Capítulo VII

El cuento del capellán de monjas

– ¿Qué es verdadero y qué aparente? -La señora Agnes de Mordaunt, priora de Clerkenwell, acababa de plantear esa espinosa cuestión a John Duckling, el capellán de monjas, mientras éste se quitaba un resto de excrementos de debajo de una uña-. El alcalde es de la opinión que es tan auténtica como las piedras de la muralla pero, como es evidente, lo dice porque satisface sus propósitos al incitar a la gente contra los herejes. El monarca se ha trasladado a Irlanda y el alcalde se siente solo. Por lo tanto, Clarice le nubla la vista. -Ese día, festividad de la Ascensión de Nuestro Señor, los cirios de la iglesia del convento estaban rodeados de flores; de acuerdo con la costumbre, John Duckling también lucía una guirnalda de flores en la cabeza-. Llora con demasiada facilidad.

– Tiene que ver con su tez -comentó el capellán de monjas.

John Duckling estudió la imagen de la peregrinación que ilustraba el margen del salterio que la priora había abierto; un caballero y un escudero cabalgaban alegremente en medio de una nube de palabras. Una monja avanzaba en medio de la frase Ascendit Deus in jubilatione y otra le pisaba los talones.

– Yo no estaría tan segura. -Agnes era muy severa-. Bajo tanta mascarada se esconde una yegua de cascos ligeros.

– Claro que algunos la consideran loca.

– Eso seguro que no. -La señora Agnes volvió la espalda a la ventana y miró al capellán-. Por mucho lenguaje encubierto que utilice, Clarice no está loca.

– En ese caso, que Dios le envíe palabras más apropiadas.

John Duckling había estado presente en la entrevista que hacía dos noches el capellán del obispo había celebrado con sor Clarice.


* * *

Clarice había dicho al capellán:

– No soy como los buitres. No me dejaré seducir por algo que me dominará.

– Hermana, no le ofrezco regalos, sino un camino seguro al arrepentimiento.

– ¿De qué tendría que arrepentirme? ¿Tal vez de oír la palabra de Dios? Usted se sienta en el estrado, mientras que yo lo hago entre Sus pies. El me toca la cabeza. Me toca las orejas. Me toca los ojos. Me toca la boca. -La monja se pasó el dedo por los labios.

John Duckling había mirado para otro lado.

– Clarice, de usted sale más veneno que azúcar -musitó el capellán, como si esa conversación fuera peligrosa-. ¿Por qué habla de quema y matanza en la ciudad?

– Porque veo fuego y polvo. Porque veo compañeros disfrazados con caretas, tanto forasteros como ciudadanos libres. Porque veo que acechan muchos peligros.

– ¡Bien dicho! ¡Bien dicho! Pondrá furioso a todo Londres.

– Bueno, señor sacerdote, es mejor estar prevenido que desarmado. Intramuros hay un centenar de iglesias. Ni una sola está a salvo. John Duckling, ¿me cree?

Sor Clarice se volvió hacia el capellán de monjas, se levantó el griñón y le mostró la frente. Se trataba de un gesto que expresaba franqueza, pero el capellán ya había meneado la cabeza.


* * *

John Duckling titubeó antes de apartar la vista del salterio y mirar a Agnes de Mordaunt.

– Todavía no es una mentirosa demostrada ni una persona sospechosa. Señora mía, tenga paciencia. Eslabón tras eslabón, la cota de malla acaba haciéndose. Fragmento tras fragmento, la situación saldrá a la luz.

– Vigílela. Sígala. Esté atento a lo que dice. Permanezca tan cerca de ella como un perro a su hueso.

– Tendré que cerciorarme de que no la muerdo.

– No se preocupe, le devolverá el mordisco. John Duckling, tenga cuidado. Deje que se convierta en su propia cordelera y terminará ahorcándose.


* * *

De acuerdo con las instrucciones de Robert Braybroke, el obispo de Londres, habían asignado a la hermana Clarice una cámara de la casa de huéspedes del convento y estaba constantemente acompañada por un monje, que desempeñaba la función tanto de guardián como de protector. Al monje le habían adjudicado la cámara contigua y les permitían orar juntos en las horas canónicas. Ese bendito, Brank Mongorray, anteriormente había sido confesor y lector en la parroquia del Santo Sepulcro y se lo consideraba cualificado en las cuestiones «que no son de este mundo». De todos modos, no estaba claro si lo habían asignado a Clarice como espía o como acompañante; cabía la posibilidad de que, en privado, hubiese accedido a realizar ambas actividades. La priora sospechaba que, fuera como fuese, Clarice lo hechizaría.


* * *

Brank Mongorray abrió la ventana de la cámara de la monja para disfrutar del aire de mayo. Estaba en el primer piso, por encima del depósito de agua, de plomo, depósito que los pájaros aprovechaban para bañarse. John Duckling permanecía mudamente agazapado junto a la cisterna a fin de oír sus palabras.

– Brank, ¿ha oído al tordo esta mañana? -preguntó la voz diáfana de la monja, que para entonces casi todos conocían-. Dicen que, si un hombre está enfermo de envidia y ve un tordo amarillo, se cura y el pájaro muere. ¿No le parece demasiado cruel?

– El hombre tiene alma inmortal y el pájaro, no.

– ¿Está absolutamente seguro? Dieu est nostre chef, il nous garde et guye.

Duckling jamás la había oído hablar en anglonormando; por algún motivo, llegó a la conclusión de que era la prueba de su doblez. La conversación prosiguió, pero el monje y la hermana se habían apartado de la ventana; Duckling sólo percibió palabras sueltas hasta que la oyó gritar:

– ¿Cuándo llegará el día de los Siete Durmientes? -Más adelante Clarice exclamó-: Deus! cum Merlin dist sovent veritez en ses propheciez!

Se trataba de palabras maravillosas y extrañas en boca de una monja joven: Merlín sólo era un demonio venerado por los enanos que vivían en los páramos y las marismas. El capellán de monjas reparó en que Brank Mongorray charlaba serenamente con Clarice. ¿Estarían conchabados contra el mundo de la santidad?

La hermana se puso a cantar con voz aguda:

– El Señor enceguece, los parientes no son lo que parecen, la muerte queda fuera de la mente cuando la verdad no hay quien encuentre. -Duckling repitió las palabras para sus adentros a fin de recordarlas-. El ingenio se troca en traición, el amor en lujuria, el día de fiesta en glotonería y la buena gente en villanía.

En cierta ocasión, había conocido a un joven que siempre se detenía en la esquina de Friday Street y Cheapside y que deliraba con esa clase de rimas; al final lo habían prendido y encadenado en Bethlem. El muchacho decía que era el rey de Beeme o de Bohemia, y los lugareños lo tildaban de rey de los bohemios. Había salido de Bethlem con el símbolo de ese lugar y, en un ataque de desesperación, se había arrojado al Támesis.


* * *

Comenzaba a anochecer cuando encendieron una vela en la habitación de la monja. Duckling se coló entre las sombras y oyó decir a Clarice:

– Que esté preparado allí donde el cordelero con la espalda encorvada coloca su puesto, junto a la puerta del río, en Cow Cross.

A la misma hora en la que las demás hermanas se reunían para las vísperas, Duckling oyó pisadas en el giro de la escalera de la casa de huéspedes. Era Clarice. Se cubría con una capa oscura y se deslizó a su lado por el jardín, rumbo a la puerta lateral; el capellán de monjas se ocupó de que no lo viera, aunque la siguió cuando abrió la puerta y bajó deprisa por la calle, en dirección al Fleet. La monja cogió la vereda que bordeaba el río y caminó hacia la ciudad. No era una zona adecuada para que la religiosa caminase sola. Esa orilla del Fleet era célebre por los azotacalles y los vagabundos, y también servía de lugar de citas de los afeminados, a los que llamaban sarasas o mariposones.

Clarice caminó junto a chozas de madera, salientes rocosas, basuras y restos empapados de pequeñas embarcaciones, y por fin llegó al puente de Cow Cross. Al otro lado del río, se alzaba la ladera de Saffron Hill, que se había convertido en guarida de gitanos caldereros que habían extendido su campamento hasta Hockley in the Hole. El resplandor de sus hogueras y sus teas se reflejaba en las aguas apacibles del Fleet, y podían oírse los martillazos y los golpes. Extramuros, el toque de queda no existía.

Duckling le pisó los talones tanto como se atrevió, hasta que Clarice se detuvo al llegar a la celda de piedra del ermitaño del puente. El capellán de monjas pensó que la hermana se limitaba a darle limosna pero, al aproximarse a la pequeña ermita, oyó que la hermana y el anacoreta charlaban en voz baja.

– ¿Y la estatura de Moisés?

– Doce pies y ocho pulgadas -replicó Clarice.

– ¿Y la de Jesucristo?

– Seis pies y tres pulgadas.

– ¿Y la de Nuestra Señora?

– Cinco pies y ocho pulgadas.

– ¿Y la de santo Tomás de Canterbury?

– Siete pies menos una pulgada.


El eremita la ayudó a descender por los escalones en ruinas que conducían a la orilla del río, y a abordar un pequeño esquife que hacía el trayecto entre Lambeth y Westminster. Duckling percibió el chapoteo de los remos y vio que la barca se deslizaba lentamente por el Fleet, hacia la ciudad a oscuras y el Támesis. En esa zona, el Fleet fluía apacible, aunque su serenidad resultaba engañosa. Estaba lleno de cosas impuras, desde los perros muertos de Smithfield hasta los desperdicios de los cereros. En algunos sectores era profundo y peligroso y en otros, más que un río, semejaba una ciénaga o una marisma. De todos era sabido que resultaba peligroso para los niños y los borrachos, que a menudo aparecían flotando en el agua sucia o atrapados entre los juncos.

John Duckling echó a andar por el puente cuando oyó que algo suspiraba o susurraba en el agua. Estaba justo bajo sus pies, levantando los brazos hacia él. Retrocedió horrorizado. Al pasar corriendo junto a la celda del ermitaño, oyó una voz débil que lo llamaba.

– Correcto, querido hermano, que el gran culto sea la sagrada orden que se le encomiende. Por amor de Jesucristo, ¿tiene alguna ofrenda?

La celda apestaba al sudor secular absorbido por las piedras.

– Una monja pasó por aquí, la hermana Clarice. ¿La conoce?

– Señor sacerdote, por aquí no ha pasado una monja. No hay monja que pueda salir sola de su casa. ¿Es usted novicio? ¿Tiene pelo bajo la capucha?

– La vi coger una embarcación y partir.

– ¡Por favor! ¡Por favor! ¡Yo no sé nada! -El anacoreta del puente, un hombre de menos de treinta años, llevaba una camisa sucia que le llegaba a las rodillas; comenzó a golpearse violentamente la cabeza contra la pared que tenía a sus espaldas-. ¡Por favor! ¡Por favor!

El capellán de monjas desanduvo lo recorrido a orillas del Fleet en dirección a la Casa de María. Abrió la puerta, cruzó el jardín y se dirigió a la casa de invitados y el claustro. La vela aún ardía en la cámara de la monja y, cuando se acercó, oyó claramente la voz suave de Brank Mongorray, que escapó por la ventana abierta. Por imposible que parezca, entonces le llegó la réplica de sor Clarice. Habló con voz diáfana y ligera. John Duckling acababa de verla navegar Fleet abajo en dirección al Támesis. Era imposible que siguiese allí. ¿Acaso había visto un duende de la noche? Se sabía que dichas figuras visitaban los conventos y otros lugares de Dios. Lo que no comprendía era por qué había adoptado forma de monja. Repentinamente, la oyó musitar: «Ah, la que es tan blanca y brillante». En el acto el recuerdo más extraño que quepa imaginar se apoderó de él.


* * *

Tres años antes, había sido confesor del administrador de Alder Street, una prisión local de fundación antigua en la que, antes de ahorcarlos, encerraban a los peores malhechores. Después de que lo descubriesen asociado con una casada de su parroquia, el obispo de Londres había ordenado que, como castigo, realizase ese trabajo peligroso. La cárcel estaba compuesta por dos cámaras abovedadas e interconectadas, construidas a siete pies de profundidad y con una abertura en el techo que servía de entrada; a cada lado había un banco de piedra que ocupaba todo el largo de la estancia, y en la tarima del suelo de tierra, contra la pared occidental, habían insertado seis enormes anillas de hierro. Fue allí adonde John Duckling, temeroso del tifus, conversó por primera vez con Richard Haddon, el pescadero que había ahogado a tres niños. Haddon había reconocido su delito ante el tribunal del alguacil; puesto que no sabía leer y, por lo tanto, no estaba en condiciones de solicitar el fuero eclesiástico, lo condenaron a la horca en el lugar de los asesinos, es decir, en el embarcadero de Dark Tower.

La víspera de su muerte, Haddon contó a John Duckling in secreta confessione que había visto a su propia madre ahogar a su hijo recién nacido, meter el cuerpo en una cesta y llevarlo al Támesis. A partir de ese momento, su madre le pegó y lo azotó; Haddon estaba convencido de que el diablo había entrado en su cuerpo la primera vez que abrió la boca y se puso a gritar. Le confesó a Duckling que una sola vez en su vida había hallado contento…, cuando su madre entonó, hasta dormirlo lloroso, la canción que así comienza: «Ah, la que es tan blanca y brillante».

Más curiosa todavía fue la manera en que Haddon abandonó este valle de lágrimas. Cuando lo izaron de la prisión de piedra y lo ataron al encañado en el que lo arrastrarían desde Alder Street hasta el embarcadero de Dark Tower, el pescadero abrió la boca y empezó a cantar. Mientras saltaba por encima de los adoquines entonó con voz firme y melodiosa: «Ah, la que es tan blanca y brillante».


* * *

Duckling aún oía cantar a la monja cuando se alejó de la casa de huéspedes y cruzó velozmente el claustro. Sólo después de entrar en su alojamiento, se preguntó si el monje Brank Mongorray habría imitado la voz de Clarice:


Ah, la que es tan blanca y brillante,

velud maris stella

más blanca que el día es la luz

parens et puella

te suplico, te imploro,

Señora, ruega a tu hijo por mí

tam pia

para que pronto pueda ir a ti, María.

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