Capítulo XV

El cuento de la comadre de Bath

En cuanto se enteró de la explosión en el Santo Sepulcro, Thomas Gunter se dirigió a la iglesia; había quedado intrigado por las murmuraciones del alguacil sobre las conspiraciones de hombres que ocultaban su condición, y quería estudiar los restos del último incendio. Al ver el tumulto, desmontó y dejó su caballo en manos de un mozo. En la escalinata del templo, se había congregado una multitud. De acuerdo con la costumbre, habían retirado del templo el cuerpo de Hamo Fulberd y lo habían devuelto al sitio en el que había cometido sacrilegio. Allí quedaría expuesto como objeto de la venganza divina. Lo habían despojado de la ropa y sobre su cadáver desnudo habían pintado varias cabezas de diablo y signos zodiacales. Lo habían situado en la nave lateral, en una carretilla cuadrada fabricada con mimbre, y sobre su pecho habían depositado una cruz del revés. El forense ya había declarado que Hamo Fulberd estaba muerto, aunque nadie había visto al colérico agente de su matanza; lo consideraron la representación de la justicia divina, y el jurado electo tomó la decisión de que no quería seguir entrometiéndose en ese asunto.

Thomas Gunter se abrió paso en medio del gentío y se dispuso a examinar el cadáver; cuando observó el rostro en busca de indicios de lesiones, experimentó un ligerísimo escalofrío de evocación. Se preguntó dónde había visto a ese pobre joven. ¿En qué obra anterior había interpretado un papel? Fue entonces cuando el médico reparó en los cinco círculos pequeños pintados encima de la tetilla izquierda. De hecho, allí los había puesto William Exmewe que, cuando se encontró el cadáver, fingió compartir el febril regocijo del pueblo; también simuló deleite al embadurnar el cuerpo con emblemas demoníacos. Thomas Gunter retrocedió al ver los círculos. No esperaba esa brusca confirmación de las afirmaciones de Bogo, y estaba sorprendido. La situación incluía un doloroso misterio. Tuvo la impresión espiritual de que muchas vidas humanas se apiñaban en torno a ese cadáver. La penumbra llamaba a la penumbra.

Se encaminó al altar de los santos Cosme y Damián. Estaba muy dañado por las llamas y un niño tallado en plomo yacía sobre las baldosas ennegrecidas. Se arrodilló para cogerlo, y entonces vio una extraña marca blanca en el suelo; apartó la ceniza y los escombros y, pese a estar calcinado, reparó en el círculo que Exmewe había tallado con el cuchillo.

– Que Dios se apiade de nosotros.

El médico estaba tan sorprendido que habló en voz alta. Cogió la imagen de plomo y, con gran delicadeza, la depositó en el altar. Ya no tenía la menor duda sobre las sospechas del alguacil; había una conjura de graves consecuencias que se relacionaba con los círculos, pero no supo cómo proceder. En el tribunal de la alcaldía o en el obispal lo tacharían de alborotador y dirían que había tallado el círculo con su propia mano. Por otro lado, el propio Bogo había aludido a una manera de atravesar el laberinto. Dentro de cinco días, en el aniversario de la fístula in ano, comería con Miles Vavasour, y era posible que entonces pudiera manifestarle lo que pensaba. Vavasour era de gran clase y abogaba en el Tribunal Supremo; conocía a los grandes de la ciudad, y sin duda sabría cómo manejar esa cuestión.


* * *

A la mañana siguiente, el cadáver de Hamo Fulberd fue triunfalmente trasladado por Snow Hill y cruzó el Holborn Bridge. Tras ser declarado corrupto y abominable para la raza humana, lo llevaron a extramuros, a una zona conocida como «Nomanneslond», y lo enterraron en una cantera de cal.


* * *

Cinco días después, Thomas Gunter se dirigió a Scropes Inn, donde Miles Vavasour tenía sus aposentos.

– Bienvenido, maese médico. -Vavasour tomó la palabra como alguien a quien le gusta hablar-. Ya hace tres años que voy al retrete sin rechistar.

– Le he traído un nuevo ungüento para evitar cualquier pérdida de sangre.

– Dios mediante, no hay pérdida de sangre.

Estaban en un saloncito que daba a Trivet Lane, y uno de los criados sirvió sendas copas de vino renano.

– ¿Qué hay de nuevo? -preguntó Thomas Gunter al abogado.

– ¿Quiere saber qué hay de nuevo en lo que se refiere al rey? Maese Gunter, corren tiempos de penuria y amarguras.

Enrique Bolingbroke había salido de Chester con el rey Ricardo bajo su custodia; sus fuerzas ya se habían abierto paso de Nantwich a Stafford y no tardarían en llegar a Coventry. En nombre del soberano, Enrique había convocado al Parlamento para finales de septiembre. Miles Vavasour era diputado por Londres y tendría que viajar a Westminster Hall para asistir a dicha reunión.

– Preferiría estar a un mundo de distancia del Parlamento -confió a Gunter-. No resulta nada fácil librar al reino de su legítimo soberano. De todas maneras, soy siervo de Enrique. He trabajado para él en los tribunales… -De pronto calló-. Bien, todavía no he decidido si respondo que sí o que no. -Estaba claro que en este asunto el magistrado no decía la verdad, ya que hacía mucho que era contrario al monarca-. ¿Podremos hacer desaparecer el nombre de Ricardo?

– ¿Tan grave es la situación?

– Sin duda lo será, como que el mañana existe.

– ¿Acaso cree que Enrique no mantendrá al rey y gobernará en la sombra?

– Con un cisne basta. Sólo uno puede gobernar.

– Sin embargo, el duque es un hombre sutil.

– Sutil, claro que sí, sub telaris. Bajo la bota. Enrique tendrá a Ricardo bajo su bota.

– La monja no ha dejado de resonar como una campana.

– ¿De verdad? ¿Cómo es eso?

– Afirma que las mieses se esparcen bajo la raíz. Asegura que el mundo ha cambiado de cabo a rabo.

– Esa mujer es una charlatana -declaró Vavasour-. Es una timadora. Desatará la locura de la gente. Hay que sentarla en la silla de chapuzar y sumergirla.

– Nada de eso. Sor Clarice se ha convertido en la niña mimada de Jesucristo. El pueblo la sigue boquiabierto.

– ¡Qué olor apestoso! -Repentinamente, el abogado cambió de tema; era una costumbre que también ponía en práctica en los tribunales-. Doctor, ahora que está cerca debo admitir que le necesito. Tengo un hueso destrozado.

– ¿Ciática?

– Es el dolor del rayo. Me recorre la pierna de arriba abajo.

Gunter consideraba que esa dolencia era manifestación del carácter melancólico o nervioso y se curaba con reposo y tranquilidad, más que mediante polvos o mixturas; claro que también sabía que las personas a las que atendía necesitaban el consuelo de las plantas.

– Sir Miles, se trata de un dolor pleno, pesado y agudo…

– Sé perfectamente cómo es.

– Si fuera la primera vez, le administraría persicaria o pimentilla.

– No es la primera vez. Es un mal arraigado.

– En ese caso, el remedio soberano podría consistir en jugo de matricaria mezclado con miel. Se lo enviaré con un recadero. ¿Permanece despierto por la noche?

– Muy despierto.

– Es posible que la hierba mora mayor lo ayude a conciliar el sueño.

– ¿Se refiere a la dulcamara?

– También se la conoce con ese nombre.

– ¿Estoy equivocado o es una planta llena de malicia para la humanidad?

Cuando volvía a interrogar, una de las técnicas del abogado consistía en fingir que tenía más conocimientos de los que realmente poseía.

– Sólo un poco, muy poco. No perderá su chispa.

– Doctor, no he de temer nada que proceda de sus manos. ¿Estoy equivocado? -Bebió lo que le quedaba de vino con gesto grandilocuente-. Maese Gunter, ¿ve este anillo? -Extendió los dedos de la mano derecha.

– Por supuesto.

– La piedra preciosa ha sido extraída de la cabeza de un sapo.

– Bien que lo sé. Se la conoce como bórax o atíncar.

– Protege del envenenamiento. Su poder pasa del dedo con el anillo a mi corazón.

En ese momento, la piedra verde reflejó la luz de una vela y súbitamente Gunter atisbo una gran fogata como la que sirve para dar la alarma. Parpadeó. El fuego desapareció. El médico creía en la eficacia de los sueños y las visiones. Le habían sido otorgadas algunas revelaciones vinculadas con Miles Vavasour.

– ¿Cenamos?

El magistrado condujo a su invitado al comedor; en una tarima cubierta con un paño de calidad, había una gran mesa con una silla en cada extremo. A un lado del comedor se encontraba el lujoso aparador de Vavasour, con toda la vajilla exhibida a la luz de las antorchas y las velas. Al otro lado reposaba un arcón de roble de poca altura, sobre el cual se encontraban varios papeles. De la pared colgaba un tapiz que representaba la historia del rey del amor. Ante la llamada del abogado, entró un criado, hizo una reverencia y se dispuso a servir las carnes. La cena terminó enseguida y, tras brindar por la fístula, Gunter comentó de paso que en el Santo Sepulcro había visto el cadáver de un muchacho llamado Hamo Fulberd. Vavasour repuso que le sorprendía que un joven pudiese albergar tanto odio contra la iglesia de Dios. El médico preguntó si descubrirían más herejes a raíz de la muerte de Hamo. Vavasour replicó que estaban locos como toros salvajes y que Dios les enviaría el culto que se merecían. En ese caso, ¿había más herejes? Gunter percibió la ligerísima inquietud que perturbó las facciones de Vavasour cuando declaró que no tenía nada que ver con esa cuestión.

– Sir Miles, hay quienes hablan de una confederación secreta, de la connivencia de desconocidos.

– En ese caso, sé de un buen nombre para su jefe. -El abogado abrió lentamente los ojos al tiempo que hablaba-. Debería llamarse Juan Destruyelotodo.

– Me llevé una sorpresa mayúscula al saber que… -prosiguió el médico sin dejar de mirar a su anfitrión, apoltronado en el otro extremo de la lustrosa mesa de roble-. Me sorprendió saber que estos problemas y conmociones pueden regirse por el signo del cinco.

– ¿Quién se lo ha dicho?

El magistrado planteó la pregunta rápidamente y con actitud recelosa.

– Señor, percibo azoramiento en su semblante.

– Sólo estoy azorado ante actos tan horribles y abominables. ¿Qué es lo que ha dicho sobre el cinco?

– Me llegó en forma de rumor.

– En los viejos libros es la señal de la antigua iglesia, pero en estos tiempos nuevos…

– ¿No tiene el mismo significado?

– En absoluto.

Cambiaron de tema; hablaron de la mala cosecha, del precio del pan, de la nueva legislación que limitaba la longitud del calzado y del nacimiento reciente de un niño con un ojo en plena frente, hasta que la conversación volvió a centrarse en las desgracias del rey.

Vavasour se disculpó para visitar la letrina del patio, y Gunter aprovechó la oportunidad para acercarse al arcón. El abogado había dejado accidental o apresuradamente dos pequeños pergaminos sobre el arcón y se referían a un caso juzgado en Westminster; Gunter leyó la frase «In cuius rei testimonium presentibus sigillum meum apposui», pero el resto era ininteligible. A continuación, reparó en unas palabras escritas con tinta en el reverso de uno de los documentos. Se trataba de una lista o tabla, ya que había una entrada después de la otra:


Oratorium. St. J.

Powles.

St. Sep.

St. M. Le Q.

Giles.


Habían incendiado el oratorio de Saint John's Street. Lo mismo había ocurrido en el Santo Sepulcro. Había habido un asesinato en San Pablo. ¿Sería Saint Michael le Querne el siguiente? Y Giles. ¿Se trataba acaso de Saint Giles in the Fields?

Thomas Gunter ya había vuelto a su asiento cuando el magistrado regresó. Les sirvieron más vino y no tardaron en despedirse, a la hora de la campana del toque de queda. El abogado se disculpó, pues aún tenía asuntos urgentes que atender.

Al retirarse, el médico oyó que Vavasour pedía su caballo.


* * *

Gunter supo que su anfitrión conocía los últimos acontecimientos más a fondo de lo que había reconocido. Su lista correspondía a los templos. La conclusión era evidente: Vavasour tenía más de una cara y, hasta cierto punto, se disfrazaba. ¿Adonde iba tras el toque de queda? Thomas Gunter decidió seguirlo, también a caballo.

Al amparo de la noche y la oscuridad, agazapado bajo los letreros colgantes y con la montura pegada a la paja y el barro, susurrándole delicadamente al oído para guiarla, el médico no perdió de vista a Vavasour en ningún momento. Era uno de los notables y la guardia no lo estorbaría ni lo interrogaría; Gunter era un boticario conocido que acudía a calmar los dolores de alguien, y tampoco le cortarían el paso. Eran dos figuras rodeadas por la oscuridad de la ciudad. Vavasour cabalgó hacia el sureste por Fetter Lane y Fleet Street, y descendió por Addle Hill, con las caballerizas de recaderos vacías y semejantes a moles a causa de la penumbra.

Gunter frenó en la esquina de Addle Hill con Berkley's Inn, desmontó y ató el caballo a una puerta vapuleada por las inclemencias, junto a un patio de estirar paños; había visto que Vavasour cabalgaba hasta la torre redonda situada al norte de Castle Baynard, y Gunter se ocultó tras las ruinas de una vieja poterna en el mismo momento en que Vavasour llamó a la puerta de la torre de piedra y le abrieron.

Poco después, Gunter vio que se acercaban dos hachones clavados en palos con cabeza de lanza; una figura encapuchada se aproximó a la puerta y, a la luz de las antorchas, Gunter divisó claramente la cara de sir Geoffrey de Calis. De la oscuridad salió una silla tirada por dos caballos; Gunter reconoció a William Swinderby, el canónigo de San Pablo, al que ayudaron a descender del vehículo. Lo siguió un segundo alguacil. Eso sí que era asombroso, una sorpresa que superaba todo lo demás. ¿Por qué los grandes de la ciudad acudían de noche a ese sitio? ¿Que había dicho Bogo sobre los que permanecían ocultos y recorrían caminos perversos? Había dicho: «Utilizan artes extrañas. El mundo es frágil».

Gunter se dio cuenta de que miraba fijamente la torre redonda. Sabía que era muy antigua; a la luz de las antorchas, divisó los bloques de piedra sin desbastar y el mortero de la base. Si Bruto había fundado Londres tras la caída de Troya, como apuntaban todos los historiadores, ¿podía tratarse del emblema de la nueva Troya que perduraba en el presente con su funesta historia? Al contemplar la torre, el médico se notó pletórico de sensaciones de poder y decisión; la torre ya había cumplido su destino y, por intermedio de su indomable voluntad, perduraba en el tiempo. Por eso atraía a intrigantes como Miles Vavasour y Geoffrey de Calis. Una nuez podrida recibe el nombre de nuez muda. El trigo estéril se conoce como trigo mudo. Esa era piedra muda. Los oscuros asuntos que tuvieran lugar dentro de sus murallas, jamás llegarían al exterior.

Gunter permaneció en su posición ventajosa y protegida de las miradas. Así transcurrió una hora. El segundo alguacil fue el primero en retirarse y subió a su silla en medio del resplandor de numerosas antorchas. Geoffrey de Calis lo siguió en compañía de un hombre al que Gunter no reconoció. Tras ellos salió Miles Vavasour, que se volvió y esperó que le trajeran su caballo junto a la gran puerta de madera. Se lo veía expectante y montó con gran agilidad. El médico desató su montura sin hacer ruido y decidió seguir al abogado. Vavasour subió por Addle Hill y, cuando giró hacia el este por Cárter Lane, el galeno se dio cuenta de que no regresaba a su casa. Aunque las puertas de la ciudad estaban cerradas, daba la impresión que iba hacia Aldersgate; las calles estaban muy tranquilas y Gunter se esmeró en guardar las distancias. Había pensado atar trapos a los cascos del caballo, pero le bastó con evitar el empedrado y las piedras sueltas. Contempló el universo de luz que lo guiaba; divisó los astros de la esfera celestial más alta y se sintió reconfortado con su intensidad. Era un orden que jamás se descomponía.

Vavasour había descendido por Saint Martin's en dirección a la puerta; como era previsible, estaba cerrada y bloqueada con cadenas sujetas a la calzada. Giró al este por Saint Anne's Lane, y luego hacia el norte por Noble Street, en cuya esquina Gunter vio que estaban reconstruyendo un fragmento de la muralla. Por temor a los ladrones, cada noche los trabajadores retiraban las escalas y los andamios, de modo que en la estructura había una reducida abertura o brecha. Vavasour calmó a su caballo, le habló al oído y a continuación saltó al otro lado del muro. Gunter lanzó para sus adentros el grito del cazador y siguió al magistrado. Salvó la muralla en el preciso momento en que el abogado tomaba Little Britain en dirección a Smithfield.

Entre la capilla del priorato y el hospital, se extendía un camino ancho en el que habían echado arena para facilitar el paso de carros y carretas; brillaba a la luz de la luna, y las torres y los aleros de los edificios circundantes arrojaban extrañas sombras. Los postes situados a uno y otro lado del camino, en los que durante el día ataban a los caballos, parecían estacas para condenados. El médico siempre relacionaba Smithfield con la muerte. Allí conducían a los animales para la matanza, llevaban a los condenados a la horca y los enfermos cuyo fin estaba próximo permanecían en el hospital. De todos modos, sabía que cada sector de la ciudad tenía sus problemas y su aire viciado.

Vavasour cabalgaba por el mercado descubierto rumbo a Cow Lane y Clerkenwell; cuando el magistrado llegó al Fleet, Gunter supo su destino. Turnmill Street era un célebre lupanar frecuentado por recitadores de gestas, libertinos, gritones y rufianes. En el instante en el que Gunter enfiló por la estrecha vía, un viejo vendedor ambulante que de día ofrecía ropa usada se ocupaba del caballo de Vavasour.

El médico desmontó y entregó al viejo una moneda de cuatro peniques.

– ¿Adonde ha ido ese hombre?

– A ver a la comadre de Bath.

La señora Alice, familiarmente conocida como la comadre de Bath, era la procuratrix más célebre de la ciudad. Tenía una posada en Turnmill Street, llamada El violín roto, aunque todos la llamaban «La potranca rota» en virtud de su actividad. El médico había atendido a algunos clientes de Alice, que habían contraído esa enfermedad con erupciones pustulosas, también conocida como la marca de Venus o el lengüetazo del amor.


* * *

La señora Alice saludó a Miles Vavasour como era su costumbre:

– ¡Vaya, vaya! ¿Vos por aquí? ¿Cómo está, sir Robert Correteante? -La mujer llevaba un vestido largo de terciopelo rojo, un ceñidor de orfebrería alrededor de la cintura, una gorra redonda con piedras preciosas bordadas y, a la altura de la nuca, una capucha roja-. Señor, ¿ha venido en busca de un dulce agujero? ¿Necesita una funda para su daga?

Pese a infinidad de castigos y contratiempos, hacía muchos años que la señora Alice ejercía su oficio. La habían metido en la cárcel; la habían exhibido públicamente en el cepo y en la silla de chapuzar; la habían paseado por las calles con una capucha de rayas y sombrero de piel de castor como muestra de su profesión. En tiempos más recientes, le habían permitido abrir extramuros su posada o «negoció», como prefería llamarlo; fuera como fuese, a esa altura conocía demasiados secretos como para que los tribunales la persiguiesen. Se decía que si contaba todo lo que sabía, los monasterios y los conventos quedarían vacíos.

– Viejo juerguista, holgazán, ¿qué pretende esta noche? ¿Qué damisela esquiva le proporcionará deleite?

La señora Alice era famosa por el desprecio que manifestaba hacia sus clientes, que lo aceptaban como un elemento más de su humillación. Tenía muchas palabras para referirse a los hombres que, como Miles Vavasour, iban en pos de jovencitas (bazofia, fierabrás, vicioso, insignificante, inútil, saltasetos, lelo, mañoso, medroso, putañero), cada una de las cuales incluía su propia gama de alusiones y asociaciones.

– Miles Alborotador, veo que está en pleno celo. Levanta la pata como un perro de estercolero. Bien, tengo una niña pura para usted. -La señora Alice conocía al dedillo los gustos del magistrado-. Tiene once veranos y se llama Rose. Yo le digo Rosa Rubí porque huele a camomila. -Alice estaba en una vieja escalera de madera, muy fregada y descolorida por el roce de mil zapatos, y le hizo señas de que subiese-. Aún es doncella.

– Señora mía, me alegra oír esas palabras.

La procuratrix rió y, de pronto, bajo su barbilla apareció un collar.

– Sir Rabo de Vela, veo que su varita de carne se agita dentro de las calzas.

– Alice, es la estación del amor.

– Más vale decir que el amor es ardiente en verano. En otoño hay que trabajarlo con la voluntad.

– Si me indica el camino…

Como ella misma decía, la señora Alice jamás bromeaba con el amor. Su humor era de cariz más pragmático. En cierta ocasión, le había dicho a uno de los sacerdotes que frecuentaban su posada: «Quizá no pueda detener el mal que campa en el mundo, pero puedo ayudar a los hombres a olvidarlo».

«Todos somos frágiles y procedemos de una estirpe pecaminosa», había respondido el cura.

«Por la cruz de Jesucristo que lo que dice es verdad.»

La señora Alice sabía de qué hablaba. Su madre había ejercido el mismo oficio en una cripta de un callejón cercano a Turnmill Street. Desde muy pequeña había visto todas las facetas de la lujuria. Con tan sólo doce años, había concebido un crío con Coke Bateman, el hijo del viejo molinero, cuya vivienda se encontraba a pocos cientos de yardas al norte. Su madre la había convencido de que ahogase al recién nacido en el Fleet. Muchos infantes flotaban por ese río hacia el Támesis, donde los barqueros «los pescaban» porque representaban un peligro para las redes. A la semana siguiente, se había visto con Coke Bateman en una tienda de dulces, pero él no había mencionado al niño; se habían sentado uno junto al otro y no habían cruzado una sola palabra. Entonces supo qué significaba la ficción del amor. No era más que pura mímica de la boca.

Tras la muerte de su madre, Alice había abierto un balneolum o pequeña casa de baños en Saint John's Street; fue así como se hizo un nombre. Al comprar el arrendamiento de una casa de vecindad en Turnmill Street, se sorprendió al saber que el arrendador era el convento de Santa María. A continuación, comenzó a beneficiarse de su fama. «La comadre de Bath» se convirtió en sinónimo de impudicia. El cura de Saint Mary Abchurch predicó contra ella en un sermón y declaró que «una mujer pura que es sucia con su cuerpo se parece a una sortija de oro en el morro de una cerda». Alice se enteró pocos días después, y desde entonces lo llamó «el cura de la iglesia de los monos» [18]. Lo comparó con el sapo despreciable que no soporta el dulce aroma de las vides. Una tarde, el cura le devolvió el insulto desde el pulpito cuando volvió a criticar a ciertas alcahuetas que son como el escarabajo pintado que, al volar bajo el sol caliente de mayo, no escoge las bellas flores, sino que adora posarse en la inmundicia de cualquier bestia, y sólo entonces disfruta de la soledad de su placer. El comentario acabó por conocerse como «el sermón de la comadre de Bath», y quedó garantizada la fama de Alice en Londres.

La señora Alice condujo a Miles Vavasour hasta un cuarto pequeño caldeado por un brasero.

– Señor Orinal, esta noche no hay lleno.

Desde el sermón no había contratado músicos porque, según decía, la impudicia no necesita canciones. A decir verdad, la última noche musical había acabado como el rosario de la aurora, porque uno de los músicos insultó a un cortesano entrado en años. El vejete se llevó la mano a las calzas para rascarse y el músico reparó en sus movimientos. Para jolgorio general dijo: «En Westminster tendrían que haberle enseñado que la carne jamás se toca con la diestra». El cortesano desenfundó la daga corta y se desató una refriega que, como siempre sucedía en Londres, acabó tan brusca y repentinamente como se había iniciado. La señora Alice ordenó a los músicos que abandonasen su posada (concretamente exclamó: ¡Moved vuestros culos cagados!) y juró que no volvería a contratarlos. Por eso no había música la noche de la visita de Miles Vavasour.

– Es doncella -repitió la señora Alice -, pero le juro que montará y cabalgará. Esta noche usted sudará la gota gorda.

– ¿Le gusta retozar?

– Es un mecanismo en movimiento. Atrapa como un arpón.

– En ese caso la tomaré.

– Pues debe pagar. Las manos no deben estar vacías.

Miles Vavasour tenía fama de tacaño. Era muy agarrado o, como solía decir la señora Alice, «se trata de un sujeto tan ruin que ni siquiera desaprovecha lo que le cuelga de la nariz».

– De acuerdo, señora, ¿cuál es el precio?

– Dos chelines.

– ¿Qué ha dicho?

– Se lo ve más agrio que el ajenjo. He dicho dos chelines.

– ¡El jubón me ha costado lo mismo!

– Señor Pustulento, seguro que no lo calienta tanto.

– Señora, por ocho peniques puedo comprar un cerdo asado.

– Y en cualquier hostal le cobrarán un penique la noche en una cama con sábanas y mantas. ¿Es por eso que ha venido a mi casa?

– ¡Pero son dos chelines!

– Si la cría no le gusta, tengo un remedio para la lujuria. La puede anular oliendo el perfume de sus zapatos cuando se los quita. ¿Es lo que desea?

Cerraron el trato y acompañaron a la niña a la cámara donde esperaba Miles; llevaba un vestido azul ribeteado en piel y nada más.

– Bueno, chica -dijo el abogado-, no corresponde a tu condición llevar pieles tan finas.

– Señor, la señora Alice ha sido buena conmigo.

La comadre de Bath había estado escuchando desde la puerta y, en ese momento, vela en mano, bajó silenciosamente la escalera. Vio a Thomas Gunter apoyado en un pequeño reclinatorio situado junto a la entrada; el doctor en medicina estudiaba los grutescos tallados en la madera. Alice lo conocía muy bien.

– ¿Es usted, galeno? Cadáver de pájaro, esta noche no lo necesitamos.

– Señora, al menos no soy una lechuza.

Se divertían con el combate de insultos, en el que ninguno se alzaba con la victoria.

– Nulidad, ¿cómo está?

La procuratrix poseía un gran acopio de palabras para referirse al tamaño más que discreto del médico (protuberancia, pulga, ínfimo, escueto) y jamás se privaba de emplearlas.

– Bien, a Dios gracias. -Thomas Gunter dirigió la mirada a lo alto de la escalera-. ¿Cómo está Miles?

– Muérdase la lengua y diga lo más hermoso. -Se trataba de un antiguo proverbio-. Y deje que su vecino permanezca en reposo.

– Alice, no soy un correveidile. No mencionaré un solo nombre. Sir Miles está bajo mis cuidados y le tengo un gran aprecio…

– ¿Habla en serio? Está bien, no se preocupe por nada. Ese herrero es de lo mejor que puede encontrarse. ¿Oye cómo golpea con el martillo? -La señora Alice rió-. Tiene una cachorra, un coño joven.

– ¿Está con una doncella?

– Con Rose le Pilcherer. Es de esta parroquia.

– Doy fe de que es demasiado joven para figurar en el libro de los enfermos con pústulas.

– Pero no lo es para que la agiten y la sacudan. Tiene once años. La encontré en la barbería. Barría el pelo cortado.

– Y la acechó como una grulla.

– Hablé con ella y me siguió. Quiere monedas.

– Es insensato querer algo que no es honesto.

– ¡Vaya, vaya! Ya está bien, maese Gunter. Lo insensato es no cesar de dar lecciones y no aprender nunca. Hay niñas que se dejan llevar detrás de un seto a cambio de dos peniques o de una gavilla de trigo. La bolsa de Rose se llenará de chelines. ¿Me considerarán culpable de realizar buenas obras? Recoja sus bártulos y lárguese.

Algunos decían que la comadre de Bath era tan dura como Londres e igualmente alegre. Despotricar contra ella era lo mismo que hacerlo contra la ciudad. Por eso Gunter se despidió de la señora Alice con el beso de la paz. Pero no fue correspondido.

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