Capítulo X

El cuento del doctor en medicina

La priora había sido presa de la fiebre, la calentura, el reuma o vete tú a saber qué. Según le explicó a cuantos la rodeaban, estaba muy enferma. Se sentía apesadumbrada y pesada. Envió pis en una redoma al médico del convento para que, según sus propias palabras, «la iluminara con su comprensión» y averiguase si debía «remediarlo o frustrarlo». Con el mismo ganapán que había transportado la orina, el médico le mandó recado de que sólo prosperaría en este mundo en el caso de que comiese camarones. Los camarones permiten la recuperación de las personas enfermas y consumidas porque son los seres más ágiles, ingeniosos y saltarines que quepa imaginar; también poseen los mejores jugos para las curaciones, aunque la priora debía cerciorarse de que los pelaba para dar rienda suelta a su flatulencia, de la que surgen la concupiscencia y el placer sexual. Agnes de Mordaunt se tomó como una afrenta personal la alusión al placer sexual.

Siguió las recomendaciones del capellán de monjas, y consultó a Thomas Gunter, el famoso médico que tenía consulta en Bucklersbury. Le envió una carta con sus síntomas, que incluían pesadez de estómago y nebulosidad de la vista. El galeno respondió con caligrafía muy rebuscada: «¿Tiene caléndulas? Querida hermana en Dios, basta con mirar las caléndulas para reforzar la vista. De todos modos, hay que recogerlas cuando la luna está en el signo de la Virgen». También añadió que «el jugo de la caléndula es muy adecuado para la inflamación de los senos», pero la priora dejó correr ese comentario. El médico estaba muy desconcertado por la pesadez de estómago y aconsejaba que mezclase grasa de berraco, de rata, de caballo y de tejón, escabechara la mezcla en vinagre, añadiese salvia y se la extendiera sobre el vientre. «Señora, en este momento no puedo escribir nada más, aunque espero que el Espíritu Santo la tenga bajo su custodia. Escrito en Londres el lunes posterior a Corpus Christi.» En la postdata, acotaba que contaba con un bote del mentado ungüento para el estómago en el caso de que las queridas hermanas no pudiesen conseguir las grasas necesarias.

Por la noche, el viento cambió de dirección. Procedía del norte y se consideraba que purgaba los vapores malignos. Era lo que la señora Agnes había leído en el Cantica canticorum: «Arrecia, viento del norte, y perfecciona mi jardín». El nuevo aire no la refrescó. Envió un mensaje a maese Gunter y le preguntó si sería tan cortés y amable como para visitar el convento, «adonde encontrará un cuerpo sufriente». El médico llegó a caballo tres horas después.

Thomas Gunter era un hombre menudo que parecía físicamente abrumado por la capa y la capucha, forradas en piel, que caracterizaban su profesión. Se movía deprisa (posteriormente la señora Agnes diría que parecía andar sobre ruedas), y su aguda mirada no tardó en captar los detalles de los ademanes y aspecto de la superiora. La priora estaba sentada en una silla de respaldo alto cuando Idónea acompañó al médico a su cámara. Gunter le besó el anillo y miró la bandeja que tenía al lado.

– ¿Camarones? Señora, ¿qué hacen aquí estos camarones? -Tenía un tono rápido y animado, como el trino de un pájaro enjaulado-. Un pescado con esta piel afecta excesivamente a los enfermos. Alimenta los humores amargos.

– Me aconsejaron que…

– ¿Acaso no sabe que para los enfermos la fiera domada es mejor que la salvaje? Mi querida señora, necesita una carpa del vivero más que un camarón de la orilla del mar. -El mono de la priora toqueteaba el maletín de cuero de Gunter, en el que guardaba los instrumentos de su oficio.

– Querido Adán, un poco de paciencia -susurró al simio-. Todo será revelado. Señora, hábleme de sus humores.

– Melancólico. -La priora dejó escapar un ligero eructo y se tapó la boca-. Y un poco flemático.

– En ese caso no le aplicaré ventosas.

– Maese Gunter, le agradecería que me purgara. Noto una materia malsana asentada en mi interior. Me resulta imposible conciliar el sueño.

– Tengo píldoras que provocan el sueño. Dígale a las monjas que acudan al palomar. El estiércol de paloma es soporífero cuando se aplica en las plantas de los pies.

– ¿Trae el ungüento al que se refirió en su carta?

– Me lo he pensado mejor y no estoy seguro de que sus virtudes naturales sean adecuadas en su caso. Necesito tiempo y espacio para reflexionar. -Abrió el maletín-. La prisión de su melancolía reside en su bazo. -Extrajo un pote de barro-. Esta medicina es buena porque purga el humor de esos lugares nocturnos. ¿Bebe mucha leche?

– Tengo esa debilidad.

– Me alegro. Es excelente. La leche resulta muy buena para la melancolía. Evite las avellanas. Sientan mal al cerebro. Por otro lado, coma jengibre fresco. Aguza la memoria y es posible que le proporcione alegría.

– Maese Gunter, mi memoria no es de cosas alegres. Sobrellevo mis cargas.

– Sea como sea, mi apreciada priora, se lo recomiendo encarecidamente. También ha de tomar huevos. Por la noche es mejor que se alimente de huevos escalfados. Los huevos frescos y asados son aptos por la mañana, aderezados con una pizca de sal y otra de azúcar. Como comprenderá, no se trata de una dieta estricta. Es muy sencilla. Señora mía, no olvide lo que voy a decirle. Si desobedece mis órdenes o pierde la paciencia, podría ser víctima de un grave peligro. ¿Me permite? -El médico le apoyó las manos en las yemas de los dedos-. Es necesario aceite de rosas para calentar esta zona. -Extrajo del maletín un pequeño recipiente de cristal-. Antes de dormir, debe extender uniformemente sobre su vientre esta sustancia.

– ¿Qué es?

– Se trata de una mezcolanza inventada por mí. Contiene estiércol de caballo, que recibe el nombre de lutum sapien. También incorpora polvo de plumas de gallina quemadas y pelaje de liebre. Es seco en cuarto grado. -Levantó el recipiente para que la religiosa lo inspeccionara-. Dado que procede de diversos cuerpos, surte efecto en distintas constituciones.

La priora suspiró.

– Aplíqueme sus ardides. Todo se mezcla bajo la luna.

– Cuidado con orinar en medio de una corriente de aire.

– Jamás se me ocurriría orinar en medio de una corriente de aire.

Poco después de ese diálogo, Thomas Gunter abandonó el convento. Se alegraba de partir, ya que su capacidad curativa se vería afectada si estaba en compañía de menstruantes. No había visto a la joven monja sobre la que circulaban comentarios tan escandalosos, pero temía la corrupción de su sangre. Le habría gustado interrogar a la priora sobre el tema, pero su melancolía y su notorio agotamiento lo llevaron a tomar la decisión de guardar silencio sobre lo que, sin lugar a dudas, habría sido un tema desafortunado. Enfiló el caballo hacia Smithfield y, en cuestión de minutos, llegó a su barrio; cruzó el Walbrook a la altura del puente de Saint Stephen y giró por Bucklersbury. Vivía rodeado de boticarios y herbolarios, y en la tienda contigua a su consulta reparó en un conjunto de flores secas conocido como «aleluya»; recibía ese nombre porque florecían en el período que media entre la Pascua y el domingo de Pentecostés, cuando se canta el salmo ciento diecisiete, si bien Thomas Gunter estaba más interesado en sus propiedades curativas. Se sabía que las aleluyas eran un antídoto garantizado de los calambres y los accesos, y las empleaba con frecuencia. El boticario lo miraba desde el umbral mientras desmontaba.

– Thomas, que Dios te acompañe y que su cruz te consuele.

– Veo que esta mañana te has levantado piadoso.

– Me he dedicado a proclamar: «¡Aleluya!». -Robert Skeat, el boticario, era célebre por su actitud algo irónica hacia las devociones religiosas-. Espero salvarme.

– Confío en que sea cuando Dios lo decida. ¿Qué tienes para mí?

– Puedo proporcionarte lauréola para el flujo. Y también hiedra terrestre para las hemorragias. -Al hablar, Skeat sonreía, casi como si no diera crédito a sus propias palabras-. Thomas, también tengo arañuela…

– Querrás decir neguilla.

– Si tú lo dices, matasanos. Tengo entendido que es para los que no cagan. También hay manzanilla loca.

– Que huele a mierda. Anoche le di un puñado a la señora Relio.

– Toda su materia procede del mismo agujero. Señor, es una cotorra.

– Lamentablemente, para eso no hay curación. -Thomas Gunter estaba a punto de entrar en su casa, situada encima de la consulta, cuando lo abordó un hombre alto, cubierto con una capa gris-. Lambert, ¿eres tú? ¿Por qué te embozas cuando está a punto de empezar el estío? El exceso de calor provoca hemorroides.

– Señor, en las fosas no hace mucho calor. -Lambert era uno de los carceleros de Poultry Street; llevaba sombrero de ala ancha, que se quitó al entrar en la consulta de Gunter-. Ya sabe a qué he venido.

– ¿Está fresco?

– Murió ayer por la noche. Es lolardo. Lo mataron durante los disturbios en Clerkenwell. Tiene el pelo amarillo.

– Cuanto más caliente está un hombre, más pelo posee.

– Aceptaré cinco chelines.

– ¿Tanto pides por un cadáver que nadie querrá enterrar?

– Cinco chelines. Tiene el pelo amarillo.

Gunter y otros sabían que un cadáver con el pelo amarillo resulta enormemente eficaz. El cuerpo tenía que ser asesinado más que morir de enfermedad. La carne se troceaba y se depositaba en una mezcla de polvo de mirra y áloe; durante veinticuatro horas, se embebía en alcohol de vino y aceite de trementina, y a continuación se colgaba en un lugar umbrío para que se secase sin oler mal. En ese momento, la carne se convertía en un excelente aditamento de las prácticas médicas de Thomas Gunter, ya que detenía el flujo de sangre y ayudaba a cerrar heridas. También contribuía a aliviar la picadura de serpiente y la mordedura de perro rabioso.

– ¿Cuándo me lo traerás?

– Después del toque de queda.


* * *

El cuerpo era, sin lugar a dudas, el de un lolardo atrapado a causa del alboroto acaecido durante el auto sacramental de Clerkenwell; había muerto en la cárcel de Poultry Street por la herida que le había asestado el sacristán de la parroquia de Saint Benet Fink, con la ayuda de un báculo de madera con puntera de hierro. No había muerto en gracia, ya que no hubo sacerdote dispuesto a confesarlo. A nadie le importaba lo que sucedía con el cadáver de un hereje; a Lambert le bastó con decir que, por temor a una infección, lo había metido en la cantera de cal de extramuros.


* * *

Esa noche dos hombres transportaron un saco por Walbrook. No fue una tarea pesada, y Lambert rechazó el vaso de vino que Gunter le ofreció. Miró colérico a su compañero, Nicholay, que por principio aceptaba cualquier clase de bebida. Permanecieron en la consulta del médico, incómodos, con la carga sobre un banco del rincón, rodeados de frascos, botellas, cajas, redomas, pergaminos y cráneos de animales de tamaño pequeño. No tenían muchos temas de los que hablar.

– Esa verruga está lo bastante madura como para extirparla. -Gunter tenía la mirada fija en el cuello de Nicholay.

– ¿Ahora, maese Gunter? -Repentinamente Nicholay se mostró preocupado.

– No, ahora no. No estamos en el mes del cuello. Tauro es el signo del cuello y la garganta. Nicholay, el cirujano no corta un miembro del cuerpo a menos que la luna esté en el signo que corresponde. Tomemos tu cabeza. -Nicholay no supo cómo interpretar esa petición-. Aries, que es un signo ardiente y moderadamente seco, rige la cabeza y su contenido.

– Si lo hay -comentó Lambert, impaciente por irse.

– Cuando la luna esté en Aries me encontraré en condiciones de operarte la cabeza y la cara o de abrirte una de las venas de la cabeza. Por si no lo sabes, el médico también debe ser astrónomo. Piensa en los mismos términos en tu picha y en tus testículos. -Nicholay lo observaba con gran seriedad-. Reposan en Escorpio.

– Se equivoca, maese médico. Siempre reposan en su esposa. Nicholay, tenemos que irnos. -Lambert carraspeó y echó un vistazo al cadáver-. Antes de partir, queremos nuestro dinero.

Gunter subió la escalera hasta la vivienda y regresó con cinco chelines envueltos en un trozo de tela.

– ¿Puedo pediros que lo bajéis?

Los carceleros recibieron instrucciones y descendieron por la escalera de piedra de la cripta; en el espacio abovedado colgaban cuchillos, sierras y varios instrumentos de pequeño tamaño. Depositaron el saco sobre una plancha de piedra jaspeada que se apoyaba en dos gruesas columnas de caliza.

En cuanto los hombres se retiraron, Gunter cortó el saco con la ayuda de unas tijeras de gran tamaño y estudió el cuerpo. Como aún olía a cárcel, lo limpió con un paño de hilo remojado en trementina. Era un cuerpo menudo y delgado; Gunter comentó de viva voz que parecía consumido por los rezos y los suspiros. Quería realizar dos rituales más antes de emprender su oficio secreto. Cogió una vela encendida del candelabro de la pared y examinó con suma atención los ojos del cadáver; la imagen del asesino no era visible, aunque en ese mismo instante el sacristán de la parroquia de Saint Benet Fink tuvo la extraña sensación de que lo vigilaban. A continuación, el galeno untó con aceite la uña del pulgar del fallecido y la estudió en busca de imágenes inmediatamente anteriores a la muerte. Una vez más, comprobó que no había nada visible.

Suspiró, cogió uno de los cuchillos, un instrumento recién afilado al que los médicos llaman «sígueme», y abrió el pecho del cadáver. A continuación, separó las costillas. Una de las pasiones de Gunter consistía en rastrear los caminos de los espíritus corporales. Sabía que el espíritu natural residía en el hígado, el vital en el corazón y el animal en el cerebro, pero deseaba contar con pruebas materiales de su funcionamiento. Ante todo, se concentró en el hígado. «Pequeño lolardo, los hígados de las ballenas y los delfines huelen como las violetas. ¿A qué olerá el tuyo?»


* * *

El domingo siguiente, al alba, Gunter se dirigió a caballo hacia el campo. Tras seis días de trabajo y estudio, necesitaba reanimarse y divertirse. De camino a Aldgate, donde antaño había vivido el poeta Geoffrey Chaucer, pasó por el cruce de Gracechurch Street y Fenchurch Street y luego galopó por la puerta abierta rumbo a los campos del este, más allá de Minories. Llegar hasta allí era una heroicidad porque, pasado Aldgate, la carretera estaba marcada y agujereada por las pisadas de los caballos, los carros y las carretas que la recorrían en interminable procesión. A ambos lados, se alzaban casas de madera que ofrecían alojamiento barato para los viajeros, así como posadas destartaladas y sucias casas de comidas; existían infinidad de letreros de manos, platos y frascos que despertaban el interés del ingente ejército de caminantes. Los campos más próximos a la ciudad también se habían convertido en vertederos de toda clase de desperdicios, incluidos pilas de piedra y montones de cenizas, fosos profundos y zonas pantanosas. Más allá, se extendían los campos abiertos. Cabalgó unos cuantos estadios hasta que lo único que avistó fueron las chozas de madera que utilizaban los que por la noche vigilaban los campos para evitar la presencia de ladrones y rateros. Allí el aire era más límpido. En las visiones del amor había leído cuanto había que saber sobre los jardines, pero nada lo deleitaba tanto como la contemplación del campo abierto. Estaba tranquilo y el único sonido era el de su caballo al trotar por la carretera.

Gunter oyó que alguien gemía. Había un poni atado a un poste de la vera del camino, y el médico tiró de las riendas de su montura. A su lado se extendía un campo rodeado de árboles y distinguió una figura que atravesaba un manchón de hierba; Gunter desmontó, se acercó a las lindes del campo y se situó detrás de un árbol para que no lo viesen. En el campo había un joven que, tapándose la cara con las manos, caminaba de un lado a otro. Cuando dejó caer los brazos a los lados del cuerpo, el médico se percató de que el muchacho lloraba.

El galeno tenía éxito en su oficio por su sensibilidad y capacidad de comprensión; le bastaban un gesto o una expresión para caer en la cuenta de la naturaleza de la enfermedad que le pedían que tratase. En ese momento, en las lindes del campo lo consumió una tristeza tan profunda que pareció anular cualquier otra emoción y percepción. ¿Qué significaba vivir sin amigos y solo en este mundo? ¿Qué significaba vivir sin alguien que se doliera de tu dolor? Estudió al muchacho unos instantes, pero su sufrimiento se tornó insoportable. Ya no deseaba cabalgar, no había nada más que ver. Montó a caballo y se volvió en dirección a la ciudad. Al aproximarse a la muralla canturreó: «Acércame, acércame, acércame al alegre malabarista».


* * *

El joven al que Thomas Gunter había visto y compadecido era Hamo Fulberd. Había escogido ese campo como el lugar más adecuado para su persona. Se lo conocía como Haukyn's Field; un arroyo serpenteaba por el lado sur, y al norte se alzaba la arboleda. Cuando más adelante le pidieron que lo describiese, Hamo se limitó a decir que «no es más que un simple campo pelado». Había acudido a ese sitio antes de los acontecimientos de la primavera, y fue en ese momento cuando desobedeció por primera vez la orden de Exmewe y abandonó el recinto de San Bartolomé. El campo lo había llamado, como si quisiera compartir su desdicha. Había cogido el poni y cabalgado por la noche. Había ido allí porque ya no soportaba el mundo conocido; tenía la sensación de que lo cercaba o de que, peor aún, se le metía en el alma. ¿Y si ese mundo es todo lo que hay, hubo y habrá? ¿Y si desde el principio hasta el fin de eso que los hombres llaman tiempo las mismas personas se funden constantemente entre sí?

Desde que Exmewe le había comunicado que había matado al sacamuelas, Hamo se había considerado perdido. No había tenido más noticias del hombre, y había dado por hecho que la persecución del asesino se había suspendido. Por algún motivo, eso mismo lo llevaba a temer el juicio más si cabe. Contempló el firmamento, las estrellas del círculo que recibe el nombre de galaxia o Watling Street, pero no halló consuelo. Había preguntado al padre Matthew, el jefe del escritorio, si el perdón existía para todos. El fraile había respondido que «nadie sabe si es digno del amor de Dios». La respuesta no lo consoló, como tampoco lo reconfortó la convicción de Exmewe acerca de que era uno de los predestinados y, por consiguiente, de los benditos. Nada estaba bien o mal. Todos estamos sumidos en las tinieblas.

Por delante sólo percibió oscuridad, como si estuviese atrapado en un espacio abovedado de fría piedra. Tenía la imagen de Dios, riendo, mientras repartía condenaciones y destinos. ¿O acaso existía una pena abrumadora, siempre a la espera de apoderarse de un pobre espíritu como el suyo? ¿Siempre existirían personas tan desconsoladas como él? ¿Acaso ese dolor se apoderaba de un lugar? ¿Por eso se sentía atraído por Haukyn's Field? Las fuerzas del mundo que, según los sabios, era redondo, ¿operaban juntas? Analizó esas cuestiones en su lugar de adopción, en ese campo pequeño. Clavó la mirada en el suelo porque no quería distanciarse de sus pensamientos cada vez más intensos. Había inclinado la cabeza, como si dichos pensamientos resultasen demasiado pesados. En ocasiones, mascullaba para sus adentros; estaba convencido de que sus palabras no eran lo bastante valiosas como para ser pronunciadas en voz alta [15].

Esa actitud aturulló a Hamo. No le importaba demasiado si fracasaba o prosperaba, pero eso era peor, ya que no alcanzaba a comprender lo que le ocurría. Permaneció en Haukyn's Field hasta que la luna se alzó sobre su cabeza, momento en el que cabalgó lentamente de regreso a San Bartolomé. Cuando llegó, William Exmewe lo estaba esperando.

– Me has desobedecido -declaró el fraile-. Has salido.

William Exmewe lo abofeteó.

Hamo ni se inmutó. Se echó el pelo hacia atrás y se irguió un poco más.

– Tengo que ir de vez en cuando a alguna parte. Aquí estoy enjaulado.

– Hamo, te estoy protegiendo, del mismo modo que una nodriza defiende a los inocentes. Pronto tendré trabajo para ti. Por lo tanto, sé juicioso.

Exmewe no dijo nada más y abandonó el granero.

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