Capítulo IX

El cuento del administrador

La priora, Agnes de Mordaunt, se detuvo ante la puerta principal del convento y suspiró. Se volvió hacia el administrador, Oswald Koo, con expresión de furia apenas suavizada por el hoyuelo de la barbilla.

– ¡Bajo ningún concepto les permita usar nuestros graneros! ¡Mírelos! ¡Son prestidigitadores ruines y desagradables que no dudan en aplicar complicados mecanismos! Ya han orinado en la paja que pensábamos extender por la iglesia.

Agnes de Mordaunt miraba a los trabajadores que todavía construían el arca de Noé en el terreno comunal. Era la segunda jornada de los misterios que cada año se celebraban en Clerkenwell, durante la semana del Corpus Christi, bajo la guía y la supervisión de la hermandad de sacristanes. Cerca del arca habían construido una tarima elevada y la tela pintada que colgaba encima simbolizaba la fachada de la casa de Noé. La representaban como si se tratara de la casa de un mercader en Cheapside, salvo por el columpio que habían colocado delante del telón.

Tras el escenario, se desarrollaba una gran actividad a medida que los actores se disponían a representar sus papeles. La mañana anterior, Noé y su esposa habían hecho de Adán y Eva y cambiado sus disfraces de cuero blanco por prendas más corrientes, como túnicas y vestidos.

– Vamos, Dick. ¡Vamos! -El sacristán de Saint Michael en Aldgate interpretaba a la esposa de Noé; rió cuando el encargado de los trajes le anudó a la espalda un par de pechos postizos-. Aprietan tanto que no puedo respirar.

– Pese a ser una mujercita, provocas una gran conmoción. Ponte la peluca con tus propias manos.

Aunque la peluca de esposa de Noé parecía un enorme lampazo amarillo, el sacristán de Saint Michael la levantó respetuosamente por encima de su cabeza.

En el carro de los disfraces, había máscaras con estrellas y lentejuelas pegadas, cintas, sombreros, chaquetas, serpentinas y varias barbas postizas y espadas de madera. El sacristán de Saint Olave, que interpretaba a Noé, estaba apoyado en el vehículo y bebía cerveza de una botella de cuero.

– Si me eructas en la cara conocerás mi puño -advirtió la esposa de Noé.

– Es imprescindible, buena esposa. Si tengo el estómago vacío, me fallan las fuerzas.

Pintaban los rostros de Cam y Jafet con grasa y azafrán, al tiempo que Dios practicaba caminando con zancos por la orilla que bajaba hasta el Fleet. Junto al terreno comunal, se había reunido bastante gente. Algunos de los asistentes intercambiaron bromas con los carpinteros, que treparon por el arca y que en ese mismo momento izaron el palo.

Uno de los actores gritó una lindeza y la priora se tapó las orejas con las manos.

– Ay, esta vida pecaminosa… Aufer a nobis iniquitates nostras. -El administrador se persignó y preguntó si podía volver al cobertizo para carros-. Sí, abandonemos este valle de vanidad.

Sin embargo, la señora Agnes se quedó y fue testigo de cómo el público se congregaba; visitantes distinguidos ocuparon los bancos de madera, entre ellos el caballero Geoffrey de Calis y uno de los segundos alguaciles, mientras el gentío se aposentaba en el terreno comunal. A las nueve de la última mañana de mayo, la priora musitó en voz muy baja:

– ¿Qué es eso que se acerca?

Un hombre con ceñido traje rojo y gorra puntiaguda del mismo color se había detenido junto al pozo; su caballo también estaba engualdrapado de rojo y habían cosido cascabeles a la silla de montar.

– ¡So! ¡So! -gritó y aguardó a que las voces del público se acallaran. Se trataba del sacristán de Saint Benet Fink, más conocido por los londinenses como el maestro de celebraciones que desde hacía muchos años organizaba las representaciones de Clerkenwell. Era famoso por su alegría; tal vez era excesiva, ya que su felicidad evidente e inagotable hacía que los demás se sintiesen inferiores e incómodos-. ¡So! ¡So!

Se hizo la calma.


Ciudadanos soberanos, he sido enviado aquí

para daros un mensaje.

Rezo para que todos los presentes

atendáis con buenas intenciones

el mensaje al que nuestro auto está dedicado.


Era una mañana despejada y el sol iluminó la máscara dorada de Dios, que en ese momento desfiló con los zancos por delante de los presentes; lucía una túnica blanca con soles dorados bordados y alzaba los brazos a modo de saludo. Miraba hacia delante, por encima de los ojos de los congregados, hacia las hileras de bancos de madera que ocupaban los dignatarios de la ciudad.


Es mi voluntad que así sea.

Es, fue y así será,

yo soy y siempre he sido.


El sacristán de Mary Abchurch, que interpretaba ese papel, era célebre por su carácter severo e inflexible. En cierta ocasión, había acusado a un niño de sacrilegio por jugar a la pelota en la nave de la iglesia y durante una semana había suspendido los oficios religiosos; llevó al niño ante el tribunal obispal y solicitó su excomunión, si bien la acusación fue rechazada, ya que era lo más sensato. De todas maneras, en el papel de Creador parecía poseer autoridad sobre los cientos de ciudadanos congregados. Al fin y al cabo, interpretaba a la divinidad colérica del Antiguo Testamento. La máscara aumentaba y amplificaba su voz:


Yo, Dios, que todo el mundo he forjado,

cielo y tierra de la nada he sacado,

veo que mi pueblo, con actos y de pensamiento,

dolores de cabeza ha provocado.


El excelso cántico de Dios había provocado en el público un silencio rayano en el miedo; de todos modos, ese estado de ánimo se interrumpió bruscamente cuando un niño gritó:

– ¡Paso! ¡Abran paso! ¡Maeses, abran paso! ¡Aquí llega el actor!

Un chiquillo a lomos de un burro se adentró en el espacio que se extendía ante el arca y el escenario.


Alegría, alegría, júbilo y contento,

aquí estoy yo, un muchacho divertido,

de nombre Jafet, soy hijo de Noé

y mi padre me ha pedido que en el habla no sea excesivo.


El muchacho que interpretaba a Jafet era, de hecho, correo y mensajero de la cofradía de los sacristanes de Garlickhythe. Lo apodaban Bullet y a menudo, en las carreras por las calles de Londres, competía con colegas de otros gremios, como Slingaway de los merceros, Gobithasty de los tenderos de ultramarinos y Truebody de los pescaderos. Bullet era famoso por su desfachatez y su rápido ingenio, y en el papel de Jafet utilizaba sus cualidades con tanta pericia que daba la sensación de que representaba a un joven de la ciudad. El burro habló con él:


Castigarme ahora sería una vergüenza.

Bien lo sabes, amigo Jafet,

jamás has tenido un burro como yo.


Al oír esas palabras Jafet respondió:

– Burro, bésame el rabo.

Sólo se trataba de la primera de las numerosas groserías que el burro y el amo intercambiaron y que concluyeron con el falso intento que el chico hizo de penetrar a la bestia por detrás. La señora Agnes reunió a algunas de las monjas que asistían a la representación y, tras muchas amenazas, las condujo al interior del convento.

Entre tanto, Dios permaneció ante los congregados y su máscara dorada reflejó los destellos del sol. Al final, el muchacho se alejó en medio de grandes vítores y gritos de «¡Claro que sí, Bullet!». Ante la señal convenida, Noé hizo acto de presencia en la tarima elevada. Philip Drinkmilk, sacristán de la parroquia de Saint Olave, había estudiado las artes del disfraz antes de interpretar el papel de Noé. Su padre era pintor escenógrafo de los espectáculos que tenían lugar en Londres, y lo había acompañado a las grandes mascaradas y entremeses que celebraban el ciclo anual en la ciudad. Un grupo de actores ambulantes fue contratado en los primeros días de 1382 para celebrar la llegada de Ana de Bohemia, la joven prometida del rey Ricardo; también habían contratado al padre de Philip Drinkmilk para que fabricase las máscaras para los diversos dramas de la Pasión. A costa del erario de la ciudad, se habían alojado en la posada Castle, de Fish Street, y en compañía de su padre Philip los había visitado en lo que denominaban la «sala de vestidos». Recordaba claramente el miedo abrumador que había experimentado cuando se le acercó un oso gimiente y su alivio repentino al ver que el rostro de un hombre asomaba de la piel y decía: «Bienvenido. Si las ratas no te matan, lo harán los piojos».

Trabó amistad con ese hombre, un actor joven que sólo respondía al nombre de Herbert y que, para gran regocijo de la compañía, aireaba sus ventosidades en Fish Street. Herbert enseñó a Drinkmilk los trece signos de la mano, que simbolizan los diversos sentimientos, y los ocho de la cara. También le explicó el sentido de los colores: el amarillo es la representación de los celos, el blanco de la virtud, el rojo de la cólera, el azul de la fidelidad y el verde de la deslealtad. Un buen actor lucía varios y, de ese modo, creaba una interpretación de gran interés y sutileza. Gracias a su tutoría, Philip Drinkmilk se convirtió en mimo; aprendió los diálogos de Grimalkin, nuestro gato, y en poquísimo tiempo dominó gestos y expresiones. En la reducida sacristía de Saint Olave, solía ejecutar complicadas reverencias y rebuscados pasos de baile; a veces daba vueltas en el centro de la estancia y entonaba fragmentos de las últimas canciones.

Para interpretar el papel de Noé, adoptó una actitud de hastío; tenía las palmas de las manos paralelas al suelo y el cuerpo ladeado. Su rostro se había convertido en el espejo de su alma, miraba hacia arriba y tenía la boca entreabierta. Llevaba una túnica azul y escarlata; vistió de azul como recuerdo de su fidelidad y de escarlata como muestra de su temor, al tiempo que la combinación de ambos colores se convertía en emblema del sufrimiento. Cuando Dios volvió la espalda a los presentes y se alzó ante él, Noé se tumbó en el escenario.

Con la misma entonación rítmica que el público creía procedente de una fuente que estaba más allá del habla o del canto, Dios ordenó a Noé que construyese un arca y que refugiara en la nave a una pareja de cada animal o ave de la tierra. El que el arca ya fuese visible desde el terreno comunal carecía de importancia; en la reducida zona de Clerkenwell, pasado, presente y futuro se entremezclaban. Los reunidos sabían exactamente qué sucedería, pero la representación siempre los sorprendía y divertía. Rieron cuando, presa del temor y tembloroso, Noé se dirigió a Dios. Estaba claro que no temblaba por respeto a la presencia de la divinidad, sino por miedo a la ira de su esposa.

La mujer de Noé se balanceaba en el columpio, y en el otro extremo subía y bajaba una de sus amigas chismosas. Era un momento cómico, ideado por el maestro de celebraciones, y entonces sus enaguas se arremolinaron y dejaron al descubierto la sucia ropa interior; ambas llevaban botellas y remedaron las palabras de una acalorada disputa. En medio de las risas generalizadas, la esposa de Noé abandonó el columpio y se dedicó a arañar la cara de la chismosa. Al ver que Noé se acercaba con paso lento, la mujer se arremangó las faldas como si se aprestase para el combate.


* * *

Oswald Koo, el administrador, había regresado al cobertizo para carros antes de que empezase el auto sacramental; uno de los carreteros se había quejado de la calidad de los clavos, y Koo quería pesarlos y medirlos personalmente. También debía cumplir las instrucciones de la señora Agnes. Había retirado la paja orinada y, en el momento en que Noé y su esposa se disponían a pelear, había recorrido cuidadosa y silenciosamente la parte trasera del escenario. No quería molestar a los actores, pero estaba convencido de que los trabajadores le habían robado madera para construir el arca. Buscaba la marca del convento, una cierva perfilada con tinta roja, en el borde de las planchas. No encontró nada y, fuera de la vista tanto de los intérpretes como del público, cruzó el extremo del campo comunal y se adentró por Turnmill Street. En ese momento, avistó algo en Black Man Alley; estaba apoyado en la pared, pero se irguió en toda su estatura para mirarlo. Era más horrible que un dragón. Tenía patas de lagarto, alas de ave y cara de niña; le acercó las garras a la cara, lanzó un grito y huyó por el callejón. La bestia oyó claramente el ruido de los reunidos en Clerkenwell Green al pasar junto al vivero y la bolera. ¿De qué monstruo se trataba? A Oswald Koo todavía no se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que fuera un actor disfrazado, que quizá desempeñaba el papel de uno de los demonios de Lucifer. Por otro lado, había reconocido en el acto la imagen de la condenación y el juicio. Tuvo la certeza de que el rostro que había vislumbrado era el de sor Clarice.


* * *

Ocho meses antes Oswald Koo la había seguido hasta los campos; la había esperado y había estado atento a su llegada. Al ver que Clarice abandonaba el molino cargada con dos sacos, le había preguntado si podía ayudarla. La miró francamente mientras hablaba y, tras rechazar su ofrecimiento, la monja bajó los ojos.

– Bien, hermana, ¿cómo estás?

– Bastante bien, a Dios gracias.

– ¿Te gusta esta vida?

– No conozco otra, maese Koo.

– Tienes razón. Desde que eras muy pequeña… -Se detuvo, pues le dio miedo hablar. En ese instante los años de silencio se desbordaron a su alrededor y ya no pudo permanecer callado-. Clarice, yo conocí a tu madre.

– Nadie la conoció.

Clarice se persignó y clavó la mirada en el barro. De pequeña, Agnes de Mordaunt le había dicho que la habían encontrado, abandonada, en los escalones de la sala capitular.

– Eso no es cierto -aseguró con toda la delicadeza de la que fue capaz-. Antaño estuvo entre nosotros.

– ¿Qué quiere decir? ¿Qué significa que «estuvo entre nosotros»?

– Perteneció a la orden.

– Oswald Koo, ¿cómo lo sabe?

– Por aquel entonces yo era todavía muy joven, mi cargo era el de segundo alguacil del convento. Tenía el ardor de los jóvenes. Tu madre se llamaba Alison. -El administrador titubeó-. Era chantresa. Murió de parto. -Su mente se alejó por un momento de la monja y cuando regresó estaba sin aliento-. Por casualidad, ¿recuerdas los túneles?

La historia de los túneles había llegado a sus oídos incluso de niña, y con frecuencia se había preguntado por qué las hermanas la trataban como si fuera un objeto olvidado del convento. Ciertamente, recordaba un lugar de piedra que parecía secreto. Estaba poblado de quejidos y de cólera. Clarice relacionaba la piedra con el llanto y la iniquidad.

– Ya he dicho que era joven. Tu madre y yo…, bueno, fue un error. Fue un accidente.

Oswald Koo había copulado con Alison junto al río Fleet. Aún evocaba horrorizado el instante en que el delgado condón de cuero o cubrepene se había partido, lo que permitió que su simiente se derramara en el interior de la joven monja.

– ¿Yo fui el fruto de su vientre? -Clarice mantuvo la calma.

– Yo fui tu semilla.

– Pero no me reclamó ni me reconoció.

– No podía. Al fin y al cabo, sólo era un siervo más.

– En ese caso, no me quería. -Seguía sin manifestar el más mínimo sentimiento.

– Clarice, ¿has dicho querer? No te conocía. De todos modos, te vi crecer entre las paredes del convento. A menudo las monjas fueron severas contigo.

– Lo sé. Me convertí en la representación de lo pecaminoso.

– Sufrí contigo cuando te golpearon con cirios. Y me sentí exaltado cuando, en vísperas, te oí cantar O altitudo. Entonces me sentí orgulloso de ti. Nadie sabe que soy tu padre. Achacaron tu nacimiento a un monje hospitalario.

Por eso jamás dejé de alabarte ante la señora Agnes. Cada noche rezo a Dios y a todos los santos por tu alma.

– Puede quedarse esas oraciones. No las necesito. -Clarice suspiró y depositó en el suelo los sacos de trigo. Se limitó a preguntar-: ¿Los llevará a la cocina?

La monja cruzó el campo hasta desaparecer de la vista. Se tumbó en la hierba y dio puñetazos en la tierra. No dejó de susurrar:

– Querida madre, déjame entrar. Déjame entrar.

Al día siguiente, tuvo la primera visión.


* * *

Al ver a la serpiente con rostro infantil, Oswald Koo temió que fuese la personificación del mal que había cometido. Decidió seguir rápidamente su camino, a pesar de que estaba convencido de que carecía de verdadera forma externa.

El administrador pasó junto al vivero de peces, en el que vio reflejada su imagen culpable correteando por la superficie, y avanzó hasta la bolera vacía. El ruido del público, aposentado unas cuantas yardas al norte, iba en aumento. Dobló la esquina… y se detuvo en seco. Sor Clarice y el monje Brank Mongorray hablaban diligentemente. El monje retrocedió con la intención de sermonearla, y la hermana alzó las manos como si rezara. El administrador sólo oyó las palabras «Irlanda» y «botín», pero no entendió el sentido. No había vuelto a hablar con su hija desde su confesión junto al molino, y Clarice había desviado la mirada cada vez que se habían cruzado. En ocasiones, tenía la sensación de que las voces y las profecías de la monja eran un modo de no dirigirle la palabra. Clarice lo miró y la oyó decir, como en medio de un sueño: Noli ni tangere. El administrador se apartó y desanduvo lo recorrido hasta Turmill Street.

Al llegar al terreno comunal, dos hijos de Noé, Cam y Sem, sostenían imágenes pintadas de los animales que, según se suponía, introducían en el arca. Vio dos unicornios, dos monos, dos lobos y otros seres que, al parecer, carecían de nombre. A continuación, Noé y Jafet entraron con parejas de animales de verdad: dos vacas, dos ovejas, dos bueyes, dos burros y dos caballos que atravesaron una abertura de la parte delantera del arca de madera. El administrador los observó con atención, quería confirmar si el ganado pertenecía al convento. Varios carpinteros mecieron el arca mientras, por detrás, elevaban y sacudían telas pintadas que representaban grandes mares y oleajes. Por último, levantaron una gran cinta a la que habían pegado plumas pintadas, con la que simbolizaron el arco iris, y una vez más Dios volvió a caminar con los zancos.

Oswald Koo estaba a punto de hablar, cuando un movimiento brusco entre los congregados fue seguido por una batahola de silbidos y burlas. Algunos asistentes echaron a correr al tiempo que gritaban «¡ídolos!» e «¡Imágenes del demonio!». Un miembro del público corrió hacia Dios y, para horror del gentío, lo derribó de los zancos. Otro arrebató la máscara dorada de la cara de Dios y la pisoteó al tiempo que gritaba: «¡Cara falsa de hijo de perra!» El administrador tuvo la sensación de que, en ese preciso momento, la muchedumbre se convertía en un ser vivo con un único propósito. Se arrojó contra los atacantes del auto sacramental. Se oyeron gritos de «¡Lolardo!» y «¡Anticristo!» a medida que se lanzaban contra los agresores y les propinaban una buena paliza. Un hombre recibió un martillazo entre los hombros y, a continuación, le golpearon la cara con la empuñadura de la espada; otro fue acuchillado con un puñal largo llamado «misericordia» y murió en el acto.

La revuelta acabó tan rápido como había empezado, y sólo dos lolardos seguían vivos; tenían los huesos rotos y los cuerpos ensangrentados, pero todavía respiraban. Fueron prestamente enviados a la cárcel, donde no tardaron en fallecer a causa de las heridas. En ese año terrible, fue la única ocasión en la que se vio a los lolardos.

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