Capítulo XI

El cuento del monje

– Veamos, no existe disfraz nuevo que no haya sido viejo.

– Es verdad. Este ancho mundo gira sobre una rueda. Las cosas antiguas regresan.

Conversaban en la biblioteca de la abadía de Bermondsey, rodeados de multitud de viejos pergaminos y volúmenes encadenados; el polvo de las épocas parecía posarse sobre ellos. El magistrado y abogado Miles Vavasour y el monje Jolland estaban sentados ante una mesa larga y tenían delante una copia de Expositio Apocalypseos, de Primasius; analizaban una frase en la que Primasius lamentaba la codicia y la testarudez de algunos obispos del siglo II. Un observador fortuito se habría preguntado a qué se debía que alguien de tanta categoría abandonase su capucha de seda blanca a fin de hablar a calzón quitado con un simple monje; sin embargo, Miles Vavasour ya conocía la reputación del cluniacense. Jolland era un erudito que durante muchos años había elaborado un comentario sobre la Historia Ecclesiastica Britanniarum et maxime gentis Anglorum, de Beda, considerado el más grande estudioso de la historia de Inglaterra y su Iglesia. Vavasour había ido a poner a prueba la fe del monje. Lo respetaba por su erudición y deseaba averiguar hasta qué punto llegaban los conocimientos de Jolland con respecto a las cosas de su Dios. Al igual que los demás miembros de Dominus, Vavasour no tenía fe ni creía en las cuestiones veneradas por el vulgo. Por otro lado, el magistrado era un hombre inteligente, azuzado por la curiosidad; en su condición de experto en leyes, también mostraba un interés inagotable por el debate y la dialéctica. Se trataba de un hombre impulsivo y argumentador que también apreciaba la disensión. Tenía la nariz grande y la boca ancha, como si sus facciones intentasen revelar su verdadero carácter. Había ido a Bermondsey a informarse sobre ciertos milagros vinculados con la historia de la abadía de Glastonbury, pero la conversación había tomado otro giro. Como acababa de decir el monje, los acontecimientos del mundo tenían que seguir abriéndose paso.

Hacía poco que Jolland se había enterado de un incidente sorprendente, acaecido en la vecina Southwark. Joan de Irlaunde, de un mes de edad, había quedado durmiendo en su cuna, en el suelo de la tienda que sus padres habían alquilado para la venta del calzado que cortaban y cosían; en la hora que precede a las vísperas, el matrimonio había decidido dar un paseo por la calle mayor que conduce hacia el puente, y cometió él error de dejar entreabierta la puerta de la tienda. Un cerdo entró desde la calle y, como dijo Jolland, pese a que la pequeña estaba firmemente arropada, el animal «le mordió mortalmente el lado derecho de la cabeza». A su regreso, la horrorizada madre cogió a su hija en brazos, pero sólo logró mantenerla con vida hasta la medianoche. Pese a no tener más información, el incidente volvió a despertar la fascinación del monje por la presencia del destino en los asuntos humanos. ¿La conducta del cerdo hacia la niña estaba determinada por la fatalidad? ¿Portan los cuerpos de los animales las marcas de los astros?

– Podríamos decir que, por mucho que se combinara con Júpiter, Venus no pudo evitar la malicia de Marte contra el cerdo. Cuando los cielos comenzaron a girar, la niña quedó sometida a los aspectos negativos de Saturno, que ordenaron su destrucción. Al menos es lo que se dice.

– Todo esto es tema de niños. -Al abogado pareció molestarle que un hombre tan erudito abordase esas cuestiones-. Se parece a lo que dicen esos hechiceros que ven el futuro en una palangana llena de agua, en una espada brillante o en el omóplato de un burro.

– Mi señor juez, no soy tan serio como parece, me limito a plantear el caso. Sin embargo, hay quienes creen que todo está prejuzgado y predestinado, incluso la cantidad de almas que hay en la gloria.

Repentinamente, Vavasour juntó las manos como si rezase y repitió la piadosa oración de los predestinados, encabezados por Exmewe:

– «Por encima del mundo soy. En este mundo no soy.»

– ¿Cómo es que conoce ese cántico?

El abogado rió a fin de disimular su confesión.

– No tiene la menor importancia. Supongo que lo he oído en los tribunales. Jolland, quiero que me explique una cosa. ¿Cómo precisamos la distinción entre providencia y destino?

– La providencia es el gobierno de toda la naturaleza mutable, tal como existe en la mente de Dios. El destino es ese plan, tal como opera en las cosas cambiantes en el tiempo. Vamos de peregrinación a Canterbury. Sé que Canterbury es nuestro fin, pero no necesariamente conozco los múltiples accidentes de la fortuna que pueden acontecer en el camino.

– Pues ése no es el camino de Dios, ¿correcto? ¿Acaso Dios no conoce el camino de la perfección? ¿No se ha dicho que Dios es la causa de que el hombre peque y se convierta en pecador? Por tanto el hombre que peca se limita a amoldar su voluntad a la voluntad de Dios. Si dicho hombre odia su pecado, basta con que recuerde que Dios es la causa precedente. ¿Acaso no es así?

– Admito que algunos han llegado a esa conclusión, pero se trata de un razonamiento erróneo. Si todo estuviera preordinado, ¿qué sentido tendría escoger un camino u otro?

– ¿Sabe que Enrique Bolingbroke ha desembarcado en Inglaterra con sesenta seguidores?

– ¿Y qué significa para mí?

– Tiene intención de matar a Ricardo y ceñir la corona. ¿Será forzosamente así? ¿Dios lo ha predeterminado?

– Lo ha hecho y no lo ha hecho.

– Y mientras seguimos esperando Su juicio, la nación vive un baño de sangre. ¿Es necesariamente así? Me limito a plantearlo.

El monje reparó en la impaciencia del magistrado y la consideró una muestra de la tristeza de su corazón; también comprendió que su engorro era una variante de la mala conciencia. Se alegró de agudizarla, aunque sólo fuese para refrenar el orgullo de Vavasour.

– Tengo aquí una obra muy erudita, De situ et nominibus, de Jerónimo, que explica precisamente la cuestión. Lo abriré. -Quitó la cadena que rodeaba un libro situado en el estante de encima de su cabeza, y con otra llave abrió el cierre. Se trataba de un magnífico volumen, iluminado con grandes mayúsculas de colores, a través de las cuales correteaban aves y monos. Jolland acarició el papel vitela con el índice-. Cada página requiere la piel de una oveja, de modo que ante nosotros hay muchos rebaños. -Volvió las hojas con sumo cuidado, no fuera que se agrietaran o rasgasen-. En algún momento, Jerónimo sostiene que todo es obra de la necesidad y que nuestro destino está moldeado antes de nuestro nacimiento. Le leeré el fragmento. Ah, aquí está. -Recitó las palabras, que tradujo del latín-: «Algunos dicen que si Dios lo ha visto todo antes, ya que en modo alguno puede ser engañado, se deduce que tiene que ser así, por mucho que los hombres hayan asegurado que no sucedería. No hay pensamiento ni acto que pueda ser más que lo que estipula la providencia. De lo contrario, estaríamos afirmando que Dios no tiene conocimiento claro, si bien atribuirle semejante error sería falso, sucio y una malvada execración. Hay más en este sentido».

Sin tenerlas todas consigo, Vavasour se movió en el asiento.

– En la nave de san Pablo hay una lápida colocada sobre una tumba. Lleva grabada la siguiente inscripción: «Ahora sé más que los más sabios de vosotros». ¿No le parece justo?

– De eso puede estar seguro. -El monje seguía concentrado en el libro-. Esta es la argumentación del padre erudito: no es necesario que las cosas ocurran porque han sido ordenadas sino, más bien, que las cosas ocurren porque han sido ordenadas. Se trata de una sutileza digna de un gran clérigo, ¿no le parece? -Acostumbrado a los sofismas legales de Westminster, el leguleyo dio su aprobación profesional a esa afirmación. Si el mundo se compone de palabras, cuanto más eruditas, mejor-. Jerónimo hace otra exposición. Si un hombre se sentara ante esa mesa de caballetes, ¿sería usted de la opinión de que se ha sentado?

– Desde luego.

– En este caso surgen dos clases o formas de necesidad. Por un lado, para el hombre existe la necesidad de sentarse. Por el otro, para usted se plantea la necesidad de la visión veraz.

– No, Jolland, no. Ignotum per ignocius. No se puede explicar lo desconocido con algo también desconocido. ¿Qué significa esa necesidad de sentarse? ¿Cómo hemos de vislumbrar las cosas divinas mediante una mesa de caballetes? Su Dios no puede ser conocido.

– ¿Mi Dios?

– El Dios que moldea el destino de todos nosotros. Es invisible.

– La monja cuenta otra historia. Habla con El.

– Vaya con la monja. La bruja. Es la prostituta del pueblo. -Una vez más el monje reconoció el alcance de la pasión frustrada de Vavasour. La ira aún bullía en su interior-. Se atavía con la falsa fe y engaña a los tontos, a los que conduce al abismo.

– Sin embargo, el buen doctor Thomas nos dice que el alma posee su propia capacidad de captar la verdad y que, con voluntad y comprensión, podría dirigirse hacia Dios. ¿No es posible que sea el caso de la monja?

– Jolland, el buen doctor está equivocado. Dios trasciende nuestra voluntad. Está más allá de la razón propiamente dicha. La razón corresponde a cuestiones que pertenecen a este mundo más que a las cosas de Dios. Pondré un ejemplo. El suicidio está bien si lo ordena Dios.

– Nada de eso. ¿Cómo se puede ser condenado por toda la eternidad por el mismísimo Dios?

– ¿Quién puede impedirlo? ¿Puede evitar que un cerdo ataque a una niña? -Vavasour se incorporó rápidamente y se acercó al mirador que daba al molino y al horno de la abadía-. Mi señor monje, ¿por qué sufre permaneciendo tanto rato sentado? Parece un triste ratón escondido en un agujero.

El monje no se ofendió; a fin de cuentas, había aprendido a ser humilde.

– Sir Miles, entre mis pergaminos hallo la paz. Usted está en el mundo de los hombres y sus asuntos, y en su fantástica celda es incapaz de imaginar otra vida. Aquí, en mi pecho, hay un libro que me habla de ángeles y de patriarcas que caminan por la faz de la tierra. Vaya, si usted y yo…

Abajo, en el patio, se desató una sonora discusión, y Jolland se reunió con Vavasour en el mirador. Cuatro o cinco mendigos habían franqueado el portal, se apiñaban junto al horno y pedían pan.

– Son tan pobres que se llevarán cualquier cosa a la boca -comentó Jolland-. Habitualmente la carne que comen es de saltamontes. -Los monjes del horno les tiraron pan seco y harina para gachas al tiempo que suplicaban que los dejasen en paz-. Ya han tenido bastante purgatorio en esta tierra. Irán al cielo.

– Monje, son tan pobres que apenas les importa qué será de ellos. El cielo o el infierno no les interesan. Todo es igual si el lugar de reposo no es más que una cuadra maloliente de la carretera.

– «¡Adelante, peregrino, adelante! ¡Adelante, bestia, sal de la cuadra!» -Por su expresión, quedó claro que el abogado no había reconocido el texto citado por el monje-. Sir Miles, permanezco solitario en mis pensamientos. Aludió a un ratón en un agujero, pero soy más parecido a un sabueso. Cuando roe un hueso, el perro no tiene compañero. Estos libros viejos son mis huesos. -En el patio reinaba ahora el silencio, interrumpido únicamente por el repiqueteo del molino a causa de la corriente del arroyo que discurría hacia el Támesis-. Hablábamos de la eternidad. ¿Alguna vez llegó a sus oídos un comentario sobre los bailarines de Saint Lawrence Pountney?

– Recuerdo vagamente…

– Ahora el camposanto está cercado. En esa parte de Candlewick en la que se alzan las casas, antaño hubo un amplio espacio de feria. Hace más o menos dos siglos, la víspera de san Juan algunos jóvenes de esa parroquia montaron una juerga en el cementerio. En aquellos tiempos, lo mismo que en los nuestros, estaba prohibido bailar y saltar en los terrenos de la iglesia, pero se dedicaron a llevarse mutuamente a cuestas, a tirar de la cuerda y a otros entretenimientos semejantes. Un sacerdote salió y les ordenó que pusiesen fin a su impía reunión. «¡Un poco de paz! ¡Tengamos paz!», pidió. Los jóvenes estaban calientes como una tostada y el cura decidió enfriarlos. Les recordó que con sus gritos y sus estandartes habían hollado el camposanto. «Contened las lenguas y que vuestros vecinos bajo tierra sigan descansando.» Esos histriones, esos potros alegres, se cogieron de la mano y bailaron en torno al cura. Se burlaron de él como los judíos hicieron con Jesucristo. El pobre sacerdote sacó un crucifijo de su pecho, lo esgrimió ante ellos y los maldijo solemnemente para que bailasen todo el verano… y todo el invierno, atados de manos hasta el final.

– Fue una extraña maldición.

– Pero resultó efficiens. Los jóvenes no pudieron dejar de bailar. Les resultó imposible comer y beber, aunque saltaban y daban patadas. Pidieron reposo a gritos, pero sus piernas y sus pies se movieron cada vez más rápido. Así transcurrieron las noches y los días. Aunque gimieron como el viento, en modo alguno lograron resolverlo. El padre de una bailarina intentó apartarla del corro y el brazo del pobre hombre acabó separado de su cuerpo. Transcurrió el año, y la maldición del sacerdote persistió. Los bailarines continuaron con su movimiento perpetuo. Gradualmente se hundieron en el suelo hasta la cintura. El barro se adhirió a sus cuerpos. La tierra del camposanto no tardó en cubrir sus cabezas y la gente aún los oía bailar. Hay quienes dicen que los muertos se sumaron a la jarana.

– Es ciertamente terrible.

– Otros afirman que aún siguen bailando. -El monje calló a fin de volver la página de De situ et nominibus y examinó la iluminación de una antigua ciudad amurallada. Se fijó, concretamente, en la procesión de ciudadanos que salía por una de las puertas y que sostenía en alto cítaras y címbalos, como si se dirigiera a un santuario-. Sir Miles, es lo que oigo dondequiera que voy: la danza bajo tierra.

– ¿Se considera cierta o se refiere habitualmente como fábula?

– ¿Quién lo sabe? -El monje volvió a pasar página y vio el dibujo de un cuento de animales. Reynard, el zorro, había sido atado por Couard, la liebre, y era arrastrado hacia el juicio ante Ysangrin, el lobo, por Chanticleer, el gallo, y Pinte, la gallina. El lobo sostenía un objeto esférico, semejante a un astrolabio, en el que el dibujo en espiral parecía trazar círculos infinitos-. Si el pasado es memoria, tiene algo de sueño. Y si es un sueño se trata de una ilusión.

Poco después, Miles Vavasour abandonó la abadía de Bermondsey y se dirigió a caballo hacia el noroeste, rumbo al puente de Londres. Al cruzarlo, el gentío lo empujó y su olor pareció perdurar sobre el río; su montura tuvo dificultades para avanzar entre los carros y las carretas, pero quedó libre al llegar al otro lado de la carretera. Casi por instinto, Vavasour galopó por la orilla hasta Old Swan Stairs y siguió hacia el norte por Old Swan Lane, rumbo a la iglesia de Saint Lawrence Pountney. Apenas recordaba la leyenda de los bailarines condenados; en su caso se trataba de una de esas historias nebulosas que se relacionan con la niñez, como los cuentos que comienzan por: «Érase una vez un hombre que…». Llegó a la esquina de Candlewick Street, que Jolland había definido como parte del antiguo camposanto. En el lugar se alzaba ahora una hilera de casas, la cuadra del dueño de caballos de alquiler, una talabartería y la taberna Dog on the Trot. Oyó música en el aire y a alguien que cantaba: «Este mundo no es más que una peonza». Le llegaron los ruidos de la taberna. Se acercó, se agachó a lomos del caballo para mirar por el ventanuco de parteluces y vislumbró un corro de jaraneros que se cogían de las manos y bailaban en círculo.

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