Capítulo XIX

El cuento del bulero

En la esquina de Wood Street y Cheapside crecía un roble antiguo conocido como «el árbol de Canuto». De sus ramas colgaban pequeños amuletos, tanto para aplacar al árbol como para bendecir a sus benefactores con el don de la ancianidad. Los pájaros londinenses lo adoraban y se apiñaban en sus ramas; allí estaban a salvo porque los niños no los apedreaban ni les tendían trampas para cazarlos, ni siquiera con los nudos corredizos de crines de caballo que solían preparar en medio de las nieves del invierno. Existía la creencia popular de que las aves trinaban en latín y en griego y de que sus cantos duraban lo mismo que se tarda en rezar un Ave María [19].

A pocas yardas del roble, se encontraba Umbald de Ardeme, bulero del hospital de San Antonio; también era conocido como cuestor o investigador público, aunque su función principal consistía en ofrecer bulas, perdones o indulgencias papales a cambio de dinero. La indulgencia era una reducción del castigo en los fuegos del purgatorio, razón por la cual resultaba muy apreciada. También llevaba encima reliquias para vender, así como frasquitos con agua bendita y curas para diversas dolencias; el bulero era el verdadero mercader de la Iglesia.

Pese a que hacía muchos años que no visitaba un santuario, siempre iba vestido de peregrino. Estaba bajo el árbol con un hábito de lana áspera, adornado con pequeñas cruces de madera; sobre la capucha se había puesto un gran sombrero redondo de fieltro, en cuya ala había atado frasquitos de agua bendita, conchas, insignias de plomo de diversos santos lugares y una representación en miniatura de las llaves de Roma. Aferraba un báculo con la puntera de hierro, en el que había enroscado un trozo de tela roja, y a un lado del cuerpo llevaba la bolsa y un cuenco. La bolsa contenía su «patente» para comerciar en la zona, así como un certificado del hospital de San Antonio que demostraba que estaba autorizado a trabajar en su nombre. En la capucha, había cosido varios cascabeles que repiquetearon cuando gritó en la esquina:

– Por los signos de mi sombrero podéis ver que conozco Roma, Jerusalén, Canterbury y Compostela. ¡Oh, Jerusalén! ¡Oh, Jerusalén! He visto el lugar donde Nuestro Señor fue azotado. Lo llaman «la sombra de Dios». A su lado hay cuatro columnas de piedra que siempre sueltan agua y algunos dicen que lloran la muerte de Nuestro Señor. En el sitio denominado Gólgota, apareció la cabeza de Adán después del diluvio de Noé, muestra de que hay que librarse de los pecados de Adán en el mismo lugar. He visto el sepulcro en el que José de Arimatea depositó el cuerpo de Nuestro Señor cuando lo bajó de la Cruz. Los hombres dicen que es el centro del mundo. Cerca se encuentra un manantial que procede del río del Paraíso. ¡Oh, Jerusalén! ¡Los que no pueden llorar que aprendan de mí! Nuestro mundo está por fin en su último final, así como en su época postrera.

Corría el decimotercer día de septiembre, el siguiente a san Miguel Arcángel; los londinenses ya se habían enterado de que Enrique Bolingbroke había visitado a Ricardo en la Torre y lo había obligado a abdicar. Un grupo sostenía que, bajo amenaza de tortura o de muerte, lo habían forzado a renunciar a la soberanía; otro aseguraba que lo había hecho voluntariamente a fin de liberar a su país de nuevos derramamientos de sangre y guerras. Cualesquiera que fuesen las circunstancias, Umbald de Ardeme estaba empeñado en sacar ventaja de ese período incierto.

– Dios no duerme -pregonó-. Cuando las colinas humeen, Babilonia tocará a su fin.

Un cura de Saint Alban, situada en el otro extremo de Wood Street, cruzó la calle para increparlo.

– Los buleros no pueden predicar. ¡Engañan a cara descubierta!

Umbald lo miró fugazmente de arriba abajo.

– Eres un tonto de tomo y lomo. Tu hábito es tan pesado como ligera tu lengua. Si no hubieras dicho nada, te habría confundido con un filósofo. Déjame en paz.

El hospital de San Antonio, situado en Threadneedle Street, era una antigua institución a la que el bulero estaba vinculado. Se componía de una iglesia convertida en salón de columnas, con hileras de camas en la nave y los pasillos; en un extremo, se alzaba una capilla y alrededor del patio se disponían el refectorio y el dormitorio para los sacerdotes. En las calles aledañas lo conocían como «la casa de la agonía». Era el verdadero nombre del hospital, en el que la atención del alma se consideraba más importante que el tratamiento del cuerpo. Aunque recibía muchos regalos y donaciones, las ganancias del bulero eran acogidas de buena gana.

– Si un hombre realmente arrepentido viene a mí y paga por sus pecados, lo absuelvo -afirmaba Umbald de Ardeme-. Aquí tengo la autorización que me ha sido concedida. -El bulero levantó una hoja de papel vitela adornada con una enorme «Y» inicial, en la que los monos trepaban en medio de las enredaderas-. Si alguien da siete chelines a san Antonio, le concederé una indulgencia de siete siglos. El mismísimo Santo Padre me ha autorizado a hacerlo. -Enrolló la bula papal y con gran cuidado la guardó en la bolsa, de la que a continuación extrajo un pequeño fragmento de hueso-. Esta es una santa reliquia de las once mil vírgenes de Colonia [20]. Lavad este hueso en cualquier pozo y el agua de ese manantial os devolverá la salud. -Una vieja que vendía dulces se persignó, pero Umbald no le hizo caso, pues estaba seguro de que ni siquiera tenía siete monedas de cuatro peniques, por no hablar de siete chelines-. Si cualquier oveja o vaca hinchada por los gusanos bebe de esa agua sanará. También purifica pústulas y costras. -Dos o tres transeúntes se detuvieron, ya que sintieron curiosidad por ver el objeto que tenía tantas propiedades milagrosas, pero Umbald ya había guardado el hueso en su bolsa. Era su forma de reunir gente a su alrededor.

Al comenzar una nueva cantinela, reparó en alguien que conocía. Se trataba del subprior de San Bartolomé, que había cruzado la calle y girado en la esquina; el bulero reconoció en el acto a William Exmewe, ya que lo había visto en los ágapes que en los días festivos celebraban en los hospitales londinenses. Lo consideraba un enemigo, ya que Exmewe había instituido la revisión de las limosnas que los buleros recogían para sus establecimientos; el propio Exmewe había insistido en establecer un adecuado plan contable.

En consecuencia, Umbald estaba obligado a llevar la cuenta de todos aquellos entre los que repartía indulgencias, lo que le daba menos posibilidades de obtener ganancias privadas.

Exmewe aguardaba en la esquina; miraba Cheapside arriba y abajo y no dejaba de doblar y volver a doblar las mangas de su hábito. Umbald supuso que se había presentado a una hora acordada de antemano. ¿Y quién hizo acto de presencia, si no Emnot Hallyng? Umbald conocía de vista al erudito, lo mismo que a todos los notables de la ciudad; Hallyng tenía fama de practicar las artes negras y de emplear su marrullería en contra del bien de la Iglesia. ¿Por qué estaba en compañía del subprior?

Umbald se quitó el sombrero, saludó al puñado de hombres congregados a su alrededor, se despidió con «Dios os conceda su gracia y una buena muerte» y caminó lentamente hacia la esquina. Se detuvo bajo el árbol de Canuto y aguzó el oído.


* * *

Sin aguardar al «¡Dios está aquí!», el saludo de rigor, Exmewe preguntó:

– ¿Por qué quiere verme en un lugar público?

– Aquí nadie hará caso de nosotros -repuso Emnot Hallyng-. Tengo muchas cosas que contarle.

– ¿Sobre qué?

– Sobre un tal Thomas Gunter.

– ¿Gunter? -Exmewe estaba azorado ante la nueva mención del doctor, pero fingió que no sabía nada-. ¿Quién es Gunter?

– Practica la medicina en Bucklersbury. He hablado con él de manera informal, pero lo sabe todo.

A continuación, Emnot Hallyng informó a William Exmewe de la conversación que habían sostenido en la casa de comidas de Roger de Ware.

– ¿A quién mencionó el médico? -inquirió Exmewe.

– A Vavasour, el magistrado.

Ante esa respuesta Exmewe se inquietó, pero una vez más consiguió disimular sus sentimientos.

– Ese medicucho, Gunter, es un parlanchín, un amedrentador.

– En la casa de comidas me habló de los cinco círculos.

– Emnot Hallyng, debería mantener la boca cerrada y no llamar la atención.

– No le dije nada. Está al tanto del incendio en Saint Michael le Querne, a pesar de que todavía no ha tenido lugar. ¿Cómo accedió a ese conocimiento? No pertenece a los predestinados.

– Tranquilo, tranquilo. -Exmewe analizaba minuciosamente las posibilidades-. Hágame caso. Intente deducir cuáles son las intenciones de Gunter. Su voluntad no es legítima.

– ¿Qué quiere decir?

– Pretende nuestras muertes.

– Pero si los predestinados no morimos.

– Claro que no, en el sentido espiritual no morimos, pero aún no hemos cumplido nuestra obra en esta tierra. Hay que poner fin a sus murmuraciones. Su bilis debe romperse.

– Siempre ha sido amable conmigo.

– Emnot le llena los ojos de polvo. Tiene que creerme. Sus insidias hablan de muerte.

Echaron a andar por Cheapside en dirección a los depósitos. El bulero no pudo seguirlos porque lo habrían visto.

– Emnot, ¿sabe que si alguien nos pone obstáculos la maldición de Dios recae sobre sus hombros?

– No hace falta que Dios lo maldiga. Ya está bastante maldito. -Se impuso un incómodo silencio-. ¿Qué hemos de hacer?

– De momento usted no hará nada. Le tengo reservada otra tarea.

– ¿De qué se trata?

– De Miles Vavasour. Me preocupa. Ha descubierto nuestra sagrada fe. Se oculta en cuanto agujero encuentra. Se pega al suelo como una alondra agonizante o una lechuza atemorizada. Es experto en leyes. Si se nace en ese nido, nunca faltan palabras. Y ahora farfulla. Cuchichea. Debemos poner fin a sus desmanes orales. Hay que detener sus murmuraciones. Usted es erudito y sabe francés. Vous estes sa marte. No sólo debe embridar al caballo, sino colocarle el freno para siempre.

Emnot se puso en guardia.

– ¿Por quién he de temblar, por él o por mí?

– Matar es lo mismo que ser libre. Estamos más allá de la ley. Somos el reino del amor. Cuando el amor es fuerte no entiende de leyes.

La doctrina establecida de los «sabedores de antemano» sostenía que podían matar impunemente, siempre y cuando su intuición y humor lo aconsejasen; luego se llenaban con el hálito divino de todo el ser y se volvían sagrados. Dios mataba constantemente a Su creación. Sin embargo, los predestinados no podían matar para obtener beneficios ni con premeditación y malicia y, por lo tanto, el caso de Miles Vavasour resultaba ambiguo.

– Emnot, sé que es usted tan fiel como la piedra. ¿Conoce algún veneno secreto y eficaz?

– Tengo medios por los cuales podría…

– Le ruego que los ponga en práctica con toda diligencia. Que Dios lo acompañe. -Exmewe se rascó enérgicamente el brazo-. Confío en Dios, pero tengo más confianza todavía en usted.

– ¿Es su deseo?

– Tire de la soga y ayúdelo a partir.

– ¿Debo producirle la muerte?

– Dios está aquí. -Exmewe dirigió la mirada al cielo-. Vamos. El día no tardará en dar paso a la noche.

Caminaron hacia la catedral y se envolvieron con las capas a medida que el viento arreciaba por la ancha calle.

El bulero deambuló por Wood Street y reanudó su lamento habitual:

– ¡Oh, Jerusalén! ¡Jerusalén! ¿Dónde está la compasión? ¿Adonde ha ido la humildad?

Para Emnot Hallyng y William Exmewe no fue más que el gemido del viento.


* * *

En cuanto regresó a su estancia de San Bartolomé, Exmewe cogió pluma y pergamino; a la luz intermitente de una vela de sebo redactó una carta dirigida a Thomas Gunter, el del letrero de la mano de mortero en Bucklersbury, junto a la iglesia de Saint Stephen en Walbrook. «Justo, confiable y bienamado amigo: Espero que se encuentre bien…» Pidió a Gunter que, al romper el alba, se reuniese con el remitente de la carta en el bosque cercano a Kentystone, «para tratar de diversos y graves asuntos que le incumben; Ítem: las iglesias de Londres que corren peligro de incendio. Una vez allí, tendrá noticias de un amigo que lo informará sobre un asunto referente a sus intereses y seguridad. Por ahora no escribiré nada más, pero me propongo volver a hacerlo después de nuestro encuentro, con verdaderas pruebas de lo que le transmitiré. Que Jesucristo lo guarde. Nota bene: Escojo los bosques de Kentystone porque así tendremos la certeza de que nadie se acercará ni nos acompañará. Cuando me vea me reconocerá».

Pidió un mensajero, le pagó un penique por la entrega de la carta y le dio instrucciones tajantes de que debía decir que la enviaba un desconocido.

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