Capítulo XVII

El cuento del escudero

Algunos niños cantaban al pie de la cruz de Cheapside; vivían en las calles cercanas y por acuerdo tácito se reunían allí a última hora de la tarde, para jugar a la peonza y a las tabas. Celebraban contiendas de tiro de cuerda y se llevaban a hombros. Varios se cubrían la cara con la capucha para participar en «adivino quién me pilla». Otros llevaban sus caballos de juguete o las figurillas de plomo de los caballeros de armadura. Formaban un círculo, se cogían de la mano y entonaban los versos sempiternos:


La vaca un ternero ha robado

y en su saco lo ha guardado.

En verdad, dulces hoy no vendo.

Maeses, ¿qué está faltando?


El sol descendía lentamente ese último día de agosto, y arrojaba las sombras largas de la cruz sobre los guijarros.


¿Cuántas millas hay hasta Babilonia?

Ocho, ocho y ocho más.

¿Puedo llegar a la luz de las velas?

Por Dios que sí, si tu caballo vuela.


La voces de los niños se elevaron en el aire y viajaron por las esferas rumbo a los astros fijos, con lo cual la brillantez se fundió con el brillo.

Entonces estalló la conmoción. El sonido de los cascos de los caballos ahogó sus cánticos en medio de los gritos de «¡Deprisa!» y «¡Rápido!». Dos heraldos subieron los escalones inferiores de Cheapside Cross y gritaron «¡Oíd! ¡Oíd! ¡Oíd!» hasta que la gente se congregó. El alguacil de Londres subió al peldaño más alto, desde el cual se realizaban las proclamas de la ciudad, y declaró que esta notificación procedía del obispo de Londres, el alcalde, los segundos alguaciles, los concejales, los restantes lores y caballeros espirituales y los comunes de la ciudad de Londres.

– Porque una completa y lastimosa malicia, una transgresión y las conjeturas malévolas han sido causadas y realizadas por la monja de Clerkenwell conocida como Clarice, para grande y perpetua confusión y reprobación de la mentada malhechora, y gran villanía y vergüenza de cuantos la preservan en su mencionada malicia… Por todos esos motivos, la monja merece correctivos y castigos severos y perversos.

Sor Clarice había sido detenida por los agentes de la Guildhall y enviada a la prisión del obispado de Londres; la acusaron de propagar comentarios vejatorios contra el rey y de incitar a los londinenses a levantarse contra los señores espirituales de la ciudad.

Corrían tiempos peligrosos e inciertos. Enrique Bolingbroke se había detenido con su ejército en Acton, a sólo medio día de distancia, y el monarca estaba estrechamente vigilado. La mayor parte de la gente creía que la siguiente morada de Ricardo sería la Torre de Londres. En realidad, los concejales no estaban muy preocupados por las profecías de la monja con relación al destino del soberano; pocos días antes, un grupo de ciudadanos se había desplazado a Saint Albans a fin de rendir obediencia a Enrique Bolingbroke. Lo que sí temían enormemente era la capacidad de la religiosa de desatar disturbios populares y generar descontento en pleno período de inestabilidad general.

La víspera del anuncio de su encarcelamiento, Clarice se dirigió a los ciudadanos y a sus esposas desde el emplazamiento de la Piedra de Londres:

– Soy realmente pobre -declaró-. Cuando duermo tengo horribles visiones. Parezco un ser mortífero y cada día mi cuerpo se acerca a la tierra como un niño a su madre, pero he de vivir para advertiros. Dicen que ésta es una ciudad justa, pero entre las hierbas buenas se arrastran víboras, babosas y otros gusanos ponzoñosos. Entre vosotros hay guaridas llenas de gusanos. Sabed que guardo tan poco para mí que me he convertido en un dedo de la diestra de Dios, que os señala el camino. Por lo tanto, coged armas y escudos y soliviantaos para ayudarme.

Dada la sintaxis en ocasiones confusa, no era fácil deducir quién o qué debía ser atacado con armas y escudos. De todos modos, el alcalde y los segundos alguaciles consideraron que se trataba de un llamamiento a la rebelión general…, contra la ciudad, contra la Iglesia o contra ambas a partes iguales. Por eso, a la mañana siguiente, la detuvieron y la trasladaron custodiada a la prisión obispal en Paul's Bars.


* * *

En el momento en que el alguacil llevaba a cabo la proclama junto a la Gran Cruz de Cheapside, sor Clarice era interrogada en la sala principal de la torre del homenaje del palacio obispal; las celdas se encontraban justamente debajo. Sus interrogadores eran el obispo en persona y el escudero Gybon Maghfeld, que estaba presente en virtud de su condición de juez del distrito de Middlesex, en el que consideraban que se encontraba Clerkenwell, además de un miembro del cuerpo legislativo del mismo sector. Maghfeld estaba muy interesado en mantener el orden a toda costa.

La monja permanecía descalza sobre las losas. El obispo tomó la palabra:

– Ante todo debo preguntarte si llevas encima una piedra o hierba de virtudes, un dije o cualquier otro hechizo.

– Mi señor arzobispo, no soy nigromante ni charlatana.

Gybon intervino y clavó la mirada en la pared, justo por encima de la cabeza de Clarice:

– Pues se dice que celebra conferencias nocturnas con los espíritus.

– Por lo cual una pobre mujer que repite la palabra de Dios ha de ser condenada por hechicera.

– Querrá decir una mujer fastidiosa que desata mucha gresca entre las gentes corrientes.

– Aconsejarles que confiesen sus pecados y que pidan perdón por el día de la perdición, que se acerca a pasos agigantados, ¿es causar gresca?

– ¿De qué perdición hablas? -El obispo se puso los guantes de cabritilla de color blanco e hizo el reconocimiento ritual de su papel de disputator-. Niña, no estás en tus cabales.

– Señor obispo, le diré una cosa. Quite la roña de sus ovejas, ya que existe el peligro de que infecten a otras.

– ¿Osas arrojarme palabras?

– Ha llegado la hora de los lanzamientos.

El obispo escupió en el suelo frío.

– Hermana, veo que tu herida es pustulenta.

– En ese caso, mis palabras son dignas de un cuerpo enfermo.

Gybon Maghfeld observaba atentamente a la monja. ¿Estaba inspirada o simplemente fingía? En el segundo caso, ¿con qué propósito? ¿Estaba realmente poseída por las manifestaciones proféticas o se trataba de un juego navideño para niños? Parecía impensable que una religiosa joven hiciera frente al obispo de Londres sin tener un mínimo de fuerza interior, aunque resultaba imposible saber si era maligna o benigna. El escudero estaba interesado en la monja por otro motivo. Su tía Amicia había reivindicado poderes proféticos durante el reinado de Eduardo III. Había vestido la túnica blanca con capucha negra y cada semana se ponía zapatos nuevos; se hacía llamar «la mujer vestida con la estrella del mar» y, en concreto, había presagiado la derrota de los franceses en Poitiers y, cuatro años después, el dominio inglés de Aquitania. Al principio, la familia se había incomodado e incluso horrorizado por su afirmación de estar tocada por la gracia divina, hasta que el rey en persona la felicitó por su fervor hacia la causa nacional. Su hermano, el padre de Gybon, la llevó a su casa de Hosier Lane, en la que, contra todas las leyes y las ordenanzas de la Iglesia, predicó ante las mujeres del barrio. Había dicho: «Todos avanzamos hacia la luz, por mucho que no sepamos de qué se trata.» Su comportamiento se tornó más errático si cabe. Entraba y salía de sopetón, pintaba y se arrancaba la piel de la cara; los viernes y los domingos sólo comía hierba y bebía únicamente agua de arroyo; la trasladaron por las calles en un carro de estiércol, desde el cual gritaba que las heridas de sus pecados habían corrompido su vientre. Al final, dictaminaron que había caído en la demencia y la encerraron en el hospital de Bethlem, donde murió a causa de un tumor interno.

La joven monja permaneció de pie ante Gybon Maghfeld, con los brazos cruzados sobre el pecho como muestra de resignación.

– Clarice, está tan callada como una niña.

– Señor, debo sufrir como he padecido en el pasado y es lo que haré por el bien de Dios.

– Tu delicadeza es pura hojarasca. -El obispo se rascó la mejilla izquierda con uno de los dedos del guante-. Debemos ponerle grilletes y que no vea sus pies durante siete años. Ha blasfemado.

– Si repetir la palabra de Dios es blasfemar, debo reconocer que lo he hecho. Puede colgarme de los talones, pero es su mundo el que acabará del revés.

– ¿Todavía te queda bilis? ¿Cuáles son los motivos de tus quejas?

– Salvo llorar, ¿qué más se puede hacer en esta vida mortal? Ay, señor obispo, se burla de las desdichas del mundo cuando dice: «Junto a los campos de Babilonia, estábamos sentados y llorando, recordando a Sión». Lo he oído barbotar esa frase desde el pulpito.

– Monja, serás azotada por tu insolencia.

– El Señor ama los castigos. Vive Dios que en mi prisión me presentaré ante El. Dios ya me ha disciplinado con la amorosa vara del castigo, y mi llanto es como un canto agradable para El.

– Clarice, alude a su prisión, pero en los últimos días se ha movido por la ciudad como un ladrón al amparo de la noche.

– Los predicadores de la verdad deben ser prudentes y saber dónde hablan.

– Prostitución de la boca.

– Preste atención, señor obispo, pues se ha quedado sin poder. Y no puede llorar porque se ha vuelto totalmente estéril y libre de pesares. Los pecados viejos, indecentes y burdos de Londres le rodean. Debe ser entregado a Dios.

El obispo se adelantó como si fuera a golpearla, pero Gybon Maghfeld le hizo una señal.

– Clarice, quítese el velo -solicitó el escudero con gran delicadeza-. Muestre su rostro.

La monja acató la petición a regañadientes.

Cuando la hermana se levantó el velo, Gybon Maghfeld vio que tenía el rostro blanco como las almendras, los ojos desorbitados y los labios ligeramente entreabiertos.

– Si se lo propusiera, con el semblante que tiene podría alegrar la vida. Vamos, muéstrese alegre.

– ¿Alegre? -Clarice volvió a ponerse el velo y cruzó los brazos con actitud que, más que de resignación, parecía de desafío-. Se trata de mi muerte. ¿Acaso no debo sentir un gran abatimiento?

El obispo rió a mandíbula batiente.

– ¡Ha lanzado invectivas contra el soberano y ahora dice que está abrumada por los pesares! Hay que ensartarla en el espetón y hacerla girar mientras se asa. Soltará aceite y grasa en lugar de palabras.

– He dicho que el rey debe morir, y así será.

– Clarice, debería contener su lengua -murmuró Gybon.

– Señor, si estoy en silencio mis huesos envejecen.

– Monja, tu idioma es ciertamente extraño. -El obispo volvió a aproximarse un paso, pero la religiosa no se inmutó-. Tus palabras son muy oscuras. Necesitas exposición.

– Le concedo dispositio, expositio y conclusio…

– ¡Así sea! Resulta perverso ver a un escolástico con hábito de monja.

– Conmigo se confunde. Ni todas las palabras del mundo podrán pintarle la imagen de mi alma.

El obispo parecía cada vez más molesto con el testimonio de la monja.

– Algunos dicen que te inspira el Espíritu Santo y otros que recibes la inspiración de los espíritus alcohólicos de la bodega.

– Lo que «algunos dicen» no tiene importancia.

– Eres una chapucera de poca monta, una retorcida y una caprichosa.

El escudero interrumpió la filípica del obispo:

– Clarice, me gustaría decirle algo. Afirma que, tras la muerte del rey, ha tenido la visión de la Santa Iglesia de Dios en penosas ruinas. Ha soliviantado a los ciudadanos. Gran parte de sus afirmaciones son perversas y las consideramos maliciosas. Los que antaño fueron sus amigos se han convertido en sus enemigos. Parecen cazadores que tocan el cuerno que conduce a su muerte.

– No sé por qué lo hacen. ¿Quiénes son los que emplean artes tan sutiles contra mí?

– Los enemigos del buen orden, los que anhelan la condenación de este mundo.

– Así es. Algunos han preguntado si el mundo acabará por fin.

– No te decantas por nada -terció el obispo-. Oyes que algunos dicen esto y otros aquello. Eres el cordero sin mácula nacido para el sacrificio. ¿Esa es tu cantinela? Te pareces a la vieja yegua de mi padre. No te mueves a menos que te azucen. En Inglaterra, nadie vela los ojos como tú.

– Yo abro los ojos. Algunos graban en los árboles y otros en muros de piedra. Yo grabo en los corazones.

– Vamos, monja, demasiados exámenes sutiles y subterfugios. Eres una rama del maligno.

La religiosa permaneció unos instantes en silencio, cabizbaja como si estuviera orando.

– Si consintiera en cumplir su voluntad y abjurar de cuanto he dicho, sin lugar a dudas me volvería digna de la maldición de Dios.

– ¿Hay algún motivo para abjurar? -quiso saber Gybon-. Sólo pedimos silencio y contrición pública.

– ¿Que porte una vela de cera por Cheapside? Es lo mismo que abjurar.

– Monja, te mereces algo más que una vela. Eres digna de que te denigren, te señalen, te mancillen y vuelvan a mancillarte. Gybon, considero que, de momento, nuestra labor está cumplida.

– Señores, han obrado mal conmigo. Mi cuento está inconcluso. Señores, convendrán conmigo en que no todo puede salir como les apetece.

La hermana descruzó los brazos y los extendió con actitud suplicante. Al escudero le pareció que semejaba una estatua rodeada de flores e incienso. Sor Clarice entonó un verso que se había inventado:


Abandonad la razón y creed en la sorpresa,

pues la fe está arriba y la razón bajo la mesa.


El escudero no había dejado de observarla atentamente. Unas veces la monja se comprimía y se reducía al tamaño habitual de los humanos, y otras daba la sensación de que rozaba el cielo con la coronilla; al igual que en el caso de su tía, la voz de Clarice tenía alas.

– Monja, ¿sabes que está dentro de mis competencias apartarte del seno de la Santa Madre Iglesia? -inquirió el obispo.

– Lo sé.

– Tú eres la que, a sabiendas y voluntariamente, ha jurado en falso por las cosas más sagradas. Que el único Dios que existe te maldiga. Que la Santa Madre de Dios te maldiga. Que los patriarcas y los profetas te maldigan. Que las mártires y las vírgenes te maldigan…

– Las vírgenes aligerarán mi opresión y abatimiento…

– Vaya, ¿supones que llegarás de un salto al cielo?

Alguien llamó a la imponente puerta. Entró un mensajero con una antorcha llameante, se acercó a Gybon Maghfeld y le habló al oído. El escudero se volvió hacia el obispo, se arrodilló y le besó el anillo.

– Le pido disculpas, mi señor obispo, pero reclaman mi presencia en la casa consistorial.


* * *

El mensajero le había comunicado que, dos horas antes, Enrique Bolingbroke había llegado a Westminster; había enviado al monarca a la Torre para «protegerlo» de la presunta ira del populacho de Londres… o, como más adelante diría el representante de Enrique al cuerpo legislativo, «de la gran crueldad que con anterioridad él mismo ha mostrado hacia la ciudad». El alcalde y los concejales se reunían para decidir las medidas políticas que tomarían en esos tiempos inciertos. Estaban convocados en la casa consistorial próxima al palacio obispal, y Gybon recorrió a pie, en compañía del mensajero, las calles cada vez más oscuras.

Era la hora previa al toque de queda y los guardianes de las puertas hacían sonar los cuernos; quienes estaban extramuros recibían la advertencia de que había llegado el momento de recoger los animales. Esa noche habían reunido a seiscientos hombres armados a fin de mantener la paz en las calles, y había otros tantos guardianes en las puertas de la ciudad; Gybon Maghfeld reparó en la atmósfera de agitación y cambio inminente. Parecía que la ciudad se preparaba para las fiebres. Los ciudadanos se desplazaban de calle en calle o de vía en vía con intensas expresiones de temor y desconcierto. Escrutó sus rostros al pasar, pero no reconoció a nadie. De repente, se sorprendió ante una curiosa posibilidad. ¿Y si esas figuras eran producto del pánico, la ira y la agitación de la ciudad propiamente dicha? Tal vez aparecían en épocas de incendios o de muerte, cual un grupo visible de caminantes nocturnos. Quizá se presentaban en las mismas calles de Londres a lo largo de la historia de la ciudad.

Mientras el escudero recorría Silver Street y Addle Street sumido en sus reflexiones, el obispo de Londres y la monja de Clerkenwell alzaban sendas copas de vino y se felicitaban mutuamente por el drama tan bien representado.

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