Capítulo XVI

El cuento del cocinero

La coquina de Nuncheon Street era la más grande de Londres; la estancia principal albergaba a un centenar de personas y había varias habitaciones o «ranchos» en los que una cantidad más reducida de comensales podía sentarse. La conocían como «casa Roger» por Roger de Ware, el cocinero que era su propietario y que todavía supervisaba la preparación de los platos. Era un hombre delgado, de barba pequeña y perfectamente recortada, que se ponía el gorro blanco, con forma de pastel, símbolo de su oficio.

– ¡Todo debe estar fregado a fondo! -exclamó mientras deambulaba por la gran cocina, contigua a la sala principal- ¡A fondo! ¡A fondo! ¡A fondo! Walter, ¿me has oído? -se acercó a un joven criado-. Muéstrame las manos. ¿Has tocado mierda? ¡Ve a lavarte! John, hay que aclarar esta espumadera. ¿Te has fijado que aún tiene restos? No está bien. ¡No está bien!

Había dos chimeneas en sendos extremos de la cocina, un fuego para pescado y otro para carne, por lo que el calor combinado de las llamas era tan intenso que la mayoría de los trabajadores se habían quitado la camisa y trabajaban en ropa interior. El olor del sudor humano se mezclaba con los demás. Roger caminó entre ellos con su chaqueta ricamente recamada y las calzas sujetas a ella mediante aldabillas a las que también llamaban «rameras»; calzaba zapatos largos, puntiagudos, con la puntera elegantemente curvada y conocidos como «cracovianos». El gorro con forma de pastel lo convertía en lo que gustaba en llamar «una mescolanza variada».

– ¡En el fondo de esta cacerola hay grasa blanca! ¿Tengo que fregar hasta el último trasto con mis propias manos? -Echó un vistazo a los cacharros, los ganchos de colgar carne, las cucharas, las manos de mortero, las fuentes y los calderos colgados junto a las paredes enyesadas-. Simkin, ¿has enviado a alguien a la especiería? -Le encantaba gritar por encima de la bulla general-. ¡Aquí queda tanto azafrán como el que se esconde en el culo de una monja! -Simkin era uno de los tres cocineros que se encargaban de las carnes; se trataba de un ser poco agraciado, de quien sus compañeros decían que era capaz de cortar la leche con un mero eructo. Lardeaba alondras y pichones en una fuente ovalada, y no hizo el menor caso de Roger-. Simkin, Dios no permita que me oigas. -Roger pasó los dedos por el borde de un cuenco de madera con grasa de cerdo-. Dicen que los malos modales son como un hombre feo. Simkin, ¿estás de acuerdo?

Simkin le observó fugazmente.

– Maese Roger, tengo demasiado entre manos como para salir corriendo a buscar azafrán como si fuese una canastera.

– ¡Olalá! La canastera tiene lengua para responder.

Los que trabajaban a sus órdenes llamaban a Roger «señora Durden» o «Vieja Trotona»; poseía la misma lengua afilada y el mismo humor obsceno de las comadres de los entremeses. También se parecía a ellas por sus facciones tensas y sus pasos exageradamente cortos.

En una larga mesa había faisanes, ocas, aves salvajes, verraco, beicon y callos; distintas carnes giraban en el espetón, en compañía de una cabeza de jabalí y una pieza de venado. En una zona de la chimenea, se encontraba un gran caldero y sus tres patas estaban firmemente apoyadas entre las brasas. Un viejo retiraba trozos de carne con un gancho, tal como había hecho desde hacía treinta años; trabajaba en esa cocina mucho antes de la llegada de Roger. Hacía más de un siglo que en ese emplazamiento existía una casa de comidas, lo que demuestra, como mínimo, las arraigadas costumbres de la población londinense.

Las tensas vaharadas de olores, de carne sobre carne, se mezclaban con los aromas más intensos del lucio y la tenca; el aroma añejo de la anguila se confundía con el penetrante de la carne de cerdo, la presteza del arenque con la lentitud del buey. Eran el punto y contrapunto tomados de un cancionero de olores. La cocina semejaba una pequeña ciudad de aromas. Nadie que pasase por la casa de comidas sin percibir los distintos aromas sería capaz de distinguir entre el sabor de las chirlas y la perca, de los puerros y las judías, de los higos verdes y la col. El olor de los alimentos cocinados, ya fuera pescado o carne, impregnaba las piedras del barrio; la zona recibía la visita de perros de todas las clases imaginables, que en ocasiones morían por los flechazos o los hondazos de los aprendices, que los arrojaban a la zanja del final de la calle. El nombre mismo de la vía significa comida o colación que se toma por la tarde.

– ¡Ese es el hombre que empezó a construir y no pudo acabar! -Roger vigilaba a uno de los cocineros que, sin el menor éxito, intentaba mezclar hígado de cerdo picado, leche, huevos duros y jengibre-. Dios envía buena comida al hombre…, y el diablo a un mal cocinero que la destruye. Myttok, ¿estoy equivocado?

En lugar de apartar la mirada de la tabla de picar, el joven cocinero hundió un poco más el cuchillo en el jengibre.

– Maese Roger, estos hígados están tan duros que sirven para jugar a la pelota. ¿Cuándo estuvo por última vez en el mercado?

– Está claro que la culpa es mía. Perdóname, María, porque he pecado.

El calor y el ruido de la cocina siempre condicionaba el tono de sus palabras; cualquiera que los oyese desde la calle se imaginaría que sostenían disputas violentas e incesantes.

– Ya lo ve, maese, las buenas palabras sólo engordan su cabeza.

– Hijo de puta, tú lo sabes mejor que nadie. Tienes el trasero del tamaño de dos barricas.

Walter, el trabajador más humilde de la cocina, corrió por el pasillo y se llevó la mano a la boca para imitar el sonido de un cuerno de caza.

– ¡Ya están aquí! ¡Ya están aquí!

Los primeros clientes del mediodía acababan de llegar y se habían quitado las gorras. Walter ya había puesto las mesas. Los sitios estaban preparados con tajadero, servilleta y cuchara de madera; cada uno tenía su hogaza de pan y su vaso, así como un cuenco con sal por cada par de comensales. En cada mesa había un pequeño farol de hierro con los laterales de cuerno, que sólo encendían los días oscuros, ya que la coquina propiamente dicha era bastante luminosa. Las paredes estaban enyesadas y adornadas con escenas de caza y cetrería; de las bocas de los cazadores salían palabras como «¡sa cy avaunt!», «¡adelante!» y «¡cuidado, cuidado!». El suelo de arcilla roja estaba cubierto de juncos frescos.

Cuando entró en la estancia para saludar a los recién llegados, Roger se vio rodeado por expresiones amistosas y habituales de saludo: «¿Cómo está?», «¿Qué tal le va?», «¿Cómo se encuentra?» o «Que Dios le dé un buen día». Esas frases era una suerte de renovación perpetua, por lo que cada día se reunía con los demás en la fila de la armonía. Roger cogió las capas y mantos de sus clientes, saludó con una inclinación de cabeza a los desconocidos y se dirigió a los conocidos llamándolos «don Entrañas Hondas», «don Lameplatos» o «don Glotón». Cuando las campanas de Saint Denis dieron las doce, la casa de comidas se pobló con las peticiones de carne guisada con clavos de olor y almendras fritas, mejillones con caldo de lucio, orejas de cerdo guisadas con vino, perdices asadas con jengibre, anguilas fritas y caramelizadas y caballa con salsa de menta. En la cocina, los cocineros preparaban platos con frutas y verduras hervidas o estofadas; consideraban insalubre ingerir alimentos crudos. Los clientes comían con sus propios cuchillos en platos de peltre y bebían en vasos de cuero, madera u hojalata. En cada mesa había un vaciador de restos y mendrugos, que Roger repartía entre los mendigos que aguardaban en la puerta.

La charla era estentórea, soez y animada. ¿Alguien tenía novedades sobre el rey? Los ocupantes de las mesas compartieron muchos rumores e informes falsos, así como lamentos sobre el tiempo. Sólo se sabía con certeza que Enrique Bolingbroke, con Ricardo II tomado prisionero, acababa de llegar a Dunstable. Desde la torre del reloj había anunciado a la multitud que llegaría a Londres el primer día del nuevo mes. El primero de septiembre era la festividad de los Doce Mártires, y los clientes de la coquina de Roger se refirieron a un decimotercero. Enrique ambicionaba el trono al precio que fuera.

– El cambio de estación puede ponernos tristes y enfermos -comentó Hanekyn Fytheler con Hugyn Richokson.

– Pido a Dios que nos envíe un mundo alegre -respondió Hugyn.

– Yo no digo lo contrario. ¿Cómo está tu hermana?

– Bien. Nunca la he visto mejor.

En la mesa contigua Roger de Ware en persona estudiaba una caja adornada con piedras preciosas que le había dado Henry Huttescrane.

– ¿Cuánto vale?

– Roger, se la dejo barata.

– Esto me huele mal.

– No, le aseguro que no. Viene de África.

El médico, Thomas Gunter, comía con Emnot Hallyng, el erudito; ambos formaban parte de la Antigua Orden de Hombres a los que les Gusta Acariciar a los Gatos. Es posible que el título tuviera connotaciones literales, aunque «acariciar a un gato» también significa abordar un problema o acertijo con actitud serena y amistosa. La velada anterior habían analizado la siguiente cuestión: «Si Adán no hubiera conocido a Eva, ¿la humanidad entera sería masculina?». En el transcurso del debate, Gunter había invitado a comer a Hallyng. No sabía que el erudito era uno de los predestinados y disfrutaba de su compañía tanto como de su conversación sobre temas abstrusos. A decir verdad, le había referido a Gunter el encuentro de su primo con algunos presuntos espíritus en Camomile Street, a lo que el médico había respondido si era posible que las formas, corpóreas o incorpóreas, fueran evocadas por poderes que no eran la tierra, el agua, el fuego, el aire o un ser hecho a partir de esos elementos. Recordó las palabras del monje Gervase de Winchester ante su muerte repentina, que preguntó: «¿Quién llama?». Había muchos metidos hasta las cejas en ciencias ocultas, que tramaban conjuros y pronunciaban hechizos nocturnos.

– Ya está bien, maese erudito. Existen tantos pasos y disimulos sutiles que no diré nada más. ¿Qué le parece este queso?

– Demasiado seco -respondió Emnot-. Me gusta el queso de Essex y éste es de Sussex.

– Pues no coma más. El queso seco paraliza el hígado y engendra piedras. Si reposa lo suficiente, produce un aliento apestoso y pone piel de escorbuto.

– Pero tengo hambre.

– Tome entonces un poco de mantequilla. Ya conoce el dicho: «Por la mañana la mantequilla es oro, por la tarde plata y por la noche como el plomo mata». Cate un poco de plata.

– Thomas Gunter, está claro que jamás renuncia a su oficio. Acabará en la hoguera.

– Lo digo por su bien. La mantequilla es muy adecuada para los niños mientras crecen y para los viejos cuando empiezan a declinar. Usted está a mitad de camino. Si come mantequilla al principio y al final, vivirá y superará los cien años. ¿Nunca ha oído ese verso?

– Me han dicho que un buen cocinero es medio médico y ése parece ser su tema.

– Y un buen médico es medio cocinero. Yo cocino esencias y propiedades. Del mismo modo que nadie come verduras de la noche anterior, nadie confía en una mixtura que no esté recién preparada. Sin ir más lejos, el otro día…

– Matasanos, cierre el pico. -Emnot lo dijo cordialmente, ya que era la libertad que concedía la coquina-. Su condenado discurso me provoca dolor de oídos.

– Tengo una pomada excelente para el dolor de oídos.

– Ya está bien.

– Maese erudito, es mejor quedarse sin comer que sin aprender.

– He dicho que ya está bien. ¿Está al tanto de alguna novedad que todavía no se sepa de memoria?

El médico se inclinó sobre la mesa.

– Sólo sé que se disponen a encararse con la monja.

– ¿Por qué?

– Porque ha lanzado profecías contra el rey.

– Thomas, a estas alturas todos lanzan profecías contra él. La monja no está muy errada si teme su final.

– No le quepa la menor duda de que la ciudad le plantará cara. Los ciudadanos quieren que la monja permanezca en silencio hasta saber qué acontecerá. Están a favor de Enrique, siempre y cuando quiera ascender al trono. Se pondrán de parte del ganador. Emnot, debo decirle que tengo más noticias. -El médico se acercó y saboreó el aroma del aliento del erudito-. ¿Puedo hablar con confianza?

– Claro que puede.

– ¿Conoce las cinco heridas?

– ¿De nuestro Salvador?

– No, de nuestra ciudad.

Había empezado a llover y Emnot Hallyng posó la mirada en la puerta abierta; la lluvia cortaba oblicuamente la visión de un caballo y un carro que esperaban tranquilamente a la vera del camino.

– Sospecho que se desatará un incendio desaforado en Saint Michael le Querne -declaró Gunter-. Y más adelante en Saint Giles in the Fields.

Emnot fingió atragantarse con un trozo de queso de Sussex, lo que le permitió llevarse la servilleta a la cara. ¿Cómo se había enterado Gunter de los planes de los predestinados? No formaba parte de la asamblea y, por lo que Emnot Hallyng sabía, tampoco conocía a otros miembros.

¿Era posible que alguna de las artes negras le hubiese concedido la capacidad de atisbar en los lugares de reunión de Paternóster Row?

– ¿Cómo sabe todo eso? ¿Cómo se ha enterado?

– Un pobre alguacil me habló de la flecha que apuntaba al corazón de la ciudad. Se refirió a hombres secretos y a caminos ocultos. También supe otras cosas por boca de un personaje mucho más destacado.

– ¿De quién habla?

Gunter paseó la mirada por los que comían en la coquina y se aseguró de que nadie los oía.

– Emnot, en la vida debe enterarse nadie de lo que estoy a punto de declarar.

Informó al erudito sobre su cena con Miles Vavasour y las notas garabateadas en el reverso de un documento legal, notas que había leído; también describió el encuentro clandestino de los notables de Londres en la torre redonda.

Emnot Hallyng no tuvo necesidad de simular sorpresa. Se sintió alarmado y horrorizado por lo que Gunter acababa de contarle. ¿Existía manera de vincular las reuniones del concejal, el segundo alguacil, el caballero y el magistrado con las actividades de los predestinados? Miles Vavasour no formaba parte de los sabedores de antemano y, sin embargo, había apuntado algo sobre el incendio que no tardaría en producirse en el templo de Bladder Street. ¿Era posible que un hombre de leyes tan elevado tuviera conocimiento previo de un gran delito, es decir, de felonía y sacrilegio, y no intentase impedirlo? Thomas Gunter había aludido a bandas secretas y cómplices ocultos, pero no sabía nada de los predestinados. El médico sólo estaba al tanto de que los guardianes de la ciudad se reunían en cónclave privado al abrigo de la noche y la oscuridad. Emnot repitió la pregunta para sus adentros: ¿cómo se había enterado alguien que no pertenecía a los predestinados de los preparativos de Exmewe? Emnot Hallyng tuvo la sensación de que se encontraba en un laberinto, en el que acechaba un gran peligro. Creía que tanto él como sus compañeros eran libres en todos los aspectos, y que portaban en su seno las simientes de la vida divina, pero esa visión adquirió las oscuras vestiduras de la desconfianza y el temor humanos.

La comida tocó a su fin. El erudito y el médico cogieron semillas de cardamomo de un cuenco y se endulzaron el aliento. Luego caminaron hasta las caballerizas de casa Roger. Al protegerse de la lluvia con la capa, Gunter comentó:

– Temo que la ignorancia, que es la madre del error, haya cegado y engañado a determinadas personas.

– Maese Gunter, al parecer es así. Que Dios cuide de usted.

– Emnot Hallyng, a Dios lo encomiendo. Cabalgue presto en medio de la lluvia y el viento.


* * *

Roger de Ware permanecía de pie en la puerta de la coquina y musitaba «Que Dios le conceda un buen día» o «Vaya con Dios» a cada cliente que se retiraba.

– Roger, la comida estuvo muy bien.

– Señor, por Dios que en esta casa es bien recibido.

Hanekyn Fytheler había bebido demasiado y Roger lo ayudó a cruzar el empedrado para reunirse con su caballo.

El cocinero no tardó en regresar a la casa de comidas y se limpió las manos.

– ¡Que Dios salve a esta buena compañía y sus pedos! ¡Que Dios le dé buenas cagarrutas! -Se dedicó a inspeccionar el local-. ¿Quién es el que ha arrojado huesos bajo la mesa? Walter, ¿quién ocupó esta mesa?

– Cuatro capuchas de terciopelo del gremio de Swithin estuvieron aquí.

– Si los hombres son necios, cuatro es una multitud. Walter, ¿les eructaste en la cara? ¿Te sonaste la nariz en sus servilletas? ¿Limpiaste tus dientes putrefactos en sus morros?

– No, señor.

– ¡Qué pena! -Los criados de mesa introdujeron los mendrugos de pan seco y las sobras en los cuencos de las limosnas-. ¿Os habéis fijado en el señor Rochford? Las calzas eran tan apretadas que distinguí claramente su horrible miembro. Parece una hernia dilatada. Estuve a punto de desmayarme.

– En su trasero resonaron todos los cañones -acotó Walter-. Produjo un hedor insoportable en esa zona de la casa.

– Walter, vivimos en un mundo terrible. Aquí han quedado algunas lenguas de buey. Llévatelas para cenar. Y límpiate la chaqueta, tiene manchas de grasa. -Se detuvo y se agachó en un rincón-. ¡Por Dios, alguien ha meado aquí! Ve a buscar un cubo. ¡Que la maldición de Dios caiga sobre él!

Walter rompió a reír y salió silbando Dóblame esta carga.

Roger suspiró y sacó del bolsillo de la chaqueta la cajita adornada con piedras preciosas. Según Henry Huttescrane, procedía de África, donde los hombres moran en los árboles y comen la carne de grandes gusanos blancos, las mujeres tienen cabeza de sabueso y todas las personas presentan ocho dedos en cada pie. Ciertamente se trataba de un mundo de prodigios.

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