Capítulo VI

El cuento del terrateniente

El terrateniente y predestinado Garret Barton cruzó la gran puerta al sur de la catedral de San Pablo. Le resultó imposible no pensar en los peregrinos que se habían dirigido a su condenación por ese camino adoquinado. El aire mismo parecía corrompido por sus gritos agudos, como el olor pútrido de otra materia del camposanto. Garret era uno de los más ardientes «conocedores de antemano» que, por instigación de Exmewe, había escrito en un pergamino las Dieciocho Conclusiones. Lo había enrollado con sumo cuidado y guardado en el bolsillo de su abrigo. El combate de lucha se celebraba en el lugar de costumbre, un espacio abierto detrás de la tumba de los padres de santo Tomás Becket, al grito de «¡Sí!» o «¡No!» por parte de los asistentes. Un amanuense había montado su puesto a las puertas del osario y en la tabla que colgaba por encima del tenderete habían pintado una mano que sostenía una pluma. El amanuense miró solemnemente al terrateniente, como si adivinase qué propósito lo llevaba hasta allí.

El reloj del campanario marcaba las dos cuando Garret Barton entró en la catedral por la puerta oeste. Olía a establo. Los ruidos de los mercaderes y los buhoneros se mezclaban en el enorme espacio abovedado que semejaba el extraño zumbido y murmullo de miles de abejas; no dejaba de ser un rugido sordo y un susurro ensordecedor, muy semejante a un mar de voces y de pisadas. Barton apenas entendió el cántico lento de los peregrinos que se apiñaron en torno al reluciente santuario de Saint Erconwald. ¡Ese mundo era pura diversión! Los abogados aguardaban a los clientes junto a las columnas que les correspondían, y sus capuchas escarlatas resultaban apenas visibles en medio del apiñamiento de mozos, puesteros y sacerdotes. Habían echado heno sobre el suelo de piedra, frío y penumbroso, de la nave. Habría sido un lugar oscuro, incluso en pleno día, de no ser por los cirios y las teas que iluminaban las imágenes y los murales. Una ancha franja de luz solar atravesaba la nave, pero parecía pálida comparada con las brillantes columnas.

El terrateniente se acercó al santuario y contempló con desagrado los pequeños miembros, modelados con arcilla o plomo, que pendían como objetos de intercesión; junto a una pierna lisiada, un pene de arcilla oscilaba a causa de la brisa tibia del aliento humano que la gente producía al rezar a la figura dorada del santo, cuyas alba y mitra estaban engastadas con piedras preciosas de gran brillo. Notó que los monjes miraban a los peregrinos desde la cámara de observación, de madera, en la que guardaban los tesoros sagrados; uno de los monjes se había dormido. En el aire predominaba un ligero olor a orina que se mezclaba con el de la piedra vieja y con el aroma archiconocido de la aglomeración de gente. Un hombre forcejeaba con sus calzas de cuero en un rincón del crucero. Al verlo, Garret pensó: «¿Está meando o rezando junto a la pared?». Deambuló por la nave lateral, entre los perros y los vendedores ambulantes. Tres cirios por un penique. Dos cebollas por un penique. Cinco galletas por dos peniques.

Claro que sí. En el altar mayor estaban cantando. Supuestamente el canto llano era agradable porque imitaba la música de las esferas y su patrón era el arte métrica exacta o geometría. Exploraba el largo, el ancho, la profundidad y la altura del sonido. Esas voces se rodeaban mutuamente como las esferas celestiales; pasaban con suavidad una por encima de la otra, como si ya formasen parte del empíreo, y su maravilloso movimiento y giro se combinaba y creaba armonía. La voz de un niño destacó para entonar el salmo Quam dilecta tabernacula tua, y Garret Barton tuvo la sensación de que era una voz individual elevada contra muchas. Era el sonido del alma más allá de la Iglesia Universal. Era su propia voz, lúcida y melodiosa, hasta que una vez más se dejó arrastrar por el mecanismo divino del ruido. El coro respondió Domine virtutum!

Apoyó la frente en la reja de piedra que se extendía por debajo del crucifijo que incluía la figura del Salvador. Aseguraban que el arbusto de romero nunca llega a ser más alto que Jesucristo. Garret contempló la imagen pintada, cubierta de cicatrices y sufriente. ¿Era posible que, tal como aseguraban los astrólogos, el cuerpo del niño Jesús estuviese bajo el influjo de los planetas y las constelaciones? ¿Su muerte ya estaba prefigurada en los astros? Ciertamente sería extraño que la Creación tuviera poder sobre su Creador. De todos modos, era tan extraño como que -como había enseñado William Exmewe a los predestinados- en ocasiones Dios tuviera que obedecer al Diablo. Había llegado ese momento.

Garret Barton franqueó la puerta norte y salió al claustro conocido como Pardon Church Haugh, cuyas paredes estaban cubiertas por la danza de la muerte [11]. El terrateniente vio que el papa retozaba junto a un esqueleto. Ah, tú, ¿eres tú el que encabeza la danza de la aflicción? Dejó el claustro y se detuvo ante la puerta Si quis?, así llamada por los letreros que dejaban los clérigos que buscaban beneficios. Sacó el pergamino con las Dieciocho Conclusiones y buscó en el otro bolsillo la piedra y los clavos que había escondido. Con movimientos expeditivos clavó el pergamino en la puerta [12].

– ¿Qué está haciendo aquí?

El amanuense se había detenido tras él: lo había seguido por la catedral y el claustro.

– ¿Qué hago? Lo conduzco a las puertas del cielo.

Garret Barton aún tenía la piedra en la mano y con un ademán violento atizó al amanuense y lo derribó.

Recorrió apresuradamente el claustro y pasó ante la danza de la muerte. Acababa de entrar en el crucero norte y pasaba ante el fresco de los milagros de la Virgen, cuando oyó que pronunciaban su nombre. Ante todo miró las figuras del mural, que brillaba a causa de la luz, y se lamió la sangre de la mano derecha. Notó cómo el miedo empezaba a apoderarse de él, hasta que junto a una columna vio a Robert Rafu, el intendente.

– Deprisa, Barton. Dios está aquí. Acompáñeme. -Rafu conocía los atajos y condujo a Barton hacia el recién construido crucero sur, en el que algunos peleteros ya habían montado sus puestos-. ¿Ha clavado las Conclusiones?

– Alguien me vigilaba.

– ¿Lo vigilaba?

– Tuve la sensación de que me amenazaba. Aún tenía la piedra en la mano, por lo que no fue necesario usar la daga.

– ¿Lo mató?

– Dios lo mató.

– ¿Alguien lo vio?

– Sólo los ángeles. Me taparon con sus alas.

Abandonaron el crucero sur, cruzaron el camposanto y franquearon la puerta sur hacia la conejera de casas y viviendas destartaladas que suelen aparecer al amparo de las grandes iglesias.

– ¿Alguna vez se ha parado a pensar en que cada fresco posee su propia luz? -preguntó Garret Barton-. En ellos la virtud brilla con más claridad, como en los tapices.

Apenas se dio cuenta de lo que decía. Todo era un sueño. Se habían detenido en la esquina de Paul's Chain y Knightrider Street, junto a la Cardinal's Hat.

Un corro de aprendices se cruzó con ellos y gritó: «Bon jour! Dieu vous save! Bevis, à tout!». En la posada, un arpista estaba sentado sobre una mesa, con las piernas cruzadas, y se disponía a tocar. El terrateniente y el intendente recorrieron la sala de un extremo a otro y salieron a la calle por otra puerta. La Hat estaba demasiado alborotada para charlar con tranquilidad, por lo que se dirigieron a Farthing Alley, adonde mendigaban los hombres de Bethlem.

– Era un amanuense que me preguntó qué hacía -explicó Garret Barton.

– Pues lo ha favorecido. Ha regresado al redil.

– Donde las plumas y los recibos ya no le causarán problemas.

– Garret, ha hecho una buena obra. Se ha disuelto en el tiempo. Aquí está el sitio que buscaba.

Aunque parecía una casa, se trataba de una taberna. Algunos hombres jugaban a las damas en un banco de la calle; Rafu y Barton franquearon el umbral y entraron en una estancia dominada por las risas y las voces altas.

– Pongamos por caso… -dijo alguien a la derecha de Rafu-. Pongamos por caso que los paños no son buenos. La tintura se decoloró. ¿Se me ha de considerar responsable?

Detrás de Barton un hombre y una mujer discutían:

– Señora paciencia, para ti todo está muy bien. Convengamos en que la paciencia es una gran virtud, pero no todos los hombres son perfectos. Yo no lo soy.

Un gato saltó de la mesa al suelo. Un joven tenía la vista fija en su jarra de cerveza y hablaba titubeante y lentamente con su compañero:

– El pobre está presionado por los cuatro costados. Si no pide comida se muere de hambre. Si la pide se muere de vergüenza. Preferiría encontrar mejor muerte. Más, por favor. Lléname la jarra.

Rafu y Barton se instalaron en una mesa pequeña con dos taburetes redondos y, cuando el mozo de taberna se acercó a limpiar la cerveza y el vino derramados, le preguntaron qué era lo mejor que tenía.

– Señores, consulten con su bolsa. -Era un hombre arisco, acostumbrado a tratar con clientes que, además de emborracharse, podían mostrarse violentos-. Mi mejor cerveza cuesta cuatro peniques el galón. El galón de vino de Gascuña vale lo mismo. El de vino del Rin cuesta ocho peniques. Si quieren vino dulce tendrán que ir a otra parte. -Preguntaron si el vino renano era bueno, a lo que el mozo de taberna replicó-: Desafía el polvo.

Una vez servidas las bebidas, permanecieron en silencio y oyeron claramente el diálogo entre un buhonero y una vieja.

– El loro es suntuoso y tiene mucho aprecio por el vino -declaró la anciana-. El pato es desenfrenado y el cormorán, glotón.

– ¿Y qué me dice del cuervo?

– Veamos, señor, el cuervo es sabio. Por si lo ignora, la cigüeña es celosa.

– Y las viejas borrachas se revuelcan como las cerdas y son insensatas como las monas -masculló Barton.

– Dicen que el hombre borracho ha visto al demonio -musitó Rafu.

– ¿Y qué? A nosotros Lucifer no puede alcanzarnos.

– Entonces, ¿jamás nos emborracharemos? ¿Nunca estaremos ebrios ni con una buena tajada?

En otra mesa un hombre pedía la cuenta, a pesar de que sus compañeros le gritaron que lo dejase estar y que tomaran otra ronda. Uno de los bebedores se cayó del taburete y, cuando el mozo de taberna lo ayudó a incorporarse, se meó encima.

– Cuando le pedí que lo soltara me refería al dinero, no hablaba del pis -espetó el mozo de taberna.

Todos rieron y Garret Barton se inclinó hacia el intendente.

– Para estos no hay cielo ni infierno, salvo la tierra propiamente dicha.

– ¡Tabernero, llena el cuenco!

– Dios los creó sin alma.

– Amigos, antes tendrán que mostrar el dinero. Seis peniques por barba.

– Regresarán a la tierra, el aire, el fuego y el agua sin saber que han vivido.

– ¡Sólo una copa más!

Un vendedor ambulante de encajes y puntillas se asomó a la taberna. El mozo negó con la cabeza y extendió la mano a modo de advertencia, pero el buhonero entró.

– Mis buenos señores, ¿se han enterado? ¡Ha habido un asesinato en la catedral! ¡Los lolardos han colgado una proclama! Impera el caos. -Pidió una jarra de vino de postre, que se apresuraron a pagar. Garret Barton y Robert Rafu no hablaron y mantuvieron girada la cabeza mientras el vendedor desgranaba la historia-: Se trata de Jacob, el amanuense. Todos lo conocen, el de los ojos saltones y la lengua trabada…, lo golpearon y murió en el acto. La señora Kello lo encontró y se desmayó.

– ¿Sabemos quién lo hizo?

– No. No existe el más mínimo indicio. Sea como sea, debemos sospechar de un lolardo. Cerca del amanuense había un pergamino en el que se condenaba a los clérigos y a los frailes.

– Eso es bien cierto -intervino la vieja-. Sin lugar a dudas, Jacob se ha reunido con Dios. A todos nos llegará el momento. -Se santiguó-. Entonces sabremos quiénes son los benditos.

El borracho pareció reaccionar.

– ¿Aquí no hay nadie dispuesto a hacer un buen brindis? El mañana sigue intacto.


* * *

Tras la reunión en pleno [13], los concejales de cada distrito reunieron a los ciudadanos más notables y prósperos. Se encontraron en diversos lugares, como un surtidor de agua, un pozo o una esquina, pero el propósito era el mismo: debían visitar cada hostal e investigar a los forasteros y a los viajeros hospedados. Era probable que los más pobres se lanzasen sobre los desconocidos como las abejas furibundas se apiñan alrededor de un intruso, era imprescindible que los viesen actuar.

– Tendrá que salir de garante de cuantas personas aloje -informó el concejal Scogan a la señora Magga, de Saint Lawrence Lane.

– Dios no permita que jure por aquellos a quienes no conozco.

– Tendrá que hacerlo. La consideraremos responsable de sus actos e infracciones.

– Ay, Señor, es una carga demasiado pesada para una viuda. ¿Y qué me pedirá a continuación? ¿Pretenderá que los siga por los caminos principales y los apartados?

– Magga, responda a una pregunta. ¿Hospeda a forasteros?

– Ralph Scogan, como sabe perfectamente, para mí todos son forasteros. ¿No he tenido esta casa durante veinte años sin causar el menor daño? Pero si aquí los ratones están mejor alimentados que en la mayoría de las viviendas. ¡Penoso será el día en el que juzguen a una viuda por albergar lolardos bajo su techo!

– Magga, no sucederá nada parecido. Sólo queremos que mantenga los ojos abiertos y esté atenta a la presencia de cualquier persona extraña.

– ¿Ha dicho infectada? Yo no hospedo a esa clase de gente. ¿No sabe mantener la lengua en condiciones? De seguir así me encerrará en mi habitación con un cuenco de vinagre ante la puerta. Me pintará una cruz roja para que todos la vean. Vaya, ¿eso es todo lo que hay? -Abrió su mantón de sarga azul-. Esto no es una mortaja, ¿correcto? ¿O acaso estoy equivocada?

– Magga, está en lo cierto y nadie…

– Me molestan tanto como los ladrones. -Miró con actitud despectiva al grupúsculo de ciudadanos que acompañaban al concejal-. ¿He de sufrir las burlas en mi propia calle, pese a haber pagado mi parte y la contribución? Ralph Scogan, infórmeme si he pagado o no. -Era una mujer delgada, huesuda y con un paquete de pelo falso sobre la cabeza que, estaba convencida, el mundo consideraba cabello auténtico. Donde sí tenía pelo de verdad era sobre el labio superior, que cada mañana se restregaba con piedra pómez-. Estoy segura de que, a partir de este momento, todas las amas de casa hablarán de mí a mis espaldas.

– Magga, tranquilícese. Usted no ha hecho nada.

– De modo que me pondrán en la silla de chapuzar por no haber hecho nada, ¿correcto? Es la justicia del rey, ¿no? Vaya, hoy es un día duro para Londres. -Estaba a punto de cerrar la puerta, pero volvió a abrirla-. En cuanto a vosotros…, sólo servís para freír sardinas en el infierno. ¡Buenos días! -Cerró de un portazo.

El concejal Scogan miró al cielo, silbó y, sin dirigirse a nadie en concreto, añadió:

– Bueno, la rueda seguirá dando vueltas.


* * *

El pergamino con las Dieciocho Conclusiones fue solemnemente quemado por William Swinderby, que se encontraba a la derecha del segundo alguacil en Paul's Cross; Drago lo estudió con interés cuando lo levantó antes de colocarlo en el brasero llameante.

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