Capítulo XVIII

El cuento del magistrado

– Dime, ¿dónde estaba Dios cuando creó el cielo y la tierra?

– Digo, señor, que estaba en los confines del viento.

– ¿De qué hizo a Adán?

– De ocho cosas: la primera, la tierra; la segunda, el fuego; la tercera, el viento; la cuarta, las nubes; la quinta, el aire mediante el cual habla y piensa; la sexta, el rocío mediante el cual suda; la séptima, las flores mediante las cuales Adán tiene ojos, y la octava es la sal por la cual Adán tiene lágrimas.

– Así me gusta. Muy bien. ¿De dónde sale el nombre de Adán?

– De las cuatro estrellas que responden a los nombres de Arcax, Dux, Arostolym y Nomfumbres.

– ¿En qué condiciones se encontraba Adán cuando fue creado?

– Era un hombre de treinta inviernos.

Miles Vavasour catequizaba a su joven estudiante de leyes, Martin, de camino a Westminster Hall; explicaba a todos sus discípulos que el conocimiento minucioso de las materias bíblicas era un acompañamiento imprescindible del estudio de los códigos y las constituciones. Aparentemente, era un hombre piadoso.

– ¿Cuan alto era Adán?

– Medía ocho pies y seis pulgadas.

– ¿Cuánto tiempo vivió Adán en este mundo?

– Ciento treinta inviernos y después estuvo en el infierno hasta la Pasión de Dios Nuestro Señor.

– Dime, Martin, ¿por qué al atardecer el sol es rojo?

– Porque se dirige al infierno.

– Al infierno, bien dicho. Martin, jamás confíes en un hombre rubicundo. Y ahora recoge mis cosas. Se ha hecho un poco tarde.

El estudiante de leyes vistió a su maestro y patrón con una capa de paño verde forrada en piel de cordero negro; la vestimenta ceremonial estaba bordada con rayas verticales en morado y azul, por lo que se distinguía del manto de tiras diagonales que se concedía a los abogados que acudían para instruir, pero no podían apelar. Como muestra de su condición de magistrado, Miles también se había puesto la gorra redonda o cofia de seda blanca. Desde la sala de vestidos hasta el estrado del Tribunal Supremo lo acompañó un funcionario que esgrimía un báculo de madera con puntas de cuerno en sendos extremos. Vavasour permaneció en pie detrás del estrado, en el sitio que tenía asignado. Ese era el mundo de Dios. Tres tribunales celebraban sesiones simultáneamente en el salón principal. El Tribunal Supremo ocupaba la tarima del extremo sur, junto al juzgado, al tiempo que el de súplicas comunes se reunía junto a la pared occidental. De inmediato, Miles quedó rodeado por la archiconocida bruma de voces que subían, bajaban, acusaban, suplicaban, parloteaban y susurraban.

– Le garantizo que estoy asombrado de que todavía no haya llegado al quid de la cuestión -decía el juez del Tribunal Supremo a un abogado.

– Señor, el quid de la cuestión es como una justa. Resulta difícil dar en el blanco.

El juez reconoció la reverencia de Miles antes de añadir con el mismo tono apremiante:

– Se acabó. Este baile ha terminado. -El magistrado le habló con tono muy bajo, a lo que replicó-: Dios no permita que ocurra. Como dice David en los salmos: Omnis homo mendax. Todos los hombres mienten.

– ¿Citarás a David? -susurró Miles.

El abogado no admiraba a ese juez, que se puso a gritar al preso situado en la otra punta del estrado:

– ¡Es la lex talionis! ¡Ojo por ojo y diente por diente! ¡Le aseguro que no estoy nada satisfecho con usted!

Miles se volvió hacia su estudiante de leyes, que permanecía de pie a su diestra.

– El docto juez no tardará en despachar a su pieza. Martin, trae rápidamente a nuestros testigos.

Miles Vavasour se disponía a acusar a Janekin, el aprendiz de Saint John's Street, de murdrum voluntarium con odii meditatione, es decir, homicidio voluntario de un tal Radulf Strago, mercader, realizado con premeditación odiosa. También se acusaba a Janekin de matrimonio ilegítimo, es decir, de matrimonio conscientia mala, de acuerdo con el Segundo Estatuto de Westminster. Miles alegaba que Janekin había desarrollado un intenso afecto por Anne Strago, la esposa del mercader acaudalado al cual estaba vinculado por contrato; en la agonía de su pasión, había decidido administrar arsénico al marido, el mentado Strago. No le resultó difícil aplicar el veneno porque convivía con su amo en Saint John's Street; ciertamente, en su baúl personal habían encontrado una bolsita de arsénico. Además, le achacaban haber persuadido a la ya mencionada Anne de que se casase con él; tal como Miles Vavasour lo planteó, fue ni más ni menos que violación y secuestro, aunque con otro nombre. Posteriormente, interrogaron a Anne Strago en su casa y acusó a Janekin de los diversos delitos por los que se lo juzgaba. Reconoció que sospechó que estaban envenenando a su marido cuando éste se quejó de «náuseas» y de «azotes» intestinales, pero le tenía demasiado miedo a Janekin como para ahondar en la cuestión. Janekin negó estar al tanto de ese crimen, e insistió en que Anne Strago se había introducido voluntariamente en su lecho incluso antes de la muerte de su esposo; declaró que la mujer se había inventado esas acusaciones para disimular su comportamiento escandaloso al fornicar con él. Añadió que no sabía quién había matado al mercader. Se ofreció a ser juzgado mediante combate a fin de demostrar su inocencia, pero rechazaron su petición; al fin y al cabo, no tenía el rango necesario.

Martin no quitaba ojo de encima al juez que, con la vestimenta escarlata y el gorro de seda dorada, parecía una figura digna de una vidriera. El aspirante a abogado conocía los rituales de la corte. Había estudiado derecho francés a fin de leer los anuarios, así como los resúmenes y los registros de escrituras y autos; había pasado de aprendiz a abogado interino, aunque hasta dentro de cinco años no podría ejercer la abogacía. Se desenvolvía bien en los tribunales y Miles Vavasour le encomendaba trabajos como rellenar los autos y realizar tareas generales. En lo que a Martin se refiere, se trataba de una educación práctica mediante la cual aprendió lo que ningún libro de derecho podía enseñarle. Aprendió que tanto el magistrado como el abogado creían que todo miembro de un jurado que se guiaba por su conciencia seguía la voz de Dios; sin embargo, cuando el jurado en tanto institución absolvía a un acusado, se lo consideraba responsable de su buena conducta futura. Por añadidura, alguien a quien un jurado declaraba culpable y cuya inocencia se demostraba posteriormente podía presentar una querella de conspiración contra sus integrantes. Se celebraban tres o cuatro casos a la vez, si bien algún prisionero podía pagar para disponer de más miembros del jurado en el supuesto de que considerase que contribuiría a defender su causa. Cuando condenaban a un ladrón, los bienes robados se entregaban a la Corona y si lo absolvían se los quedaba. En contadas ocasiones la víctima de un delito recuperaba lo suyo; por eso existían tantos acuerdos privados entre denunciantes y acusados: para que los primeros no prestasen testimonio si los segundos devolvían parte de lo robado.

Miles Vavasour envió a Martin a buscar a los dos testigos más significados. El alguacil del distrito de Farringdon Without y el veedor de la parroquia de West Smithfield aguardaban al hombre de leyes junto a la columna destinada a los testigos, conocida como «el árbol de la verdad». Se quitó la gorra y los saludó.

– Tenemos la carta -informó el alguacil de Farringdon Without a Martin-. La encontraron en casa del mercader.

– Muy bien. Supongo que a sir Miles le agradará. -Miró hacia el tribunal y vio que conducían a Janekin al estrado-. Más que caminar tenemos que salir corriendo. La vista está a punto de celebrarse.

Janekin había permanecido encerrado en Newgate y por su aspecto parecía enfermo de tifus; olía mal y Vavasour se cubrió la nariz con un pañuelo perfumado. El suelo de Westminster Hall estaba cubierto de juncos con hierbas dulces para mitigar los olores de los detenidos, pero nada anulaba el hedor de las cárceles londinenses. Los jueces portaban pelotas de lino remojadas en anís y manzanilla; antes de ponerse a trabajar, bebían una mezcla de pies de cerdo con hordiate para protegerse de las infecciones. Mientras Martin se acercaba con los testigos, el juez ordenaba que se publicase un bando: todo el que tuviese motivos para sospechar de Janekin debía presentarse al día siguiente.

A continuación, prestó declaración el veedor de West Smithfield, que con anterioridad había interrogado a Anne Strago. Aseguró que el detenido era el malhechor, esbozó las circunstancias del hallazgo y refirió las acusaciones posteriores de Anne contra Janekin. De acuerdo con la costumbre, le pidieron que se dirigiese directamente al prisionero a fin de demostrar que no lanzaba esas acusaciones por pura malicia.

– Te conozco bien -dijo a Janekin-. Asaltaste a Blaise White en Long Lane. Le pegaste. Le quitaste el caballo y la bolsa. -El veedor miró a Miles Vavasour, que le indicó que continuase-. Eres un cerdo que prefiere la caca a las flores. He reunido a tres buenos hombres del distrito que atestiguarán que eres un haragán, alguien que se escabulle, que llega tarde a casa, un bruto sigiloso como un gato salvaje, un remolón…

– Que sus labios tapen sus dientes. -El juez estaba harto de la diatriba del veedor-. Hombre, no es buen tenor ni buen atiplado. Que el abogado presente el auto de asesinato.

Martin pasó a Miles Vavasour las fórmulas necesarias y se confirmaron las demandas para proseguir el proceso. El magistrado se ocupó de inmediato del envenenamiento. Refirió las circunstancias con todo lujo de detalles; como aprendían a hacer los abogados, Vavasour imitó los ademanes y las expresiones tanto del asesino como del asesinado.

– Noctanter -repitió. Había ocurrido de noche. En realidad, no lo sabía, pero estaba al tanto de que los jurados se mostraban muy sensibles a los crímenes cometidos al amparo de la oscuridad-. Tengo en mi poder una carta encontrada en la casa del desafortunado mercader. Está dirigida a la pobre y afligida esposa. En esa misiva… -La mostró al tribunal-. En esta carta Janekin confiesa su horrible crimen y pide que se haga justicia en relación con su amor por la mentada Anne.

– ¿Qué significa esa carta? ¿Quién la escribió? -El juez tenía debilidad por las interrupciones-. Explíquelo con palabras sencillas. La luz puede verse a través de un pequeño orificio.

Miles Vavasour leyó la apasionada misiva que, de hecho, había sido inventada por Anne Strago, ya que no quería saber nada más de su joven amante. Concluyó la lectura con un juego de voz:

– Escrita en Londres, con el corazón en un puño, el cuarto día de julio.

– Estoy francamente sorprendido. -Una vez más el juez decidió intervenir-. ¿Existe alguna prueba de que Janekin, el detenido, es el autor de la carta?

– Señor, supongo que es obra suya.

– ¿Lo supone? Entonces no es más que una teoría. Sir Miles, Platón es un gran amigo, pero la verdad lo es aún más. ¿Por que razón lo supone?

Martin había estado pendiente del diálogo, pero distrajo su atención un hombre menudo y con vestimenta de médico que entró en el recinto del tribunal y miró atentamente a Miles Vavasour. Por su parte, el abogado fue reprendido por el juez:

– ¿Seguirá papando moscas? Que desaten al prisionero y que se acerque.

Condujeron a Janekin hacia una mesa ancha, cubierta de paño verde y ocupada por diversos volúmenes y pergaminos, que separaba el estrado del juez del escritorio del abogado. Permanecer de pie le resultaba prácticamente imposible, y el ministril que lo había acompañado desde la cárcel solicitó que le permitieran tomar asiento; el juez rechazó la petición e inmediatamente comenzó a interrogar a Janekin. El prisionero lo negó todo. Se llamó a sí mismo «el triste muchacho» y se quejó de lo mucho que había sufrido en Newgate por la falta de alimentos y medicinas; por si eso fuera poco, hasta entonces nadie le había explicado qué cargos habían presentado en su contra.

– Ya se ha despachado a gusto, ¿verdad? -preguntó el juez con tono de gran firmeza-. Por su semblante veo que está muy triste. Alégrese, hombre. La verdad prevalecerá. Que Dios le conceda su gracia y todo saldrá bien.

De repente suspendió el juicio hasta el día siguiente según la fórmula inquisicio capta. Le gustaba que en su tribunal hubiera sorpresas, por lo que era una extraña mezcla de orden con confusión, de severas y obligadas reglas de procedimiento con súbitas peroratas o discusiones, de espectáculo y color con mal olor y enfermedad.

Martin estaba a punto de abandonar el tribunal en compañía del magistrado, cuando el hombre menudo vestido de médico detuvo a Miles.

– Señor, ¿cómo le va?

– Maese Gunter, es muy raro ver a un médico en la casa de la ley. ¿Qué lo trae por aquí?

– Lo que me trae tiene que ver con usted. ¿Me permite? -Cogió del brazo al picapleitos y se dirigieron a la columna conocida como el árbol de la verdad-. Sir Miles, corren tiempos alborotados.

– Así es. El mundo seguirá girando. Enrique será rey.

La víspera, Enrique Bolingbroke había solicitado al comité que tomase en consideración «la cuestión de apartar al rey Ricardo, de elegir al duque de Lancaster para ponerlo en su lugar y el modo en que debemos proceder». Miles sabía que no era casual que varios miembros de Dominus perteneciesen a dicho comité.

– Sir Miles, usted conoce bien el mundo. Yo lo he visto.

– ¿Qué es lo que ha visto?

– He visto cómo está organizado el mundo. Pero estamos hablando de cuestiones íntimas, al menos es lo que parece.

– ¿A qué cuestiones se refiere?

– Sólo las conocen usted y otros hombres secretos.

– Matasanos, ¿hablará claro conmigo? -El abogado estaba cada vez más impaciente-. Estoy perdido.

– No, sir Miles; más que perdido yo diría que se ha metido en un laberinto. Pero es un laberinto que usted mismo ha creado. -Thomas Gunter se secó rápidamente la boca con la mano-. ¿Quién entró en la torre redonda, si no William Swinderby? ¿Quién, si no Geoffrey de Calis y un concejal? ¿Quién, si no un segundo alguacil de Londres? ¿Quién, si no usted, Miles Vavasour? Aquella noche le seguí y lo vi todo. -Miles Vavasour tocó instintivamente la daga que llevaba al cinto. Thomas Gunter reparó en el ademán y no dudó en mostrarse belicoso. Levantó el mentón y permaneció de puntillas-. ¿He dicho cosas que no le resultan agradables?

– Señor, yo no he abierto la boca. Ruego a Dios que haga de usted un buen hombre.

El magistrado se volvió para alejarse, pero el médico se lo impidió.

– Dígame, sir Miles, ¿sabe preparar pólvora?

– ¿Cómo dice?

– ¿Sabe que su luz es tan ardiente que no puede apagarse con agua, sino únicamente con orina o arena?

– Thomas Gunter, me parece que está loco.

– Claro que no. El tonto de capirote es usted. Creo que ha provocado varios incendios desaforados en Londres. Ha prendido fuego a dos iglesias y profanado San Pablo.

– ¡Yo no he hecho semejante cosa!

– Y tiene otras dos iglesias entre ceja y ceja.

Miles Vavasour rió, pero su expresión no tenía nada de risueño.

– Su imaginación es demasiado frondosa.

– Creo que, al amparo de la noche, se ha reunido con esos notables y maquinado una conjura para desatar el caos. En su letanía de muerte hay cinco círculos. Usted forma parte de una connivencia secreta.

– Habla como los niños.

– Sir Miles, debería confesar. La conjura incluye la muerte.

– ¿Confesar?

– Debe ir a ver a Bolingbroke antes de que sea demasiado tarde como para que lo compadezca.

– No me imponga obligaciones. -Miles Vavasour era un hombre alto y, ante la mención de Bolingbroke, pareció cernerse sobre Gunter-. ¿Qué sucede, doctor? ¿Acaso manda sobre mí? ¿Debo ceder a sus requerimientos? No tardará en pasar por la picota. Su oficio no lo salvará. Mejores médicos que usted acabaron en la horca.

– Sir Miles, tengo para usted otras noticias que tal vez lo lleven a cambiar de parecer. Ha conocido a Rose le Pilcherer. No es más que una niña. -Vavasour se ruborizó, el color tiñó sus mejillas y en el acto se percató de que se había traicionado-. Lo han visto en una calle de mala fama. Mejor dicho, en la principal calle del pecado. En Turnmill.

– Bésele el culo al diablo.

– La señora Alice lo conoce bien. La comadre de Bath lo considera un viejo corrompido en el pecado. ¿Todavía no se ha pregonado al mundo?

– ¿Me está amenazando?

– Los jueces de este tribunal encerrarán a todo aquel que haya cometido excesos carnales con una niña.

– Maese Gunter, le aseguro que soy un hueso duro de roer. El sol derrite la cera que alumbra, pero también endurece el barro.

– Y el barro seco puede partirse en mil pedazos. Señor, que Dios lo conserve y lo ayude.

Thomas Gunter hizo una reverencia al magistrado y abandonó Westminster Hall por la puerta del Tribunal de Hacienda. Estaba que no cabía en sí de gozo. Se había enfrentado con ese hombre y, pese a ser pequeño, lo había derrotado en el combate oral.

Miles Vavasour cogió el pañuelo de hilo y se enjugó el rostro; parte del polvo con el que se había pintado las mejillas para presentarse ante el tribunal quedó adherido a la tela. ¿Qué es lo mejor y lo peor de los hombres? La palabra. ¿Qué es aquello que algunos aman y otros odian? El juicio.


* * *

Martin salió de Westminster Hall con un resumen judicial bajo el brazo. Corría el tercer día de septiembre, santa Elena, y la procesión en su honor se acercaba lentamente a la puerta occidental de la abadía. Dos ancianos se encontraban de pie sobre el carro procesional tirado por un caballo; uno sostenía un crucifijo y el otro una pala como representaciones del desenterramiento y el hallazgo de la Santa Cruz. El joven que los acompañaba estaba vestido de santa Elena y, de forma muy poco sacra, lanzaba besos a los apiñados a la vera del camino. De pronto, se encogió alarmado. Entre los reunidos se produjo una perturbación repentina. Un grupo de ciudadanos esgrimió espadas y cayados y reclamó la presencia de la monja de Clerkenwell; según los comentarios populares, sor Clarice llevaba cuatro días recluida en las mazmorras del obispado, y su encierro había encolerizado a gran parte de la ciudad. Hasta cierto punto se relacionaba esa cuestión con el encarcelamiento de Ricardo II en la Torre de Londres, y parte de los congregados se pusieron a gritar:

– ¿Con quién estáis? ¡Con el rey Ricardo y los verdaderos comunes!

Martin vio que dos hombres trepaban al carro procesional y lo dirigían hacia el gentío. El caballo se encabrito, el vehículo volcó y santa Elena y su séquito acabaron en la calzada.

– Están totalmente desmandados -comentó Martin con un aprendiz que había salido para ver la refriega.

– Pues sí, están desmandados. Son salvajes, vagabundos. Carecen hasta de un guiñapo con el que taparse el culo. Tienen las bocas húmedas y las mangas raídas.

– No les quedan muchas fuerzas. Cederán a la paz del rey.

– ¿De qué rey? -El aprendiz celebró a carcajadas su propia pregunta-. Su hombre no acabará en la horca.

– ¿Janekin?

– Miles en persona lo ha rescatado. Si Janekin escribió esa carta es porque sabe leer.

Todo el que demostrase que era letrado podía solicitar fuero eclesiástico antes de que dictaran sentencia; le hacían leer un pasaje de la Biblia, popularmente conocido como «el versículo del cuello», y si su lectura era correcta no podían ahorcarlo.

– Pero si no escribió la carta… -Martin titubeó.

– En ese caso, no es culpable.

El estudiante de leyes se mantuvo a cierta distancia del alboroto cuando los hombres de la guardia marcharon en formación por King's Street, provistos de picas, armas y peroles con fuego; se lanzaron sobre los «salvajes» y no tardaron en dispersar a los reunidos. Muchos de los que provocaron los incidentes subieron a botes amarrados a orillas del Támesis precisamente para eso, y al anochecer todo estaba tranquilo.


* * *

A la mañana siguiente, Miles Vavasour visitó a William Exmewe en San Bartolomé; se reunieron en la sala capitular, donde la columna central de piedra, con forma de palmera, extendía sus hojas a lo largo de las nervaduras de piedra de la bóveda que cubría sus cabezas.

– Todo está alterado y del revés -comentó el abogado-. Es imposible detener la propagación del aire viciado. -Vavasour era propenso a la timar anxius, hija de la melancolía; tenía imaginación frondosa y veía numerosas imágenes de posibles daños. Precisamente por eso era un buen abogado: imaginaba toda clase de dificultades y las resolvía por adelantado. Sin embargo, cuando se referían a su vida se convertía en un inútil total-. Nos ha visto y adivinado nuestros propósitos.

– Sir Miles, haga el favor de detenerse y calmarse. -William Exmewe era cauteloso; como todos los que aman el poder, se mostraba precavido, observador y supeditaba sus sentimientos al asunto en cuestión-. ¿Quién nos ha visto?

– Gunter, el doctor en medicina. Nos vio entrar en la torre redonda. Conoce los cinco círculos. Conoce Dominus. ¡Hablará y nuestras cabezas rodarán!

– No pertenece a Dominus. ¿Cómo es posible entonces que conozca nuestros propósitos si no es uno de los nuestros?

– ¿Cómo quiere que lo sepa? El mundo da tantas vueltas que ya no sé qué pensar ni qué hacer.

Exmewe reflexionó. ¿El médico había establecido la conexión entre Dominus y los predestinados? ¿El magistrado había proporcionado al matasanos la lista de las cinco iglesias?

– Miles, cuénteme el resto de sus pensamientos.

– ¿Cómo dice?

– No lo ha dicho todo. Se ha guardado algo.

Como es obvio, no había querido revelar su debilidad en Turnmill Street.

– No tengo nada más que decir. En la medida que mi pobre ingenio me lo permite, he intentado transmitir lo que sucede.

Mientras hablaba miró para otro lado. Exmewe no le creyó y, a partir de ese momento, comenzó a pensar en que el abogado debía morir.

– Miles, escúcheme. Le explicaré lo que debe hacer. No se deje ver durante una temporada. Permanezca en silencio. Ya visitaré yo a ese Gunter.

– Da igual lo que podamos decir como amenaza. Ni todas las palabras del mundo…

– ¿Quién ha hablado de amenazas? Miles, preste mucha atención: Timar domini sanctus. El miedo de Dios es sagrado.

– William, me encantaría ocuparme de él, pero ese hombre tiene una mentalidad tan distinta que no hay por dónde atraparlo.

– Cálmese. Váyase en paz. Jamás revelaré su visita. Que Dios lo salve. -Exmewe observó a Miles Vavasour hasta que abandonó la sala capitular. Alzó la mirada hacia la bóveda palmeriforme, admiró su belleza y comentó en voz alta-: Amigo Vavasour, estoy seguro de que tu tiempo se acaba.

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