11

Claire Biel estaba junto al fregadero de la cocina y miraba al desconocido que llamaba esposo. Erik comía un bocadillo cuidadosamente, con la corbata metida en la camisa. Tenía un periódico perfectamente doblado en cuatro. Masticaba lentamente. Llevaba gemelos en los puños. Su camisa estaba almidonada. Le gustaba el almidón. Le gustaba todo planchado. En su armario los trajes estaban colgados a medio palmo de distancia uno de otro. No lo medía para hacerlo. Le salía así. Sus zapatos, siempre lustrosos, estaban alineados como en un desfile militar.

¿Quién era ese hombre?

Sus dos hijas pequeñas, Jane y Lizzie, devoraban mantequilla de cacahuete con pan blanco. Charlaban con la boca llena. Hacían ruido. Salpicaban la mesa. Erik seguía leyendo. Jane preguntó si podían levantarse. Claire dijo que sí. Las dos corrieron a la puerta.

– Alto -dijo Claire.

Se pararon.

– Los platos, al fregadero.

Suspiraron y levantaron los ojos al cielo -aunque sólo tenían diez y nueve años habían aprendido bien de su hermana mayor-. Volvieron dificultosamente como si estuvieran cruzando los Adirondacks nevados, levantaron los platos como si fueran pesadas rocas y escalaron como pudieron la montaña hacia el fregadero.

– Gracias -dijo Claire.

Salieron. La habitación quedó en silencio. Erik masticaba silenciosamente.

– ¿Queda café? -preguntó.

Ella le sirvió. Él cruzó las piernas cuidadosamente para no estropear la raya de los pantalones. Llevaban diecinueve años casados, pero la pasión se había ido por la ventana en menos de dos. Ahora pisaban arenas movedizas, pero hacía tanto tiempo que las pisaban que ya no parecía tan difícil. El mayor estereotipo del mundo es lo rápido que pasa el tiempo, pero era cierto. No parecía que hiciera tanto tiempo que hubiera desaparecido la pasión. A veces, como ahora, recordaba la época en que sólo mirarlo le cortaba la respiración.

Sin levantar la cabeza, Erik preguntó:

– ¿Has sabido algo de Aimee?

– No.

Estiró el brazo para levantarse la manga, miró el reloj y arqueó una ceja.

– Son las dos de la tarde.

– Acabará de despertarse.

– Deberíamos llamarla.

No se movió.

– ¿Con «deberíamos» -dijo Claire- te refieres a mí?

– Lo haré yo si quieres.

Claire cogió el teléfono y marcó el número de móvil de su hija. Habían regalado un teléfono a Aimee el año pasado, y ella se empeñó en añadir una tercera línea por diez dólares al mes. Erik se negó. Pero Aimee gimió, todos sus amigos -¡todos!- tenían uno, un argumento que siempre siempre hacía que Erik observara: «No somos todos, Aimee.»

Pero Aimee ya estaba preparada para eso. Cambió rápidamente de táctica y tiró de los hilos de la protección paterna: «Si tuviera mi propio teléfono, siempre estaría en contacto. Podrías encontrarme veinticuatro horas al día. Y si tuviera una urgencia…»

Eso cerró la venta. Las madres entendían esa lógica básica: el sexo y la presión de los iguales puede vender, pero nada vende más que el miedo.

La llamada fue a parar al contestador. La voz entusiasmada de Aimee -había grabado su mensaje inmediatamente después de tener el teléfono- dijo a Claire que, «bueno, deja tu mensaje». El sonido de la voz de su hija, por familiar que fuera, le dolió, aunque no sabía por qué exactamente.

Cuando sonó el tono, Claire dijo:

– Hola, cariño, soy mamá. Llámame, ¿vale?

Colgó.

Erik seguía leyendo su periódico.

– ¿No contesta?

– Caramba, ¿cómo lo has adivinado? ¿No será cuando le he dicho que me llamara?

Él frunció el ceño ante el sarcasmo.

– Seguramente no tiene batería.

– Seguramente.

– Siempre se olvida de cargarlo -dijo, meneando la cabeza-. ¿En casa de quien dormía? La de Steffi, ¿no?

– Stacy.

– Sí, eso. Podríamos llamar a casa de Stacy.

– ¿Por qué?

– Quiero que vuelva a casa. Tiene que terminar un trabajo para el jueves.

– Es domingo. Acaban de admitirla en la universidad.

– ¿Y crees que es el momento de relajarse?

Claire le pasó el inalámbrico.

– Llama tú.

– Bien.

Le dio el número. Él marcó los dígitos y se puso el teléfono junto a la oreja. Al fondo, Claire oía reír a sus hijas pequeñas. Entonces una gritó: «¡No es verdad!». Cuando descolgaron el teléfono, Erik se aclaró la garganta.

– Buenas tardes, soy Erik Biel, el padre de Aimee Biel. Me gustaría hablar con ella si está aquí.

Su cara no cambió. Su voz no cambió. Pero Claire vio que apretaba más fuerte el teléfono y sintió que algo se hundía muy dentro de su pecho.

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