Capítulo VIII

El cuento del caballero

La misma noche primaveral en la que John Duckling cruzaba el claustro del convento de Clerkenwell, se vio entrar a ciertos londinenses en una torre circular de piedra, de construcción romana; se alzaba pocas yardas al norte de Castle Baynard, cerca del río, en Blackfriars. Contaba con un gran portal, en torno al cual habían escrito en latín unas palabras que podrían traducirse de la siguiente forma: «No estoy abierto a los que llaman al pasar, sino a los que se detienen y llaman». A la entrada cada uno de los visitantes nocturnos fue recibido por un criado de librea, y conducido por la escalera de caracol hasta la cámara abovedada situada bajo tierra. También estaban algunos de los asistentes a la comida de la cofradía de la Virgen María, celebrada el mes anterior en el salón de los merceros; entre ellos figuraban, por ejemplo, el caballero, sir Geoffrey de Calis, y el canónigo, William Swinderby. Sin embargo, no llevaban la vestimenta digna de su categoría. Los mantos y las capuchas eran de tela a rayas; los colores, azul y blanco, cruzados diagonalmente, en los que el ojo experto podía leer que se trataba del símbolo del tiempo atravesado por la paciencia.

Con ellos se reunió el magistrado y abogado Miles Vavasour y uno de los segundos alguaciles de Londres. Se trataba de una reunión importante y, por curioso que parezca, fue el caballero, sir Geoffrey de Calis, más que el segundo alguacil, quien los llamó al orden.

Los convocó con una invocación latina: Hoc est terra quaestionis… Este es el terreno de nuestra búsqueda. Este es el terreno, la belleza y el comienzo de todo buen orden. Aunque no se trataba de una oración de la Iglesia, todos la conocían y respondieron como un solo hombre.

Tras los preliminares, el caballero se volvió hacia uno de los asistentes y afirmó:

– Bien hecho, William Exmewe.

El fraile, Exmewe, avanzó en medio de los hombres de gran categoría e hizo una reverencia a Geoffrey de Calis.

– La partida ha comenzado -declaró en voz baja-. El oratorio ardió hasta los cimientos gracias al fuego griego. Por lo que tengo entendido, la muerte en el claustro de San Pablo fue casual, pero ha cumplido perfectamente nuestros fines.

– ¿Quiénes son aquellos a los que guía?

– Son hombres deshechos. Son los desamparados y los desesperados de este mundo. Está Richard Marrow, el carpintero, que si pudiera treparía a la cruz. Y Emnot Hallyng, cuya mente es más alta que su sombrero. Y Garret Barton, un malvado que combate al mundo. Por no hablar de uno de los intendentes de Paul.

– ¿Cómo dice? -Geoffrey de Calis levantó la cabeza-. ¿A quién se refiere?

– A Robert Rafu.

– Por lo que sé es de disposición cobarde. Come demasiado poco.

– También está Hamo Fulberd, un joven extraordinariamente poco agraciado. Está señalado para una condenación especial.

– ¿No saben nada de nuestros propósitos?

– Absolutamente nada. No muestran el menor recelo hacia mí. Creen que, al igual que ellos, soy otro «conocedor de antemano».

Miles Vavasour alzó la voz desde el fondo:

– La voz popular dice que sois lolardos.

– No tiene la menor importancia. -Geoffrey de Calis apoyó la mano en el hombro de Exmewe-. Si culpan a los lolardos, tanto mejor para nosotros. Los lolardos no tienen corazón ni hígado lo bastante grandes como para quemar iglesias, aunque dejaremos que carguen con las culpas. Despertarán al pueblo. Ante esas violaciones, considerarán débil y necio al monarca. Dada su imposibilidad de proteger a la Santa Madre Iglesia, el rey es el oscuro que no soporta el sol. El ungido caerá. Ni siquiera Jesucristo y su santa sangre podrán salvarlo.

Rieron ante la mención de la sagrada sangre de Jesucristo porque no se dejaban engañar ni asustar por las triquiñuelas y las bromas de la Iglesia.

Esos hombres componían un grupo conocido como Dominus [14], secretamente organizado hacía año y medio con el único fin de destronar a Ricardo II. En el grupo había clérigos muy conocidos, así como varios consejeros reales. También incluía dignatarios de Londres, como un segundo alguacil y dos concejales eminentes. El propio rey Ricardo había nombrado a Geoffrey de Calis condestable de Wallingford y de los Chiltern, sinecura que había «cosechado» con éxito a cambio de un pago anual. Pero ahora, tras algunos errores del monarca, sus tierras y sus riquezas no estaban a salvo; Ricardo exigía nuevos impuestos y confiscaba propiedades con pretextos muy endebles. Por lo tanto, estaban dispuestos a arriesgarlo todo con tal de destruirlo. Eran ellos los que habían accedido a financiar la invasión de Enrique Bolingbroke. Eran ellos los que, un año antes, habían convencido a William Exmewe de formar un grupo de rebeldes dispuestos a poner en cuestión la autoridad del Papa y de los obispos en la ciudad de Londres; habían decidido que los ultrajes y la confusión de los ciudadanos aceleraría sus fines y la destrucción del rey. Por casualidad, William Exmewe había encontrado a Richard Marrow en el refectorio de San Bartolomé y había hablado con él sobre cuestiones espirituales; por su parte, Marrow había informado a Exmewe acerca del grupo de «conocedores de antemano» al que se había unido. Al final, Exmewe acompañó a Marrow a las reuniones de esos hombres y no tardó en dominarlos con su retórica y su piedad.


* * *

Miles Vavasour, a quien le encantaba plantear preguntas, inquirió:

– ¿Y cómo tienen que discurrir las cosas?

– He hecho correr la voz entre los predestinados de que cinco portentos acelerarán el día de la liberación -replicó Exmewe-. ¿Conocéis el antiguo dibujo de los cinco círculos entrelazados? -Era el signo empleado por José de Arimatea y una de las pruebas de la iglesia primitiva-. Ha quedado maravillosamente grabado.

– Por lo tanto, ¿faltan tres? -El abogado, Miles Vavasour, estaba orgulloso de su veloz ingenio-. El oratorio y lo ocurrido en San Pablo han sido el primero y el segundo.

– Les seguirán el Santo Sepulcro, Saint Michael le Queme y Saint Giles. En todos los puntos de la ciudad.

Manifestaron su aprobación mediante un murmullo. Sus voces poseían la confianza del poder y se llevaban muy bien entre sí. Su comportamiento era jovial, casi desenfadado. Se mostraban sinceros, confiados y libres. La convicción tácita entre ellos habría sostenido que, del mismo modo que no existe nada antes del nacimiento, tampoco hay nada después de la muerte. Por consiguiente, lo sensato era disfrutar de este mundo mientras uno podía hacerlo. Las cuestiones religiosas se usaban para dominar al pueblo y fomentar el buen orden. Se trataba de una creencia que los prelados del grupo también aceptaban.

Sir Geoffrey de Calis volvió a llamarlos al orden.

– Habrá más incendios y destrucción -afirmó-. Enrique regresará a Inglaterra y convocará una gran hueste. Si derrota a Ricardo, habrá que considerarlo el salvador de la Iglesia. La primera ley del respeto es la necesidad. Luego le sigue el miedo. Mientras tanto, debemos permanecer inmóviles como las piedras. Nadie debe enterarse de nuestras ideas. No se trata de lo que hagamos, sino de lo que no hacemos.

Al abandonar la estancia, algunos se inclinaron para besar el anillo de sir Geoffrey; lo llevaba en el tercer dedo de la mano izquierda, cuyo nervio comunicaba directamente con su corazón palpitante.

Cuando todos se perdieron en la noche, el caballero subió la escalera de la torre hasta el salón de documentos de la segunda planta. Contenía un cubículo en el que una persona estaba arrodillada y murmuraba las sacras palabras del Evangelio Oculto.

– Verias. Gadatryme. Trumpass. Dadyltrymsart -musitaba sor Clarice. Se volvió hacia sir Geoffrey-. Buen caballero, todo saldrá bien. Todo, absolutamente todo saldrá bien.

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