Big Cyndi se quedó y enseñó la fotografía de Aimee por el vecindario, por si acaso. Los empleados en esos ramos ilícitos no hablarían con la policía ni con Myron, pero sí con Big Cyndi. Tenía sus dones.
Myron y Win volvieron a los coches.
– ¿Vuelves al apartamento? -preguntó Win.
Myron negó con la cabeza.
– Tengo cosas que hacer.
– Sustituiré a Zorra.
– Gracias. -Después miró a la casa y añadió-: No me gusta dejarla aquí.
– Katie Rochester es mayor de edad.
– Tiene dieciocho años.
– Eso.
– ¿Qué me estás diciendo? ¿Tienes dieciocho y ya te las arreglas? ¿No rescatamos a adultos?
– No -dijo Win-. Rescatamos a quien podemos. A quien tiene problemas y pide ayuda porque la necesita. No, repito, no rescatamos a quien toma decisiones con las que no estamos de acuerdo. Las malas decisiones forman parte de la vida.
Siguieron caminando y Myron dijo:
– Sabes cuánto me gusta leer el periódico en Starbucks, ¿no?
Win asintió.
– Todos los adolescentes que van por allí fuman. Todos. Me siento y les observo, y cuando encienden un cigarrillo sin siquiera pensarlo, como si fuera lo más natural del mundo, pienso para mí: «Myron, deberías decir algo». Debería levantarme y disculparme por interrumpir y suplicarles que dejen de fumar en ese mismo momento porque luego será mucho más difícil. Quiero sacudirles y hacerles entender lo estúpidos que son. Hablarles de todas las personas que conozco, personas que vivían bien y eran felices, como Peter Jennings, un gran tipo por lo que me han dicho, y que tenía una vida estupenda y la perdió por haber empezado a fumar joven. Quiero gritarles toda la letanía de los problemas de salud a los que tendrán que enfrentarse inevitablemente por lo que hacen ahora con tanta despreocupación.
Win no dijo nada. Miró hacia adelante y mantuvo el paso.
– Pero después pienso que no debo meterme donde no me llaman. No quieren oírlo. ¿Y quién soy yo de todos modos? Un tío cualquiera. No soy lo bastante importante para hacer que lo dejen. Probablemente me mandarían a paseo. Así que, por supuesto, me callo. Miro hacia otro lado y vuelvo a mi periódico y mi café y, mientras, esos chicos están, a mi lado, matándose lentamente. Y yo les dejo.
– Cada uno elige y libra sus batallas -dijo Win-. Eso es una batalla perdida.
– Lo sé, pero la cuestión es que si les dijera algo cada vez que les viera, iría perfeccionando mi discurso antitabaco. Y a lo mejor convencería a uno. Tal vez uno dejara de fumar. Mi pesadez salvaría una vida. Y entonces me pregunto si permanecer callado es lo correcto o sólo lo más fácil.
– ¿Y luego qué? -preguntó Win.
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Vas a ponerte frente a un McDonald's y avergonzar a la gente que se zampa los Big Macs? Cuando veas a una mujer animando a su hijo obeso a tragarse su segundo plato de patatas fritas gigantes, ¿le advertirás del horrible futuro que le espera al chico?
– No.
Win se encogió de hombros.
– Bueno, dejémoslo -dijo Myron-. En este caso concreto, ahora mismo, a unos metros de nosotros, hay una chica embarazada sentada en ese tugurio…
– …que ha tomado una decisión de adulta -acabó Win por él.
Siguieron caminando.
– Es lo mismo que me dijo la doctora Skylar.
– ¿Quién? -preguntó Win.
– La mujer que reconoció a Katie cerca del metro. Edna Skylar.
Me dijo que prefería a los pacientes inocentes. Que había hecho el juramento hipocrático y lo sigue, pero si puede elegir, prefiere trabajar con personas que lo merezcan.
– La naturaleza humana -dijo Win-. Deduzco que no te sentiste cómodo con eso.
– No estoy cómodo con nada de esto.
– Pero no es sólo la doctora Skylar. Tú también lo haces, Myron. Dejemos a un lado la culpabilidad que sientes con Claire por un momento. Has decidido ayudar a Aimee porque la percibes como una inocente. Si fuera un adolescente con un historial de problemas con las drogas, ¿estarías tan dispuesto a buscarla? Por supuesto que no. Todos elegimos, nos guste o no.
– Es más que eso.
– ¿Cómo?
– Lo importante es la universidad adónde vas.
– ¿A qué viene eso ahora?
– Tuvimos suerte -dijo Myron-. Fuimos a Duke.
– ¿Adónde quieres ir a parar?
– A Aimee la han aceptado gracias a mí. Le escribí una carta, hice una llamada. Dudo que la hubieran aceptado si no.
– ¿Y qué?
– ¿Dónde quedo yo? Como observó Maxine Chang, cuando un chico es admitido, otro se queda fuera.
Win hizo una mueca.
– El mundo funciona así.
– Pero no es correcto.
– Se toma una decisión basándose en una serie de criterios muy subjetivos. -Win se encogió de hombros-. ¿Por qué no ibas a ser tú?
Myron meneó la cabeza.
– No puedo evitar pensar que se relaciona con la desaparición de Aimee.
– ¿La admisión en la universidad?
Myron asintió.
– ¿Cómo?
– Todavía no lo sé.
Se separaron. Myron subió a su coche y miró su móvil. Un nuevo mensaje. Lo escuchó.
«Myron, soy Gail Berruti. La llamada que me pediste procedente de la casa de Erik Biel. -Había ruido de fondo-. ¿Qué? Maldita sea, espera un momento.»
Myron esperó. Era la llamada que Claire había recibido con la voz robótica diciéndole que Aimee «estaba bien». Unos segundos después, volvió Berruti.
«Perdona. ¿Por dónde iba? A ver, aquí está. La llamada se hizo desde una cabina de Nueva York. Más concretamente, de una hilera de teléfonos del metro de la Calle 33. Espero que te sirva de algo.»
Clic.
Myron lo pensó. Justo donde habían visto a Katie Rochester. Tenía sentido. O quizá, con todo lo que sabía, no tuviera ninguno.
Su móvil sonó de nuevo. Era Wheat Manson, que llamaba desde Duke. No parecía contento.
– ¿Qué diablos pasa? -preguntó Wheat.
– ¿Qué?
– Lo que me dijiste de Chang. Concuerda.
– El cuarto de la clase ¿y no fue admitido?
– ¿Vamos a entrar ahí, Myron?
– No, Wheat. No. ¿Qué hay de Aimee?
– Ése es el problema.
Myron le hizo algunas preguntas más.
Empezaba a encajar.
Media hora después, Myron llegó a la casa de Ali Wilder, la primera mujer en siete años a quien decía que amaba. Aparcó y se quedó un momento en el coche. Miró la casa. Le pasaban demasiados pensamientos por la cabeza. Pensó en su difunto esposo, Kevin. Ésa era la casa que habían comprado. Myron imaginó el día en que Kevin y Ali irían allí con un agente inmobiliario y elegirían la nave como el lugar donde vivir y tener a sus hijos. ¿Se cogían de la mano mientras apreciaban su futura morada? ¿Qué le gustó a Kevin? ¿O fue tal vez el entusiasmo de su amada lo que le hizo aceptar? ¿Y por qué demonios estaba pensando esas cosas Myron?
Le había dicho a Ali que la quería.
¿Habría hecho eso -decirle «te quiero»- si Jessica no hubiera ido a verle? Sí.
«¿Estás seguro, Myron?»
Sonó el móvil.
– Diga.
– ¿Piensas pasarte la noche sentado en el coche?
Sintió que el corazón se le ensanchaba al oír la voz de Ali.
– Perdona, estaba pensando.
– ¿En mí?
– Sí.
– ¿En lo que te gustaría hacerme?
– Bueno, no exactamente -dijo-. Pero puedo empezar ya, si quieres.
– No te preocupes. Ya lo tengo todo planeado. Sólo interferirías en lo que había pensado.
– Dime.
– Prefiero que lo veas. Ven a la puerta. No llames. No hables. Jack duerme y Erin está arriba con el ordenador.
Myron colgó. Vio su reflejo -con la sonrisa tonta- en el retrovisor del coche. Intentó no ir corriendo allí, pero no pudo evitar acudir a toda velocidad. Se abrió la puerta antes de que llegara. Ali llevaba el pelo suelto, una blusa ajustada, roja y brillante, tirante en la parte superior, como pidiendo que la desabrocharan.
Ali se llevó un dedo a los labios.
– Chist.
Le besó apasionadamente. Lo notó en las puntas de los dedos. El cuerpo le cantó. Ella le susurró al oído.
– Los chicos están arriba.
– Eso has dicho.
– Normalmente no soy muy aventurera -dijo Ali, lamiéndole la oreja. Todo el cuerpo de Myron se encogió de placer-. Pero es que te quiero ya.
Myron reprimió la respuesta humorística. Se besaron otra vez. Ella le cogió la mano y le guió rápidamente por el pasillo. Cerró la puerta de la cocina. Cruzaron el salón. Ali cerró otra puerta.
– ¿Cómo te las arreglas en un sofá? -preguntó ella.
– No me importaría hacerlo en una cama de clavos en la cancha del Madison Square Garden.
Se dejaron caer en el sofá.
– Dos puertas cerradas -dijo Ali respirando pesadamente. Volvieron a besarse. Las manos empezaron a volar-. Nadie puede sorprendernos.
– Veo que lo has estado planeando -dijo Myron.
– Prácticamente todo el día.
– Ha valido la pena -dijo Myron.
Ali pestañeó.
– Oh, espera y verás.
Se dejaron la ropa puesta. Eso fue lo más asombroso. Sí, se desabrocharon botones y se bajaron cremalleras pero no se quitaron la ropa. Y luego, jadeando abrazados, totalmente agotados, Myron dijo lo mismo que decía cada vez que acababan:
– Uau.
– Tienes un rico vocabulario.
– Nunca uses una palabra larga cuando una corta es suficiente.
– Podría hacer una broma ahora, pero no lo haré.
– Gracias -dijo él-. ¿Puedo preguntarte algo?
Ali se acurrucó junto a él.
– Lo que quieras.
– ¿Somos exclusivos?
Ella le miró.
– ¿En serio?
– Creo que sí.
– Es como si me pidieras salir en serio.
– ¿Qué dirías si lo hiciera?
– ¿Pedirme para salir en serio?
– Claro, ¿por qué no?
– Exclamaría: «¡Sí!». Después te preguntaría si puedo garabatear tu nombre en mi agenda y ponerme tu chaqueta de la universidad.
Él sonrió.
– ¿Tu pregunta tiene algo que ver con nuestro intercambio anterior de «te quiero»? -preguntó Ali.
– No lo creo.
Silencio.
– Somos adultos, Myron. Puedes acostarte con quien quieras.
– No quiero acostarme con nadie más.
– Entonces ¿por qué me preguntas eso?
– Porque antes… No sé, pero no pienso con mucha claridad cuando estoy en ese estado de… -Gesticuló.
Ali levantó los ojos al cielo.
– Hombres. No, me refería a por qué esta noche. ¿Por qué me preguntas si somos exclusivos esta noche?
Él no supo qué decir. Quería ser sincero, pero ¿le apetecía hablar de la visita de Jessica?
– Quería tener claro dónde estábamos.
De repente se oyeron pasos en la escalera.
– ¡Mamá!
Era Erin. Una puerta, la primera de las dos, se abrió de golpe.
Myron y Ali se movieron a una velocidad que habría intimidado al NASCAR. Tenían la ropa puesta pero, como un par de adolescentes, se aseguraron de que todo estuviera abrochado y bien metido antes de que la segunda manilla empezara a girar. Myron se fue de un salto al otro extremo del sofá mientras Erin abría la puerta. Los dos intentaron disimular la cara de culpabilidad con resultados dudosos.
Erin entró como una tromba. Vio a Myron.
– Me alegro de que estés aquí.
Ali acabó de alisarse la falda.
– ¿Qué pasa, cariño?
– Tienes que subir enseguida -dijo Erin.
– ¿Por qué? ¿Qué pasa?
– Estaba con el ordenador, mandando mensajes a mis amigos. Y justo ahora, quiero decir, hace treinta segundos, Aimee Biel ha entrado y me ha saludado.