debí decir que sabía que volvería cuando fuese vieja, eso es todo. No te preocupes; todavía me quedan un buen par de años.

Asentí con la cabeza. Aún me estaba acostumbrando a su enfermedad, a la idea de perderla. Lo cierto es que tenía tan buen aspecto que costaba creer que le pasara algo malo. Era tan hermosa como aquella primera noche que la vi con sus hermanas y Ana Vírubova ante el puesto de castañas en la ribera del Neva.

– Me habría gustado traer aquí a Arina -comentó, y me sorprendió un poco, pues no solía hablar de nuestra hija-. Creo que habría sido bonito enseñarle de dónde procedía.

– O a Michael.

Entrecerró los ojos, y no pareció tan segura.

– Quizá. Pero, incluso ahora, podría ser peligroso para él.

Asentí y seguí su mirada. Era tarde, pero todavía no estaba oscuro. Los dos lo habíamos olvidado, pero nos acordamos al mismo tiempo.

– ¡Las noches blancas! -exclamamos al unísono, y nos echamos a reír.

– No puedo creerlo -dije-. ¿Cómo podemos haber olvidado en qué época del año estamos? Empezaba a preguntarme por qué no oscurecía.

– Georgi, deberíamos salir -propuso con repentino entusiasmo-. Deberíamos salir esta noche, ¿qué te parece?

– Pero ya es tarde. Quizá haya luz, pero tú necesitas descansar. Podemos salir por la mañana.

– No; esta noche -rogó-. No estaremos fuera mucho rato. ¡Oh, por favor, Georgi! Pasear por la ribera del Neva en una noche como ésta… No podemos haber llegado tan lejos y no hacerlo.

Cedí, por supuesto. No había nada que me pidiera y que yo no le concediese.

– De acuerdo. Pero debemos abrigarnos bien. Y no podemos estar mucho tiempo fuera.


Salimos del hotel antes de que pasara una hora y fuimos hacia la ribera del río. Había cientos de personas paseando del brazo, disfrutando de aquella luz tardía, y daba gusto formar parte de ellas. Nos detuvimos a ver la estatua del jinete de bronce en los Jardines de Alejandro, observando cómo los turistas se hacían fotos ante ella. Casi no hablamos durante el paseo; sabíamos adónde nos llevaban nuestros pies, pero no queríamos estropear el momento charlando.

Pasamos ante el Almirantazgo, giramos a la derecha y no tardamos en encontrarnos frente a las dependencias del Estado Mayor que rodeaban la plaza del Palacio. Ante nosotros se alzaba la columna de Alejandro y, más allá, tan brillante e imponente como lo recordaba, el Palacio de Invierno.

– Recuerdo la noche que llegué aquí -musité-. Me acuerdo de cuando pasé junto a la columna como si fuera ayer. Los soldados que me acompañaban me dejaron ahí, junto al palacio, y el conde Charnetski me miró como si fuera algo que se le había pegado a la suela de la bota.

– Era un gruñón -sonrió Zoya.

– Sí. Y entonces me ordenaron entrar a conocer a tu padre. -Traté de que los recuerdos no me abrumaran-. De eso hace más de sesenta años. Casi no puedo creerlo.

– Ven -dijo Zoya echando a andar hacia la plaza, y la seguí con cautela.

Se había quedado muy callada, sin duda con la mente rebosante de recuerdos, más de los que yo tenía de ese lugar; al fin y al cabo, ella había crecido allí. Su infancia, y la de sus hermanos, había transcurrido en el interior de aquellos muros.

– El palacio estará cerrado a estas horas de la noche, Zoya. Mañana, quizá, si quieres entrar…

– No -se apresuró a contestar-. No, no quiero. No hace falta. Mira, Georgi, ¿te acuerdas?

Estábamos en el pequeño pórtico de la entrada, rodeados por los doce pilares de la columnata, donde aquel jinete que pasó cabalgando deprisa la había asustado y ella acabó entre mis brazos. El sitio donde nos besamos por primera vez.

– Ni siquiera nos habíamos dirigido la palabra -dije, riendo al recordarlo.

Zoya me abrazó de nuevo en aquella plaza donde habíamos estado tantos años atrás. Esta vez, cuando nos separamos, nos costó hablar. Yo me sentía cada vez más abrumado por la emoción y me pregunté si no habría sido mala idea haber vuelto allí. Volví la vista hacia la plaza y hurgué en el bolsillo en busca del pañuelo para enjugarme las comisuras de los ojos, decidido a no perder el control sobre mis emociones.

– Zoya… -dije volviéndome hacia ella, pero ya no estaba a mi lado.

Miré alrededor, inquieto, y tardé unos instantes en localizarla. Se había internado en el jardín que se extendía ante la puerta del palacio y estaba sentada junto a la fuente. La observé, recordando aquella vez en que también la había visto junto a la fuente, de perfil, y entonces ella volvió la cabeza y me sonrió.

Podría haber vuelto a ser una jovencita.


Regresamos al hotel lentamente por la ribera del Neva.

– ¡El puente del Palacio! -exclamó Zoya, señalando la enorme estructura que conectaba la ciudad, desde el Hermitage pasando por la isla de Vasilievski-. Lo terminaron.

Reí.

– Por fin. Todos aquellos años con una obra a medias… Primero no podían acabarla, no fuera a despertaros el ruido por las noches, y luego…

– La guerra.

– Sí, la guerra.

Nos detuvimos a verlo y sentimos una oleada de orgullo. Era una obra estupenda. Se había completado por fin. Ya había un enlace con la gente de la isla. Ya no estaban tan solos.

– Disculpen -dijo una voz a nuestra derecha, y al volvernos vimos a un anciano caballero, ataviado con un grueso abrigo y bufanda-. ¿Fuego?

– Lo siento -contesté, mirando el cigarrillo que sostenía ante mí-. Me temo que no fumo.

– Tenga -dijo Zoya, rebuscando en el bolso para sacar una caja de cerillas; ella tampoco fumaba, y me sorprendió que las llevara, pero lo cierto es que el contenido del bolso de mi esposa siempre había sido un misterio para mí.

– Gracias -respondió el hombre cogiendo la caja.

Advertí que su acompañante -supuse que era su esposa- miraba a Zoya. Las dos eran más o menos de la misma edad, y en ambos casos la edad no había minado su belleza. De hecho, lo único que estropeaba las elegantes facciones de la mujer era una cicatriz que le recorría la mejilla izquierda desde el ojo hasta más allá del pómulo. El hombre, apuesto y de espeso cabello blanco, encendió el cigarrillo, sonrió y nos dio las gracias.

– Que disfruten de la tarde -dijo.

– Gracias -contesté-. Igualmente.

Él cogió de la mano a su esposa, que miraba a Zoya con expresión serena. Ninguno de los cuatro habló durante unos instantes, y finalmente la mujer inclinó la cabeza.

– ¿Puede darme su bendición? -preguntó.

– ¿Mi bendición? -repitió Zoya, y la voz se le quebró.

– Por favor, alteza.

– Tiene mi bendición -contestó mi esposa-. Y, por poco que valga, confío en que le traiga la paz.


Hay luz, ya es de día, y la sala de estar me parece fría y poco acogedora cuando abro la puerta y entro. Me detengo un momento, echo un vistazo a la mesa, la cocina, las butacas, el dormitorio, a ese reducido lugar en que hemos compartido nuestra vida, y titubeo. No estoy seguro de poder ir más allá.

– No hace falta que vuelvas aquí -dice Michael, titubeando a su vez en el umbral-. Quizá sea buena idea que hoy te vengas con papá y conmigo, ¿no crees?

– Lo haré -contesto-. Más tarde. Esta noche, quizá. Ahora no, si no te importa. Creo que me gustaría quedarme aquí. Al fin y al cabo, es mi casa. Si no entro ahora, nunca entraré.

Él asiente y cierra la puerta. Vamos hasta el centro de la habitación, nos quitamos el abrigo y los dejamos sobre una silla.

– ¿Un té? -me ofrece, llenando ya la tetera, y yo sonrío y asiento con la cabeza. Qué inglés es mi nieto.

Él se apoya contra el fregadero mientras espera que hierva el agua y yo me siento en mi butaca, sonriendo. Michael lleva una camiseta con una leyenda graciosa en la pechera; eso me gusta: ni siquiera se le ha pasado por la cabeza vestirse con mayor sobriedad.

– Gracias, por cierto -le digo.

– ¿Por qué?

– Porque fueses anoche al hospital. Tú y tu padre. No estoy seguro de que hubiera superado la noche sin vosotros.

Se encoge de hombros y me pregunto si va a echarse a llorar otra vez; lo hizo tres o cuatro veces en el transcurso de la noche. Una, cuando le dije que su abuela había fallecido. Otra, cuando entró a verla. Otra más, cuando lo estreché entre mis brazos.

– Pues claro que fui -dice, y su tono es nervioso y cargado de emoción-. ¿Cómo no iba a ir?

– Gracias de todos modos. Eres un buen chico.

Michael se enjuga los ojos; luego pone bolsitas de té en dos tazas, las llena con agua hirviendo y aprieta las bolsitas con una cuchara en lugar de preparar la infusión en una tetera. Si su abuela estuviese aquí, lo desollaría vivo.

– No tienes que pensarlo ahora mismo -dice, sentándose frente a mí y dejando las tazas en la mesa-. Pero ya sabes que puedes venir a casa, ¿verdad? A vivir con nosotros, quiero decir. A papá le parecería bien.

– Ya lo sé -contesto con una sonrisa-. Y os lo agradezco a los dos. Pero creo que no. Todavía estoy sano, ¿no crees? Puedo apañármelas. Pero vendrás a visitarme, ¿verdad? -añado con nerviosismo, no muy seguro de por qué lo pregunto si ya sé la respuesta.

– Por supuesto que sí -asegura abriendo mucho los ojos-. Dios santo, todos los días si puedo.

– Michael, si vienes todos los días no te abriré la puerta. Una vez por semana estará bien. Tienes tu propia vida.

– Dos veces por semana, entonces.

– Vale -respondo, aunque no pretendo llegar a ningún trato.

– Y ya sabes que se estrena mi obra, ¿no? Dentro de dos semanas. Vendrás la noche del estreno, ¿verdad?

– Lo intentaré -contesto, pues no sé muy bien si realmente podré asistir sin Zoya a mi lado. Sin Anastasia. Veo la decepción en su rostro y sonrío para tranquilizarlo-. Haré todo lo posible, Michael. Te lo prometo.

– Gracias.

Charlamos un rato más y luego le digo que debería irse a casa, que debe de estar cansado porque lleva levantado toda la noche.

– ¿Seguro? -replica poniéndose en pie, desperezándose y bostezando-. Me refiero a que puedo dormir aquí si lo prefieres.

– No, no. Ya es hora de que te vayas a casa. Los dos necesitamos dormir un poco. Y creo que me gustará estar un rato a solas, si no te molesta.

– Vale -acepta, y se pone el abrigo-. Te llamaré más tarde. Hay que… -Vacila, pero decide continuar-: Ya sabes, hay que cumplimentar ciertos trámites.

– Sí, lo sé -contesto, acompañándolo a la puerta-. Pero podemos hablar de eso más tarde. Nos vemos esta noche.

– Hasta luego, entonces, abuelo -se despide, inclinándose para besarme en la mejilla y abrazarme, y se aleja antes de que pueda ver su expresión de dolor.

Lo observo subir de dos en dos los escalones hacia la calle, con esas largas piernas suyas que pueden llevarlo a donde quiera. Quién fuera tan joven otra vez. Lo miro y me pregunto cómo se las arregla siempre para marcharse justo cuando aparece un autobús, como si no quisiera desperdiciar un solo instante de su vida esperando en una esquina. Se sube de un salto a la parte trasera y levanta una mano: el zar sin corona de todas las Rusias saluda a su abuelo desde la parte trasera de un autobús londinense que acelera calle abajo mientras se le acerca un revisor para exigirle el importe del billete.

La escena basta para hacerme reír. Cierro la puerta y vuelvo a sentarme, pensando en lo que acabo de ver, y lo encuentro tan divertido que río hasta que empiezo a llorar.

Y cuando llegan las lágrimas, pienso: «Ah… Así que esto es lo que significa estar solo.»

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