Capítulo V

El cuento del criado del canónigo

Durante la semana posterior a la explosión en Saint John's Street, el segundo alguacil hizo una proclama pública junto a la cruz de Cheapside en el sentido de que la ruina por el fuego había sido «putrefacta, hedionda y abominable para la raza humana». Si atrapaban al delincuente, lo trasladarían con trompetas y gaitas hasta la picota del mercado, en la que permanecería durante un día y una noche. Si todavía seguía vivo lo bajarían y lo ahorcarían junto a los olmos de Smithfield. Sería excomulgado y arrojarían su cadáver a una calera de extramuros.

Especularon mucho sobre la identidad del bellaco, si bien la opinión ciudadana era propensa a pensar que los lolardos eran los culpables. Se trataba de un grupo no muy cohesionado de cristianos que abordaban su fe con fervor igualitario. Ponían en duda la eficacia de determinadas prácticas religiosas y, por otro lado, se oponían tajantemente a la riqueza y el poder social de la Iglesia en el mundo. La confesión sólo era eficaz si el sacerdote estaba lleno de gracia, pero lo cierto es que jamás habían dado con un cura que cumpliera esa condición. El pan no se volvía más sagrado por mucho que los sacerdotes le hablasen en voz baja. Venerar las imágenes de los santos era pecado. Los que peregrinaban a Canterbury corrían el peligro de la condenación, ya que santo Tomás había ido al infierno por dotar de pertenencias a la iglesia. No existía más purgatorio que esta vida, de modo que tanto las misas por los muertos como los capellanes carecían de valor. Los lolardos sostenían que el hecho de que los sacerdotes tuvieran posesiones temporales era contrario a las Sagradas Escrituras y que, más que mendigando en las calles, los frailes deberían ganarse la vida mediante el esfuerzo de sus manos. Rechazaban los cánticos, el tañido de las campanas, los días de los santos, las vestimentas suntuosas, los juramentos, las fiestas religiosas, los ayunos y las peregrinaciones [8].


* * *

Varios días después de la proclama del segundo alguacil, los miembros de la cofradía de la Virgen María se reunieron a compartir una comida solemne en el salón de reuniones de los merceros, en Ironmonger Lane. La hermandad abarcaba a los notables de Londres, los mercaderes más ricos, los abades y los priores de las fundaciones de la ciudad, junto a los propietarios y los clérigos más destacados; entre ellos había cierto canónigo llamado William Swinderby. Lo acompañaba Drago, su criado, que siempre lo seguía a distancia respetuosa. Swinderby vivía en la clericatura de la catedral de San Pablo y se había hecho famoso como predicador en Paul's Cross; sus últimos sermones contra los lolardos habían entusiasmado a muchos londinenses [9]. Atacó a John Wycliffe, muerto hacía quince años, por considerarlo «el padre supremo de esa depravación hereje». A renglón seguido, descalificó a los lolardos en tanto «jóvenes imberbes y farfullantes que, sí, podéis creerme, se merecen unos buenos azotes»; ante esa digresión, Drago lo miró con cara de sorpresa.

Drago entregó su daga al portero del salón de los merceros antes de ocuparse de su amo. Una vez en la puerta, Swinderby le pasó la capa y los guantes y se detuvo ante el biombo hasta que el ujier lo acompañó a su mesa. Muchos se preguntaban cómo era posible que una voz tan potente brotase de un cuerpo tan canijo; Swinderby era bajo, algo encorvado y solía estar tan pálido que algunos pensaban que iba de camino a la muerte. El sudor solía perlar su frente, y a menudo sus prendas olían a nuez moscada y a tinta.

Mientras los recién llegados saludaban a sus vecinos, sentados a las mesas, sonó la habitual música de gaitas y tamboriles, que retumbó bajo el gran techo voladizo. A la izquierda de Swinderby, se aposentó Geoffrey de Calis, el caballero de Londres; el escudero Oliver Boteler se instaló al otro lado de la mesa.

– Bien, señor, ¿cuál es la nueva noticia? -preguntó De Calis a Swinderby.

– Que el rey Ricardo se ha vuelto honesto.

Un criado se presentó con una jofaina con agua, y Swinderby se enjuagó los dedos antes de persignarse la boca. Ya tenía delante el pan y el tajo.

– A estas alturas la honestidad no lo salvará. -Geoffrey de Calis paseó la mirada a su alrededor, con ganas de tomar carne-: Sus seguidores serán perseguidos como los lobos que son.

– Vaya, pero si no es así. -Swinderby torció el gesto, como si experimentase un dolor súbito-. Es posible que, después de todo, gane. -Sobre la mesa había un salero de plata con forma de carro con ruedas, lo que permitía deslizarlo por la superficie. Swinderby lo acercó mientras hablaba-: Los partidarios de Enrique Bolingbroke son tan errantes como la luna, y no disponen de dinero.

Sonó una campanilla, y el maestro de ceremonias organizó la procesión de criados que sirvieron la comida. Por orden llegaron el despensero, los escoltas y los camareros, que portaban fuentes de acuerdo con su categoría. Las depositaron respetuosamente sobre las mesas, al tiempo que en la tabla de carnes apilaban faisán, ganso, aves de caza, pollos y cerdo al horno. La mesa principal estaba ocupada por el arzobispo, Roger Walden, y por el alcalde de Londres; a los lados, se encontraban los lores y los obispos, mientras los demás se habían dispuesto según su estado y condición. En general, se daba por hecho que los comensales formaban parejas; por ejemplo, el alguacil tomaba asiento junto al prior de Bermondsey. Todos se pusieron de pie cuando el obispo bendijo la mesa, e inmediatamente se desató el estrépito generalizado de la comida y la conversación que los latinoparlantes conocían como taratantarum.

Drago permaneció de pie y en silencio detrás de Swinderby; hacía seis años que estaba al servicio del canónigo y había aprendido todas las artes de la cortesía. Le enseñaron a mirar dónde escupía y a cubrirse la boca con la mano antes de hacerlo. Si un superior le dirigía la palabra, se quitaba el sombrero; en lugar de mirar hacia el suelo lo miraba fijamente y observaba su rostro sin mover las manos o los pies. Aprendió a no rascarse la cabeza y a comprobar que llevaba las uñas limpias. Le enseñaron a limpiar con esponja la vestimenta de Swinderby, a hacerle la cama y a abrocharle los zapatos. También aprendió otras lecciones.

En las mesas, las fuentes de pavones con salsa de pimienta estaban junto a las perdices asadas con jengibre; las orejas de cerdo guisadas con vino se servían con pescado, acompañado de una salsa verde preparada con diversas hierbas; colocaron el cuenco de langosta al vinagre junto a algunas aves de caza pequeñas cubiertas con plumas, por lo que parecían vivas. Daba la sensación de que allí estaban todos los alimentos del mundo.

El escudero Oliver Boteler estaba de excelente humor.

– ¿Sabéis qué me contó esta mañana el encargado de los arcos? Supongo que estáis enterados de que se ha casado hace poco. Veamos, le pregunté por qué había elegido una esposa tan menuda, pues a mí me llega a la cadera. El hombre respondió: Ex duobus malis minus est eliendum. En inglés eso significa que entre los males hay que elegir el menor. ¿No os parece una buena respuesta? -El escudero tenía delante una jarra de gran capacidad, tallada con forma de caballero a caballo, y llenó su copa de vino. Según la costumbre, los demás dejaron de hablar mientras bebía. Se secó los labios con la manga y añadió-: ¿Cómo hará para penetrarla?

Al final del plato de carne, sirvieron una sutileza; estaba tallada en azúcar y pasta, y representaba la forma de un hombre envuelto en hierbas y con la hoz en la mano. No era para comer, la conocían como «calentador» e indicaba la llegada del siguiente plato, hecho con crema de almendras, membrillos asados, buñuelos de salvia y dátiles confitados.

Cuando sirvieron las ensaladas, la conversación había vuelto a centrarse en el soberano.

– Corren tiempos difíciles -afirmó el caballero-, tiempos pedregosos.

De Calis escogió entre el perejil, el hinojo y la salvia, como si eligiera las hierbas más afines a su humor natural.

– Nadie lo soporta. -El escudero se había decantado por un puñado de ajo y de cebollas tiernas-. Es la rueda. Y yo estoy atado a esa rueda.

Sabían perfectamente el motivo de su lamento. Para pagar la expedición a Irlanda, el monarca había impuesto grandes multas a sus adversarios, ya fueran nobles o plebeyos; había instituido un sistema de pago de «perdones» legales pero, además de codicioso, se había vuelto cruel. En las calles cantaban un verso que rezaba así:


El hacha estaba afilada y la picota estuvo en pleno uso

durante el vigésimo segundo año del rey Ricardo.


– La gente está alborotada. -Swinderby todavía estaba dispuesto a apoyar al monarca-. Conozco bien Londres. Conozco a sus ciudadanos. Son tan indiscretos y volubles como una veleta. Se deleitan con cualquier comentario novedoso. Ora dicen que Enrique Bolingbroke prepara una conjura contra el soberano, ora lo niegan porque se trata de una mentira. Los chismes menguan y crecen como la luna. Son pura cháchara. Ahora hablan del buen rey Ricardo, que Dios aparte su cuello de la espada, y luego se refieren a Ricardo el implacable e inconstante.

– Así es. -El escudero suspiró-. ¿Acaso algo dura eternamente?

Ante esa opinión convencional, los tres hombres se echaron a reír.

– Según he oído, Enrique Bolingbroke podría inclinarse por Benedicto. Por eso Bonifacio escribe al rey «Age igitur», que es lo mismo que decir «haced algo».

Geoffrey de Calis se refería al gran cisma de hacía unos años, durante el cual grupos de cardenales enfrentados eligieron dos pontífices [10]. Ricardo II favorecía las reivindicaciones de Bonifacio IX, el papa de Roma, al tiempo que se rumoreaba que Enrique Bolingbroke se decantaría por Benedicto XIII de Aviñón.

– Se comenta que Benedicto se flagela.

– Sólo es un sacerdote acosado, una nube sin agua. -En cuestiones religiosas Oliver Boteler era partidario acérrimo de la ortodoxia-. Las bulas de Benedicto sólo sirven para tapar los botes de mostaza.

– Y Bonifacio sólo pretende nuestro oro. -Geoffrey de Calis era más heterodoxo-. Dicen que es un topo ciego que arraiga en el barro terrenal. Los sacerdotes…, con excepción de su buena persona, William, los sacerdotes se llevan de nuestra tierra el oro del rey y sólo traen plomo.

Swinderby pasó graciosamente por alto la alusión del caballero a los curas y comentó:

– La monja loca se dedica a entonar una canción sobre esa cuestión.

– ¿De verdad? -El caballero se llenó la boca de menta-. ¿Con qué intención?

– Habría que preguntárselo a la señora Agnes. Me han comentado que durante las vísperas Clarice sufrió un ataque y tuvo la visión de una bestia bicéfala. Vaticinó que la Iglesia se dividirá y que Ricardo perderá la corona.

Oliver Boteler se dedicaba a musitar «¡Bah!» con tono apenas audible y en ese momento dijo:

– Esa monja es la mano izquierda del diablo. ¿No pueden sacarla de Clerkenwell y encerrarla?

Swinderby esbozó una sonrisa ante esa imagen de prisión perpetua.

– Por cada uno que la considera una ramera hay otro que piensa que es una santa.

– No deja de hablar de más y ha perdido el ingenio.

– Yo no puedo decir si es así o asá. Lo cierto es que conmueve profundamente a los ciudadanos.

Sobre la mesa depositaron tartas de manzana y de azafrán, acompañadas de frutos secos y especias garrapiñadas. Repartieron grandes jarras de vino con canela y clavo de olor, caldo dulce para un dulce final. El arzobispo abandonó su asiento central. Los saludó ordenadamente, «con sumo respeto y obediencia», tal como dijo, y aludió a su incapacidad:

– Disculpadme por hablar de forma tan llana. Jamás aprendí el arte de la retórica y cuanto digo ha de ser directo y sencillo. -Se trataba de una negación convencional y en modo alguno reflejaba sus aptitudes, a la manera de los modelos oratorios, para hacer coincidir el tono de voz y la expresión facial con las palabras-. El motivo por el que nos hemos reunido es muy importante y grave debido a la maldad y la perversidad que se ha cometido. También estamos preocupados por el gran daño que, en el tiempo por venir, podría causarse por el mismo motivo. Tomad en consideración a los malvados lolardos, hombres indecentes, insensatos y descarados que han sido presa de la ceguera… -Entre los londinenses reunidos sonó un murmullo generalizado de aprobación, pese a que sabían que la secta de los lolardos prosperaba en ciertos sectores de la ciudad-. Está claro que los «humildes» predicadores del lolardismo actúan contra el evangelio de Jesucristo. Los veo venir. Son hipócritas y herejes que han incendiado los preciosos lugares de la salvación. Debemos sofocar totalmente su desmedido y obsceno deseo. Se trata de cosas oscuras que nos sumen en el terror. Sabéis perfectamente que hace dos años los reverendos obispos de ambas provincias solicitaron al cuerpo legislativo un estatuto para quemar en la hoguera… -Una vez más los notables de Londres manifestaron su acuerdo asintiendo ostentosamente-. El condenable ofuscamiento del pueblo cristiano por parte de los anticristos debe acabar en la hoguera. Estos prestidigitadores demoníacos que arrancan los ojos espirituales de los hombres y que depositan el fuego griego en nuestros altares deben morir. Ahora, sin embargo, me ocuparé de otro asunto igualmente serio. -El arzobispo Walden sorprendió a los presentes al revelar que «la monja de Clerkenwell» era interrogada por un grupo de eruditos con el fin de determinar si sus visitaciones eran benditas o malditas; comentó que pedía al Todopoderoso que les diese sabiduría-. No diré nada más y os dejaré comer en paz.

La comida acabó rápidamente cuando cortaron queso y pan blanco y lo pusieron sobre los tajos. Los ciudadanos se pusieron simultáneamente de pie, hicieron una reverencia al arzobispo y salieron en procesión. Los demás notables se retiraron según su categoría. Colocaron los restos de pan, queso y carne sobrantes en escudillas para distribuirlas entre los mendigos que, con las piernas cruzadas, esperaban sentados en el suelo de la cámara de piedra contigua al salón. Al pasar a su lado, William Swinderby hizo una mueca.

– ¿Te ha caído pimienta en la nariz? -preguntó uno de los pordioseros.

Drago siguió a su amo hasta la calle, donde imperaba el aire de Londres. Era un joven alto, con el pelo del color del trigo y ojos de tono azul claro, como si su cabeza estuviera llena de cielo. Bisbiseaba mientras caminaba un paso por detrás de Swinderby:

– Tienes tanta compasión por los pobres como los vendedores ambulantes por los gatos. Si pudieran cazarlos los matarían para quedarse con las pieles.

– Mea culpa. -El rostro pálido del clérigo estaba bañado en sudor.

– Estás orgulloso de tu riqueza. Estás orgulloso de tu orina.

– Mea culpa.

– Eres un mono con capucha de canónigo.

– Mea maxima culpa.

– Te sacralizaré en una caca de cerdo.

– Benedicite fili mi Domine. -Giró la cabeza hacia atrás y miró implorante al criado-. Confiteor tibi.

– Deberían encadenarte y enviarte al infierno.

– Ab omni malo, libera me. -Caminaban por Cheapside en dirección a la catedral. Cualquier transeúnte habría llegado a la conclusión de que el canónigo rezaba sus oraciones-. A flagello, libera me.

Por la expresión rígida de Drago, quedaba claro que se trataba de un rito habitual. A decir verdad, el canónigo en persona le había enseñado esas palabras. Franquearon la puerta pequeña del patio de San Pablo, en la esquina noreste, y entraron en el recinto de la catedral; siguieron el conocido sendero arenoso hasta las casas construidas para los treinta canónigos mayores. En cuanto entraron en la morada, Swinderby se quitó la capa y se tumbó en el suelo de la estancia principal, con los brazos y las piernas totalmente extendidos y separados.

Drago cerró la puerta y echó el cerrojo.

– Muéstrame las nalgas, como hacen las monas con la luna llena. -Se arrodilló y le arrancó al canónigo la camisa y las calzas-. ¡Caramba! Tu culo ha manchado tu trasero.

– Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, miserere nobis.

– Estás perdido. -Drago se acercó a un baúl de madera, del que extrajo un látigo con las puntas de plomo. El clérigo volvió a mirarlo suplicante y cerró los ojos-. Eres un saco lleno de mierda.

El criado levantó el látigo.

– Peccavi.

Drago dejó caer el látigo.

– Eres un trozo de mugre oculto bajo la ropa.

– Clamavi.


* * *

Pocos minutos después, Drago salió silbando de la vivienda de su amo y se dirigió a los campos a practicar tiro con arco.

El viernes siguiente, el canónigo predicó en Paul's Cross sobre la necesidad del estatuto de herético comburendo, con el propósito de que los lolardos fuesen quemados en Smithfield. Entre los congregados en Paul's Cross, estaban William Exmewe y Emnot Hallyng, que evitaron mirarse a los ojos.

Загрузка...