Capítulo XX

El cuento del marino

El marino Gilbert Rosseler se alojaba en una casa de huéspedes para viajeros; a pesar de que en la actualidad vivía en Londres, le gustaba el cambio constante de compañeros, con sus propias historias y aventuras. Antaño había navegado hacia el norte hasta Islandia; había viajado a Alemania y a Portugal; había embarcado a Genova y de allí se había trasladado a la isla de Corfú; en varias ocasiones había tomado el barco a Chipre, a la isla de Rodas y a Jaffa. En sus charlas con los compañeros de hospedaje, recorría las regiones más extensas e ignotas de la tierra.

La hospedería se encontraba en Saint Lawrence Lane y encima de la puerta colgaba el habitual letrero del arbusto; disponía de un dormitorio compartido, con siete carriolas en las que los viajeros dormían de dos en dos. Para Gilbert Rosseler era lo más parecido, en tierra, al camarote de un barco; incluso llamaba coy a su lecho y «marineros» a sus compañeros. Para no faltar a la costumbre, dormían desnudos. La desnudez no era motivo de vergüenza ni de incomodidad y, por añadidura, se decía que la serpiente huía al ver a un hombre desnudo. Pero la desnudez también se vinculaba con el castigo y la pobreza. Era como si todos los viajeros se entregasen voluntariamente a la experiencia de la humanidad compartida y reducida a su mínima expresión. Por un penique, alquilabas una cama una noche y por seis durante una semana. La hospedera, la señora Magga, también contaba con tres habitaciones privadas, con cerrojo y llave, que costaban un chelín semanal.

Como tantos dueños de casas en Londres, Magga tenía terror a los incendios. Dado que la causa más habitual consistía en que una vela encendiera la paja, se quedaba las candelas en su poder; las encendía cada tarde y las apagaba una hora después del anochecer. Varios meses antes, había pedido al marino que ejerciera ese oficio en el dormitorio, ya que el pudor le impedía moverse entre los hombres desnudos. A cambio sólo le cobraba dos chelines semanales por la mejor mesa en el comedor de la hospedería. Mediante el transporte en gabarra de carbón de Newcastle río Fleet arriba, Gilbert pagaba alojamiento y comida; partía de Sea-Coal Lane, cerca de la desembocadura del Fleet, y navegaba hacia el norte hasta los bosques de Kentystone o hasta Kentish Town, donde una colonia de metalistas había construido una fundición comunal.

Una tarde de principios de octubre, Gilbert invitó a Magga a pasear en su barcaza. La hospedera se había mostrado interesada en «ir río arriba» y nunca había estado en Kentish Town. De pequeña la habían llevado hasta la iglesia de Saint Paneras para la festividad de María Niña, durante la cual, en compañía de otros críos, había bailado alrededor de un árbol adornado con imágenes de la Virgen, aunque lo cierto es que apenas recordaba esa zona de la campiña. Ese primero del mes era la víspera de los Santos Ángeles de la Guarda. La mañana anterior, los representantes del Parlamento de Westminster Hall habían aceptado la abdicación de Ricardo II. El arzobispo de Canterbury había preguntado si aprobaban «los puntos enumerados como motivos de la destitución del monarca» y habían respondido al grito de «¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!». Cuando Enrique Bolingbroke preguntó si aceptaban su reinado «tanto con el corazón como con la boca» volvieron a gritar «¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!». Gilbert y Magga recibieron con resignación rayana en la indiferencia la noticia de ese gran cambio en la historia inglesa; las aventuras de los príncipes les importaban un pimiento.

Magga había tomado asiento en un pequeño taburete colocado cerca de la proa de la gabarra; de pie, a su lado, Gilbert utilizó una vara larga para avanzar contracorriente. En la proa, un crío, el ayudante del marino, se esforzaba con el remo. Embarcaron en el muelle de Sea-Coal Lane y pasaron junto a la gran mole de la cárcel del Fleet; estaba rodeada de una zanja que hacía las veces de foso, y Magga se tapó la nariz con la manga del vestido mientras la gabarra pasaba por delante. Dos presos mendigaban a la orilla del río y extendían una caja y un platillo a los barqueros; la embarcación se aproximó tanto a la orilla que Magga reparó en la imagen de una puerta con clavos largos reflejada en el platillo de peltre del mendigo. Desde su cómoda posición contempló, algo más adelante, el valle a través del cual fluía el río; y vio también casas y graneros en la orilla oriental, en la que las laderas eran más escarpadas; junto a la ribera, los curtidores habían montado una hilera de cobertizos y el Fleet se había teñido de rojo intenso. Podría haber sido un río de sangre. El aire también se corrompía con los olores combinados de las entrañas y los desperdicios que transportaban en carreta desde Shambles y arrojaban al agua.

Gilbert se apoyó en la vara y habló con Magga en voz baja:

– Me dio miedo decirle dónde estamos por temor a que se desanimara.

– Jamás en este mundo.

Pasaron bajo un puente de piedra de doble arco; más allá de la hilera de casas de vecindad y hospederías en las que Magga reconoció Turnmill Street, se alzaba un molino de viento. La comadre de Bath hablaba con Rose; la señora Alice señaló la barcaza que se deslizaba suavemente.

Gilbert volvió a la carga.

– ¿Cuál es la vía de agua más ancha y menos peligrosa sobre la cual se puede caminar? -Magga negó con la cabeza-. El rocío. Responda a esta pregunta. ¿Qué es lo que nunca se congela?

– No lo sé. ¿Cómo pretende que lo sepa?

– El agua caliente. -Se trataba del juego conocido como «el desconcertado Baltasar», que al marino le encantaba-. ¿Cuál es la más limpia de las hojas? -Aunque dedujo la respuesta, Magga no replicó-. La hoja de acebo, ya que nadie se limpia el culo con ella.

– Gilbert, tendré que taparme los oídos. ¿Qué preguntará a continuación?

– ¿Cuántos rabos de ternero hacen falta para llegar de la tierra al cielo?

– ¡Gilbert!

– Sólo uno, siempre y cuando sea lo bastante largo.

El agua se tornó más limpia y el aire más puro cuando atravesaron Smithfield y llegaron a los campos pertenecientes a la Casa de María en Clerkenwell. Oswald Koo, el administrador, arrastraba una carretilla llena de sacos. Magga señaló el conjunto de edificios situados tras él.

– De allí procede la monja. -La hospedera se persignó-. Que el Espíritu Santo la proteja.

– Ha profetizado la muerte de Ricardo.

– La han involucrado en los juegos entre reyes, pero no es un entretenimiento en el que deba entrometerse.

– A menos que quiera ser reina.

– Claro que no. La monja, no. Es una buena doncella. Es una mujer consagrada a Dios.

En ese punto el río trazaba una curva hacia el oeste, seguía la línea del valle y perdía ímpetu. En los campos contiguos habían colocado tablas y escudos para practicar la ballestería, y había marcas de piedra para celebrar sesiones de lanzamiento de jabalina.

– En Suecia he visto un río cuyo nombre no recuerdo y que todavía existe -dijo el marino-. El sábado discurre rápido y el resto de la semana permanece inmóvil o apenas se mueve. En el mismo país hay otro río que por la noche se congela, aunque durante el día no se ve escarcha.

A Magga le encantaban los cuentos que el marino narraba sobre el mundo lejano. Le había hablado de los hombres que sólo tienen un pie, pero tan grande que cuando se tumban y reposan la sombra protege a su cuerpo entero del sol. Le había descrito a los niños de Etiopía, cuyos cabellos son blancos, y a los habitantes de Ormuz, donde hace tanto calor que los cojones les llegan a las rodillas. Gilbert había visto la montaña, de siete millas de altura, en la que se había posado el arca de Noé. En la costa de la India había un pozo que, de hora en hora, cambiaba de olor y de sabor. En Sumatra existía un mercado en el que compraban y vendían niños tiernos como alimento, ya que consideran que es la mejor carne y la más sabrosa del mundo.

Habían llegado a la agradable campiña, y en los campos circundantes los animales de la aldea todavía pastoreaban entre los rastrojos. Ya habían sembrado el trigo y el centeno, y habían erigido una gran imagen de madera de la Virgen para propiciar una buena cosecha. Coke Bateman, el molinero, estaba arrodillado ante la imagen.

– Hábleme de los extraños habitantes de la tierra -solicitó Magga.

El marino se concentró brevemente en un recodo del río, que giraba hacia el noroeste y se internaba entonces en el bosque.

– Los hombres de Caffolos cuelgan a sus amigos de los árboles cuando agonizan. Piensan que es mejor que se los coman los pájaros, que son los ángeles de Dios, antes de que lo hagan los asquerosos gusanos de la tierra. -Magga escuchaba con gran atención-. En otra isla que responde al nombre de Tracoda, los hombres se alimentan de carne de serpiente. Viven en cuevas y, en lugar de hablar, sisean como víboras [21].

– ¿Es posible?

– Todo es posible bajo la luna.

– Como dice Hendyng.

Ambos rieron. La frase «como dice Hendyng» o «por citar a Hendyng» estaba en boga en Londres para rematar un comentario ingenioso o una máxima. «Por citar a Hendyng, los muertos no tienen amigos» era una de las expresiones favoritas, junto con «Por citar a Hendyng, jamás le digas a tu enemigo que te duele el pie» y «Como dice Hendyng, es mejor regalar una manzana que comérsela».

Magga deslizaba la mano por el agua.

– ¿Sabe pescar con los dedos? -inquirió el marino. La hospedera apartó rápidamente la mano, como si la hubieran pillado en una transgresión-. Hay que mezclar azafrán e incienso. Luego extiende el polvo en el dedo en el que lleva el anillo de oro.

– ¿En éste?

– Sí. Ha de mojarse el dedo en ambas orillas del río y entonces los peces acudirán a su mano.

– Gilbert, ¿seguro que es así?

– El que aprende de joven jamás olvida.

– Por citar a Hendyng.

El marino se puso a cantar cuando la gabarra pasó bajo un puente de madera que parecía de construcción antigua:


Soy una liebre, no soy venado,

en cuanto huyo dejo un pedo.

Podéis ver mi capucha,

mi corazón es nada y mi cabeza

de madera ha quedado.


Gilbert Rosseler dejó de cantar y se puso a tararear la música. Pasaron junto a otro molino de viento, situado en la ribera oeste; el agua había creado un pequeño estanque, en el que los patos metían y sacaban sus picos de vivos colores. Drago, el criado del canónigo, dormía en la orilla. El marino comenzó a hablar de los hombres sin cabeza, que tenían los ojos y la boca en la espalda; mencionó una raza de personas con las orejas tan grandes que rozaban el suelo. En África, existía una tribu de enanos que obtenían su alimento del perfume de las manzanas silvestres, y si viajaban y perdían ese olor, fallecían. En la tierra de Preste Juan, había un mar de guijos y de sal sin una sola gota de agua; crecía y menguaba con gran oleaje, como otros mares, y jamás se estaba quieto. Había una tierra lejana totalmente sumida en la oscuridad; los habitantes de los países vecinos no se atrevían a entrar por temor a las penumbras, aunque desde la tierra de las sombras les llegaban las voces de los hombres, el tañido de las campanas y el relincho de los caballos.

– De todos modos, no saben qué clase de hombres moran en su interior.

– Son gentes de Londres…, siempre y cuando esté lo bastante oscuro. Ayer por la noche había tanta niebla que no se veía nada.

Estaban a la altura del pozo sagrado de Chad; varios peregrinos entraban y salían de la pequeña capilla de piedra, y Gilbert los saludó con la mano. Algunos respondieron, y una joven levantó la muleta a modo de bienvenida. Jolland, el monje de Bermondsey, rezaba el rosario tras la muchacha.

– El camino al paraíso está plagado de obstáculos -comentó Gilbert.

– Me sorprende que no haya navegado hasta allí.

– Claro que no. Aunque muchos lo han intentado, los mortales no pueden acercarse. Sus ríos son tan abruptos y bruscos, y descienden desde tanta altura, que es imposible que un barco navegue o se desplace a remo a contracorriente. El agua ruge y produce tanto estrépito que ni siquiera oyes a los que van en el mismo barco. Muchos hombres han muerto de agotamiento después de remar contra el intenso oleaje. Algunos han caído por la borda y han perecido.

– Una buena vida los trasladará más rápido hasta allí.

– Eso dicen, Magga. Por otro lado, ¿quién puede ser bueno en esta agitada tierra?

Pasaron ante la iglesia de Saint Paneras, donde habían erigido el altar agustino, y se aproximaron a lo que quedaba de la antigua región arbolada; el serbal silvestre, el paris y las anémonas de bosque crecían en abundancia. Los ciudadanos de Londres aún acudían a la zona a buscar madera en los sectores arbolados que perduraban en las cumbres norteñas. Parecía que en el agua había un tronco a la deriva pero, cuando se acercó, el marino dejó escapar una sonora expresión de sorpresa. Un hombre flotaba a dos o tres yardas de la gabarra. Gilbert se aproximó con ayuda de la vara y se inclinó para subir el cuerpo a cubierta. El chico que iba en la popa saltó rápidamente por encima de los sacos de carbón a fin de contemplar el hallazgo inesperado. Magga y Gilbert estudiaron atentamente el rostro. La hospedera se santiguó y se puso a rezar:

– Te rogamos, Señor, que recibas el alma de tu siervo.


* * *

Varias horas antes, cuando el alba teñía de rojo los bosques de Kentystone, Thomas Gunter había cabalgado entre los árboles. Sentía mucha curiosidad por la carta que insinuaba tanto sin decir nada. ¿Era posible que la hubiese enviado Miles Vavasour? ¿O había sido Bogo, el alguacil, dispuesto a revelar algo más? Gunter se agachó bajo las ramas extendidas, al tiempo que los cascos de su corcel producían un sonido hueco en el suelo. Había empezado a llover y las gotas salpicaron las hojas y los helechos mientras cabalgaba bajo el dosel de luz penumbrosa. En las enramadas y los sotos del gran bosque, se avistaban manchones de bruma y las notas líquidas de las aves crearon lo que el poeta preferido de Gunter denominaba «el emparrado de la beatitud». William Exmewe lo esperaba agazapado junto a un viejo roble. Esgrimía la daga bajo la capa. Aferró firmemente la empuñadura en cuanto oyó que el caballo se acercaba. Cuando estaba a punto de pasar, dio un salto y gritó «¡So!». El animal se encabritó y desmontó a Gunter. Exmewe le clavó la daga en el anca y el caballo soltó un relincho y se alejó al galope.

– Cuando me vea, me reconocerá -gritó Exmewe.

Gunter estaba demasiado estremecido como para responder; en la caída se había golpeado el muslo izquierdo y lesionado la muñeca.

– ¿Me reconoce? -volvió a gritar Exmewe.

– En mi vida lo he visto.

Gunter lloró de dolor en medio del follaje.

– Pues yo sí que lo he visto. Mejor dicho, lo he oído. Doctor, conozco sus artilugios.

– Hombre, ¿qué le he hecho?

– ¿Qué es lo que dicen los médicos? ¿Curar o matar? ¿Arreglar o fastidiar? ¿Sanar o dañar? Pues bien, ha estado a punto de dañarlo todo.

– Yo no he…

– Estoy a favor de Enrique, que no tardará en convertirse en el más grande de todos. En su nombre, Dominus ha llevado a cabo su obra.

– ¿Qué obra?

– Ha hablado de las iglesias. Ha hablado de los círculos. Pero no ha arreglado nada. La ha fastidiado.

En ese momento, Gunter comprendió.

– Bogo vio los círculos.

– ¿No sabe por las Sagradas Escrituras que el caos precede a la creación? -Exmewe rió a mandíbula batiente-. Con Ricardo fuera del trono, podremos comenzar de nuevo. -Se inclinó sobre Gunter, daga en mano-. Pero, para algunos, el día de la condenación está cada vez más próximo. Matasanos, esto es por su curiosidad.

Con un solo movimiento le rebanó el cuello a Gunter. Limpió la daga en su capa y volvió a enfundarla. Arrastró el cuerpo menudo del médico a través del musgo y los helechos hacia el Fleet que, en ese sector, era profundo y veloz [22]. Lo hizo rodar por la orilla y, con gran delicadeza, lo introdujo en el agua.

Unas cuantas horas después, cuando Magga y Gilbert encontraron a Thomas Gunter, sus facciones todavía estaban intactas.

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