40

Joan Rochester tomó un trago de la petaca que guardaba bajo el asiento del coche.

Estaba entrando en el jardín. Podía haber esperado a entrar en la casa pero no lo hizo. Estaba aturdida, hacía tanto tiempo que vivía aturdida que no recordaba si alguna vez había tenido la cabeza realmente despejada. No importaba. Uno se acostumbra. Te acostumbras tanto al aturdimiento que se convierte en lo normal, y sería la cabeza despejada lo que la desconcertaría.

Se quedó en el coche y miró hacia la casa. La miró como si la viera por primera vez. Allí era donde vivía. Sonaba muy simple, pero era así. Era allí donde transcurría su vida. No era especial. Parecía impersonal. Ella vivía allí. Ella había ayudado a elegirla. Y ahora que la miraba, se preguntaba por qué.

Joan cerró los ojos e intentó imaginar algo diferente. ¿Cómo había llegado aquí? Era consciente de que no había sucedido de repente. El cambio nunca es espectacular. Eran pequeños cambios, tan graduales como imperceptibles para el ojo humano. Así le había sucedido a Joan Delnuto Rochester, la chica más guapa de Bloomfield High.

Te enamoras de un hombre porque es todo lo que no era tu padre. Es fuerte y determinado y eso te gusta. Te hace volar. No te das cuenta de lo mucho que se está imponiendo en tu vida, que empiezas a ser sólo una extensión de él, no una entidad separada o, como sueñas, una entidad más grande, dos que son uno por amor, como en una novela romántica. Cedes en cosa pequeñas, después en otras más grandes, al final en todo. Tu risa empieza a escasear hasta desaparecer. Tu sonrisa se apaga hasta que es sólo una imitación de la alegría, algo que se aplica como una máscara.

Pero ¿cuándo había doblado esa oscura esquina?

No lograba encontrar el punto en la línea temporal. Lo rememoró, pero no podía localizar un momento en que pudieran haber cambiado las cosas. Era inevitable, suponía, desde el día que se conocieron. No hubo ningún momento en el que hubiera podido enfrentarse a él. No hubo batalla que hubiera podido librar que hubiera cambiado nada.

Si pudiera volver atrás en el tiempo, ¿se alejaría la primera vez que él le pidió salir? ¿Diría que no? ¿Cogería otro novio, como aquel simpático Mike Braun, que ahora vivía en Parsippany? La respuesta probablemente era que no. Sus hijos no habrían nacido. Los hijos, por supuesto, lo cambian todo. No puedes desear que nada hubiera pasado, porque ésa sería la última traición. ¿Cómo podrías seguir viviendo contigo misma deseando que tus hijos no hubieran nacido?

Tomó otro trago.

La verdad era que Joan Rochester deseaba que su marido muriera. Soñaba con ello. Porque era su única posibilidad de escapar. Ni pensar en esa tontería de la mujer maltratada que se enfrenta a su hombre. Sería un suicidio. Nunca podría abandonarle. La encontraría, le pegaría y la encerraría. Haría quién sabe qué a sus hijos. Se lo haría pagar.

Joan a veces fantaseaba sobre coger a sus hijos y buscar uno de esos refugios para mujeres maltratadas de la ciudad. Pero ¿después qué? Soñaba con entregar pruebas al estado contra Dom -las tenía, sin duda- pero ni siquiera Protección de Testigos le serviría. Él les encontraría. Seguro.

Era esa clase de hombre.

Bajó del coche. Caminaba con paso incierto, pero eso también se había convertido en la norma. Se dirigió hacia la puerta principal. Metió la llave y entró. Se volvió para cerrar la puerta. Cuando se volvió de nuevo, Dominick estaba de pie frente a ella.

Joan Rochester se llevó la mano al corazón.

– Me has asustado.

Él se acercó. Por un momento ella creyó que iba a besarla. Pero no era eso. Dominick dobló la rodilla. Su mano derecha se cerró en un puño. Se giró para lanzar el golpe utilizando la fuerza de las caderas. Le clavó los nudillos en el riñón.

Joan abrió la boca en un grito silencioso. Le fallaron las rodillas. Cayó al suelo. Dominick la agarró de los cabellos. La levantó y preparó el puño. Volvió a clavarlo en su espalda, esta vez con más fuerza.

Ella se deslizó hacia el suelo como un saco de arena.

– Vas a decirme dónde está Katie -dijo Dominick.

Y volvió a golpearla.


Myron estaba en el coche, hablando por teléfono con Wheat Manson, su antiguo compañero de equipo en Duke, quien ahora trabajaba en la oficina de admisiones como ayudante del decano, cuando se dio cuenta de que le seguían otra vez.

Wheat Manson había sido un veloz jugador ofensivo de las calles de Atlanta. Lo había pasado bien en Durham, Carolina del Norte, y nunca había vuelto a casa. Los dos viejos amigos intercambiaron algunas impresiones rápidas hasta que Myron fue al grano.

– Tengo que hacerte una pregunta un poco rara -dijo.

– Venga.

– No te me ofendas.

– Pues no me preguntes nada ofensivo -dijo Wheat.

– ¿Aimee Biel ha sido admitida gracias a mí?

Wheat gimió.

– Oh no, no me has preguntado eso.

– Necesito saberlo.

– Oh no, no me lo has preguntado.

– Mira, olvídalo un momento. Necesito que me mandes por fax dos expedientes. El de Aimee Biel. Y el de Roger Chang.

– ¿Quién?

– Es otro estudiante del Livingston High.

– Déjame adivinar. A Roger no lo han admitido.

– Tenía mejores notas, una puntuación más alta…

– Myron…

– ¿Qué?

– No vamos a entrar en eso. ¿Me entiendes? Es confidencial. No te mandaré ningún expediente. No hablaré de los candidatos. Te recordaré que la admisión no es sólo una cuestión de notas o exámenes, que hay intangibles. Como dos chicos que entraron más gracias a su habilidad para meter una esfera por un aro metálico que por sus calificaciones y notas. Nosotros deberíamos saberlo mejor que nadie. Y ahora, sólo ligeramente ofendido, me despido de ti.

– Espera, sólo un segundo.

– No te mandaré ningún expediente.

– No tienes que hacerlo. Te diré algo de ambos candidatos. Sólo quiero que mires el ordenador y me confirmes que lo que digo es cierto.

– ¿De qué demonios hablas?

– Confía en mí en esto. Wheat, no te pido información. Sólo que me confirmes algo.

Wheat suspiró.

– Ahora no estoy en el despacho.

– Hazlo cuando puedas.

– Dime qué quieres que te confirme.

Myron se lo dijo. Mientras lo decía, se dio cuenta de que llevaba el mismo coche detrás desde que había salido de Riker Hill.

– ¿Lo harás?

– Eres un pelmazo, ¿lo sabías?

– Como siempre -dijo Myron.

– Sí, pero solías dar unos saltos fantásticos. ¿Qué tienes ahora?

– ¿Magnetismo animal en estado puro y un carisma sobrenatural?

– Tengo que colgar.

Colgó y Myron se arrancó el auricular del manos libres. El coche seguía detrás de él, tal vez a unos setenta metros.

¿Qué pasaba actualmente con los seguimientos? En los viejos tiempos, un pretendiente te mandaba flores o dulces. Myron se entretuvo un momento pensándolo, pero no era un buen momento. El coche le seguía desde Riker Hill. Eso significaba que probablemente era uno de los gorilas de Dominick Rochester otra vez. Lo pensó un momento. Si Rochester había puesto a un hombre a seguirle, probablemente viera que había estado con su esposa. Myron pensó en llamar a Joan Rochester para decírselo pero decidió no hacerlo. Como había dicho Joan, llevaba mucho tiempo con él. Sabría cómo solucionarlo.

Estaba en Northfield Avenue en dirección a Nueva York. No tenía tiempo para esto, pero necesitaba deshacerse de su seguidor lo más rápido posible. En el cine, se impondría una persecución o alguna especie de giro veloz de noventa grados. En la vida real eso no sirve, sobre todo cuando necesitas llegar a un sitio rápidamente y no deseas llamar la atención de la policía.

Pero había formas.

El profesor de la tienda de música, Drew Van Dyne, vivía en West Orange, no muy lejos de allí. Zorra ya estaría en su puesto. Myron cogió el móvil y llamó. Zorra contestó al primer timbre.

– Hola, guapo -dijo.

– Doy por supuesto que no ha habido actividad en casa de los Van Dyne.

– Exacto, guapo. Zorra está aquí sentada, muerta de aburrimiento.

Zorra siempre se refería a sí misma en tercera persona. Tenía una voz grave, un acento marcado y mucha saliva en la boca. No era un sonido agradable.

– Un coche me sigue -dijo Myron.

– ¿Y Zorra puede ayudar?

– Oh sí -dijo Myron-. Zorra puede ayudar mucho.

Myron le explicó el plan, un plan escalofriantemente simple. Zorra rió y empezó a toser.

– ¿Le gusta a Zorra? -dijo Myron, imitando sin darse cuenta, como siempre le pasaba con ella, su forma de hablar.

– A Zorra le gusta. A Zorra le gusta mucho.

Como le llevaría unos minutos organizarlo, Myron dio unas vueltas innecesarias. Dos minutos después, dobló a la derecha en Pleasant Valley Way. Enfrente, vio a Zorra de pie junto a la pizzería. Llevaba su peluca rubia de los treinta, fumaba un cigarrillo con boquilla y parecía Veronica Lake tras una noche de borrachera, si Veronica Lake hubiera medido metro ochenta, tuviera una sombra igualita a la de Homer Simpson y fuera muy fea.

Al pasar a su lado, Zorra guiñó el ojo y levantó un pie un poquito. Myron reconoció el gesto. La primera vez que se vieron, ella le rajó el pecho con la hoja de la «aguja». Pero, en fin, Win le perdonó la vida. Ahora eran colegas. Esperanza lo comparaba con sus días de ring, cuando un luchador con fama de malo se convertía de repente en una buena persona.

Myron puso el intermitente izquierdo y paró a un lado de la calle, a dos manzanas de distancia. Bajó la ventana para poder oír. Zorra estaba de pie junto a una plaza de aparcamiento. Fue todo muy natural. El coche que le seguía paró en aquella misma plaza.

El resto fue, como habían comentado, escalofriantemente simple. Zorra se acercó a la parte trasera del coche. Llevaba tacones altos desde hacía quince años, pero seguía caminando como un potro recién nacido con un mal trip.

Myron observó la escena por el retrovisor.

Zorra desenvainó la daga de su tacón de aguja. Levantó una pierna y golpeó el neumático. Myron oyó el bufido del aire. Rápidamente se acercó a la otra rueda e hizo lo mismo. Después se le ocurrió algo que no formaba parte del plan. Esperó a ver si el conductor salía y la abordaba.

– No -susurró Myron para sí mismo-. Vete.

Se lo había dicho muy claro. Pincha las ruedas y corre. No te metas en una pelea. Zorra era mortal. Si el tipo bajaba del coche -probablemente un macho acostumbrado a partir cabezas- Zorra le haría pedacitos. Olvidemos las cuestiones morales un momento. No necesitaban llamar la atención de la policía.

El gorila del coche gritó:

– ¡Eh! ¿Qué coño…? -Empezó a salir del auto.

Myron se volvió y sacó la cabeza por la ventana. Zorra lucía su sonrisa. Dobló un poco las rodillas. Myron gritó. Zorra levantó la cabeza y le miró. Myron notó su anticipación, el deseo de atacar. Meneó la cabeza con toda la firmeza de que fue capaz.

Pasó otro segundo. El gorila cerró la puerta de un portazo.

– ¡Maldita puta!

Myron siguió sacudiendo la cabeza, ahora con más apremio. El gorila dio un paso. Myron captó la mirada de Zorra, que asintió de mala gana y echó a correr.

– ¡Eh! -El gorila fue tras ella-. ¡Alto!

Myron puso el coche en marcha.

El gorila miró hacia atrás, inseguro, sin saber qué hacer, y después tomó la decisión que probablemente le salvó la vida. Volvió corriendo al coche.

Pero con las ruedas traseras pinchadas, no iría lejos.

Myron se dirigió a su encuentro con la desaparecida Katie Rochester.

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